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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (55 page)

BOOK: Las benévolas
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Por la noche me subía la fiebre, tiritaba en la litera de arriba, encima de la de Thomas, acurrucado bajo las mantas, comido de piojos, presa de aquellas imágenes lejanas. Cuando volvió a empezar el colegio, al terminar el verano, casi nada cambió. Mientras estábamos separados, soñábamos el uno con el otro y esperábamos el momento de reunimos. Teníamos una vida pública, que vivíamos abiertamente, como todos los niños, y nuestra vida privada, que era sólo nuestra, un espacio mayor que el mundo y cuyos únicos límites eran las posibilidades de nuestras mentes unidas. Al hilo del paso del tiempo, cambiaban los decorados, pero la pavana de nuestro amor seguía con su ritmo, elegante o frenético. Durante las vacaciones de invierno, Moreau nos llevó a la montaña, lo que a la sazón era mucho menos frecuente que en la actualidad. Alquiló un chalet que había sido de un aristócrata ruso: aquel moscovita había convertido un anexo en sala de vapor, algo que ninguno de nosotros había visto en la vida, pero el dueño nos enseñó cómo funcionaba y a Moreau en especial le entró pasión por aquel invento. A última hora de la tarde, después de volver de esquiar o de montar en trineo o de una caminata, se pasaba una hora larga sudando; no tenía, sin embargo, coraje para salir a revolcarse en la nieve, como hacíamos nosotros, aunque cubiertos, por desgracia, de pies a cabeza, con un traje de baño que nuestra madre nos obligaba a ponernos. A ella, en cambio, no le gustaba la sala de vapor y procuraba no acercarse por allí. Pero cuando mi hermana y yo estábamos solos en casa, bien durante el día, porque ellos salieran a dar una vuelta, bien por la noche, cuando estaban durmiendo, reconquistábamos la sala ya fría, nos quitábamos por fin la ropa y nuestros cuerpecillos se convertían en espejos recíprocos. Nos albergábamos también en los largos y vacíos armarios empotrados que había bajo el gran tejado en pendiente del chalet, en donde no cabíamos de pie, pero sí podíamos meternos sentados, o tendidos, y por donde reptábamos, ovillándonos piel con piel, esclavos mutuos y dueños de todo.

Durante el día, intentaba recuperar mi frágil asiento en aquella ciudad asolada, pero la fiebre y las diarreas me socavaban, me aislaban de la realidad, tan densa y tan prolija en desdichas que tenía alrededor. También me dolía el oído izquierdo, una molestia sorda y apremiante, precisamente debajo de la piel, dentro del pabellón de la oreja. Buscaba alivio en vano frotando aquel punto con el dedo meñique. Y así, abstraído, pasaba prolongadas horas grises en mi despacho, envuelto en la pelliza sucia, tarareando una breve melodía mecánica y sin tonalidad e intentando recobrar los antiguos senderos perdidos. El ángel abría la puerta de mi despacho y entraba, portando el ascua que quema todos los pecados, pero en vez de rozarme los labios con ella, me la metía entera en la boca, y si entonces salía a la calle, me abrasaba vivo el contacto con el aire frío. Seguía en pie; no sonreía, pero sé que la mirada no se me alteraba, aunque las llamas me mordían los párpados, me ahondaban las ventanas de la nariz, me colmaban la mandíbula y me velaban los ojos. Tras apagarse aquellas conflagraciones, veía cosas sorprendentes e inauditas. En una calle de cuesta poco pronunciada, que flanqueaban coches y camiones destruidos, me fijé en un hombre que había en la acera y se apoyaba con una mano en un farol. Era un soldado sucio, sin afeitar, que vestía andrajos sujetos con cordeles e imperdibles; tenía amputada la pierna derecha más abajo de la rodilla, la herida era reciente, estaba abierta y le manaban de ella chorros de sangre; el hombre sujetaba bajo el muñón una lata de conservas o un vaso metálico e intentaba recoger aquella sangre y bebérsela deprisa para no perder demasiada. Lo hacía de forma metódica y minuciosa y el espanto me atenazaba la garganta. No soy médico, me decía, no puedo intervenir. Menos mal que estábamos cerca del teatro; corrí por los largos sótanos, oscuros y obstruidos, ahuyentando a las ratas que corrían por encima de los enfermos: «¡Un médico! ¡Necesito un médico!», gritaba; los enfermeros me miraban con expresión cetrina y apagada, nadie respondía. Por fin di con un médico sentado en un taburete, junto a una estufa; bebía té despacio. Tardó un tanto en reaccionar ante mi nerviosismo, parecía cansado y algo irritado por mi insistencia, pero acabó por seguirme. En la calle, el hombre de la pierna amputada se había caído. Seguía tranquilo e impasible, pero se debilitaba a ojos vistas. Ahora del muñón le salía, como una espuma, una substancia blancuzca mezclada con la sangre, debía de ser pus; también le sangraba la otra pierna, que parecía querer desprenderse en parte. El médico se arrodilló junto a él y empezó a ocuparse de aquellas heridas atroces con ademanes fríos y profesionales; me pasmaba tanto aplomo, no sólo que fuera capaz de tocar esos focos de espanto, sino también que los atendiera sin turbación ni asco, porque a mí era algo que me ponía enfermo. Mientras trabajaba, el médico me miraba y yo entendía esa mirada: el hombre no iba a durar mucho, lo único que podía hacer era fingir que lo estaba ayudando para endulzar un poco la angustia que sentía y los últimos momentos de esa vida que se le iba. Todo esto es real, creedme. En otra zona, Ivan me llevó a un edificio grande, no muy alejado del frente, en la Prospekt Respublikanskii, en donde, por lo visto, se escondía un desertor ruso. No lo encontré; estaba recorriendo las habitaciones, arrepentido de haber ido allí, cuando brotó de un pasillo una aguda risa infantil. Salí de la vivienda y no vi nada; pero, pocos instantes después, invadió las escaleras una horda de chiquillas salvajes e impúdicas, que me rozaban y me pasaban corriendo entre las piernas antes de levantarse las faldas para enseñarme los traseros mugrientos y perderse de vista por el primer piso dando brincos; volvían luego a bajar todas juntas, riendo a carcajadas. Parecían ratitas ávidas, a las que acometiera un frenesí sexual; una de ellas se plantó en un peldaño, a la altura de mi cabeza y se abrió de piernas, enseñando una vulva sin vello, lisa; otra me mordió los dedos; la agarré por los pelos y tiré de ella, para abofetearla, pero una tercera niña me metió la mano entre las piernas por detrás, mientras la que yo tenía agarrada se zafaba y se esfumaba por un pasillo. Salí corriendo detrás de ella, pero ya no había nadie en ese pasillo. Me quedé un instante mirando las puertas cerradas de las viviendas y, de un brinco, fui a abrir una: tuve que retroceder para no caer al vacío; detrás de aquella puerta no había nada, y volví a cerrarla de un portazo, inmediatamente antes de que una ráfaga de ametralladora rusa la acribillase. Me tiré al suelo; un proyectil de obús anticarro explotó en el tabique, dejándome sordo y cubriéndome de yeso y de trozos de madera y de periódicos viejos. Me arrastré frenéticamente y me metí rodando en una vivienda, del otro lado del pasillo, que no tenía ya puerta de entrada. En el salón, jadeando para recobrar el resuello, oí claramente un piano; con la pistola ametralladora empuñada, abrí la puerta del dormitorio: dentro, estaba tendido en una cama deshecha un cadáver soviético, y un Hauptmann con chapka, sentado en un taburete con las piernas cruzadas, oía un disco en un gramófono que había en el suelo. No reconocí la melodía y le pregunté qué era. Esperó a que acabase la pieza, que era ligera y con un ritornelo breve y obsesivo, y cogió el disco para mirar la etiqueta: «Daquin,
El cuco».
Le dio cuerda al gramófono, sacó otro disco de una funda de papel naranja y colocó la aguja en el surco. «Esto sí que le va a sonar». Efectivamente, era el
Rondó alia turca
de Mozart, en una interpretación rápida y animada, pero, al tiempo, plena de transcendencia romántica; un pianista eslavo, seguramente. «¿Quién toca?». —«Rachmaninov, el compositor. ¿Lo conoce?». —«Un poco. No sabía que tocara también». El Hauptmann me alargó un montón de discos. «Nuestro amigo debía de ser un melómano por todo lo alto -dijo, señalando la cama-, Y debía de tener buenos contactos, vista la procedencia de los discos». Miré las etiquetas; estaban impresas en inglés y los discos venían de los Estados Unidos; Rachmaninov interpretaba Gluck, Scarlatti, Bach, Chopin y también una obra suya; las grabaciones eran de la primera mitad de la década de los veinte, pero los discos parecían recientes. Había también discos rusos. La pieza de Mozart acabó y el oficial puso Gluck, una transcripción de una melodía de
Orfeo y Eurídice,
exquisita, desgarradora, espantosamente triste. Indiqué la cama con la barbilla: «¿Por qué no se libra de él?».. —«¿Y para qué? Está muy bien donde está». Esperé a que acabase la melodía para preguntarle: «Oiga, ¿no ha visto a una niña?».. —«No. ¿Por qué? ¿Necesita una? Vale más la música». Di media vuelta y salí de la vivienda. Abrí la puerta de al lado: la niña que me había mordido estaba meando, en cuclillas, en una alfombra. Cuando me vio, me miró con ojos resplandecientes, se frotó la ingle con la mano y se me coló entre las piernas antes de que yo pudiera reaccionar, escabullándose de nuevo por la escalera entre risas. Fui a sentarme en el sofá y miré la mancha húmeda en la alfombra de flores, aún resonaba en mis oídos la explosión del proyectil de obús y la música del piano vibraba en el infectado, que me dolía. Puse con precaución el dedo en la oreja y cuando lo alcé estaba lleno de un pus amarillento, que limpié distraídamente en la tapicería del sofá. Luego me soné con los visillos y salí; a la porra la niña, ya le daría otro la azotaina que se merecía. En los sótanos de los almacenes Univermag, fui a consultar a un médico; me confirmó la infección, la limpió como pudo y me vendó la oreja, pero no pudo darme nada más, porque ya no le quedaba nada. No sería capaz de decir qué día fue; ni siquiera sería capaz de decir si había empezado ya la gran ofensiva en la zona oeste del
Kessel;
había perdido por completo la noción del tiempo y de los detalles técnicos de nuestra agonía colectiva. Cuando me hablaban, las palabras me llegaban como desde muy lejos, una voz bajo el agua, y no entendía nada de lo que intentaban decirme. Thomas debía de darse cuenta de que yo perdía pie a toda velocidad y se esforzaba en guiarme, para devolverme a caminos que divagasen de forma menos evidente. Pero también a él le costaba mantener el sentido de la continuidad y de la importancia de las cosas. Para tenerme entretenido, me llevaba a reuniones: a algunos de los Ic con los que se trataba les quedaban aún botellas de coñac armenio o de schnaps, y mientras charlaba con ellos, yo bebía a sorbitos y me hundía más y más en mi zumbido interior. Al volver de una salida de aquéllas, vi en la esquina de una calle un boca de metro; no sabía que hubiera metro en Stalingrado. ¿Por qué no me había enseñado nadie nunca un plano? Agarré a Thomas por la manga, mientras señalaba los peldaños que se hundían en la oscuridad, y le dije: «Ven, Thomas, vamos a ver ese metro de más cerca». Me contestó, cariñoso pero con firmeza: «No, Max, ahora no. Ven». Insistí: «Por favor, quiero verlo». Se me puso voz quejumbrosa, me iba llenando una angustia sorda, aquella boca de metro me atraía de forma irresistible, pero Thomas seguía negándose. Iba a echarme a llorar como un niño a quien le niegan un juguete. En ese preciso instante, el proyectil de un obús de artillería explotó a nuestro lado y el viento que levantó me tiró al suelo. Cuando se fue el humo, me senté y sacudí la cabeza; Thomas, lo vi, seguía tumbado en la nieve, con el abrigo largo salpicado de sangre mezclada con restos de tierra; del vientre le salían los intestinos como largas serpientes pegajosas, escurridizas, humeantes. Mientras lo estaba mirando, estupefacto, se enderezó a trompicones, con movimientos mal coordinados, como los de un bebé que acaba de aprender a andar, y se metió en el vientre la mano enguantada para sacar los trozos de metralla de acero que iba tirando en la nieve. Aquellas esquirlas estaban aún casi en estado de incandescencia y, pese al guante, le quemaban los dedos, que se chupaba tristemente después de soltar cada uno de los trozos; cuando tocaban la nieve, desaparecían entre chisporroteos, soltando una nubécula de vapor. Las últimas esquirlas debían de estar bastante hundidas, porque Thomas tuvo que meter el puño entero para sacarlas. Mientras empezaba a recoger las entrañas, tirando de ellas despacio y enroscándolas alrededor de una mano, sonrió de mala gana: «Me parece que aún quedan unos cuantos trocitos. Pero son demasiado pequeños». Se metía los intestinos sinuosos y tiraba, para taparlos, de los pliegues de carne del vientre. «¿Me puedes prestar la bufanda?», me preguntó; siempre tan dandi, sólo llevaba un jersey de cuello vuelto. Le alargué la bufanda, lívido, sin decir palabra. Se la metió bajo los jirones del uniforme, se la enrolló cuidadosamente alrededor del vientre e hizo un nudo bien apretado delante. Luego, sujetando aquella labor con mano firme, se incorporó, bamboleante, y se apoyó en mi hombro. «Mierda -mascullaba tambaleándose-, cómo duele». Se puso de puntillas, rebotó en los talones varias veces y luego se arriesgó a dar unos saltitos: «Bueno, parece que va a aguantar». Con toda la dignidad de que era capaz, se envolvió en los retazos del uniforme y tiró de ellos para taparse el vientre. La sangre viscosa los pegaba entre sí y los mantenía más o menos en su sitio. «Precisamente lo que necesitaba. Porque claro, de encontrar aquí hilo y aguja mejor nos olvidamos». La risilla rasposa se le convirtió en una mueca de dolor. «¡Jodido sitio! -suspiró-. Dios mío -añadió al verme la cara-, tú estás un poco verde».

No seguí insistiendo para tomar el metro, sino que acompañé a Thomas a los almacenes Univermag, a la espera de que todo acabase. La ofensiva en la zona oeste del
Kessel
había roto por completo nuestras líneas. Pocos días después, evacuaron Pitomnik entre un caos indescriptible que dejó a miles de heridos desperdigados por la estepa helada; las tropas y el puesto de mando retrocedían, como un reflujo, hasta la ciudad; incluso el AOK, en Gumrak, estaba preparando la retirada, y la Wehrmacht nos echó del bunker de los almacenes Univermag para alojarnos de forma provisional en el antiguo local del NKVD, que había sido antaño un precioso edificio, con una gran cúpula de cristal, destrozada ahora, y un suelo de granito pulimentado, pero en cuyos sótanos había ya una unidad médica, lo que nos obligó a irnos a unos despachos ruinosos de la primera planta que, además, tuvimos que disputar al estado mayor de Seydlitz (igual que sucede en un hotel con vistas al mar, todo del mundo quería estar a uno de los lados, y no al otro). Pero todos aquellos acontecimientos frenéticos me dejaban indiferente; apenas si me daba cuenta de los últimos cambios, que no me afectaban porque había hecho un descubrimiento maravilloso, una edición de Sófocles. El libro estaba en dos trozos, alguien debía de haber querido repartirlo y, por desgracia, eran traducciones, pero estaba
Electra,
mi preferida. Olvidado de los escalofríos de fiebre que me estremecían el cuerpo y del pus que me rezumaba bajo la venda, me perdía dichosamente por los versos. En el internado en que me encerró mi madre, busqué refugio en el estudio para evadirme de la brutalidad ambiente, y sentía una afición particular por el griego gracias a nuestro profesor, aquel sacerdote joven a quien ya he mencionado. Aún no había cumplido los quince años, pero me pasaba las horas libres en la biblioteca, desbrozando la
Ilíada
línea a línea, con pasión y paciencia ilimitadas. A finales del año escolar, nuestra clase montó la representación de una tragedia,
Electra
precisamente, en el gimnasio del centro, acondicionado para aquella ocasión, y me escogieron para el papel principal. Llevaba un túnica blanca, sandalias y una peluca cuyos rizos morenos me bailaban en los hombros: cuando me miré en el espejo, me pareció que estaba viendo a Una y estuve a punto de desmayarme. Llevábamos casi un año separados. Al entrar en el escenario, me poseían hasta tal punto el odio, el amor y la conciencia de mi cuerpo de doncella que no veía nada, no oía nada, y cuando me lamenté:
Ay, queridísimo Orestes, me has matado con tu muerte,
me corrieron las lágrimas. Cuando volvió a aparecer Orestes, poseído por la Erinia, grité, vociferé mis increpaciones en esa lengua tan hermosa y soberana;
Hiere de nuevo si puedes,
dije a voces, animándolo, empujándolo a matar.
Mátalo, pues, prontamente, y abandónalo, muerto, a quienes lo sepulten lejos de nuestros ojos como se merece.
Y, cuando acabó, no oí los aplausos, no oí lo que decía el padre Labourie al darme la enhorabuena; sollozaba y la carnicería del palacio de los Átridas era sangre vertida en mi propia casa.

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