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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (49 page)

BOOK: Las benévolas
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El Feldpolizeikommissar, un bulldog achaparrado con gafas de montura metálica que no llevaba más uniforme que un pantalón de tirantes y una camiseta sucia, me recibió muy seco: «Ya era hora. Llevo casi tres semanas pidiendo a alguien. En fin, Heil Hitler». Brillaba una gruesa sortija de plata en la mano extendida casi a la altura de la bombilla, que colgaba encima de aquella cabeza de buen tamaño. Me sonaba su cara más o menos: en Kiev, el Kommando colaboraba con la Feldpolizei secreta y seguramente me habría cruzado con él por algún pasillo. «Sólo hace cuatro días que recibí la orden de incorporación, Herr Kommissar. Ha sido imposible llegar antes».. —«No le reprocho nada. Son esos jodidos burócratas. Siéntese». Me quité la pelliza y la chapka, las dejé encima del petate y busqué un sitio en el despacho atiborrado de cosas. «Como sabe, no soy un oficial SS y mi grupo de la
Geheime Feldpolizei
está bajo el control del AOK. Pero, como Kriminalrat de la Kripo, tengo la responsabilidad de toda la organización policial del
Kessel.
Es un arreglo un tanto delicado, pero nos llevamos bien. De las tareas ejecutivas se ocupan los Feldgendarmes, o mis ucranianos. Había ochocientos en total, pero hemos tenido bajas, qué se le va a hacer. Están repartidos entre las dos Kommandanturen, una ésta y otra al sur del Tsaritsa. Es usted el único oficial SD del
Kessel,
así que tendrá unos cometidos de lo más variados. Mi Leiter IV se lo explicará con detalle. También se ocupará de sus problemas de intendencia. Es un SS-Sturmbannführer, así que, salvo en caso de emergencia, le dará a él cuenta de todo y él me hará un resumen. Ánimo».

Con la pelliza y el macuto debajo del brazo, salí otra vez al pasillo y volví a encontrarme con el Untersturmführer: «¿El Leiter IV, por favor?».. —«Por aquí». Lo seguí hasta una habitación pequeña atiborrada de escritorios, de papeles, de cajones, con velas colocadas en todas las superficies libres. Un oficial alzó la cabeza: era Thomas. «Bueno -dijo jovialmente-, ya iba siendo hora». Se levantó, rodeó la mesa y me dio un caluroso apretón de manos. Yo lo miraba y no decía nada. Luego pregunté: «Pero ¿tú qué haces aquí?». Abrió los brazos; estaba impecablemente vestido, como solía, recién afeitado, con el pelo peinado con brillantina y la guerrera abrochada hasta el cuello y con todas las condecoraciones. «Me presenté voluntario, mi querido amigo. ¿Qué nos has traído de comer?» Se me abrieron unos ojos como platos: «¿De comer? Nada. ¿Por qué?». Puso expresión de horror. «¿Vienes de fuera de Stalingrado y no traes nada de comer? Vergüenza debería darte. ¿No te han explicado cómo están aquí las cosas?» Yo me mordisqueaba el labio, no conseguía saber si estaba bromeando. «La verdad es que ni se me ocurrió. Me dije que las SS tendrían lo que hiciera falta». Volvió a sentarse de golpe y habló con voz burlona: «Búscate un cajón que esté libre. Deberías darte cuenta de que aquí las SS no controlan ni los aviones ni lo que traen. Nos lo da todo el AOK y nos reparten las raciones que establecen las cuotas sindicales, es decir, ahora mismo... -revolvió encima del escritorio y cogió un papeldoscientos gramos de carne, generalmente de caballo, por hombre y por día, doscientos gramos de pan y veinte gramos de margarina o de materia grasa. Inútil decirte -añadió mientras soltaba la hoja que no le da a uno para nada».. —«Tú no pareces llevarlo demasiado mal», comenté.. —«Sí, afortunadamente algunos somos más previsores que tú. Y además nuestros chicos ucranianos se las apañan bastante bien, sobre todo si no les haces demasiadas preguntas». Saqué unos cigarrillos del bolsillo de la guerrera y encendí uno. «Por lo menos -dije-, he traído con qué fumar».. —«¡Ah! ¿Ves como no eres tan simple? ¿Así que, por lo visto, has tenido problemas con Bierkamp?. —«En cierto modo, sí. Un malentendido». Thomas se inclinó un poco hacia delante y movió un dedo: «Max, hace años que te vengo diciendo que cuides las relaciones. Un día vas á terminar mal». Hice un ademán impreciso hacia la puerta: «Parece ser que ya he terminado mal. Y además debo hacerte notar que tú también estás aquí».. —«¿Aquí? Esto está muy bien, si dejamos aparte el rancho. Luego vendrán los ascensos, las condecoraciones y
tutti quanti.
Seremos auténticos héroes y podremos presumir en los mejores salones con nuestras medallas. Y se olvidarán incluso de tus anécdotas».. —«Pareces pasar por alto un detalle. Entre tú y esos salones hay unos cuantos ejércitos soviéticos.
Der Manstein kommt,
pero todavía no ha llegado». Thomas hizo un mohín de desprecio: «Tú tan derrotista como siempre. Y además estás cada vez peor informado:
der Manstein
ya no viene; ha ordenado hace ya varias horas a Hoth que se repliegue. Con el frente italiano desintegrándose, lo necesitamos en otra parte. Porque si no lo que haremos será perder Rostov. De todas formas, aunque hubiera llegado hasta nosotros, no habría habido orden de evacuación. Y, sin órdenes, Paulus no se habría movido nunca. Si quieres que te diga mi opinión, toda esta historia de Hoth era para la galería. Para que Manstein pudiera tranquilizar la conciencia. Y el Führer también, por cierto. Con esto te estoy diciendo que nunca conté con Hoth. Dame un cigarrillo». Le alargué uno y se lo encendí. Soltó una larga bocanada y se recostó en la silla: «A los hombres indispensables, a los especialistas, los evacuarán inmediatamente antes del final. Móritz está en la lista, y yo también, claro. Por supuesto que algunos tendrán que quedarse hasta el final del todo para mantener abierto el quiosco. Es lo que se llama no tener suerte. Lo mismo pasa con nuestros ucranianos: lo tienen jodido y lo saben. Y eso los vuelve feroces y se vengan por adelantado».. —«A ti pueden matarte antes. O incluso al irte: he visto que hay muchos aviones que no lo cuentan». Sonrió abiertamente: «Eso, querido, son los gajes del oficio. También nos puede pillar un coche al cruzar la Prinz-Albrechtstrasse».. —«Me alegro de ver que no has perdido el cinismo ni lo más mínimo».. —«Mi querido Max, ya te he explicado cien veces que el nacionalsocialismo es una jungla que funciona según unos principios estrictamente darwinianos. Es la supervivencia del más fuerte o del más astuto. Pero nunca quieres entenderlo».. —«Digamos que tengo otra visión de las cosas».. —«Sí, y mira las consecuencias. Estás en Stalingrado». —«¿Y tú pediste de verdad que te mandasen aquí?». —«Fue antes del embolsamiento, claro. Al principio, no parecía que las cosas fueran demasiado mal. Y, además, en el grupo, todo estaba estancado. Y no me apetecía nada verme de KdS en un villorrio de Ucrania. Stalingrado brindaba posibilidades interesantes. Si salgo con bien, habrá merecido la pena. Y si no... -se reía a mandíbula batiente
cest la vie»,
dijo en francés, a modo de conclusión.. —«Eres de un optimismo admirable. ¿Y yo qué perspectivas de futuro tengo?». —«¿Tú? Puede ser un poco más complicado. Si te han mandado aquí, eso quiere decir que no te consideran indispensable, en eso estarás de acuerdo conmigo. Así que ya miraré qué puedo hacer para que te pongan en las listas de evacuación, pero no garantizo nada. Si no, siempre puedes agenciarte una
Heimatschuss. Y
así hay una posibilidad de que tengas prioridad para irte. ¡Pero, ojo, nada de heridas demasiado graves! Sólo repatrían a los que pueden recomponer para que sigan sirviendo para algo. En este terreno, empezamos a tener una experiencia tremenda en autolesiones. Deberías ver lo que se le ocurre a la gente; hay individuos de lo más ingeniosos. Desde finales de noviembre fusilamos a más de los nuestros que a rusos.
Para animar a los demás,
como decía Voltaire del almirante Byng». —«Supongo que no me estarás sugiriendo que..». Thomas negó con la manos: «¡No, no, de ninguna manera! No seas tan susceptible. Lo decía por decir algo. ¿Has comido?». No había vuelto a acordarme desde que había llegado a la ciudad; me sonaron las tripas. Thomas se rió. «Pues, a decir verdad, no he tomado nada desde esta mañana. En Pitomnik no me ofrecieron nada».. —«Se está perdiendo el sentido de la hospitalidad. Ven, vamos a poner tus cosas en su sitio. He dicho que te pusieran en mi habitación, para vigilarte de cerca».

Con algo en el estómago, me sentía mejor. Mientras me tomaba algo así como un caldo en el que flotaban unos imprecisos jirones de carne, Thomas me había explicado lo esencial de mi cometido: recoger los rumores, chismes y
Latrinenparolen
e informar del estado de ánimo de los soldados; luchar contra la propaganda derrotista rusa, y tener un grupo de informadores, civiles, niños muchas veces, que se escabulleran de unas líneas a otras. «Es algo con doble filo -decía-, porque les llevan a los rusos tanta información como la que nos traen a nosotros. Y, además, muchas veces mienten. Pero de vez en cuando resulta útil». Thomas me trajo al dormitorio, una habitación estrecha amueblada con una litera de metal y un cajón de municiones vacío, junto con una palangana de hierro esmaltado y un espejo rajado para afeitarse, un uniforme de invierno reversible, un producto típico de la inventiva alemana, blanco de un lado y gris feldgrau del otro. «Ponte esto para las salidas -dijo-. La pelliza está bien en la estepa, pero en la ciudad estorba mucho».. —«¿Se puede salir a pasear?». —«No te quedará más remedio. Pero te voy a poner un guía». Me llevó a una sala de guardia en donde unos auxiliares ucranianos estaban jugando a las cartas y bebiendo té. «¡Ivan Vassilievich!» Tres de ellos alzaron la cabeza; Thomas señaló a uno, que se reunió con nosotros en el pasillo. «Este es Ivan. Es uno de mis mejores hombres. Se ocupará de ti». Se volvió hacia él y le explicó algo en ruso. Ivan, un muchacho rubio no muy robusto, de pómulos salientes, lo escuchó con atención. Thomas se volvió hacia mí: «Ivan no es un as de la disciplina, pero conoce los mínimos recovecos de la ciudad y puede uno fiarse de él. No salgas nunca solo y, en la calle, haz todo lo que te diga, incluso aunque no veas la razón. Habla un poco de alemán y podréis entenderos.
Capisce?
Le he dicho que, a partir de ahora, era tu guardaespaldas personal y que responde de tu vida con la cabeza». Ivan me saludó y se volvió a la sala de guardia. Yo me sentía agotado. «Venga, vete a dormir -dijo Thomas-. Mañana por la noche, celebraremos la Navidad».

Aún recuerdo mi primera noche en Stalingrado; volví a tener un sueño de metro. Era una estación con varios niveles, pero comunicados entre sí, un laberinto desmesurado de vigas de acero, de pasarelas, de escaleras metálicas empinadísimas, de escaleras de caracol. Los trenes llegaban a los andenes y volvían a arrancar con un estruendo ensordecedor. No llevaba billete y me angustiaba la idea de que pasara el revisor. Bajé unos cuantos niveles y me metí de refilón en un tren que salió de la estación y basculó casi en vertical hacia las vías, en picado; al llegar abajo, frenó, invirtió la dirección y, pasando de nuevo ante el andén sin detenerse, se sumergió, en dirección contraria, en un ancho abismo de luz y de feroz ruido. Al despertar, me notaba vacío, tuve que hacer un esfuerzo inmenso para lavarme la cara y afeitarme. Me picaba la piel; tenía la esperanza de no coger piojos. Pasé unas cuantas horas estudiando un mapa de la ciudad y unos dosieres; Thomas me ayudaba a orientarme: «Los rusos aguantan aún en una franja delgada que va siguiendo el río. Estaban rodeados, sobre todo cuando por el río bajaban témpanos y no estaba aún helado del todo; ahora, por mucho que tengan el río a la espalda, los que nos tienen rodeados son ellos. Aquí arriba está la Plaza Roja; el mes pasado conseguimos, algo más allá, cortar en dos su línea del frente, así que tenemos un pie en el Volga, aquí, a la altura de su ex área de desembarco. Si tuviéramos municiones, casi podríamos cortarles el abastecimiento, pero en la práctica no podemos disparar más que en caso de ataque, y ellos pasan como quieren, incluso de día, por carreteras de hielo. Tienen toda la logística, los hospitales, la artillería en la otra orilla. De vez en cuando les mandamos unos cuantos Stukas, pero es sólo para meternos un poco con ellos. Cerca de aquí, se han incrustado en unas cuantas manzanas de casas a lo largo del río y, además, ocupan toda la refinería grande, hasta el pie de la colina 102, que es un antiguo
kurgan
tártaro que hemos tomado y vuelto a perder decenas de veces. Es la 100a Jágerdivision la que defiende ese sector; son austríacos y además hay un regimiento croata. Detrás de la refinería, hay unos despeñaderos que caen sobre el río, y allí dentro los rusos tienen toda una infraestructura, invulnerable también, porque nuestros disparos de obús pasan por encima. Hemos intentado destruirla haciendo saltar depósitos de petróleo, pero lo reconstruyen todo en cuanto llega el toque de queda. Además tienen buena parte de la fábrica química Lazur, con toda esa zona a la que llamamos "la raqueta de tenis" por la forma de las vías. Más al norte, la mayoría de las fábricas son nuestras, salvo un sector de los altos hornos Octubre Rojo. A partir de ahí, estamos en el río hasta Spartakovka, en el límite septentrional del
Kessel.
La ciudad en sí la defiende el LI Cuerpo del general Seydlitz, pero el sector de las fábricas es del XI Cuerpo. Al sur, pasa otro tanto: los rojos tienen sólo una franja de unos cien metros de ancho. Y son esos cien metros los que nunca hemos podido conquistar. El tajo del Tsaritsa divide la ciudad más o menos en dos; nos encontramos con una estupenda infraestructura excavada en los despeñaderos y se ha convertido en nuestro hospital principal. Detrás de la estación hay un Stalag que dirige la Wehrmacht: nosotros tenemos un KL pequeño en el koljós Vertiashii para los civiles a quienes detenemos y no ejecutamos en el acto. ¿Qué mas? Hay burdeles en los sótanos, pero ya los encontrarás solo si te interesan. Ivan los conoce bien. Dicho lo cual, las chicas son más bien unas piojosas». —«Hablando de piojos.»... —«Ah, a eso tendrás que acostumbrarte. Mira..». Se desabrochó la guerrera, se metió la mano por dentro, hurgó y volvió a sacarla; estaba llena de animalillos grises que tiró a la estufa, en donde se pusieron a chisporrotear. Thomas seguía, tan tranquilo: «Tenemos enormes problemas de carburante. Schmidt, el jefe de estado mayor, el que sustituyó a Heim ¿te acuerdas?, Schmidt controla todas las reservas, incluso las nuestras, y las suelta con cuentagotas. De todas formas, ya lo verás: Schmidt aquí lo controla todo. Paulus sólo es ya una marioneta. Y la consecuencia es que los desplazamientos en coche están
verboten.
Entre la colina 102 y la estación del Sur, todo lo hacemos a pie; para ir más allá, hay que hacer autostop con los vehículos de la Wehrmacht. Tienen enlaces más o menos regulares con los sectores». Había muchas más cosas que saber, pero Thomas era paciente. A media mañana, nos enteramos de que Tatsinskaia había caído de madrugada; la Luftwaffe había esperado a que los carros de combate rusos estuvieran al filo de la pista para la evacuación y había perdido 72 aparatos, casi el diez por ciento de su flota de transporte. Thomas me había enseñado las cifras del suministro: eran catastróficas. El sábado anterior, 19 de diciembre, habían podido tomar tierra 154 aviones, con 289 toneladas; pero también había días de 15 o 20 toneladas; el AOK 6, al principio, exigía un mínimo de 700 toneladas diarias, y Góring les prometió 500. «A ése -comentó, muy seco, Móritz durante la conferencia en que anunció a sus oficiales la noticia de la pérdida de Tatsinskaia-, le sentaría estupendamente un régimen de unas cuantas semanas en el
Kessel.
» La Luftwaffe tenía previsto volver a instalarse en Salsk, a trescientos kilómetros del
Kessel,
el límite de autonomía de los Ju-52. Lo cual prometía unas felices Navidades.

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