En la primavera de 1932, cuando aprobé el ingreso, la mayoría de mis amigos de la Escuela Normal estaban acabando los estudios; pasado el verano, se dispersaron por toda Francia, unos para hacer el servicio militar, otros para tomar posesión del puesto de docente que le hubiera correspondido. Volví a pasar las vacaciones en Alemania, que se hallaba entonces en plena efervescencia: la producción alemana se había quedado en la mitad de la de 1929, y Brüning gobernaba con el apoyo de Hindenburg, a golpe de decretos de emergencia. Una situación así no podía durar. También en otros lugares se tambaleaba el orden establecido. En España, una intriga de masones, revolucionarios y curas había derribado a la monarquía. Norteamérica estaba casi de rodillas. En Francia, se notaban menos los efectos directos de la crisis, pero la situación no era de color de rosa y los comunistas seguían adelante, de forma discreta y obstinada, con su labor de zapa. Pedí, sin decírselo a nadie, el ingreso en el NSDAP, en la sección
Ausland
(para los
Reichsdeutschen
que vivieran en el extranjero) y me admitieron enseguida. Cuando ingresé, en otoño, en la ELSP, seguí viendo a mis amigos de la Escuela Normal y de
L'Action Francaise,
que venían con regularidad a pasar el fin de semana en París. Mis compañeros de clase seguían siendo, más o menos, los mismos que en el liceo Janson, pero, para mayor sorpresa mía, las clases me parecieron interesantes. Fue también por entonces, sin duda por influencia de Rebatet y de su nuevo amigo, Louis Destouches, muy poco conocido aún (acababa de publicar el
Viaje,
pero el entusiasmo no había ido más allá del círculo de iniciados y a Céline le gustaba aún tratar con gente joven), cuando me entró la pasión por la música francesa para teclado, que estaban empezando a volver a descubrir y a interpretar; fui con Céline a oír a Marcelle Meyer; y me arrepentí más amargamente que nunca de aquella pereza y aquella ligereza mías que me habían hecho dar de lado tan pronto el piano. Después de Año Nuevo, el presidente Hindenburg pidió a Hitler que formara gobierno. Mis compañeros de clase temblaban, mis amigos estaban a la expectativa, y yo no cabía en mí de gozo. Pero, mientras el Partido aplastaba a los rojos, barría las inmundicias de la plutodemocracia y, como remate, disolvía los partidos burgueses, yo estaba atrapado en Francia. Desde nuestro punto de vista y para nuestra época, se trataba de una auténtica revolución nacional; y yo sólo podía seguirle los pasos desde lejos, en los periódicos y en los noticiarios del cine. También Francia era un hervidero. Hubo muchos que fueron a ver aquellos acontecimientos in situ, todo el mundo escribía acerca de un enderezamiento como aquél y soñaba con él para el propio país. Y tomaban contacto con los alemanes, con alemanes que ahora tenían cargos oficiales y hacían votos por un acercamiento francoalemán; Brasillach me presentó a Otto Abetz, el hombre de Von Ribbentrop (que, a la sazón, era aún consejero del Partido para los asuntos exteriores): sus ideas no se diferenciaban de las que yo venía exponiendo desde mi primer regreso de Alemania. Pero Maurras seguía siendo un obstáculo para muchos; sólo los mejores admitían que ya era hora de dejar atrás sus vaticinios hipocondríacos, pero incluso ellos estaban presos de su carisma y de la fascinación que ejercía, y titubeaban. Al tiempo, el asunto Stavisky estaba dejando al descubierto los entresijos policiales de la corrupción del poder y daba a
L'Action Francaise
una renovada autoridad moral de la que no había gozado desde 1918. Todo esto concluyó el 6 de febrero de 1934. Fue, en verdad, un asunto confuso: yo estaba también en la calle, con Antoine F. (que había ingresado conmigo en la ELPS) y con Blond, Brasillach y algunos más. Desde los Campos Elíseos, oímos con poca claridad unos disparos; más abajo, a la altura de la plaza de la Concordia, pasaba gente corriendo. Nos pasamos el resto de la noche recorriendo las calles y gritando consignas cuando nos cruzábamos con otros jóvenes. Hasta el día siguiente no supimos que había habido muertos. Maurras, hacia quien se volvió todo el mundo instintivamente, había abandonado la partida. No fue todo sino pólvora mojada. «Inacción francesa», rabiaba Rebatet, que nunca se lo perdonó a Maurras. A mí me daba igual: estaba madurando una decisión y no veía ya porvenir para mí en Francia.
Precisamente fue con Rebatet con quien me topé en
Je Suis Partout.
«¡Hombre! Un aparecido».. —«Pues sí, ya ves -contesté-. Por lo visto ahora eres famoso». Separó los brazos e hizo una mueca: «No me lo explico. Y eso que he cavilado mucho para tener la seguridad de que no se me olvidase meterme con nadie. Por cierto que, al principio, funcionó. Grasset me rechazó el libro porque
insultaba a demasiados amigos de la casa;
eso fue lo que dijo. Y Gallimard quería hacer varios cláreos. Por fin se quedó con el libro el belga ese, el que editaba a Céline, ¿te acuerdas? Resultado: le han ido bien las cosas y a mí también. En
Rive gauche,
cuando fui a firmar, parecía que fuese una estrella de cine. En realidad, a los únicos a quienes no les ha gustado ha sido a los alemanes». Me lanzó una mirada suspicaz: «¿Lo has leído?».. —«Todavía no; estoy esperando a que me lo regales. ¿Por qué? ¿También me insultas a mí?» Se rió: «No tanto como te mereces, puto alemán. De todas formas, todo el mundo creía que habías caído en el campo del honor. ¿Vamos a tomar algo?». Rebatet tenía una cita, algo después, cerca de Saint-Germain, y me llevó al Flore. «Siempre me resulta divertido ir a echarle una ojeada a la sucia jeta de nuestros
antifascistas
de guardia, sobre todo cuando me ven aparecer». Y, efectivamente, cuando entró le echaron miradas asesinas; pero también se pusieron de pie varias personas para saludarlo. Estaba claro que Lucien disfrutaba con su éxito. Llevaba un traje claro, bien cortado, y una corbata de pajarita de lunares, un poco torcida; un tupé despeinado le remataba el rostro, estrecho y expresivo. Escogió una mesa a la derecha, bajo la cristalera, un poco apartada, y pedí vino blanco. Cuando sacó lo necesario para liarse un pitillo, le ofrecí un cigarrillo holandés que aceptó con agrado. Pero incluso cuando sonreía seguía teniendo los ojos preocupados. «Venga, cuenta», dijo. Llevábamos sin vernos desde 1939 y sólo sabía de mí que estaba en las SS: le conté por encima la campaña de Rusia, sin entrar en detalles. Abrió unos ojos como platos: «¿Así que estuviste en Stalingrado? Joder..».. Tenía una mirada rara, quizá una mezcla de temor y deseo. «¿Te hirieron? ¿A ver?» Le enseñé el agujero y soltó un silbido largo: «Pues vaya potra que tienes, oye». No contesté. «Robert va a ir pronto a Rusia -siguió diciendo-. Con Jeantet. Pero no es lo mismo».. —«¿Y qué van a hacer allí?». —«Es un viaje oficial. Van acompañando a Doriot y a Briñón, a pasarle revista a la Legión de Voluntarios Franceses, por la zona de Smolensko, creo».. —«¿Y cómo le va a Robert?». —«Pues precisamente estamos un poco reñidos estos días. Se ha vuelto claramente partidario de Pétain. Como siga así, lo largamos de la JSP».. —«¿Tan grave es?» Pidió otras dos copas y le di otro cigarrillo. «Mira -escupió con rabia-, hace mucho que no vienes por Francia; las cosas han cambiado una barbaridad, créeme. Andan todos peleándose como perros hambrientos por los pedazos del cadáver de la República. Pétain está senil, La val se porta peor que un judío, Déat predica el socialfascismo y, Doriot, el nacionalbolchevismo. Aquí no hay quien se aclare. Lo que no hemos tenido ha sido un Hitler. Ése es el drama».. —«¿Y Maurras?» Rebatet hizo una mueca de asco: «¿Maurras? Es la Acción marrana. Le he puesto las peras al cuarto en mi libro. Por lo visto, se puso verde al verlo. Y además te voy a decir otra cosa: desde Stalingrado esto es una desbandada. Las ratas se largan. ¿Has visto los letreros de las paredes? No hay ni uno de Vichy que no tenga en su casa a un resistente o a un judío, como si fuera un seguro de vida».. —«Pues no puede decirse que estemos acabados».. —«Sí, eso ya lo sé. Pero ¿qué quieres? Éste es un mundo de cobardes. Yo he elegido y no pienso renegar de mi elección. Si el barco se va a pique, me iré a pique con él».. —«En Stalingrado interrogué a un comisario político, que me citó a Mathilde de la Mole, en
Rojo y Negro,
hacia el final, ¿te acuerdas?» Le repetí la frase y soltó una gran carcajada: «Ésa sí que es buena. ¿Y te lo soltó en francés?».. —«No, en alemán. Era un bolchevique de los primeros, un militante, un individuo muy preparado. Te habría gustado».. —«¿Y qué hicisteis con él?» Me encogí de hombros. «Disculpa -dijo-. Qué pregunta más idiota. Pero tenía razón. Yo admiro a los bolcheviques, ¿sabes? Ellos no son una panda de hipócritas. Es un sistema de orden. O te doblegas o te vas al carajo. Stalin es un tipo extraordinario. Si no fuera porque está Hitler, a lo mejor me hacía comunista, vete a saber». Bebimos un sorbo y miré a la gente que entraba y salía. En una mesa del fondo de la sala, varias personas miraban fijamente a Rebatet y cuchicheaban, pero no las conocía. «¿Sigues metido en asuntos de cine?», le pregunté.. —«Ya no mucho, no. Ahora me interesa la música».. —«¿Ah, sí? ¿Conoces a Von Üxküll?». —«Claro. ¿Por qué?». —«Es mi cuñado. Coincidí con él el otro día por primera vez».. —«¡Qué me dices! Hay que ver qué conocidos tienes. ¿Y qué es de su vida?». —«Nada del otro mundo, por lo que me pareció entender. Anda enfurruñado en su casa de Pomerania».. —«Qué pena. Estaba bien lo que hacía».. —«Nunca he oído su música. Tuvimos una seria discusión acerca de Schónberg, porque lo defiende».. —«No me extraña. Ningún compositor serio podría pensar de otra forma».. —«Ah, ¿tú también?» Se encogió de hombros: «Schónberg nunca se ha metido en política. Y además sus mejores discípulos, como Webern o Üxküll, son arios, ¿no? Lo que Schónberg ha hallado, el método serial, es una potencialidad de los sonidos que siempre estuvo ahí, un rigor que ocultaba, por decirlo de alguna forma, la imprecisión de las escalas temperadas; y ahora que él lo ha hallado, cualquiera puede usarlo para hacer lo que quiera. Es el primer avance serio en música desde Wagner».— «Pues precisamente Von Üxküll aborrece a Wagner».. —«¡Eso es imposible! -exclamó, con tono horrorizado-. ¡Imposible!». —«Y sin embargo es cierto». Y le referí las palabras de Von Üxküll. «Es absurdo -replicó Rebatet-. Bach, claro... no hay nada que se aproxime a Bach. Es intocable, inmenso. Lo que él hizo fue la síntesis definitiva de lo horizontal y de lo vertical, de la arquitectura armónica y el empuje melódico. Y, de esa forma, pone punto final a cuanto lo precedió y establece un marco del que todo cuanto vino después intenta zafarse de una forma o de otra, hasta que por fin Wagner lo hace saltar por los aires. ¿Cómo puede un alemán, un compositor alemán, no estar de rodillas ante Wagner?». —«¿Y la música francesa?» Torció el gesto: «¿Tu Rameau? Es
entretenido».—
«No siempre dijiste eso». —«Es que uno crece, ¿no?» Apuró la copa, pensativo. Pensé por un instante en hablarle de Yakov; y, luego, cambié de opinión. «Y de la música contemporánea, aparte de Schónberg, ¿qué te gusta?. —«Muchas cosas. Desde hace treinta años la música ha empezado a despertarse y se está poniendo todo de lo más interesante. Stravinsky, Debussy, son fabulosos».. —«¿Y Milhaud, y Satie?». —«No seas imbécil». En aquel momento entró Brasillach. Rebatet lo llamó desde donde estábamos: «¡Eh, Robert! ¡Mira quién está aquí!». Brasillach nos miró fijamente a través de los gruesos cristales de las gafas redondas, nos hizo un saludito con la mano y fue a sentarse a otra mesa. «Se está volviendo realmente insoportable -masculló Rebatet-. Ni siquiera quiere ya que lo vean con un maldito alemán. Y eso que no vas de uniforme, que yo sepa». Pero no iban del todo por ahí los tiros, y yo lo sabía. «Me peleé bastante con él la última vez que estuve en París», dije para calmar a Rebatet. Una noche, después de una fiestecita en que Brasillach bebió algo más que de costumbre, halló valor suficiente para invitarme a su casa y me fui con él. Pero era de esos invertidos vergonzosos a quienes lo que les gusta es hacerse una paja con muy pocos bríos mientras contemplan lánguidamente a su
éramenos;
y a mí aquello me parecía aburrido e incluso un tanto repugnante, así que corté con aquellas efusiones de forma bastante seca. Dicho lo cual, creía que seguíamos siendo amigos. Seguramente lo herí sin darme cuenta y en uno de sus puntos más vulnerables: Robert nunca supo hacer frente a la realidad sórdida y amarga del deseo y nunca dejó de ser, a su manera, el supremo
boy-scout
del fascismo. ¡Pobre Brasillach! Lo fusilaron tan deprisa, cuando todo acabó, para que tanta buena gente pudiera volver a meterse en la fila sin remordimientos de conciencia. Me he preguntado con frecuencia, por lo demás, si sus inclinaciones habrían tenido algo que ver: el colaboracionismo, a fin de cuentas, no dejaba de ser una historia de familia, mientras que la pederastía era harina de otro costal tanto para De Gaulle como para los honrados obreros del jurado. Brasillach, en cualquier caso, habría preferido seguramente morir por sus ideas que por sus gustos. ¿Pero no fue acaso él quien describió el colaboracionismo con esta frase inolvidable:
Nos acostamos con Alemania y el recuerdo que nos quede será dulce?
Rebatet, por su parte, pese a la admiración que profesaba a Julien Sorel, fue más listo: lo condenaron, pero también lo indultaron; no se hizo comunista; y, después de tantas cosas, le quedó tiempo para escribir una preciosa
Historia de la música y
de apañarse para que se olvidaran un poco de él.
Se fue tras proponerme que quedásemos por la noche con Cousteau por la zona de Pigalle. Al salir, fui a darle un apretón de manos a Brasillach, que estaba sentado con una mujer que yo no conocía; hizo como si no me hubiera reconocido y me acogió con una sonrisa, pero no me presentó a su acompañante. Le pregunté por su hermana y su cuñado; él se interesó cortésmente por las condiciones de vida en Alemania y hablamos de forma imprecisa de volver a vernos, sin concretar ninguna cita. Volví a mi cuarto del hotel, me puse el uniforme, redacté una nota para Knochen y fui a dejarla en la avenida de Foch. Luego volví a vestirme de paisano y salí a dar una vuelta hasta la hora de la cita. Me reuní con Rebatet y Cousteau en el Liberty, una sala de fiestas para maricones en la plaza Blanche. Cousteau, aunque era poco sospechoso en ese aspecto, conocía al dueño, Tontón, y estaba claro que conocía también a la mitad de las locazas, a quienes llamaba de tú; varias, ufanas y extravagantes con aquellas pelucas, aquel maquillaje y aquellas joyas de vidrio, bromeaban con él y con Rebatet mientras tomábamos unos martinis. «Mira -me indicaba Cousteau-, a ésa la he apodado la Empresa de Pompas Fúnebres porque chupa de muerte».. —«Eso se lo has robado a Máxime du Camp, so cabrito», contestaba Rebatet con una mueca antes de ponerse a bucear en sus extensos conocimientos literarios para intentar superarlo. «¿Y tú, cariño, a qué te dedicas?», me preguntó una de las locazas apuntándome con una boquilla pasmosamente larga. «Es de la Gestapo», dijo Cousteau con tono irónico. La maricona se llevó los dedos enguantados de encaje a los labios y soltó un prolongado «Oooooh..».. Pero Cousteau ya se había embarcado en una larga anécdota acerca de los chicos de Doriot que les hacían mamadas a los soldados alemanes en los meaderos del Palais-Royal; los polis parisinos, que hacían redadas regularmente por esos urinarios o por los que estaban en la parte de abajo de los Campos Elíseos, se llevaban a veces sorpresas desagradables; pero aunque la Jefatura Central de policía rabiaba, al Majestic parecía importarle un bledo. Aquella conversación ambigua me hacía sentirme molesto: ¿a qué estaban jugando esos dos? Sabía que otros compañeros alardeaban menos y ejercían más. Pero ninguno tenía el mínimo escrúpulo en publicar denuncias anónimas en las columnas de
Je Suis Partout;
y si alguien no tenía la desgracia de ser judío, siempre era posible decir que era homosexual; más de una carrera, e incluso más de una vida, se había ido al traste de esa forma. Cousteau y Rebatet, pensaba yo, intentaban demostrar que su radicalismo revolucionario estaba por encima de todos los prejuicios (salvo los que fueran
científicos y de raza,
que es como tiene que ser la forma de pensar francesa); en el fondo también ellos pretendían solamente
épater le bourgeois,
igual que los surrealistas y que André Gide, a quien aborrecían tanto. «¿Sabes, Max -me dijo Rebatet-, que el falo benéfico que los romanos sacaban en procesión durante las
Liberaba,
en primavera y en la vendimia, se llamaba
fascinus?
A lo mejor Mussolini se acordó de eso». Me encogí de hombros: todo me sonaba a falso, una ficción de poca monta, una escenificación, mientras la gente, por todos lados, moría de verdad. A mí me apetecía en serio un chico, pero no para la galería, sino sólo por la piel tibia, el sudor agrio, la suavidad del sexo acurrucado entre las piernas como un animalillo. Y a Rebatet le daba miedo su sombra, y le daban tanto miedo los hombres como las mujeres, y la presencia de su propia carne, y todo salvo las ideas abstractas, que no podían ofrecer resistencia. Yo quería más que nunca estar tranquilo, pero parecía como si fuera imposible: me despellejaba, al rozarme con el mundo, como si me rozase con cristales rotos; me pasaba la vida tragándome anzuelos aposta y luego me extrañaba tener que sacarme las entrañas arrancadas por la boca.