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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (57 page)

BOOK: Las benévolas
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kurgan,
otros individuos excavaban, sondaban, medían. Volví a alzar la cabeza: algo así como un cesto bajaba desde la barquilla, cabeceando mucho por culpa del viento. Cuando llegó cerca del suelo, dos hombres lo agarraron y lo guiaron. Aquel cesto grande estaba hecho de montantes redondos y de mimbre trenzado; el hombre del sombrero hongo abrió una portezuela y me indicó con un ademán que me subiera; luego subió él también y volvió a cerrar; el cable empezó a elevarse y, dando un torpe bote, el cesto se separó del suelo; con el lastre de nuestro peso cabeceaba menos, pero pese a todo me mareaba un poco y me aferré al reborde; mi carabina se sujetaba el sombrero con la mano. Miré la estepa: hasta donde alcanzaba la vista, ni un árbol, ni una casa; únicamente, en el horizonte, algo así como un bulto, otro
kurgan
seguramente.

El cesto entraba por una trampilla en una sala de la barquilla; desde allí, mi acompañante me hizo subir por una escalera de caracol y bajar luego por un largo corredor. Todo era de aluminio, de estaño, de latón, de madera dura y bien pulimentada; una máquina preciosa, la verdad. Al llegar a una puerta acolchada, el hombre llamó apretando un botoncito. La puerta se abrió, me indicó con una seña que entrara, pero no me siguió.

Era una habitación grande, que circunvalaban un asiento corrido y un ventanal largo; estaba amueblada con estanterías y, en el centro, había una mesa alargada cubierta de un revoltijo increíble: libros, mapas, globos, animales disecados, maquetas de vehículos fantásticos, instrumentos de astronomía, de óptica, de navegación. Un gato blanco con los ojos de diferente color se escabullía en silencio entre esos objetos. Un hombrecillo, que también vestía bata blanca, estaba acurrucado en una silla, en un extremo de la mesa; cuando entré, se volvió, haciendo girar el asiento. El pelo, estriado de gris y peinado hacia atrás, parecía sucio y filamentoso; un par de gafas de montura gruesa, encajadas en la parte de arriba de la frente, se lo apartaba de la cara. El rostro, de rasgos un tanto descolgados, estaba sin afeitar y lucía una expresión agria y desagradable. «¡Entre! Entre..»., chirrió con voz rasposa. Señaló el asiento corrido: «Siéntese». Di la vuelta a la mesa, me senté y crucé las piernas. Soltaba perdigones al hablar; tenía la bata manchada de restos de comida. «¡Muy joven es usted!..»., exclamó. Volví un poco la cabeza y miré, por el ventanal, la estepa pelada; luego volví a mirar al hombre. «Soy el Hauptsturmführer doctor Maximilien Aue, para servirle a usted», dije, por fin, con una cortés inclinación de cabeza.— «¡Ah! -dijo como si croara-. ¡Un doctor, un doctor! ¿Doctor en qué?» —«En derecho, caballero».. —«¡Un abogado!» Se levantó de un brinco. «¡Un abogado! ¡Ralea odiosa... maldita! ¡Son ustedes peores que los judíos! ¡Peores que los
bankstersl
¡Peores que los monárquicos!». —«No soy abogado, caballero. ¡Soy jurista, experto en derecho constitucional y oficial de la
Schutzstaffell»
Se calmó de pronto y se sentó de un salto; tenía las piernas demasiado cortas para la silla y le colgaban a unos centímetros del suelo. «No es que sea mucho mejor..». Se quedó pensando. «Yo también soy doctor. Pero... en cosas de provecho. Sardine, soy Sardine, el doctor Sardine».. —«Encantado, doctor».. —«Yo todavía no sé. ¿Qué hace usted aquí?». —«¿En su aeronave? Sus colegas me invitaron a subir».. —«Invitado... invitado... qué palabra tan grandilocuente. Quiero decir aquí, en esta zona».. —«Pues yo iba andando».. —«Iba andando... bien está. Pero ¿para qué?». —«Iba andando al azar. La verdad es que me perdí un poco». Se inclinó con expresión desconfiada, aferrándose con ambas manos a los brazos de la silla: «¿Está seguro? ¿No iba a ningún sitio en concreto?».. —«Debo confesar que no». Pero él seguía mascullando: «Confesar... confesar... ¿no estaría usted buscando algo... no estaría usted siguiéndome la pista precisamente... no lo habrán enviado mis rivales envidiosos?». Se calentaba él solo. «¿Y cómo es que nos ha encontrado, por cierto?». —«En una llanura como ésta su aparato se ve desde lejos». Pero no había quien lo convenciera. «¿No es usted un fautor de Finkelstein? ¿O de Kraschild? Esos judíos de mierda envidiosos... que se creen tan importantes... hinchados como odres. ¡Unos enanos! ¡Unos limpiabotas! ¡Unos falsificadores de títulos y de resultados!». —«Permítame que le haga notar, doctor, que no debe de leer usted a menudo la prensa. En caso contrario, sabría que un alemán y, más aún, un oficial SS, pocas veces se pone al servicio de los judíos. No conozco a esos señores a quienes menciona, pero si me encontrara con ellos, mi deber consistiría más bien en detenerlos».. —«Sí... sí -dijo frotándose el labio inferior-, efectivamente es posible..». Se hurgó en el bolsillo de la bata y sacó una bolsita de cuero; con los dedos amarillos de nicotina, pescó una pizca de tabaco y empezó a liarse un pitillo. Como no parecía dispuesto a invitar, cogí mi propia cajetilla: ya se había secado y, dándole vueltas a uno de mis cigarrillos y aplastándolo un poco, pude convertirlo en algo decente. Las cerillas, en cambio, estaban echadas a perder; miré por encima de la mesa, pero no vi ninguna entre el desorden aquel. «¿Tiene fuego, doctor?», pregunté.. —«Un momento, joven, un momento..». Acabó de liarse el pitillo, cogió de la mesa un objeto de forma cúbica bastante grande, de estaño, metió el cigarrillo en un agujero y apretó un botoncito. Luego esperó. Al cabo de unos cuantos minutos, que se me hicieron bastante largos, sonó un débil
ping;
retiró el cigarrillo, cuya extremidad había enrojecido, y aspiró con breves bocanadas: «Ingenioso, ¿verdad?».. —«Mucho, pero un poco lento quizá».. —«Es que la resistencia tarda en calentarse. Déme el cigarrillo». Se lo alargué y repitió la operación soltando el humo poco a poco; en esta ocasión, el
ping
sonó un poco antes. «Es el único vicio que tengo -farfullaba-. ¡El único! ¡Todo lo demás... se acabó! El alcohol... un veneno! Y lo de fornicar... ¡Todas esas hembras codiciosas, pintarrajeadas, sifilíticas! ¡Dispuestas a chuparle el talento a un hombre... a circuncidarle el alma! Por no hablar del peligro de la procreación... omnipresente... ¡Haga uno lo que haga, no se libra... las mujeres siempre se las apañan... una abominación! ¡Espantos con tetas! ¡Retorciéndose y coqueteando, las muy marranas, a la espera de darte el golpe de gracia! ¡Siempre cachondas! ¡Y qué olores! ¡Todo el año! Un hombre de ciencia tiene que saber darle la espalda a todo eso. Construirse un caparazón de indiferencia... de voluntad...
Noli me tangere».
Mientras fumaba, iba tirando las cenizas al suelo; como no veía ningún cenicero, hice lo mismo. El gato blanco se rascaba la nuca contra un sextante. De repente, Sardine se bajó las gafas y se inclinó para examinarme atentamente: «¿También usted está buscando el fin del mundo?».. —«¿'Cómo dice?» —«¡El fin del mundo! ¡El fin del mundo! No se haga el inocente. ¿Qué otra cosa podría haberlo traído aquí?». —«No sé de qué está hablando, doctor». Con un rictus, bajó de un salto de la silla, rodeó la mesa, cogió un objeto y me lo tiró a la cabeza. Lo cogí por los pelos. Era un cono, montado en un soporte, pintado como un globo terráqueo, con los continentes; la base plana era gris y llevaba la mención: TÉRRA INCÓGNITA. «No me diga que nunca ha visto esto». Sardine había vuelto a su sitio y se estaba liando otro pitillo. «Nunca, doctor -respondí ¿Qué es?». —«¡Es la Tierra! ¡Atontado! ¡Hipócrita! ¡Mosquita muerta!». —«En serio que lo siento mucho, doctor. En la escuela me enseñaron que la Tierra era redonda». Lanzó un gruñido feroz: «¡Pamplinas! ¡Cuentos chinos!... Teorías medievales... de lo más sobadas... ¡Supersticiones! Eso es», vociferó señalando con el cigarrillo el cono que yo seguía teniendo en la mano. «Eso es, ésa es la verdad. ¡Y voy a demostrarlo! En este momento nos estamos dirigiendo hacia el Borde». Noté, en efecto, que la cabina vibraba suavemente. Miré por el ventanal: el dirigible había levado anclas e iba ganando altura poco a poco. «Y cuando lleguemos -pregunté, precavido-, ¿su aparato pasará por encima?». —«¡No se haga el imbécil! Ni el ignorante. Es usted hombre instruido, según dice... ¡Piense! Ni que decir tiene que, más allá del Borde, no hay campo gravitatorio. ¡Porque, en caso contrario, haría mucho que se habría demostrado la evidencia!». —«Pero entonces ¿qué piensa hacer?». —«Ahí se ve mi talento -replicó maliciosamente-. Dentro de este aparato hay otro». Se levantó y vino a sentarse a mi lado. «Se lo voy a contar. De todas formas va a quedarse usted con nosotros. Usted, el Incrédulo, será el Testigo. En el Borde del mundo, nos posaremos, deshincharemos el globo que hay ahí arriba, lo doblaremos y lo guardaremos en un compartimento que ya está previsto a tal efecto. Abajo, hay unas patas desplegables, articuladas, ocho en total, que acaban en unas pinzas fuertes». Mientras hablaba, imitaba las pinzas con los dedos. «Esas pinzas pueden agarrar en cualquier suelo. Y así es como cruzaremos el Gran Borde igual que un insecto, igual que una araña. ¡Pero lo cruzaremos! Estoy de lo más ufano... ¿Se lo imagina? Las dificultades... estando en guerra... para construir un aparato como éste. Las negociaciones con el ocupante. Con esos borricos de Vichy, que se emborrachan con agua mineral. Y con las facciones... Toda esa sopa de letras, repleta de cretinos, de microcéfalos y de arribistas. ¡E incluso con los judíos! ¡Pues sí, señor oficial alemán, con los judíos también! Un hombre de ciencia no puede andarse con escrúpulos... Tiene que estar dispuesto a pactar con el diablo, si es necesario». Lo interrumpió una sirena que sonó en alguna parte, dentro de la nave. Se puso de pie. «Tengo que ir a ver. Espéreme aquí». Ya en la puerta, se volvió: «¡No toque nada!». Al quedarme solo, me levanté también y di unos cuantos pasos. Estiré los dedos para acariciar al gato de ojos de diferente color, pero se erizó y bufó enseñando los dientes. Volví a mirar los objetos amontonados en la larga mesa, manoseé uno o dos, hojeé un libro y fui, luego, a arrodillarme en el asiento corrido para contemplar la estepa. Un río la cruzaba, serpenteando mansamente, espejeando al sol. Me pareció divisar un objeto en el agua. Al fondo de la sala, había un catalejo montado en un trípode colocado frente al ventanal. Pegué el ojo, giré la rueda para ajustar la vista y busqué el río. Cuando lo hube localizado, fui siguiendo su curso para dar con el objeto. Era una barca con unas siluetas. Volví a ajustar la distancia focal. En el centro de la barca, iba sentada una joven desnuda, con flores en el cabello; delante y detrás de ella, dos seres espantosos de forma humana, también desnudos, remaban con pagayas. La mujer tenía una larga melena morena. Con el corazón acelerado de pronto, intenté verle el rostro, pero me costaba distinguir los rasgos. Poco a poco fue naciendo en mí la certidumbre de que era Una, mi hermana. Pero ¿dónde iba? Otras barcas iban en pos de la suya, cubiertas de flores, parecía una procesión nupcial. Tenía que reunirme con ella. ¿Pero cómo? Me abalancé fuera de la cabina, bajé corriendo la escalera de caracol: en la habitación del cesto, había un hombre. «¿El doctor? -jadeé-. ¿Dónde está? Tengo que verlo». Me indicó con la cabeza que lo siguiera y me llevó a la parte delantera de la nave; me hizo entrar en la cabina de control en donde, ante un amplio ventanal circular, andaban atareados unos hombres con bata blanca. Sardine estaba entronizado en un sillón en alto, ante un cuadro de mandos. «¿Qué quiere?», preguntó con aspereza al verme.. —«Doctor... tengo que bajar. Es cuestión de vida o muerte».. —«¡Imposible! -gritó con voz estridente-. ¡Imposible! Ahora lo entiendo todo. ¡Es usted un espía! ¡Un fautor!» Se volvió hacia el hombre que me había llevado allí. «¡Deténgalo! ¡Póngale los grilletes!» El hombre me colocó la mano en el brazo; sin pararme a pensar, le solté un gancho en la barbilla y di un brinco hacia la puerta. Varios hombres se abalanzaron sobre mí, pero la puerta era demasiado estrecha para que pudieran pasar todos y eso les hizo retrasarse. Volví a subir por la escalera de caracol, saltando los peldaños de tres en tres y me aposté arriba: cuando apareció la primera cabeza que me seguía, coronada con un sombrero hongo, le solté una patada que lanzó al hombre hacia atrás; rodó los peldaños, arrastrando consigo a sus colegas con un tremendo estrépito. Oía vociferar a Sardine. Fui abriendo puertas al azar: eran camarotes, una sala de mapas, un refectorio. Al fondo del pasillo, me encontré con un cuchitril con una escalera de subida; seguramente la trampilla que había arriba debía de dar al interior del casco, para las reparaciones; había unos armarios empotrados metálicos, los abrí: guardaban en ellos unos paracaídas. Mis perseguidores se iban acercando; me puse un paracaídas y empecé a subir. La trampilla fue fácil de abrir: más arriba, una gigantesca jaula cilindrica de hule, tensada sobre un armazón de varillas arqueadas, subía cruzando el cuerpo del dirigible. Una luz difusa se filtraba por el tejido; también había bombillas a intervalos; por unos ojos de buey de caucho se divisaban las formas mullidas de los balones de hidrógeno. Empecé a trepar. El pozo, que sostenían sólidas armazones, tenía por lo menos unas cuantas docenas de metros y no tardé en quedar sin aliento. Me atreví a echar una ojeada hacia abajo; el primer sombrero hongo estaba asomando por la trampilla, y tras él venía el cuerpo del hombre. Vi que blandía una pistola y seguí subiendo. No disparó, seguramente por temor a agujerear los balones. Detrás venían otros hombres; subían tan despacio como yo. Cada cuatro metros, un rellano abierto permitía descansar, pero no podía detenerme y seguí subiendo, barrote tras barrote, con la lengua fuera. No miraba hacia arriba y me daba la impresión de que aquella escalera desmesurada no acabaría nunca. Por fin di con la cabeza contra la trampilla de arriba. A mis pies retumbaban los ruidos metálicos de los hombres que subían. Giré la manivela de la escotilla y empujé; saqué la cabeza: me dio en la cara un viento frío. Estaba en lo más alto de la carena del dirigible, una extensa superficie curva, bastante rígida al parecer. Me icé para salir y me puse de pie; por desgracia, la trampilla no podía cerrarse desde fuera. Con el viento y las vibraciones de la aeronave, tenía un equilibrio bastante inestable. Me fui, dando tumbos, hacia la cola, al tiempo que comprobaba las sujeciones del paracaídas. Apareció una cabeza por la trampilla y eché a correr; la superficie del casco era algo elástica y me rebotaba bajo los pies; sonó un tiro y me silbó una bala junto al oído; tropecé y rodé, pero en vez de intentar agarrarme a algo me dejé rodar. Oí otro tiro. La pendiente era cada vez más empinada, y yo resbalaba deprisa intentando echar los pies hacia delante; luego se volvió casi vertical y caí al vacío como un pelele desarticulado, moviendo al viento brazos y piernas. La estepa, parda y gris, subía hacia mí como una pared. Nunca había saltado en paracaídas, pero sabía que había que tirar de un cordel; arrimé con esfuerzo los brazos al cuerpo, di con la palanca y tiré; la sacudida fue tan brusca que me dolió la nuca. Ahora bajaba mucho más despacio, con los pies colgando; me agarré a los tirantes y alcé la cabeza; la corola blanca del paracaídas llenaba el cielo y me ocultaba el dirigible. Busqué el río con los ojos: parecía estar a unos kilómetros. La comitiva de barcas relucía al sol y calculé mentalmente por qué camino tendría que tirar para alcanzarla. El suelo se acercaba; junté las piernas y las estiré, algo preocupado. Noté luego un choque violento, que me repercutió en todo el cuerpo; basculé y el paracaídas, del que tiraba el viento, me arrastró; por fin conseguí recuperar el equilibrio y, luego, ponerme de pie. Me quité las correas y dejé allí el paracaídas, que se hinchaba con el viento y rodaba por la tierra. Miré al cielo; el dirigible se alejaba impasible. Busqué puntos de referencia y salí al trote hacia el río.

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