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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (51 page)

BOOK: Las benévolas
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«Mama! Mama!».
Era insoportable. «¿Y eso?», le pregunté como un idiota a Nisic.. —«Es uno de los tipos de antes».. —«¿Y no podrían rematarlo?» Nisic clavó en mí una mirada dura y cargada de desprecio: «No podemos malgastar munición», me espetó. Me senté pegado a la pared, como los soldados. Ivan estaba apoyado en el montante de la puerta. Nadie hablaba. Fuera, el chiquillo seguía gritando:
«Mama! la ne jachu! la ne jachu! Mama! la jachu domoi»,
y otras palabras, aunque no podía entenderlas todas. Doblé las piernas y me rodeé las rodillas con los brazos. Nisic, acuclillado, me seguía mirando. Yo quería taparme los oídos, pero aquella mirada de plomo me tenía petrificado. Los gritos del chiquillo me perforaban el cerebro, eran como una paleta de albañil hurgando en un barro espeso y pegajoso, repleto de gusanos y de una vida inmunda. ¿Y yo, me preguntaba, imploraría a mi madre llegado el momento? Y, sin embargo, pensar en esa mujer me colmaba de odio y de asco. Hacía años que no la veía y no quería verla; la idea de invocar su nombre, de pedirle ayuda, me parecía inconcebible. No obstante, no me quedaba más remedio que sospechar que, detrás de esa madre, había otra, la madre del niño que fui antes de que algo se quebrase de forma irremediable. Seguramente yo también me retorcería y lanzaría alaridos por esa madre. Y, si no fuera por ella, sería por su vientre, el anterior a la luz, la malsana, la sórdida, la enferma luz del día. «No habría debido usted venir aquí -me dijo con brutal brusquedad Nisic-. No sirve para nada. Y es peligroso. Muchas veces ocurren accidentes». Clavaba en mí una mirada abiertamente ominosa. Tenía cogida la pistola ametralladora por la culata, con el dedo en el gatillo. Miré a Ivan: tenía el arma sujeta de la misma forma y apuntaba a Nisic y a los dos soldados. La mirada de Nisic siguió la dirección de la mía; examinó el arma de Ivan y escupió en el suelo: «Haría mejor en volverse». Una detonación seca me sobresaltó, una explosión pequeña, una granada, sin duda. Los gritos se detuvieron unos instantes y se reanudaron, monótonos y lancinantes. Me puse de pie: «Sí. De todas formas, tengo que volver al centro. Se está haciendo tarde». Ivan se hizo a un lado para dejarnos pasar y nos siguió, pisándonos los talones, sin perder de vista a los soldados hasta que estuvimos en el corredor. Nos fuimos por la misma trinchera de antes, sin decir palabra; al llegar a la casa en que se alojaba la compañía, Nisic se fue sin saludarme. Ya no nevaba y el cielo se estaba quedando despejado; veía la luna, blanca e inflada, en el cielo que se iba oscureciendo a toda velocidad. «¿Se puede volver de noche?», le pregunté a Ivan.. —«Sí. Incluso se tarda menos. Hora y media». Debía de ser posible ir por atajos. Me sentía vacío, viejo, desplazado. En el fondo, el Hauptfeldwebel tenía razón.

Según andaba, me volvió con violencia el recuerdo de mi madre, que tropezaba y se golpeaba la cabeza, como una mujer borracha. Hacía mucho que no pensaba en cosas así. Cuando le hablé de ello a Partenau en Crimea, no pasé de los hechos, de los que menos cuentan. Ahora eran otros pensamientos, amargos, rencorosos, teñidos de vergüenza. ¿Cuándo empezó todo? ¿Al nacer? ¿Entraba dentro de lo posible que nunca le hubiera perdonado el hecho mismo de mi nacimiento, aquel derecho fruto de una insensata arrogancia que se había tomado: traerme al mundo? Curiosa circunstancia: resultó que tenía una alergia mortal a la leche de sus pechos, como me contó personalmente, mucho más adelante, con tono frivolo; sólo me tocó tomar biberones mientras miraba mamar a mi hermana con ojos rebosantes de amargura. Sin embargo, en la primera infancia la quise, seguramente, como quieren a su madre todos los niños. Aún me acuerdo del tierno olor a hembra de su cuarto de baño, que me sumía en un delicioso embotamiento, como si fuera un retorno al vientre perdido; seguramente se debía, si lo pienso, a una mezcla del vaho húmedo del agua del baño, los perfumes y los jabones; quizá también al olor de su sexo y quizá también al de su mierda; incluso cuando no me dejaba meterme en la bañera con ella, no me cansaba de estar sentado en la taza del retrete, a su lado, en estado de beatitud. Luego todo cambió. Pero ¿cuándo exactamente y por qué? No le eché la culpa, al principio, de la desaparición de mi padre, aquella idea no se me ocurrió hasta más adelante, cuando se prostituyó con el Moreau aquel. Ahora bien, incluso antes de conocerlo, empezó a portarse de una forma que me sacaba de quicio. ¿Se debía a la marcha de mi padre? Resulta difícil decirlo, pero la pena parecía enloquecerla a veces. Una noche, en Kiel, entró sola en un bar de proletarios, cerca de los muelles, y se emborrachó rodeada de extraños, de cargadores, de marineros. Es incluso posible que se sentara encima de una mesa y se subiera las faldas, enseñando el sexo. Sea como fuere, la situación fue degenerando de forma escandalosa y echaron a la calle a la
burguesa,
que se cayó en un charco. Un guardia la trajo a casa empapada, desaliñada, con el vestido sucio; creí morirme de vergüenza. Aunque era muy pequeño -debía de andar por los diez años-, quise pegarle, y ni siquiera habría podido defenderse, pero mi hermana intervino: «Compadécete de ella. Está triste. No se merece tu indignación». Tardé mucho en calmarme. Pero ni entonces creo que la odiara; sólo me sentía humillado. El odio debió de llegar después, cuando olvidó a su marido y sacrificó a sus hijos para entregarse a un extranjero, a un extraño. Por supuesto que no fue cosa de un día, y hubo varias etapas por el camino. Moreau, como ya he dicho, no era un mal hombre y, al principio, se esforzó mucho para que lo aceptáramos; pero era un individuo limitado, preso de sus zafios conceptos burgueses y liberales, esclavo del deseo que sentía por mi madre, quien no tardó en mostrar que era más viril que él, y así fue como no tardó en convertirse de grado en cómplice de sus descarríos. Sucedió aquella gran catástrofe, tras la cual me enviaron al internado; hubo también otros conflictos más tradicionales, como el que estalló cuando estaba acabando el bachillerato. Iba a examinarme para sacar el título de bachiller y había que tomar una decisión para más adelante; yo quería estudiar filosofía y literatura, pero mi madre se negó en redondo: «Tienes que tener una profesión. ¿Te crees que vamos a vivir siempre de la bondad de los demás? Luego, ya podrás hacer lo que quieras». Y Moreau se reía de mí: «¿Qué dices? ¿Maestro en un poblacho perdido durante diez años? ¿Chupatintas muerto de hambre, ganando una miseria? No eres Rousseau, muchacho, baja de las nubes». Dios, cuánto los aborrecí. «Tienes que tener una carrera -decía Moreau-. Luego, si quieres escribir poemas en tus horas libres, serás muy dueño. Pero al menos ganarás lo suficiente para mantener a tu familia». La cosa duró más de una semana; irme de casa no habría servido de nada, me habrían pillado, como cuando intenté escaparme del internado. Tuve que ceder. Entre los dos decidieron que ingresara en la Escuela Libre de Ciencias Políticas desde donde podría haber entrado en uno de los cuerpos de más categoría del Estado, el Consejo de Estado, el Tribunal de Cuentas, la Inspección General de Hacienda. Sería un servidor del Estado, un mandarín, un miembro, es lo que esperaban ellos, de la
élite.
«Te costará -me explicaba Moreau-; tendrás que demostrar lo que vales por todo lo alto». Pero él tenía relaciones en París y me ayudaría. Ah, pero las cosas no fueron como ellos esperaban: los mandarines de Francia estaban ahora al servicio de mi país, y yo había ido a dar a las ruinas gélidas de Stalingrado, en donde sin duda me quedaría para siempre. Mi hermana tuvo más suerte; era chica y lo que hiciera tenía menos importancia; no serían sino retoques para perfeccionar el acabado, para mayor disfrute de su futuro marido. Le dejaron libertad para irse a Zúrich a estudiar psicología con un tal doctor Karl Jung, que desde entonces se ha hecho bastante famoso.

Lo más atroz ya había sucedido. Por la primavera de 1929, cuando aún estaba en el internado, me llegó una carta de mi madre; me comunicaba que, como no había vuelto a tener nunca noticias de él, y como sus reiteradas gestiones en varios consulados alemanes no habían dado fruto alguno, había hecho una demanda para que declarasen a mi padre legalmente fallecido. Como habían transcurrido siete años desde su desaparición, el tribunal había fallado a favor y ahora iba a casarse con Moreau, un hombre bueno y generoso, que era para nosotros como un padre. Aquella carta odiosa me provocó un paroxismo de rabia. Le mandé a vuelta de correo una carta llena de insultos violentos: mi padre, le escribía, no estaba muerto y el arraigado deseo que tenían ellos dos de que lo estuviera no bastaría para matarlo. Si quería venderse a un infame comerciante francés de poca monta, era muy dueña; pero yo consideraría ese matrimonio como ilegítimo y bigamo. Tenía al menos la esperanza de que no pensara imponerme un bastardo a quien sólo podría aborrecer. Mi madre, muy sensata, no contestó a esa filípica. Aquel verano me las apañé para que me invitasen los padres de un amigo rico y no puse los pies en Antibes. Se casaron en agosto; rompí la tarjeta de invitación y la tiré por el retrete; en las siguientes vacaciones escolares, me empeñé otra vez en no ir a casa; por fin consiguieron que volviera, pero ésa es otra historia. Mientras tanto, ahí estaba mi odio, entero, floreciente, un sentimiento pleno y casi sabroso, dentro de mí, una hoguera que esperaba una cerilla. Pero no sabía vengarme sino de forma baja y vergonzosa: conservaba una foto de mi madre y la usaba para hacerme pajas o les hacía mamadas a mis amantes delante de ella y hacía que eyaculasen encima. Y cosas peores hacía también. En la espaciosa casa de Moreau, me dedicaba a juegos eróticos barrocos, de elaborada fantasía. Inspirándome en las novelas marcianas de Burroughs (el autor del
Tarzán
de mi infancia), que leía con la misma pasión devoradora que los clásicos griegos, me encerraba en el gran cuarto de baño de arriba, abría el grifo para no llamar la atención y creaba escenificaciones extravagantes de mi mundo imaginario. Me capturaba un ejército de hombres verdes de barsoom, que tenían cuatro brazos; me desnudaban, me ataban y me conducían ante una bellísima princesa marciana, de piel cobriza, altanera e impasible en su trono. Allí, usando un cinturón para las ataduras de cuero y con una escoba o una botella metidas por el culo, me retorcía en las baldosas frías mientras media docena de sus guardaespaldas, fornidos y mudos, me violaban por turnos en su presencia. Pero las escobas o las botellas podían hacerme heridas: busqué algo más indicado. A Moreau le encantaban las salchichas alemanas grandes; por la noche, cogía una del frigorífico, le daba vueltas con las manos para calentarla y la lubrificaba en aceite de oliva; luego, la lavaba con mucho cuidado, la secaba y la dejaba donde la había cogido. Por la mañana miraba cómo Moreau y mi madre la cortaban y se la comían con fruición, y rechazaba mi ración, alegando que no tenía hambre, tan contento de quedarme con el estómago vacío mientras los veía comer. Cierto es que esto ocurría antes de que se casaran, cuando todavía iba por su casa con regularidad. Así que el quid de la cuestión no era sólo su unión. Pero no eran sino tristes y míseras venganzas de niño impotente. Más adelante, cuando fui mayor de edad, me aparté de ellos, me marché a Alemania, y dejé de contestar a las cartas de mi madre. Pero la historia seguía en sordina y bastaba algo nimio, el grito de un agonizante, para que todo volviera a aflorar, en bloque, porque se trataba de algo que venía desde siempre y venía, además, de un mundo que no era el de los hombres, ni el del trabajo cotidiano, sino de un mundo habitualmente clausurado, pero cuyas puertas podía abrir la guerra de par en par y de golpe, dando rienda suelta a su oquedad con un grito ronco e inarticulado de salvaje, a un pantano pestilente que pone patas arriba el orden establecido, los usos y las leyes, y fuerza a los hombres a matarse entre sí, volviendo a colocarlos bajo el yugo del que se habían librado con mil trabajos, bajo el peso de lo anterior. Otra vez íbamos siguiendo el trazado de la vía férrea, a lo largo de los vagones abandonados; ensimismado, apenas si me fijé en que circunvalábamos el
kurgan.
La nieve endurecida, que crujía bajo las botas, tenía tonos azulados a la luz lívida de la luna que nos había iluminado el camino. Nos bastó con otro cuarto de hora para llegar a los almacenes Univermag; casi no me sentía cansado, la caminata me había dado bríos. Ivan me saludó con desgaire y fue a reunirse con sus compatriotas, llevándose mi pistola ametralladora. En la amplia sala de operaciones, bajo la enorme araña sacada de un teatro, los oficiales de la Stadtkommandantur bebían y cantaban a coro O
du fróhliche
y
Stille Nacht, heilige Nacht.
Uno de ellos me alargó un vaso de vino tinto; lo vacié de un trago, y eso que era buen vino de Francia. En el pasillo me crucé con Móritz, que me miró con expresión desconcertada: «¿Ha salido?».. —«Sí, Herr Kommissar. He ido a hacer un reconocimiento de parte de nuestras posiciones, para hacerme una idea de la ciudad». Se le ensombreció la cara: «No corra riesgos inútiles. Me ha costado una barbaridad conseguir que viniera usted; si se las apaña para que lo maten al llegar, nunca podré sustituirlo».—
«Zu Befehl,
Herr Kommissar». Lo saludé y fui a cambiarme. Algo más tarde, Móritz invitó a unas copas a sus oficiales, con dos botellas de coñac que había reservado cuidadosamente; me presentó a mis nuevos colegas: Leibbrandt, Dreyer, Vopel, el encargado de la información; el Hauptsturmführer Von Afilien; Herzog, Zumpe. Zumpe y Vopel, el Untersturmführer que había conocido la víspera, trabajaban con Thomas. También estaba Weidner, el Gestapoleiter de la ciudad (Thomas era Leiter IV para todo el
Kessel
y, por lo tanto, el superior de Weidner). Brindamos por el Führer y por la
Endsieg
y nos deseamos feliz Navidad; todo era sobrio y cordial, lo prefería con mucho a las efusiones sentimentales o religiosas de los militares. Thomas y yo fuimos por curiosidad a la misa del gallo que se celebró en la sala grande. El cura y el pastor de una de las divisiones oficiaban por turnos, con perfecto espíritu ecuménico, y los creyentes de ambas confesiones rezaban juntos. El general Von Seydlitz-Kurbach, que mandaba el LI Cuerpo, estaba presente, junto con varios generales de división y sus jefes de estado mayor; Thomas me indicó quiénes eran Sanne, que estaba al mando de la 100a Jágerdivision, Korfes, Von Hartmann. Algunos de nuestros ucranianos rezaban también: Thomas me explicó que eran uniatas de Galitzia, que celebran la Navidad en la misma fecha que nosotros, a diferencia de sus primos ortodoxos. Los miré, pero no vi a Ivan entre ellos. Después de la misa, fuimos a beber más coñac; luego, me sentí agotado de pronto y me fui a la cama. Volví a soñar con metros: esta vez, dos vías paralelas discurrían juntas entre dos andenes brillantemente iluminados; después, más allá, en el túnel, se encontraban, pasada una división que señalaban unos gruesos pilares redondos de hormigón; pero las agujas no funcionaban y una cuadrilla de mujeres con uniforme naranja, entre las que había una negra, se afanaban nerviosamente para repararlas mientras el tren, atiborrado de viajeros, salía ya de la estación.

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