Así que seguramente había tenido un contratiempo de salud en circunstancias que aún no recordaba, y, si me fiaba de la limpieza de las sábanas y del sosiego y la pulcritud del lugar, no debía de estar ya en Stalingrado; o, en caso contrario, es que las cosas habían cambiado mucho. Y, efectivamente, como por fin supe, no estaba ya en Stalingrado, sino en Hohenlychen, al norte de Berlín, en el hospital de la Cruz Roja alemana. Cómo había llegado hasta allí, nadie sabía decírmelo; me habían entregado en un furgón, les habían dicho que me atendieran, y ellos no hacían preguntas y me atendían, ni yo tampoco debía hacer preguntas, lo que tenía que hacer era curarme.
Un día, se oyó un tumulto: se abrió la puerta y mi cuartito se llenó de gente; la mayoría, en esta ocasión, no iba de blanco, sino de negro. Al más bajito lo reconocí tras forzar la memoria, me sonaba muchísimo: era el Reichsführer-SS, Heinrich Himmler. Lo rodeaban otros oficiales SS; a su lado había un gigante a quien no conocía, con cara caballuna, como tallada a hachazos, y cruzada de cicatrices. Himmler se me plantó al lado y soltó un breve discurso con su voz gangosa de profesor; del otro lado de la cama, unos hombres hacían fotos y rodaban la escena. Entendí poco de lo que dijo el Reichsführer: en la superficie de sus palabras chapoteaban algunas expresiones,
oficial heroico, honra y prez de las SS, informes lúcidos, valeroso,
pero todo aquello no formaba, desde luego, un relato en el cual pudiera yo reconocerme, me costaba aplicar a mi persona esas palabras; y, no obstante, lo que quería decir aquella escena estaba claro, desde luego que hablaban de mí, por mí era por quien se habían reunido en aquel exiguo cuartito todos aquellos oficiales y aquellos dignatarios rutilantes. Entre la muchedumbre que estaba al fondo, reconocí a Thomas; me hizo un ademán amistoso, pero, por desdicha, no podía hablar con él. Cuando hubo acabado el discurso, el Reichsführer se volvió hacia un oficial con gafas redondas, bastante grandes, de montura negra, quien le alargó algo con expresión obsequiosa; luego, se inclinó hacia mí y vi, con creciente pánico, cómo se me acercaban aquellos lentes de pinza, aquel bigotito grotesco, aquellos dedos gruesos y cortos de uñas sucias; quería ponerme algo en el pecho, vi un alfiler, me aterrorizaba pensar que pudiera pincharme; luego aquel rostro bajó más aún; Himmler no se fijaba en absoluto en mi angustia; aquel aliento que olía a verbena me asfixiaba, y me dio en la cara un beso húmedo. Se enderezó y el brazo se le disparó por el aire mientras soltaba un berrido; toda la audiencia hizo otro tanto, y un bosque de brazos en alto, negros, blancos, pardos, rodeó mi cama; tímidamente, para no ser menos, alcé también el brazo; el gesto causó su efecto, porque todo el mundo se dio media vuelta y se agolpó para salir; la muchedumbre no tardó en desaparecer y me quedé solo, exhausto, incapaz de quitarme aquella peculiar cosa fría que me pesaba en el pecho.
Ahora podía dar ya unos cuantos pasos si alguien me sostenía; resultaba práctico, porque así podía ir al retrete. Si me concentraba, el cuerpo empezaba a obedecer las órdenes que le daba, reacio al principio, luego con mayor docilidad; sólo la mano izquierda seguía al margen del general concierto; podía mover los dedos, pero de ninguna manera aceptaban cerrarse y formar un puño. Me miré por primera vez la cara en un espejo; a decir verdad, no me sonaba de nada, no concebía cómo aquella serie de rasgos tan diversos se mantenía junta, y cuanto más los miraba, más ajenos me resultaban. Las vendas blancas que me rodeaban la cabeza impedían al menos que estallara, lo cual ya era algo, e incluso era muchísimo, pero no por ello progresaba en mis especulaciones, aquella cara parecía una colección de piezas que encajaban bien, pero que venían de puzzles diferentes. Por fin vino un médico y me dijo que iba a marcharme: me explicó que estaba curado, que ya no podían hacer nada más por mí, que me iban a mandar a otro sitio para que recuperase las fuerzas. ¡Curado! Qué palabra tan asombrosa, ni siquiera sabía que me habían herido. En realidad, una bala me había atravesado la cabeza. Por un azar menos infrecuente de lo que suele pensarse, como me explicaron pacientemente, no sólo había sobrevivido, sino que no me quedaría secuela alguna; la rigidez de la mano izquierda, un leve trastorno neurológico, persistiría aún algún tiempo, pero también acabaría por desaparecer. Esa información científica tan concreta me colmó de estupor: así que aquellas sensaciones tan poco habituales y tan misteriosas tenían una causa que podía explicarse y era racional; ahora bien, ni siquiera haciendo un esfuerzo conseguía relacionarlas con aquella explicación, que me parecía hueca e inventada; si así era la razón, a mí también me gustaría, igual que a Lutero, llamarla
Hure,
puta; y, efectivamente, obedeciendo a las órdenes sosegadas y pacientes de los médicos, la razón se levantaba las faldas para que yo la mirase y revelaba que, debajo, no había nada. Podría haber dicho de ella lo mismo que de mi pobre cabeza: un agujero es un agujero es un agujero. No se me había ocurrido que un agujero pudiera ser también un todo. Cuando me quitaron las vendas, pude comprobar personalmente que no había casi nada que ver: en la frente, una diminuta cicatriz redonda, precisamente encima del ojo derecho; detrás de la cabeza, apenas visible, según me aseguraban, un chichón; entre ambas cosas, el pelo, que me estaba creciendo, tapaba ya las señales de la operación que me habían hecho. Pero, por lo que decían aquellos médicos tan seguros de su ciencia, un agujero me cruzaba la cabeza, un corredor estrecho y circular, un pozo fabuloso, cerrado, al que no podía acceder el pensamiento; y si aquello era cierto, entonces ya nada era igual; ¿cómo podría ser igual? Mi forma de concebir el mundo tenía ahora que volver a organizarse alrededor de ese agujero. Pero cuanto podía decir, que fuese algo concreto, era: me desperté y nada volverá ya a ser lo mismo. Mientras pensaba en aquella cuestión impresionante, vinieron a buscarme y me tendieron en una camilla dentro de un vehículo sanitario; una de las enfermeras me había metido en el bolsillo, muy cariñosa, el estuche de la medalla, la que me había dado el Reichsführer. Me llevaron a Pomerania, a la isla de Usedom, cerca de Swinemünde; allí, a la orilla del mar, había una casa de reposo de las SS, una mansión bonita y espaciosa; mi habitación, muy luminosa, daba al mar; y durante el día una enfermera me llevaba en silla de ruedas hasta un gran ventanal desde donde podía contemplar el agua densa y gris del Báltico, los juegos estridentes de las gaviotas, la arena fría y húmeda de la playa, salpicada de cantos rodados. Fregaban frecuentemente los pasillos y las salas comunes con fenol y me gustaba aquel olor acre y equívoco que me recordaba sin miramientos las caídas tan sabrosas de mi adolescencia; las manos largas, casi azules de tan translúcidas, de las enfermeras, hijas del Norte, rubias y delicadas, también olían a fenol, y los convalecientes las llamaban las
Karbol Maüschen.
Con aquellos olores y aquellas sensaciones fuertes tenía unas erecciones sorprendentes por lo ajenas que parecían a mi persona; la enfermera que me lavaba sonreía al verlas y les pasaba la toalla con la misma indiferencia que la pasaba por todo lo demás; a veces duraban mucho, pacientemente resignadas, pues yo habría sido totalmente incapaz de aliviarme. Que existiera la luz del día se había convertido para mí en algo inesperado, desatinado, imposible de descifrar; y un cuerpo me resultaba mucho más complejo todavía; había que tomarse las cosas con calma.
Me gustaba mucho la vida metódica de aquella isla hermosa, fría y pelada, en donde no se veían sino tonos grises, amarillos y azul pálido; había sólo las asperezas suficientes a las que agarrarse para que no se lo llevara a uno el viento; pero no demasiadas, no había peligro de despellejarse con ellas. Thomas vino a verme y me trajo regalos, una botella de coñac francés y una espléndida edición encuadernada de Nietzsche; ahora bien, no me dejaban beber, y de leer habría sido completamente incapaz, se me escabullía el sentido, el alfabeto me tomaba el pelo; le di las gracias y guardé los regalos en una cómoda. La insignia que llevaba en el cuello del elegante uniforme negro tenía ahora, encima de los cuatro rombos bordados en hilo de plata, dos barras, y un ángulo le adornaba el centro de las hombreras: lo habían ascendido a SS-Obersturmbannführer; y a mí también me habían ascendido, por lo que me dijo; el Reichsführer me lo había explicado cuando me puso la medalla, pero no reparé en ese detalle. Ahora era un héroe alemán, el
Schwarzes Korps
había publicado un artículo sobre mí; nunca había mirado la condecoración: era la Cruz de Hierro de primera clase (con lo cual, al mismo tiempo, me habían concedido también, con efectos retroactivos, la de segunda clase). No tenía ni idea de qué demonios podía haber hecho para merecérmela, pero Thomas, alegre y voluble, ya estaba soltando informaciones y cotilleos: Schellenberg por fin había sustituido a Jost al frente de la Amt VI; a Best lo había expulsado de Francia la Wehrmacht, pero el Führer lo había nombrado plenipotenciario en Dinamarca; y el Reichsführer se había decidido por fin a nombrar a alguien para que sustituyera a Heydrich, el Obergruppenführer Kaltenbrunner, aquel ograzo con un chirlo en la cara que vi a su lado en mi habitación. El nombre no me sonaba casi de nada, sabía que había sido HSSPF-Danubio y que solían considerarlo un hombre insignificante; Thomas, por su parte, estaba encantado con aquella elección. Kaltenbrunner era casi paisano suyo; hablaba el mismo dialecto que él y ya lo había invitado a cenar. Y a él lo habían nombrado Gruppenleiter ayudante del IV A, a las órdenes de Panzinger, el sustituto de Müller La verdad es que aquellos detalles me interesaban muy poco, pero había vuelto a aprender a ser educado y le di la enhorabuena porque parecía muy contento de su suerte y de su persona. Me contó con mucho sentido del humor las grandiosas honras fúnebres del 6º Ejército; oficialmente, todo el mundo, desde Paulus hasta el último Gefreiter, había
resistido hasta la muerte;
de hecho, sólo un general, Hartmann, había muerto en la línea de fuego, y sólo a uno (Stempel) le había parecido oportuno suicidarse; los otros veintidós, incluido Paulus, habían acabado en manos de los soviéticos. «Les van a dar la vuelta como a un guante -dijo despreocupadamente Thomas-. Ya verás». Durante tres días, todas las radios del Reich habían dejado de emitir y no ponían sino música fúnebre. «Lo peor era Bruckner. La séptima. Una vez tras otra. No había forma de librarse. Creí que me iba a volver loco». Me contó también, pero casi de pasada, cómo había llegado yo allí: escuché el relato con atención y, por lo tanto, puedo referirlo, pero no era capaz de relacionarlo con nada, aún menos que todo lo demás; no pasaba de ser un relato, verídico sin lugar a dudas, pero un relato, no obstante, nada más una secuencia de frases colocadas en determinado orden misterioso y arbitrario, que se regían por una lógica que poco tenía que ver con esta que a mí me permitía respirar el aire salado del Báltico; notar, cuando me sacaban, el viento en la cara; llevarme del tazón a la boca cucharadas de sopa; y abrir, luego, el ano cuando llegaba el momento de echar fuera los desperdicios. Según ese relato, del que nada cambio, me alejé, por lo visto, de Thomas y de los otros, en dirección a las líneas rusas, en una zona expuesta, sin hacer el menor caso de los gritos que daban; antes de que pudieran alcanzarme, hubo un único disparo, y caí redondo. Ivan se arriesgó valerosamente para poner mi cuerpo a buen recaudo; también le dispararon, pero la bala le atravesó la manga sin rozarlo. A mí -y en esto la versión de Thomas coincidía con las explicaciones del médico de Hohenlychenel tiro me dio en la cabeza, pero, para mayor sorpresa de los que se apiñaban a mi alrededor, seguía respirando. Me llevaron a un puesto de socorro; allí, el médico manifestó que no podía hacer nada, pero como yo seguía empeñado en respirar, me desvió hacia Gumrak, en donde estaban los mejores quirófanos del
Kessel.
Thomas requisó un vehículo, me llevó personalmente y, luego, considerando que había hecho todo cuanto estaba en su mano, allí me dejó. Esa misma noche recibió su orden de traslado. Pero al día siguiente, también había que evacuar, ante el avance ruso, Gumrak, el aeródromo principal desde la caída de Pitomnik. Se fue, pues, hasta Stalingradski, de donde aún salían algunos aviones; mientras esperaba, fue a ver, por hacer algo, el hospital por fortuna instalado en unas tiendas y allí me encontró, inconsciente, con la cabeza vendada, pero sin dejar de respirar como un fuelle de herrero. Un enfermero le contó, a cambio de un cigarrillo, que me habían operado en Gumrak; no sabía detalles, hubo una refriega y, poco después, al cirujano lo mató un proyectil de mortero que cayó en el quirófano, pero yo seguía vivo y, por ser oficial, tenían consideraciones conmigo; en el momento de la evacuación, me metieron en un vehículo y me llevaron allí. Thomas quiso que me embarcaran en su avión, pero los Feldgendarmes se negaron, porque el filo rojo de mi etiqueta VERWUNDETE quería decir «No se puede transportar». «No podía esperar, porque mi avión despegaba ya. Y además otra vez empezó el chaparrón de tiros. Así que encontré a un tipo muy deteriorado, pero con una etiqueta corriente, y la cambié por la tuya. De todas formas, el hombre aquel no tenía ninguna probabilidad. Luego te dejé, con los heridos, al borde de la pista y me fui. Te embarcaron en el avión siguiente, uno de los últimos. Tendrías que haber visto las caras en Melitopol, cuando llegué. Nadie quería darme la mano; a todos les asustaban demasiado los piojos. Menos a Manstein, que le daba la mano a todo el mundo. Sin contarme a mí, no había casi más que oficiales de los panzers. No es de extrañar, en vista de que a Milch las listas se las hacía Hube. Es que no puede uno fiarse de nadie». Me recosté en los almohadones y cerré los ojos. «Aparte de nosotros, ¿quién más se salvó?». —«¿Aparte de nosotros? Sólo Weidner. ¿Te acuerdas de él? De la
Gestapostelle.
También Móritz recibió una orden de traslado, pero nunca encontramos ni rastro de él. Ni siquiera es seguro que pudiera irse».. —«¿Y el jovencito aquel? Tu colega, el que pilló un impacto de metralla y estaba tan contento».. —«¿Vopel? Lo evacuaron antes de que te hiriesen a ti. Pero a su Heinkel lo derribó un Sturmovik al despegar».. —«¿Qué fue de Ivan?» Thomas sacó una pitillera de plata: «¿Puedo fumar? ¿Sí? ¿Ivan? Pues allí se quedó, claro. ¿No pensarás que le íbamos a dar la plaza de un alemán a un ucraniano?».. —«No sé. El también peleaba por nosotros». Dio una calada y dijo, sonriente: «Lo tuyo es idealismo fuera de lugar. Ya veo que el tiro en la cabeza no te ha enderezado. Deberías estar encantado de estar vivo». ¿Encantado de estar vivo? Me parecía tan baladí como haber nacido.