Debí de quedarme dormido; cuando me desperté, la habitación estaba a oscuras. No sabía ya dónde estaba, si en Zúrich o en Berlín. No se filtraba luz alguna por las cortinas negras de la defensa pasiva. Vislumbré vagamente una forma a mi lado: Una se había metido bajo las sábanas y dormía. Pasé mucho rato oyendo su respiración suave y regular. Luego, con infinita lentitud, le aparté un mechón de la oreja y me incliné sobre su rostro. Así me quedé, sin tocarla, aspirando el aroma de su piel y su aliento, apenas tocado de un olor a cigarrillo. Por fin me levanté y, a pasitos por la alfombra, salí. En la calle, me di cuenta de que me había dejado la gorra, pero no volví a subir; le pedí al portero que me pidiera un taxi. En mi habitación del hotel, los recuerdos siguieron afluyendo y nutriendo mi insomnio, pero ahora eran recuerdos brutales, turbios, repugnantes. Ya de adultos, fuimos a ver algo así como un Museo de la Tortura, en donde había todo tipo de látigos y de tenazas, y una «virgen de Núremberg» y una guillotina en la sala del fondo. Al ver el instrumento aquel, a mi hermana se le encendió la cara: «Quiero echarme ahí». La sala estaba vacía; fui a ver al guardián y le metí un billete en la mano: «Esto es para que nos deje a solas veinte minutos».. —«Está bien, señor», asintió con una leve sonrisa. Cerré la puerta y oí cómo echaba la llave. Mi hermana se había tendido en la báscula; abrí el cepo y lo volví a cerrar dejándole dentro el largo cuello, tras alzarle con cuidado la pesada melena. Una jadeaba. Le até las manos a la espalda con mi cinturón y, luego, le subí las faldas. Ni siquiera me tomé la molestia de bajarle las bragas, aparté el encaje hacia un lado y le separé las nalgas con ambas manos: en la raja, anidando entre el vello, le palpitaba suavemente el ano. Escupí en él. «No», protestaba. Me saqué la verga, me tendí encima de ella y se la metí. Soltó un alarido largo y ahogado. Tenía a Una aplastada bajo mi peso; como la postura era incómoda -los pantalones me trababan las piernas sólo podía moverme a trompicones. Inclinado por encima del cepo, y con la cabeza bajo la cuchilla, igual que ella, le susurraba: «Voy a tirar del resorte y a soltar la hoja». Ella me suplicaba: «Por favor, follame por el coño».. —«No». Gocé de golpe, una sacudida que me vació la cabeza de la misma manera que una cuchara rebaña el interior de la cascara de un huevo pasado por agua. Pero este recuerdo no es de fiar; tras la infancia, sólo nos vimos una vez, en Zúrich precisamente, y en Zúrich no hubo guillotina; no sé, seguramente es un sueño, un sueño antiguo quizá, que recordé, en mi confusión, solo en mi cuarto del hotel Edén sumido en las tinieblas; o, incluso, un sueño que soñé aquella noche al quedarme dormido un momento nada más, que pasó inadvertido. Me contrariaba porque el día aquel, pese a mi desvalimiento, había quedado para mí traspasado de pureza, y ahora aquellas imágenes viciosas venían a mancillarlo. Era algo que me repugnaba y, al tiempo, me turbaba porque sabía que, bien fuera recuerdo, o imagen, o fantasía, o sueño, era algo que vivía en mí, y que también de eso constaba mi amor.
Por la mañana, alrededor de las diez, llamó a la puerta un mozo del servicio de habitaciones: «Herr Sturmbannführer, lo llaman por teléfono». Bajé a recepción y cogí el auricular; la voz alegre de Una sonó en el otro extremo del hilo: «¡Max! ¿Vienes a almorzar con nosotros? Di que sí. A Berndt le gustaría conocerte».. —«De acuerdo. ¿Dónde?». —«En Borchardt. ¿Sabes dónde está? En la Franzósischestrasse. A la una. Si llegas antes que nosotros, da nuestro apellido, he reservado mesa». Subí a afeitarme y a ducharme. Como estaba sin gorra, me vestí de paisano, con la Cruz de Hierro en el bolsillo de la chaqueta. Llegué antes de la hora y pregunté por la mesa del Freiherr von Üxküll; me llevaron a una que estaba algo retirada y pedí una copa de vino. Meditabundo, entristecido aún por las imágenes de la noche, pensé en la extraña boda de mi hermana y en su extraño marido. Se casó en 1938, cuando yo estaba acabando de estudiar. Mi hermana, desde la noche de Zúrich, me escribía muy pocas veces; aquel año, en primavera, recibí una larga carta suya. Me contaba que en otoño de 1935 había estado muy enferma. La trató un psicoanalista, pero el resultado fue que empeoró de la depresión y la mandaron a un sanatorio cerca de Davos para descansar y recobrar fuerzas. Estuvo allí varios meses y, a principios de 1936, conoció a un hombre, a un compositor. Desde aquel momento siguieron viéndose con regularidad y ahora iban a casarse.
Espero que te alegres por mí,
me escribía.
Aquella carta me tuvo postrado varios días. Ya no iba a la universidad, no salía de mi cuarto y no me levantaba de la cama, acostado de cara a la pared. En eso, me decía, en eso se queda todo. Las mujeres le hablan a uno de amor pero, a la primera oportunidad, si se presenta la perspectiva de una buena boda burguesa, hala, se tumban boca arriba y se abren de piernas. Sí, sentía una amargura inmensa. Me parecía el final inevitable de una historia pasada que me perseguía sin tregua: mi historia familiar que, de toda la vida o casi, se obstinaba en destruir cualquier rastro de amor en mi existencia. Nunca me había sentido tan solo. Cuando me repuse un poco, le escribí una carta envarada y convencional, dándole la enhorabuena y deseándole las mayores venturas.
Fue por entonces cuando empecé a hacer amistad con Thomas y ya nos decíamos de tu; le pedí que buscara información acerca del novio, Karl Berndt Egon Wilhelm, Freiherr von Üxküll. Era mucho mayor que ella, y aquel aristócrata, un alemán del Báltico, estaba paralítico. Yo no entendía nada. Thomas me refirió detalles: se había distinguido durante la Gran Guerra, que terminó con graduación de Oberst y con la Cruz al Mérito; estuvo luego al mando de un regimiento de la Landeswehr en Curlandia para combatir a los letones rojos. Allí, en sus tierras, recibió un disparo en la columna vertebral y, desde las angarillas, antes de verse forzado a replegarse, mandó que prendieran fuego a su mansión ancestral
para que los bolcheviques no la mancillasen con sus orgías y su mierda.
Su expediente en el SD era bastante abultado: no se lo consideraba un opositor propiamente dicho, pero, al parecer, no era santo de la devoción de varias autoridades. Durante los años de Weimar adquirió notoriedad en Europa como compositor de música contemporánea; se sabía que era amigo y partidario de Schónberg y había mantenido correspondencia con músicos y escritores de la Unión Soviética. Tras la Toma del Poder, además, rechazó la invitación de Strauss para ingresar en la
Reichsmusikkammer,
lo que puso fin, de hecho, a su carrera pública, y se negó también a hacerse miembro del Partido. Vivía retirado en la finca de la familia de su madre, una mansión en Pomerania en donde se había instalado tras la derrota del ejército de Bermond y la evacuación de Curlandia. Sólo salía de allí para ir a hacer curas a Suiza; los informes del Partido y del SD decían que recibía poco y salía aún menos y evitaba tener que ver con los ambientes sociales del
Kreis.
«Un individuo raro -recapituló Thomas-. Un aristócrata amargado y estirado. ¿Y por qué se casa tu hermana con un tullido? ¿Tiene complejo de enfermera?» Efectivamente, ¿por qué? Cuando recibí la invitación a la boda, que iba a celebrarse en Pomerania, contesté que mis estudios no iban a permitirme acudir. Teníamos a la sazón veinticinco años y me parecía que se moría todo cuanto de verdad había sido nuestro.
El restaurante se iba llenando: un camarero empujaba la silla de ruedas de Von Üxküll y Una llevaba mi gorra debajo del brazo. «¡Toma! -dijo con tono alegre besándome en la mejilla-. Se te olvidó esto».. —«Sí, gracias», dije, ruborizándome. Le estreché la mano a Von Üxküll mientras el camarero retiraba una silla y dije con tono bastante solemne: «Freiherr, encantado de conocerlo».. —«Lo mismo digo, Sturmbannführer, lo mismo digo». Una empujó la silla hasta su sitio y me senté enfrente de él; Una se sentó entre ambos. Von Üxküll tenía un rostro severo, labios muy finos, pelo gris cortado a cepillo: pero aquellos ojos pardos, con patas de gallo, parecían a veces curiosamente risueños. Iba vestido con sencillez: un traje de lana gris y una corbata de punto, sin medallas; y no llevaba más joya que un anillo de sello, de oro, en el que me fijé cuando puso la mano encima de la de Una: «¿Qué bebes, querida?».. —«Vino». Una parecía muy alegre, dichosa; me pregunté si se estaría forzando. El envaramiento de Von Üxküll estaba claro que era completamente espontáneo. Trajeron vino y Von Üxküll me preguntó por mi herida y mi convalecencia. Bebió mientras escuchaba mis respuestas, pero muy despacio, a sorbitos. Luego, como no sabía muy bien de qué hablar, le pregunté si había ido a algún concierto desde que estaba en Berlín. «No hay nada que me interese -respondió-. Ese joven Karajan no me gusta gran cosa. Está aún demasiado pagado de sí mismo, es demasiado arrogante».. —«¿Prefiere a Furtwángler entonces?. —«Furtwángler le sorprende a uno pocas veces. Pero es muy sólido. Por desgracia ya no le dejan dirigir las óperas de Mozart, que es lo que mejor hace. Por lo visto Lorenzo Da Ponte era medio judío; y
La flauta mágica,
una ópera masónica».. —«¿Y usted no cree que sea así?». —«Es posible que lo sea; pero lo desafío a que me presente a un espectador alemán que pueda darse cuenta de ello él solo. Mi mujer me ha dicho que le gusta a usted la música antigua francesa».. —«Sí, sobre todo las obras instrumentales».. —«Tiene usted buen gusto. A Rameau y al gran Couperin se les hace aún demasiado poco caso. Hay también todo un tesoro de música del XVII para viola de gamba, que aún está por explorar, aunque he podido consultar unos cuantos manuscritos. Es una música soberbia. Pero los inicios del XVIII francés son verdaderamente una cumbre. Ya nadie sabe escribir así. Los románticos lo estropearon todo; aún estamos esforzándonos penosamente por salir de ahí».. —«Ya sabes que precisamente Furtwángler dirigía esta semana -intervino Una-. Pero no fuimos. Era Wagner y a Berndt no le gusta Wagner».. —«Eso es poco decir -repuso él-. Lo aborrezco. Técnicamente, tiene hallazgos extraordinarios, cosas realmente nuevas, objetivas, pero todo se pierde entre el énfasis, entre el gigantismo, y también entre la manipulación zafia de las emociones, como le sucede a la mayor parte de la música alemana desde 1815. Se compone para gente cuya suma referencia musical es, en el fondo, la fanfarria militar. Leer las partituras de Wagner me fascina, pero no sería capaz de oír una interpretación».. —«¿No hay ningún compositor alemán que halle gracia ante sus ojos?». —«¿Posteriores a Mozart y a Beethoven? Algunas piezas de Schubert, algunos pasajes de Mahler. Y eso siendo indulgente. En el fondo, no existe casi más que Bach... y ahora Schónberg, por supuesto».. —«Discúlpeme, Freiherr, pero parece ser que difícilmente se puede llamar a la música de Schónberg música alemana».. —«Joven -replicó, muy seco, Von Üxküll-, no intente darme lecciones de antisemitismo. Yo era antisemita antes de que usted naciera, aunque soy lo bastante anticuado para creer que el sacramento del bautismo tiene poder suficiente para lavar la lacra del judaismo. Schónberg es un genio, el mayor después de Bach. Si los alemanes no lo quieren, es problema de ellos». Una soltó una carcajada cristalina: «Incluso el
VB
se refiere aún a Berndt como uno de los mejores representantes de la cultura alemana. Pero, si fuera escritor, estaría o en los Estados Unidos con Schónberg y los Mann, o en Sachsenhausen».. —«¿Y por eso no se ha oído nada suyo desde hace diez años?», pregunté. Von Üxküll enarboló el tenedor al responder: «En primer lugar, como no soy miembro de la
Musikkammer,
no me dejan. Y me niego a que interpreten mi música en el extranjero si no puedo presentarla en mi propio país».. —«¿Y entonces por qué no ingresa usted en ella?. —«Por principios. Por Schónberg, precisamente. Cuando lo largaron de la Academia y tuvo que irse de Alemania, me ofrecieron su puesto: los mandé a hacer puñetas. Strauss vino a verme en persona. Acababa de aceptar el puesto de Bruno Walter, un gran director de orquesta. Le dije que debería darle vergüenza, que esto era un gobierno de gánsters y de amargados y que no duraría. Por lo demás, lo pusieron de patitas en la calle dos años después por tener una nuera judía». Me esforcé en sonreír: «No voy a meterme en una discusión política. Pero me cuesta entender, cuando oigo sus opiniones, cómo puede considerarse antisemita».. —«Pues es muy sencillo -contestó Von Üxküll, con tono altanero-. Combatí contra los judíos y contra los rojos en Curlandia y en Memel. Milité por la exclusión de los judíos de las universidades alemanas y de la vida política y económica alemana. Bebí a la salud de los hombres que mataron a Rathenau. Pero la música es otra cosa. Basta con cerrar los ojos y con escuchar para saber en el acto si es buena o no. No tiene nada que ver con la sangre, y todas las grandes músicas tienen el mismo valor, sean alemanas, francesas, inglesas, italianas, rusas o judías. Meyerbeer no vale nada, pero no porque fuera judío, sino porque no vale nada. Y Wagner, que aborrecía a Meyerbeer porque era judío y lo había ayudado, no vale mucho más que él para mi gusto».. —«Si Max les cuenta a sus colegas las cosas que opinas -dijo Una riéndose-, vas a tener problemas».. —«Me dijiste que era un hombre inteligente -replicó, mirándola-. Te hago el honor de fiarme de tu palabra».. —«No soy músico -dije-, así que me resulta difícil contestarle. Lo que he podido oír de Schónberg me ha parecido inaudible. Pero una cosa sí es segura: no sigue usted desde luego el diapasón del talante de su país».. —«Joven -me objetó engallando la cabeza-, no lo intento. No tengo nada que ver con la cosa pública desde hace mucho y doy por hecho que la cosa pública no quiere tener nada que ver conmigo». No siempre puedo uno escoger, quería contestarle, pero me mordí la lengua.
Al final de la comida, Una me impulsó a que le hablase a Von Üxküll de mi deseo de obtener un destino en Francia. Y añadió: «¿No puedes ayudarlo?». Von Üxküll se quedó pensando: «Puedo mirar a ver. Pero mis amigos de la Wehrmacht no le tienen precisamente cariño a las SS». Eso ya empezaba yo a tenerlo claro; y me decía a veces que, en el fondo, quien tenía razón era Blobel cuando perdía la cabeza en Jarkov. Todas mis pistas parecían ir a parar a callejones sin salida: Best me había enviado, efectivamente, el
Festgabe,
pero sin mencionar Francia; Thomas intentaba seguir siendo tranquilizador, pero no me conseguía nada. Y yo, totalmente absorto en la presencia de mi hermana y en pensar en ella, ya no intentaba nada, dejaba que se me tragaran las arenas del abatimiento, tieso, petrificado, una triste estatua de sal a orillas del mar Muerto. Aquella noche, mi hermana y su marido estaban invitados a una recepción y Una me propuso que fuera con ellos; me negué: no quería verla así, entre aristócratas frivolos, arrogantes, borrachos, bebiendo champaña y bromeando con todo lo que yo consideraba sagrado. Entre aquellas personas estaba seguro de que me sentiría impotente, avergonzado, un chiquillo lerdo; sus sarcasmos me herirían, y la angustia que me entraría me impediría responder; su mundo seguía cerrado para personas como yo y ellos sabían hacerlo notar muy bien. Me encerré a cal y canto en mi habitación; intenté hojear el
Festgabe,
pero no encontraba sentido a las palabras. Entonces cedí y dejé que me acunasen blandamente unas ilusiones insensatas: Una, presa de remordimiento, se iba de la velada, venía a mi hotel; se abría la puerta, me sonreía y, en aquel momento, el pasado quedaba redimido. Todo aquello no eran más que bobadas, y yo lo sabía, pero cuanto más corría el tiempo más conseguía convencerme de que era algo que iba a suceder, allí mismo y en aquel momento. Así estuve, a oscuras, sentado en el sofá; el corazón me daba un brinco con cada ruido del pasillo, con cada campanilleo del ascensor; esperaba. Pero era siempre otra puerta la que se abría y se volvía a cerrar; y la desesperación iba subiendo como un agua negra, como ese agua fría y despiadada que envuelve a los ahogados y les roba el aliento, el aire, de valor incalculable, de la vida. Al día siguiente, Una y Von Üxküll se iban a Suiza.