Antes de separarnos, Thomas me pidió un favor: «Me gustaría que vieras a alguien. A un estadístico».. —«¿De las SS?». —«Oficialmente es inspector del servicio de estadísticas del Reichsführer. Pero es funcionario, ni siquiera es miembro de las
Allgemeine-SS». Staatspolizei
disponía de unas oficinas así; debía de tener a su cargo una actividad tremenda. Se llegaba al vestíbulo principal, una estancia cavernosa y mal iluminada, por una escalinata de mármol; Hofmann, el ayudante, me estaba esperando para llevarme ante Korherr. «¡Pero qué grande es todo esto!», comenté mientras subíamos juntos por otra escalera.. —«Sí, es una antigua logia judeomasónica, requisada, por supuesto». Me hizo entrar en el despacho de Korherr, una habitación diminuta atestada de cajones y expedientes: «Disculpe el desorden, Herr Sturmbannführer. Es un despacho provisional». El doctor Korherr, un hombrecillo huraño, iba de paisano y me dio la mano en vez de saludar. «Siéntese, por favor», dijo mientras Hofmann se retiraba. Intentó despejar el escritorio de parte de los papeles y, luego, se resignó y dejó las cosas como estaban. «El Obersturmbannführer ha sido muy generoso con sus documentos -masculló-, pero la verdad es que no están nada ordenados». Dejó de farfullar, se quitó las gafas y se restregó los ojos. «¿Está aquí el Obersturmbannführer Eichmann?», pregunté.— «No, está en una misión. Volverá dentro de unos días. ¿El Obersturmbannführer Hauser le ha explicado lo que estoy haciendo?». —«Por encima».. —«De todas formas llega usted un poco tarde. Ya casi he terminado el informe y lo tengo que entregar dentro de unos días».. —«¿Qué puedo hacer por usted entonces?», repliqué un tanto irritado.. —«¿Estaba usted en la Einsatz, verdad?». —«Sí, al principio en un Kommando».— «¿Cuál?», interrumpió.. —«El 4a». —«Ah, sí, Blobel. Buen tanteo». No conseguí entender si hablaba en serio o con ironía. «Luego serví en el Gruppenstab D en el Cáucaso». Torció el gesto: «Ya. Eso me interesa menos. Las cantidades son ínfimas. Hábleme del 4a».. —«¿Qué quiere saber?» Se agachó detrás del escritorio y volvió a asomar con una caja de cartón que me colocó delante. «Estos son los informes del grupo C. Los he mirado minuciosamente con mi ayudante, el doctor Píate. Ahora bien, se ven cosas curiosas: a veces hay cantidades de lo más exactas, 281,1472 o 33.771, como en Kiev; y otras veces, son cantidades redondas. Incluso en el mismo Kommando. Y también aparecen cantidades contradictorias. Por ejemplo, en una ciudad donde se supone que viven 1.200 judíos, en los informes aparecen 2.000 personas enviadas a las medidas especiales. Y así sucesivamente. Así que lo que me interesa son los sistemas de recuento. Quiero decir los sistemas prácticos, in situ».. —«Debería haber hablado directamente con el Standartenführer Blobel. Me parece que habría estado en mejores condiciones para informarle que yo». —«Desgraciadamente, el Standartenführer Blobel está otra vez en el Este y no se puede entrar en contacto con él. Pero, en cualquier caso, ya tengo formada una opinión ¿sabe? Y creo que el testimonio de usted la confirmará. Hábleme de Kiev, por ejemplo. Una cantidad tan enorme, pero exacta. Curioso».. —«En absoluto. Al contrario, cuanto mayor era la
Aktion
y se contaba con más medios, más fácil era hacer cuentas exactas. En Kiev, había acordonamientos muy nutridos. Inmediatamente antes de llegar al lugar en sí de la operación, a los... los pacientes, en fin, a los condenados se los dividía en grupos iguales, siempre una cantidad redonda, veinte o treinta, ya no me acuerdo. Un suboficial tenía el cometido de contar la cantidad de grupos que pasaban ante su mesa y tomaba nota. El primer día llegamos a los 20.000 justos».. —«¿Y a todos los que pasaban ante la mesa se los sometía al tratamiento especial?». —«En principio, sí. Claro que algunos pudieron, digamos, fingir y escapar luego, amparados en la oscuridad de la noche. Pero sería, como mucho, un puñado de individuos».. —«¿Y las acciones pequeñas?. —«Estaban bajo la responsabilidad de un Teilkommandoführer a quien se le encomendaba que contase y enviara las cantidades al Kommandostab. El Standartenführer Blobel insistía siempre en que las cuentas fueran exactas. En el caso que me ha citado, me refiero a ese en que se llevaron a más judíos de los que había en principio, creo que puedo darle una explicación: cuando llegábamos, muchos judíos se escapaban a los bosques o a la estepa. El Teilkommando daba el trato adecuado a quienes encontraba in situ y, luego, se iba. Pero los judíos no podían seguir escondidos: los ucranianos los expulsaban de los pueblos y los partisanos los mataban a veces. Así que, poco a poco, el hambre les impelía a regresar a sus ciudades o a sus pueblos, con frecuencia con otros refugiados. Cuando nos enterábamos, llevábamos a cabo una segunda operación que suprimía otra vez determinada cantidad. Pero volvían otros más. A algunos pueblos se los consideró
judenfrei
hasta tres, cuatro o cinco veces, pero siempre volvían a aparecer más».. —«Ya veo. Es una explicación interesante».. —«Si lo estoy entendiendo bien -dije un tanto picado- cree que los grupos inflaron las cantidades».. —«Si he de serle sincero, sí. Por varias razones, sin duda, de entre las cuales el ascenso no era la única. Existen también automatismos burocráticos. En estadística, estamos acostumbrados a ver organismos que se ciñen a una cantidad, sin que nadie sepa muy bien cómo, y luego esa cantidad se repite y se transmite como si fuera un hecho, sin ninguna crítica ni ninguna modificación pase el tiempo que pase. A eso lo llamamos
la cantidad de la casa.
Pero cambia de grupo en grupo y de Kommando en Kommando. El caso peor está claro que es el del Einsatzgruppe B. También hay irregularidades grandes en algunos Kommandos del grupo D».. —«¿En el año 41 o en el 42?». —«En 1941 sobre todo. Al principio y, luego, en Crimea también».. —«Estuve una temporada corta en Crimea, pero no tuve nada que ver con las acciones en ese momento».— «¿Y en lo referido a su experiencia en el 4a?» Pensé un momento antes de responder: «Creo que todos los oficiales eran honrados. Pero, al principio, las cosas estaban mal organizadas y es posible que algunas cantidades sean un poco arbitrarias».. —«En cualquier caso, no es demasiado grave -dijo sentenciosamente Korherr-. Los Einsatzgruppen no representan sino una fracción de las cantidades globales. Ni siquiera una desviación del diez por ciento incidiría gran cosa en el conjunto de los resultados». Noté que algo volvía a oprimirme el diafragma. «¿Tiene cantidades para toda Europa, Herr Doktor?». —«Desde luego. Hasta el 31 de diciembre de 1942».. —«¿Puede decirme a cuánto ascienden?» Me miró a través de los cristales de las garitas. «Por supuesto que no. Es un secreto, Herr Sturmbannführer». Hablamos un poco más del trabajo del Kommando, Korherr hacía preguntas concretas y meticulosas. Al acabar, me dio las gracias. «Mi informe le llegará directamente al Reichsführer -me explicó-. Si sus atribuciones lo exigen, se le comunicará a usted el contenido en ese momento». Me acompañó hasta la entrada del edificio. «Buena suerte. Y ¡Heil Hitler!»
¿Por qué le había hecho esa pregunta estúpida e inútil? ¿A mí qué me iba ni me venía? No había sido más que curiosidad morbosa y estaba arrepentido. Quería que sólo me interesaran ya las cosas positivas: al nacionalsocialismo le quedaba aún mucho por construir; a eso era a lo que quería dedicar mis esfuerzos. Y resulta que los judíos,
unser Unglück,
me perseguían como un mal sueño de primeras horas de la mañana, pegado en lo hondo de la cabeza. Y eso que en Berlín ya no quedaban muchos: a todos los trabajadores judíos supuestamente «protegidos» de las fábricas de armamento se los acababan de llevar. Pero estaba escrito que había de toparme con ellos en los lugares más inesperados.
El 21 de marzo, día del Recuerdo de los Héroes, el Führer iba a pronunciar un discurso. Era su primera aparición en público después de la derrota de Stalingrado y yo, como todo el mundo, estaba esperando sus palabras con impaciencia y angustia: ¿qué iba a decir, qué cara tendría? Aún era muy patente la onda de choque de la catástrofe; circulaban con brío los rumores más variados. Yo quería asistir a ese discurso. Sólo había visto al Führer en persona una vez, hacía alrededor de diez años (después lo había oído con frecuencia en la radio y visto en los noticiarios); fue la primera vez que regresé a Alemania, en el verano de 1930, antes de la Toma del Poder. Les había sacado ese viaje a mi madre y a Moreau a cambio de consentir en estudiar lo que ellos quisieran. Había aprobado el examen de fin de bachillerato (aunque sin nota, por lo que tenía que hacer un curso preparatorio para aprobar el ingreso en la ELSP) y me dejaron irme. Fue un viaje maravilloso del que regresé cautivado y deslumbrado. Me había ido con dos compañeros del liceo, Pierre y Fabrice; y, aunque no sabíamos ni quiénes eran los
Wandervógel,
seguimos sus huellas como por instinto, encaminándonos hacia los bosques, andando de día; charlando, de noche, alrededor de modestas hogueras de campamento; durmiendo en el suelo, encima de las agujas de los pinos. Luego bajamos para visitar las ciudades del Rin y acabamos en Munich, en donde pasé las horas muertas en la Pinacoteca o vagabundeando por las callejuelas. Alemania, aquel verano, volvía a vivir tumultos: se notaban mucho los coletazos del crac norteamericano del año anterior; las elecciones al Reichstag, previstas para septiembre, iban a decidir el porvenir de la Nación. Todos los partidos políticos se dedicaban a la agitación, con discursos, desfiles y, a veces, golpes de mano o riñas bastante violentas. En Munich, un partido se destacaba claramente por encima de los demás: el NSDAP, del que oí hablar entonces por primera vez. Ya había visto a los fascistas italianos en los noticiarios y aquellos nacionalsocialistas parecían inspirarse en su estilo, pero tenían un mensaje específicamente alemán y su jefe, un soldado raso veterano de la Gran Guerra, hablaba de un renacimiento alemán, de la gloria de Alemania, de un futuro alemán pletórico y vibrante. Para eso, me decía cuando los veía desfilar, era para lo que mi padre había peleado durante cuatro largos años, para que, al final, lo traicionaran, a él y a todos sus compañeros, y para quedarse sin su tierra y sin su casa, nuestra casa. Era también todo cuanto aborrecía Moreau, aquel buen
radical
y buen patriota francés que, todos los años, cuando llegaba sus cumpleaños, bebía a la salud de Clemenceau, de Foch y de Pétain. El jefe del NSDAP iba a dar un discurso en un
Braukeller:
dejé a mis amigos franceses en nuestro modesto hotel. Me encontré al fondo, detrás del gentío, apenas si oía a los oradores; en cuanto al Führer, sólo recuerdo aquellos gestos que la emoción tornaba frenéticos y la forma en que el mechón le caía continuamente sobre la frente. Pero decía, y yo lo sabía con certidumbre absoluta, las mismas cosas que habría dicho mi padre si hubiera estado presente; si aún hubiera estado presente, seguramente habría estado subido al estrado, habría sido del entorno más próximo de aquel hombre, uno de sus primeros compañeros; habría podido incluso, si tal hubiera sido su destino, ocupar -¿quién sabe?- su lugar. Además, el Führer, cuando estaba quieto, se le parecía. Volví de aquel viaje con el pensamiento, por vez primera, de que era posible algo que no fuese el camino estrecho y letal que me habían trazado mi madre y su marido y de que allí estaba mi porvenir, con aquel pueblo desdichado, el pueblo de mi padre y también el mío.
Desde entonces habían cambiado muchas cosas. El Führer seguía contando con la confianza del
Volk,
pero entre las masas la confianza en la victoria final empezaba a erosionarse. La gente criticaba al Alto Mando, a los aristócratas prusianos, a Góring y su Luftwaffe; pero yo sabía que dentro de la Wehrmacht se criticaban las ingerencias del Führer. En las SS, se decía entre cuchicheos que, desde Stalingrado, tenía una depresión nerviosa, que ya no hablaba con nadie, que cuando Rommel, a primeros de mes, intentó convencerlo de que había que evacuar el norte de África, lo oyó sin entenderlo. En cuanto a los rumores públicos de los trenes, los tranvías, las colas, estaban cayendo claramente en el delirio: según los informes SD que le mandaban a Thomas, se decía que la Wehrmacht tenía al Führer confinado en Berchtesgaden, que había perdido la razón y lo tenían, drogado, en un hospital SS, que el Führer a quien veíamos no era sino un doble. El discurso iba a pronunciarlo en el Zeughaus, el antiguo arsenal que estaba al final de Unter den Linden, pegado al canal del Spree. Como veterano de Stalingrado herido y condecorado no me costó trabajo alguno hacerme con una invitación; le propuse a Thomas que fuera conmigo, pero me contestó, risueño: «Yo no estoy de permiso como otros; tengo trabajo». Así que fui solo. Habían tomado considerables medidas de seguridad; la invitación especificaba que se prohibían las armas reglamentarias. La posibilidad de un ataque aéreo británico tenía asustados a algunos: en enero, los ingleses habían disfrutado malévolamente lanzando un ataque de aviones Mosquito el día del aniversario de la Toma del Poder y habían causado numerosas víctimas; no obstante, habían colocado las sillas en el patio del Zeughaus, bajo la gran cúpula de cristal. Me tocó estar sentado por el centro, entre un Oberstleutnant cubierto de condecoraciones y un civil que lucía la insignia de oro del Partido en la solapa. Tras los discursos de introducción, apareció el Führer. Abrí unos ojos como platos: cubriéndole la cabeza y los hombros, encima del sencillo uniforme feldgrau, me parecía divisar el ancho chal rayado en azul y blanco de los rabinos. El Führer había empezado a hablar en el acto, con su voz rápida y monótona. Examiné la cristalera: ¿sería posible que fuera un efecto de la luz? Le veía claramente la gorra; pero, bajo ella, creía columbrar unos largos tirabuzones que le caían por las sienes, por las solapas, y, en la frente, las filacterias y el
tefillin,
la cajita de cuero que contiene versículos de la Torah. Cuando alzó el brazo, me pareció verle en la manga más filacterias de cuero, y, bajo la guerrera, ¿no asomaban acaso los flecos blancos de eso que los judíos llaman el
talit katán?
No sabía qué pensar. Miré atentamente a mis vecinos: escuchaban el discurso con atención solemne y el funcionario asentía aplicadamente con la cabeza. ¿Así que no notaban nada? ¿El único que veía aquel espectáculo inaudito era yo? Examiné con detalle la tribuna oficial: detrás del Führer, reconocí a Góring, a Goebbels, a Ley, al Reichsführer, a Kaltenbrunner, a otros dirigentes conocidos, a grados elevados de la Wehrmacht; todos miraban la espalda del Führer o la sala, impasibles. A lo mejor, me dije alarmadísimo, es el cuento del
emperador desnudo:
todo el mundo ve la verdad, pero disimula y cuenta con que el vecino haga otro tanto. No, me dije para intentar razonar, no cabe duda de que es una alucinación; con una herida como la mía, no tiene nada de extraño. Pero me sentía sano de mente. Estaba bastante lejos del estrado y al Führer le llegaba la luz de refilón; ¿a lo mejor era sencillamente una ilusión óptica? Y, no obstante, seguía viendo lo mismo. ¿A lo mejor me estaba jugando una mala pasada mi «ojo pineal»? Pero aquello no se parecía en nada a la textura de los sueños. También podía ser que me estuviera volviendo loco. El discurso fue corto y pronto estuve de pie entre la muchedumbre que se apiñaba hacia la salida, empantanado en mis pensamientos. El Führer tenía ahora que ir a las salas del Zeughaus para ver una exposición de trofeos de guerra arrebatados a los bolcheviques antes de pasar revista a una guardia de honor y depositar un ramo de flores en el Neue Wache; habría debido ir yo también, en mi invitación lo ponía, pero estaba demasiado conmocionado y desorientado; salí en cuanto pude de entre el gentío y subí por la avenida en dirección a la estación de S-Bahn. Crucé la avenida y fui a sentarme en un café, bajo el arco de la Kaiser Gallerie, en donde pedí un schnaps, que me bebí de un trago, y luego otro. Tenía que pensar, pero no acababa de ver en qué tenía que pensar, me costaba respirar, me desabroché el cuello y seguí bebiendo. Había una forma de aclarar aquello: por la noche, en el noticiario de cine habría fragmentos del discurso, y entonces podría saber a qué atenerme. Dije que me trajeran un periódico con la cartelera: a las siete y no muy lejos de allí echaban
El presidente Krüger.
Pedí un bocadillo y fui a dar una vuelta por el Tiergarten. Aún hacía frío y paseaba poca gente bajo los árboles sin hojas. Me daban vueltas varias interpretaciones por la cabeza; me corría prisa que empezara la película, incluso aunque la perspectiva de no ver nada no fuese mucho más tranquilizadora que la contraria. A las seis, me encaminé hacia el cine y me puse en la cola para sacar la entrada. Delante de mí, un grupo comentaba el discurso, que debían de haber oído por la radio, y yo atendí con avidez. «Otra vez les ha vuelto a echar la culpa de todo a los judíos -decía un señor bastante flaco y con sombrero-. Y lo que no entiendo es que ya no quedan judíos en Alemania, así que ¿cómo van a tener culpa de algo?». —«Que no,
Dummkopf
-le contestó una mujer bastante vulgar, con el pelo decolorado y peinado con una permanente rebuscada-, que se refiere a los judíos internacionales».. —«Sí -replicó el hombre-, pero si esos judíos internacionales son tan poderosos, ¿por qué no pudieron salvar a sus hermanos de aquí?». —«Nos castigan bombardeándonos -dijo otra mujer fibrosa y más bien gris-. ¿Han visto lo que hicieron el otro día en Münster? Sólo para hacernos sufrir. Como si no sufriéramos ya bastante con todos nuestros hombres en el frente».. —«A mí lo que me ha parecido un escándalo -afirmó un hombre rubicundo y tripón, que llevaba un terno gris de rayasha sido que no mencionara Stalingrado. Vaya vergüenza».. —«Huy, no me hable de Stalingrado -dijo la rubia del bote-. Mi pobre hermana tenía allí a su hijo Hans, en la 76ª División. Está como loca, ni siquiera sabe si está vivo o muerto». —«Por la radio han dicho que habían muerto todos -dijo la mujer grisácea-. Que pelearon hasta el último cartucho; eso dijeron». —«Pero, mujer, ¿tú te crees todo lo que dicen por la radio? -le espetó el hombre del sombrero-. Mi primo, que es Oberst, dice que hicieron muchos prisioneros. Miles. Y hasta cientos de miles, a lo mejor». —«Entonces, ¿Hans igual está prisionero?», preguntó la rubia.. —«Es posible».. —«Y en tal caso, ¿por qué no escriben? -preguntó el burgués grueso-. Nuestros prisioneros de Inglaterra y de América sí escriben, y hasta anda por medio la Cruz Roja».. —«Eso es verdad», dijo la mujer con cara de ratón.. —«¿Cómo iban a escribir si están todos oficialmente muertos? Escriben, pero los nuestros no entregan las cartas».. —«Perdonen que me meta -intervino otro-, pero eso es cierto. Mi cuñada, la hermana de mi mujer, recibió una carta del frente, que sólo iba firmada:
Un patriota alemán,
y que le decía que su marido, que es Leutnant en los panzers, todavía vive. Los rusos tiraron cuartillas por nuestras líneas, cerca de Smolensko, con listas de nombres y de direcciones, impresas en letra muy pequeña, y con recados para las familias. Y los soldados que las recogen escriben cartas anónimas, o mandan incluso la cuartilla entera». Un hombre con corte de pelo militar se sumó a la conversación: «De todas formas, aunque haya prisioneros, no sobrevivirán mucho tiempo. Los bolcheviques los mandarán a Siberia y los pondrán a cavar canales hasta que se mueran. No volverá ni uno. Y además, después de lo que les hemos hecho, será de lo más justo».— «¿Qué quiere usted decir con eso de lo que les hemos hecho?», saltó el gordo. La rubia del bote se había fijado en mí y me examinaba el uniforme. El hombre del sombrero habló antes que el militar: «El Führer ha dicho que desde el principio de la guerra hemos tenido 542.000 muertos. ¿Ustedes se lo creen? Pues yo lo que creo, sencillamente, es que miente». La rubia le dio un codazo y miró hacia mí. El hombre le siguió la dirección de la mirada, se puso encarnado y tartamudeó: «Bueno, a lo mejor no le dicen todos los números..».. Los demás me miraban también y callaban. Yo seguía con ojos neutros y ausentes. Luego el gordo quiso reanudar la conversación hablando de otra cosa, pero la cola había empezado a avanzar hacia la taquilla. Saqué una entrada y fui a sentarme. No tardaron a apagarse las luces y pusieron el noticiario, que empezaba con el discurso del Führer. El celuloide era de grano grueso, la proyección iba a saltos y se velaba de vez en cuando; habían debido de revelar y hacer las copias deprisa y corriendo. Me seguía pareciendo que le veía al Führer por la cabeza y los hombros el amplio chal de rayas, y no veía nada más, aparte del bigote; era imposible tener seguridad de nada. Se me escapaban las ideas por todos los lados, como un banco de peces ante un submarinista; apenas si me enteré de la película, una bobada anglófoba; seguía pensando en lo que había visto, y no tenía ni pies ni cabeza. Parecía imposible que fuera algo real, pero no podía aceptar que tuviera alucinaciones. Pero ¿qué me había hecho aquella bala en la cabeza? ¿Me había enemistado de forma irremediable con el mundo o me había abierto de verdad un tercer ojo, ese que ve a través de la opacidad de las cosas? En la calle, a la salida, ya se había hecho de noche y era la hora de cenar, pero no quería comer nada. Me volví al hotel y me encerré en mi cuarto. Estuve tres días sin salir.