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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (23 page)

BOOK: Las benévolas
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Del viaje en camión hasta Yagotin me quedó la impresión de una prolongada divagación, de un hundimiento sin fin. Los hombres se pasaban más tiempo fuera de los camiones, empujando, que en las cabinas. Pero, por terrible que fuera el barro, pensar en lo que vendría a continuación les aterraba más aún. «No tenemos nada, Herr Hauptsturmführer, ¿lo entiende? Nada -me explicó un Feldwebel-. Ni ropa interior de abrigo, ni jerséis, ni pellizas, ni anticongelante, nada. Y los rojos, en cambio, estarán preparados para el invierno».. —«Son hombres como nosotros. Ellos también tendrán frío».. —«No es eso. Con el frío puede uno organizarse. Hace falta material, y ellos tendrán material. E incluso aunque no lo tuvieran sabrán improvisarlo. Y ellos llevan toda la vida viviendo con esto». Me citó un ejemplo llamativo que le había contado uno de sus hiwis: en el Ejército Rojo, a los hombres les daban botas dos tallas mayores del número que calzaban. «Con las heladas, los pies se hinchan, y además así queda también sitio para meterles dentro paja y papel de periódico. Nosotros tenemos botas de nuestro número. La mitad de los hombres acabará en el
Revier
con los dedos de los pies amputados».

Al llegar a Yagotin, estaba tan sucio que el suboficial responsable de la estación no vio mi graduación y me recibió con un chaparrón de insultos porque manchaba de barro la sala de espera. Dejé el petate en un banco y le respondí con rudeza: «Soy un oficial y usted no puede hablarme así». Volví a salir, para reunirme con Hanika, que me ayudó a lavarme un poco en una bomba de mano. El suboficial se deshizo en disculpas cuando me vio los galones del cuello, que seguían siendo de Obersturmführer; me invitó a tomar un baño y a cenar. Le entregué la carta para Thomas, para que saliera con el correo. Me alojó en un cuartito para oficiales; Hanika durmió en un banco, en la sala de espera, con unos soldados de permiso que estaban esperando el tren de Kiev. El jefe de estación me despertó en plena noche: «Hay un tren dentro de veinte minutos. Venga». Me vestí a toda prisa y salí. Había dejado de llover, pero todo estaba chorreando aún; los raíles brillaban bajo las tristes farolas de la estación. Hanika, con los paquetes, se había reunido conmigo. Luego llegó el tren; los frenos chirriaron mucho y con intermitencias antes de que se parara. Como todos los trenes que pasaban cerca del frente, iba medio vacío y podía elegirse compartimento. Volví a acostarme y me dormí. Si a Hanika le crujieron los dientes, yo no me enteré.

Cuando me desperté, ni siquiera habíamos pasado Lubny. El tren se paraba con frecuencia por alarmas, o para dejar pasar a convoyes que tenían prioridad. Cerca del retrete, conocí a un Major de la Luftwaffe, que volvía de permiso para incorporarse a su escuadrilla en Poltava. Había salido de Alemania hacía cinco días. Me habló del estado de ánimo de los civiles del Reich, que seguían confiados aunque la victoria se hiciera esperar, y nos convidó con mucha amabilidad a un poco de pan con salchichón. En las estaciones también se encontraba a veces algo que llevarse a la boca. El tren tenía su ritmo propio, y yo me sentía como si no llevara prisa. En las paradas, miraba durante mucho rato la tristeza de las estaciones rusas. Los equipamientos parecían vetustos aunque fueran recientes; las zarzas y las malas hierbas invadían las vías; acá y acullá, incluso en aquella estación del año, se divisaba el brillante toque de color de alguna flor tenaz, perdida entre el balasto empapado de aceite negro. Las vacas, que cruzaban plácidamente, siempre parecían sorprenderse cuando el mugido silbante de un tren venía a estorbar sus meditaciones. Todo era del color gris del barro y del polvo. En los caminos que corrían a lo largo de las vías, un chiquillo mugriento empujaba una bicicleta remendada, o una campesina vieja cojeaba hacia la estación para intentar vender unas cuantas verduras mohosas. Dejé que se adueñaran de mí las ramificaciones sin fin del sistema de vías, de los cambios de agujas que manejaban peones embrutecidos y alcoholizados. En los patios de clasificación se veían, esperando, interminables filas de vagones sucios, grasientos y embarrados, cargados de trigo, de carbón, de hierro, de petróleo, de ganado, de todas esas riquezas de la Ucrania ocupada y embargadas para enviarlas a Alemania, todas esas cosas que precisan los hombres, trasladadas de un sitio para otro según un plan de circulación descomunal y misterioso. ¿Así que era por eso por lo que estábamos en guerra, por eso morían los hombres? Y hete aquí que incluso en la vida cotidiana sucede lo mismo. En algún sitio pierde la existencia un hombre, cubierto de polvo de carbón en las asfixiantes profundidades de una mina; en otro lugar, más lejos, otro descansa, bien calentito, vestido de alpaca, hundido en un sillón con un buen libro, sin plantearse nunca de dónde y cómo le llegan ese sillón, ese libro, esa alpaca, ese calor. El nacionalsocialismo había querido hacer lo necesario para que, en el futuro, todo alemán pudiera tener su parte modesta de las cosas gratas de la vida; ahora bien, había resultado que eso era imposible dentro de los límites del Reich; y, ahora, aquellas cosas se las cogíamos a los demás. ¿Era justo? Lo era mientras tuviéramos fuerza y poder para hacerlo, pues, en lo tocante a la justicia, no existe una instancia absoluta y todos y cada uno de los pueblos definen su verdad y su justicia. Pero si alguna vez se debilitara nuestra fuerza y flaquease nuestro poder, entonces habría que padecer la justicia de los demás, por muy terrible que fuera. Y eso también sería justo.

En Poltava, Blobel, en cuanto me vio, me mandó a que me despiojaran. Luego me informó acerca de la situación. «El Vorkommando ha podido entrar en Jarkov el 24 , con el LV Cuerpo de Ejército. Ya han montado una oficina». Pero Callsen tenía una tremenda carencia de hombres y pedía refuerzos con urgencia. De momento, no obstante, la lluvia y el barro tenían bloqueadas las carreteras. El tren no seguía, porque había que reparar las vías y que ensancharlas y eso tampoco podría hacerse hasta que fuera posible desplazarse. «En cuanto empiece a helar, irá usted a Jarkov con unos cuantos oficiales más y con tropas; se reunirá con ustedes algo más adelante el Kommandostab. El Kommando entero establecerá sus cuarteles de invierno en Jarkov».

Hanika resultó enseguida un ordenanza mucho mejor que Popp. Todas las mañanas me encontraba las botas embetunadas y el uniforme limpio, seco y planchado; en el desayuno, con frecuencia se agenciaba algo para mejorar lo que solían darnos. Era muy joven, lo habían pasado de la Hitlerjugend a las Waffen-SS y, una vez ahí, se había encontrado con que lo destinaban al Sonderkommando, pero no carecía de virtudes. Lo formé para que supiera clasificar expedientes y que, así, pudiera ordenarme o localizarme documentos. A Ries se le había escapado por inadvertencia una perla: el muchacho era amable y servicial; bastaba con saber cómo tratarlo. De noche, poco le faltaba para dormir atravesado delante de mi puerta como un perro o como un criado de novela rusa. Mejor alimentado y más descansado, se le iba llenando la cara y era, de hecho, un chico guapo, pese al acné juvenil.

En cuanto a Blobel, cada día estaba más lunático; bebía y le daban ataques de rabia desaforados, sin pretexto alguno. Escogía, de entre los oficiales, a un chivo expiatorio y la tomaba con él durante días, acosándolo en todos los aspectos de su trabajo. Era, al tiempo, buen organizador, tenía un sentido muy desarrollado de las prioridades y de las exigencias prácticas. Afortunadamente, aún no había tenido ocasión de probar su Saurer nuevo; el camión se había quedado bloqueado en Kiev y Blobel esperaba con impaciencia que le llegase. Sólo con pensarlo me entraban escalofríos por la espalda y tenía la esperanza de haberme ido ya antes de que lo recibiera. Seguía padeciendo arcadas brutales, que llegaban a veces acompañadas de expulsiones de gases dolorosas y agotadoras, pero me lo callaba. Tampoco le hablaba a nadie de lo que soñaba. Ahora casi todas las noches me subía a un metro, siempre diferente, pero siempre periférico, desfasado, imprevisible, y que me llenaba por dentro de una circulación permanente de trenes que van y vienen, de escaleras mecánicas o de ascensores que suben y bajan de un nivel a otro y se cierran a destiempo, de semáforos que pasan del verde al rojo sin que los trenes se detengan, de líneas que se cruzan sin agujas o de finales de trayecto donde los pasajeros esperan en vano, una red desajustada, ruidosa, inmensa, interminable, por la que circula un tráfico incesante e insensato. Cuando era joven, me encantaba el metro; lo descubrí a los diecisiete años, cuando me fui a París, y en cuanto tenía una oportunidad lo tomaba, por el placer del movimiento, sin más, y el de mirar a la gente y ver pasar las estaciones. La CMP acababa de abrir otra vez, el año anterior, la línea norte-sur y por lo que costaba un billete podía cruzar la ciudad de punta a punta. No tardé en conocer mejor la geografía subterránea de París que la superficie. Otros internos de mi clase y yo salíamos de noche, gracias a una copia de la llave que los estudiantes se daban unos a otros de generación en generación; y, provistos de linternas pequeñas, esperábamos en un andén a que pasara el último tren para meternos, luego, a escondidas, en los túneles e ir andando por las vías de estación en estación. No tardamos en descubrir muchas galerías y pozos de acceso cerrados al público, lo que no dejaba de resultarnos útil cuando los ferroviarios, cuyo trabajo nocturno interrumpíamos, intentaban perseguirnos. Aquella actividad subterránea me deja siempre en el recuerdo la huella de una emoción violenta, compuesta de una sensación amistosa de seguridad y de calidez y, al mismo tiempo, de un remoto tinte erótico seguramente. Ya en aquella época poblaban mis sueños los convoyes del metro, pero ahora viajaba en ellos una angustia transparente y acídula, nunca conseguía llegar donde tenía que llegar, me equivocaba en los transbordos, se me cerraban en las narices las puertas de los vagones, viajaba sin billete temiendo a los revisores y, con frecuencia, me despertaba presa de un pánico frío y abrupto que me desbordaba, por decirlo de alguna manera.

Por fin cayeron en las carreteras las primeras heladas y pude ponerme en camino. El frío llegó de repente, en una noche; por la mañana, alegres, el vaho de los alientos y las ventanas blancas de escarcha. Antes de salir, me puse todos los jerséis que tenía; Hanika se las había ingeniado para conseguirme una chapka de nutria por pocos reichsmarks; en Jarkov, habría que localizar enseguida ropa de abrigo. En la carretera, el cielo estaba limpio y azul, bandadas de pájaros revoloteaban en redondo ante los bosques; cerca de los pueblos, los campesinos segaban los juncos de los estanques helados para cubrir las isbas. En cuanto a la carretera, seguía siendo peligrosa: la helada, en algunos tramos, había solidificado las crestas caóticas del barro, que habían levantado el paso de los coches blindados y de los camiones, y aquellas aristas endurecidas hacían que derrapasen los vehículos, rasgaban los neumáticos y a veces llegaban a hacerlos volcar cuando un chófer tomaba mal la curva y perdía el control de la máquina. En otros lugares, bajo una fina corteza que se quebraba bajo las ruedas, el barro seguía siendo viscoso y traidor. En torno se extendían la estepa vacía, los campos segados, algunos bosques. Hay alrededor de ciento veinte kilómetros de Poltava a Jarkov: el viaje nos llevó un día entero. Se entraba en la ciudad por unos suburbios asolados con paredes calcinadas, destripadas, derrumbadas, entre las que, recogidas deprisa y corriendo, se amontonaban en almiares reducidos las carcasas retorcidas y quemadas del material de guerra malgastado en una vana defensa de la ciudad. El Vorkommando se había instalado en el hotel International, en el perímetro de una plaza central gigantesca que dominaba, al fondo, el bloque constructivista del
Dom Gosprom:
unos edificios cúbicos en semicírculo, con dos arcos cuadrados de gran altura y un par de rascacielos, una asombrosa edificación para aquella ciudad ancha y perezosa, con sus casas de madera y sus antiguas iglesias zaristas. Muy cerca, a la izquierda, la Casa del Plan Quinquenal, que había ardido durante los combates, erguía fachadas macizas y escalonamientos de ventanas reventadas; en el centro de la plaza, un Lenin impresionante de bronce daba la espalda a los dos bloques e, indiferente a los vehículos y a los coches blindados aparcados a sus pies, invitaba con anchuroso ademán a los transeúntes para que fueran a él. En el hotel, reinaba la confusión; en la mayoría de las habitaciones estaban los cristales rotos y entraba un frío amargo. Me incauté de una suite pequeña y más o menos habitable, dejé que Hanika se las apañase con las ventanas y con la calefacción y volví a bajar para ver a Callsen. «Los combates en la ciudad han sido violentos -me resumió-, y ha habido muchos destrozos, como ya habrá visto; será difícil alojar a todo el Sonderkommando». No obstante, el Vorkommando había empezado ya con sus cometidos de SP y estaba interrogando a sospechosos; además, a petición del 6º Ejército, habían detenido a gran cantidad de rehenes para anticiparse a sabotajes como los de Kiev. Callsen había elaborado su análisis político: «La población de la ciudad es mayoritariamente rusa; esos problemas delicados que tienen que ver con las relaciones con los ucranianos van a plantearse menos aquí. Hay también una nutrida población judía, aunque la mayoría ha huido con los bolcheviques». Blobel le había ordenado que reuniese a los cabecillas judíos y que los fusilara: «Ya veremos más adelante qué se hace con los demás».

En el cuarto, Hanika había conseguido tapar las ventanas con cartones y lonas y había encontrado unas cuantas velas para alumbrarnos; pero las habitaciones seguían estando heladas. Durante mucho rato, sentado en el sofá mientras él calentaba té, dejé que se adueñara de mí una fantasía: alegando el frío, le decía que durmiera conmigo para darnos calor mutuamente; luego, pausadamente, durante la noche, le metía la mano bajo la guerrera, le besaba los jóvenes labios y le hurgaba en el pantalón para sacar la verga tiesa. No había ni que pensar en seducir a un subordinado, ni siquiera aunque fuera consentidor; pero hacía muchísimo que se me venían a la cabeza cosas así y no intenté resistirme a la dulzura de esas imágenes. Le miraba la nuca y me preguntaba si alguna vez habría conocido mujer. La verdad es que era muy joven, pero incluso antes de tener la edad que tenía él, ya hacíamos en el internado entre chicos todo cuanto es posible hacer, y los mayores, que debían de tener la edad de Hanika ahora, sabían buscarse en el pueblo más cercano a chicas a quienes les encantaba que les diesen un revolcón. Ahora las ideas se me iban desviando: en lugar de aquella nuca frágil surgían los trazos de nucas mucho más vigorosas, las de hombres que yo había conocido o, sencillamente, vislumbrado, y me fijaba en esas nucas con mirada de mujer y comprendía de pronto con espantosa claridad que los hombres no controlan nada, no dominan nada, que todos son unos niños e incluso unos juguetes que están ahí para el placer de las mujeres, un placer insaciable y tanto más soberano cuanto que los hombres creen que controlan las cosas, creen que dominan a las mujeres, siendo así que las mujeres los absorben, desbaratan su dominio y disuelven su control para, en última instancia, tomar de ellos mucho más de lo que ellos quieren dar. Los hombres creen de buena ley que las mujeres son vulnerables y que de esa vulnerabilidad hay que aprovecharse o que hay que ampararla, mientras que las mujeres se burlan, de forma tolerante y amorosa o despectiva de la vulnerabilidad infantil e infinita de los hombres, de su fragilidad, de esa friabilidad tan cercana a la pérdida de control permanente, de esa amenaza perpetua de desmoronamiento, de esa vacuidad encarnada en una carne tan fuerte. Y por eso es, sin duda, por lo que las mujeres matan tan pocas veces. Sufren mucho más, pero siempre tienen la última palabra. Me bebí el té. Hanika me había puesto en la cama todas las mantas que había podido encontrar; cogí dos y se las dejé en el sofá de la habitación de delante, en la que iba a dormir. Cerré la puerta y me masturbé velozmente; luego, me quedé dormido en el acto, con las manos y el vientre sucios de esperma.

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