Al día siguiente, fui con los demás oficiales a Minvody para inspeccionar la
Aktion.
Presencié la llegada del tren y cómo lo descargaban: los judíos parecían sorprendidos por tener que bajarse tan pronto, siendo así que pensaban que los llevaban a Ucrania, pero seguían tranquilos. Para evitar cualquier jaleo, a los que fichaban como comunistas los custodiaban aparte. En el amplio vestíbulo de la fábrica de vidrio, lleno hasta los topes y polvoriento, los judíos tenían que entregar la ropa, el equipaje, los efectos personales y las llaves de las viviendas. Y se formaba más de un revuelo, tanto más cuanto que el suelo de la fábrica estaba cubierto de cristales rotos y que la gente, en calcetines, se cortaba los pies. Se lo hice notar al doctor Bolte, pero se encogió de hombros. Unos Orpo golpeaban más y mejor a los judíos, quienes, aterrados, iban corriendo a sentarse, en paños menores. Las mujeres intentaban calmar a los niños. Fuera, soplaba un vientecillo fresco, pero el sol daba en las cristaleras y dentro reinaba un calor asfixiante. Un hombre de cierta edad, de aspecto distinguido, con gafas y bigotito, se me acercó. Llevaba en brazos a un niño muy pequeño. Se quitó el sombrero y me dirigió la palabra en un alemán impecable: «Herr Offizier, ¿puedo decirle unas palabras?».. —«Habla usted muy bien el alemán», contesté.. —«Estudié en Alemania -dijo con una dignidad algo envarada-. Antes era un gran país». Debía de ser uno de los profesores de Leningrado. «¿'Qué quiere decirme?», pregunté, muy seco. El niño, que iba agarrado al cuello del hombre, me miraba con ojos grandes y azules. Podía tener unos dos años. «Sé lo que hacen ustedes aquí -dijo el hombre sin perder la calma-. Es una abominación. Sólo quería desearle que sobreviva a esta guerra, pero para despertarse, dentro de veinte años, todas las noches dando alaridos. Espero que sea incapaz de mirar a sus hijos sin ver a los nuestros, a los que ha asesinado». Me dio la espalda y se alejó antes de que pudiera contestarle nada. El niño seguía mirándome fijamente por encima de su hombro. Bolte se me acercó: «¡Menuda insolencia! ¿Cómo se atreve? Debería usted haber reaccionado». Me encogí de hombros. ¿Qué más daba? Bolte sabía perfectamente qué iban a hacerle a ese hombre y a su hijo. Era natural que quisiera insultarnos. Me alejé y me dirigí a una de las salidas. Unos Orpo rodeaban a un grupo de personas en paños menores y lo conducían hacia la zanja anticarros, que distaba un kilómetro. Me quedé mirando cómo se iban. La zanja estaba demasiado lejos para que se oyeran los disparos, pero aquella gente no podía por menos de sospechar lo que les esperaba. Bolte me llamó: «¿Viene?». Nuestro coche adelantó al grupo al que había visto salir: tiritaban de frío, las mujeres apretaban la mano a los niños. Luego apareció ante nosotros la zanja. Unos soldados y unos Orpo estaban en posición de descanso y con expresión guasona: oí un jaleo, unos gritos. Crucé entre el grupo de soldados y vi a Turek, con una pala en la mano, golpeando a un hombre casi desnudo y caído en el suelo. Ante él yacían otros dos cuerpos ensangrentados; algo más lejos, unos judíos aterrados estaban a pie firme y custodiados. «¡Basura! -berreaba Turek, con los ojos fuera de las órbitas-. ¡Arrástrate, judío!» Le dio un golpe en la cabeza con el filo de la pala; al hombre se le partió el cráneo, que le roció a Turek las botas de sangre y de sesos; vi con toda claridad cómo un ojo salía despedido con el golpe y revoloteaba unos pasos más allá. Los hombres se reían. Llegué hasta Turek en dos zancadas y lo agarré con rudeza por un brazo: «¿Se ha vuelto usted loco? Deténgase ahora mismo». Estaba lívido y temblaba. Turek se volvió, rabioso, hacia mí e hizo ademán de alzar la pala; luego la bajó y soltó el brazo con un golpe seco. También estaba temblando: «Métase en lo que le importa», escupió. Tenía el rostro escarlata, estaba sudando y los ojos le giraban en las órbitas. Tiró la pala y se alejó. Bolte había acudido a mi lado; con unas cuantas palabras secas ordenó a Pfeiffer, que estaba allí mismo, respirando pesadamente, que mandara recoger los cuerpos y siguiera con la ejecución. «No le correspondía a usted intervenir», me reprochó.. —«¡Pero es que este tipo de cosas es inaceptable!». —«Es posible. Pero el Kommando lo dirige el Sturmbannführer Müller. Usted sólo está aquí como observador».. —«Muy bien, pues, ahora que lo dice, ¿dónde está el Sturmbannführer Müller?» Todavía estaba tembloroso. Me volví al coche y ordené al chófer que me llevase de vuelta a Piatigorsk. Quería encender un cigarrillo, pero me seguían temblando las manos, no conseguía controlarlas y me costaba encender el mechero. Por fin lo logré y di unas cuantas caladas antes de tirar el cigarrillo por la ventanilla. Volvimos a cruzarnos, en sentido contrario, con la columna que avanzaba al paso; con el rabillo del ojo vi que un adolescente se salía de la fila e iba corriendo a recoger la colilla antes de volver a su sitio.
En Piatigorsk no pude encontrar a Müller. El soldado de guardia creía que a lo mejor había ido al AOK, pero no estaba seguro; pensé en esperarlo, pero, luego, decidí marcharme; más valia referirle el incidente al propio Bierkamp. Pasé por el sanatorio a recoger mis cosas y mandé a mi chófer por gasolina al AOK. No es que fuera muy correcto irme sin despedirme, pero no me apetecía. En Mineralnye Vody, la carretera pasaba no lejos de la fábrica, sita detrás de la vía férrea, bajo la montaña; no me detuve. Al llegar a Voroshilovsk, redacté el informe, limitándome, en lo esencial, a los aspectos técnicos y organizativos de la acción. Pero también metí una frase acerca de «determinados excesos deplorables por parte de oficiales que se suponía que debían dar ejemplo». Sabía que con eso bastaría. Al día siguiente, en efecto, Thielecke pasó por mi despacho para comunicarme que Bierkamp deseaba verme. Prill, tras leer mi informe, ya me había preguntado algunas cosas: yo me había negado a contestar y le había dicho que sólo eran de la incumbencia del Kommandant. Bierkamp me recibió cortésmente, me mandó sentar y me preguntó qué había sucedido; Thielecke asistía también a la conversación. Les refería el incidente de la forma más neutra que pude. «¿Y qué piensa usted que hay que hacer?», preguntó Thielecke cuando acabé.. —«Creo, Herr Sturmbannführer, que es un caso que cae dentro de las competencias de la
SS-Gericht,
de un tribunal de las SS y de la policía -contesté-. O, cuando menos, del psiquiatra».. —«Está usted exagerando -dijo Bierkamp-. El Hauptsturmführer Turek es un oficial excelente y muy capaz. Son comprensibles su indignación y su legítima ira contra los judíos, pilares del sistema estalinista. Y, además, usted mismo admite que llegó al final del incidente. Seguramente hubo provocación».. —«Incluso si esos judíos se insolentaron o intentaron escapar, tuvo una reacción indigna de un oficial SS. Sobre todo delante de la tropa».. —«En eso no cabe duda de que tiene usted razón». Thielecke y él se miraron un instante, y luego Bierkamp se volvió hacia mí: «Pienso ir a Piatigorsk dentro de unos días. Hablaré en persona del incidente con el Hauptsturmführer Turek. Le agradezco que me haya informado de esos hechos».
El Sturmbannführer doctor Leetsch, el sustituto del doctor Seibert, llegaba ese mismo día junto con un Obersturmbannführer, Paul Schultz, que debía relevar al doctor Braune en Maikop; pero antes incluso de que pudiera verlo, ya me había pedido Prill que volviera a irme, a Mozdok, para inspeccionar al Sk 10b que acababa de llegar. «Así tendrá usted vistos todos los Kommandos -me dijo-. Le dará cuenta al Sturmbannführer cuando regrese». Para llegar a Mozdok se necesitaban alrededor de seis horas de carretera, volviendo a pasar por Minvody, y luego por Projladny; decidí, pues, salir al día siguiente por la mañana, pero no vi a Leetsch. Mi chófer me despertó poco antes de amanecer. Ya habíamos dejado atrás la meseta de Voroshilovsk cuando salió el sol, iluminando con suave luz los campos y los huertos de frutales y recortando en el horizonte la silueta de los primeros volcanes de la KMV Pasada Mineralnye Vody, la carretera, bordeada de tilos, iba siguiendo las estribaciones de la cadena del Cáucaso, casi invisibles siempre; sólo el Elbrus, de formas redondeadas y cubiertas de nieve, asomaba entre la neblina del cielo. Al norte de la carretera, empezaban unos campos de cultivo que salpicaban, aquí y allá, modestos pueblos musulmanes. Circulábamos detrás de largos convoyes de camiones, de la
Rollbahn,
difíciles de adelantar. En Mozdok reinaba un gran barullo, el tráfico militar atascaba las calles polvorientas; aparqué el Opel y me fui a pie en busca del cuartel general del LII Cuerpo. Me recibió un oficial del Abwehr, muy nervioso: «¿No se ha enterado? Al Generalfeldmarschall List lo han destituido esta mañana».. —«¿Y eso por qué?», exclamé. List, recién llegado al frente del Este, no había durado ni dos meses. El AO se encogió de hombros: «No nos ha quedado más remedio que pasar a la defensiva después de que fracasara nuestra ofensiva en la orilla derecha del Terek. Y a los de arriba no les ha gustado».. —«¿Y por qué no han podido avanzar?» Alzó los brazos: «¡Pues porque no tenemos fuerzas, sencillamente! Dividir el grupo de ejércitos del Sur era un error fatal. Ahora no tenemos las fuerzas necesarias ni para un objetivo ni para el otro. En Stalingrado, todavía están atascados en los arrabales».. —«¿Y a quién han nombrado para el puesto del Feldmarschall?» Se rió con amargura: «¡No me va a creer: el mismísimo Führer ha ocupado el puesto!». Era, efectivamente, algo inaudito: «¿El Führer ha asumido personalmente el mando del grupo de ejércitos A?».. —«Eso mismo. No sé cómo piensa organizarse; el OKHG seguirá en Voroshilovsk y el Führer está en Vinnitsa. Pero como es un genio, debe de tener una solución». El tono se le iba poniendo cada vez más agrio. «Ya está al frente del Reich, de la Wehrmacht y del ejército de tierra. Y ahora de un grupo de ejércitos. ¿Cree que va a seguir por ese camino? Podría tomar el mando de un ejército, luego de un cuerpo, luego de una división. Al final, vaya usted a saber, podría ocurrir que volviera a ser cabo en el frente, como al principio».. —«Lo noto a usted muy insolente», dije con frialdad.. —«Sí, pues a usted, amiguito, que le den. Aquí está usted en un sector del frente y las SS no tienen jurisdicción». Entró un ordenanza. «Aquí tiene a su guía -indicó el oficial-. Que tenga un buen día». Salí sin decir nada. Estaba escandalizado, pero también inquieto; si nuestra ofensiva en el Cáucaso, en la que nos jugábamos todo, se iba al garete, era muy mal síntoma. El tiempo no jugaba en favor nuestro. Se acercaba el invierno y la
Endsieg
seguía alejándose, igual que las cumbres mágicas del Cáucaso. Pero, en fin, pensé para calmarme, Stalingrado no tardará en caer y así quedarán fuerzas libres para seguir con el avance por esta zona.
El Sonderkommando estaba instalado en un ala parcialmente en ruinas de una base rusa; podían utilizarse algunas salas; las demás las habían cerrado con tablones. Me recibió el jefe del Kommando, un austríaco muy menudo con un bigote recortado como el del Führer, el Sturmbannführer Alois Persterer. Era un hombre del SD, que había sido Leiter en Hamburgo en los tiempos en que Bierkamp dirigía allí la Kripo; pero no parecía que hubiera conservado con él relaciones particularmente amistosas. Me expuso la situación de forma concisa: en Projladny, un Teilkommando había fusilado a kabardinos y a balkarios colaboradores de las autoridades bolcheviques, a judíos y a partisanos; en Mozdok, si no se contaban unos cuantos casos sospechosos, que el LII Cuerpo había entregado, no habían arrancado de verdad. Le habían hablado de un koljós judío por la zona; iba a investigar y se ocuparía de él. En cualquier caso, no había demasiados partisanos y, por la zona del frente, las autoridades parecían hostiles a los rojos. Le pregunté qué relaciones tenían con la Wehrmacht. «No puedo llamarlas ni siquiera mediocres -acabó por contestar-. Más bien parecen no hacernos ni caso».. —«Sí, andan preocupados con el fracaso de la ofensiva». Pasé la noche en Mozdok, en un catre de campaña que armaron en uno de los despachos, y me fui a la mañana siguiente; Persterer me había propuesto asistir a una ejecución con su camión de gas, en Projladny, pero le di las gracias con mucha cortesía. En Voroshilovsk, me presenté al doctor Leetsch, un oficial más bien mayor, de cara estrecha y rectangular, pelo tirando a gris y labios huraños. Tras haber leído mi informe, quiso charlar. Le hablé de mis impresiones acerca del estado de ánimo de la Wehrmacht. «Sí -dijo por fin-, tiene usted toda la razón. Por eso pienso que es importante que estrechemos los lazos con ellos. Me ocuparé personalmente de las relaciones con el OKHG, pero deseo enviar a un buen oficial de enlace a Piatigorsk, destacado ante el Ic del AOK. Quería pedirle que ocupara usted ese puesto». Vacilé un momento; me estaba preguntando si la idea se le había ocurrido a él o si se la había sugerido Prill mientras yo estaba fuera. Al fin, respondí: «Es que mis relaciones con el Einsatzkommando 12 no puede decirse que sean buenas. Tuve un altercado con uno de sus oficiales y me temo que eso acarree complicaciones».. —«No se preocupe. No le hará falta tratar mucho con ellos. Se alojará usted en las dependencias del AOK y me informará a mí directamente».
Así que regresé a Piatigorsk, donde me dieron un alojamiento un tanto apartado del centro, al pie del Mashuk, en un sanatorio (es la parte más alta de la ciudad). Tenía una puerta vidriera y un balconcito desde el que veía la larga cresta pelada de la Goriachaia Gora, con su pabellón chino y unos cuantos árboles; y, más allá, la llanura y, detrás, los volcanes, escalonados entre la bruma. Si me daba la vuelta y me echaba hacia atrás, podía divisar, por encima del tejado, un trozo del Mashuk partido por una nube que parecía avanzar casi a mi altura. Había llovido durante la noche y el aire era aromático y olía a fresco. Tras pasar por el AOK para presentarme al Ic, el Oberst Von Gilsa, y a sus colegas, salí a dar una vuelta. Una larga avenida pavimentada llega, cuesta arriba, desde el centro y va siguiendo el flanco del macizo; hay que ascender, por detrás del monumento a Lenin, por unos cuantos peldaños anchos y escarpados; luego, pasados unos estanques, entre filas de robles jóvenes y de pinos perfumados, la cuesta se hace menos pronunciada. Dejé a la izquierda el sanatorio Lermontov, en donde se alojaban Von Kleist y su estado mayor; mi acuartelamiento estaba en un ala aparte y algo retranqueada, pegada a la montaña que casi tapaban ahora las nubes. Más arriba, la avenida se ensancha y se convierte en una carretera que circunvala el Mashuk para unir entre sí un rosario de sanatorios; torcí en ese punto hacia un pabellón pequeño al que llaman el Arpa Eólica, desde donde se tiene una dilatada vista sobre la llanura del sur, salpicada de bultos irreales, un volcán, y luego otro, y luego otro más, apagados y tranquilos. A la derecha, relucían al sol los tejados de chapa de casas dispersas entre una frondosa vegetación; algo más allá, al fondo, se formaban más nubes y tapaban los macizos del Cáucaso. Una voz alegre se alzó a mi espalda: «¡Aue! ¿Lleva aquí mucho tiempo?». Me volví: bajo los árboles se me acercaba Voss, sonriente. Le estreché calurosamente la mano. «Acabo de llegar. Me han destacado como oficial de enlace ante el AOK».. —«¡Ah, espléndido! Yo también estoy en el AOK. ¿Ha comido ya?». —«Todavía no».. —«Entonces venga, hay una taberna buena nada más bajar». Tiró por un estrecho camino de piedra excavado en la roca y lo seguí. Abajo, cerrando el extremo de la alargada torrentera que separa el Mashuk de la Goriachaia Gora, se alzaba una galería larga y de columnas, de un estilo italiano a la vez amazacotado y frivolo, de granito rosa. «Es la galería Académica», me indicó Voss.. —«¡Ah! -exclamé entusiasmado-. ¡Pero si es la antigua galería Elisabeth! Aquí fue donde Pechorin divisó por primera vez a la princesa María». Voss se echó a reír: «¿Así que ha leído a Lermontov? Aquí lo lee todo el mundo».. —«Desde luego. Hubo una temporada en que
Un héroe de nuestro tiempo
era mi libro de cabecera». El camino nos había llevado al nivel de la galería, construida para cobijar una fuente sulfurosa. Unos soldados tullidos, pálidos y lentos, se paseaban o estaban sentados en bancos, frente a la prolongada brecha que se abre en dirección a la ciudad; un jardinero ruso estaba escardando los parterres de tulipanes y de claveles rojos situados a lo largo de la escalinata que baja hasta la calle Kirov, en lo hondo de la depresión. Los tejados de cobre de los baños, acurrucados contra la Goriachaia Gora, asomaban entre los árboles y lanzaban destellos al sol. Más allá de la cresta, sólo se divisaba uno de los volcanes. «¿Viene?», dijo Voss.. —«Un momento». Entré en la galería para ver el manantial, pero me llevé un chasco: la sala estaba desnuda y vacía y el agua corría de un vulgar grifo. «El café está detrás», dijo Voss. Pasó bajo el arco que separa el ala izquierda de la galería del cuerpo central; detrás, el muro formaba con la roca una amplia alcoba, en donde habían colocado unas cuantas mesas y unos taburetes. Nos sentamos y una joven bonita salió por una puerta. Voss cruzó con ella unas cuantas palabras en ruso. «Hoy no tienen
shashliks;
pero tienen chuletas de Kiev».. —«Perfecto».. —«¿Quiere agua del manantial o una cerveza?». —«Creo que prefiero la cerveza. ¿Está fresca?». —«Más o menos. Pero le advierto que no es cerveza alemana». Encendí un cigarrillo y me adosé a la pared de la galería. Hacía un fresco agradable; corría el agua por la roca, dos pajaritos de vivos colores picoteaban en el suelo. «¿Así que le gusta Piatigorsk?», me preguntó Voss. Yo sonreía; me alegraba de que estuviera allí. «Aún no he visto gran cosa», dije.. —«Si le gusta Lermontov, la ciudad es una auténtica peregrinación. Los soviéticos pusieron un museo pequeño y muy bonito en su casa. Cuando tenga una tarde libre iremos a verlo».. —«Iré encantado. ¿Sabe dónde está el sitio del duelo?». —«¿El de Pechorin o el de Lermontov?» —«El de Lermontov».. —«Detrás del Mashuk. Hay un monumento espantoso, por supuesto. Y, fíjese, hasta hemos localizado a una de sus descendientes». Me reí: «No puede ser».. —«Que sí, que sí. Una tal señora Evguenia Akimovna Shan-Girei. Es muy vieja. El general ha mandado que le concedan una pensión mayor que la que le daban los soviéticos».. —«¿Lo conoció?». —«Ni por asomo. Los rusos se estaban preparando precisamente para celebrar el centenario de su muerte el día que entramos nosotros en la ciudad. Frau Shan-Girei nació diez o quince años después, en los años cincuenta, creo». Volvía la camarera con dos platos y los cubiertos. Las «chuletas» eran, en realidad, rollitos de pollo rellenos de mantequilla derretida y empanados, y llevaban como guarnición un fricasé de setas silvestres con ajo. «Está buenísimo. E incluso la cerveza se puede beber».. —«Ya se lo había dicho, ¿eh? Vengo aquí cada vez que tengo oportunidad. Nunca hay mucha gente». Comí sin decir nada, del todo satisfecho. «¿Tiene mucho trabajo?», le pregunté por fin.. —«Digamos que me queda tiempo libre para mis investigaciones. El mes pasado entré a saco en la biblioteca Pushkin de Krasnodar y encontré cosas muy interesantes. Ante todo tenían obras sobre los cosacos, pero también di con gramáticas caucasianas y opúsculos bastante raros de Trubetskoi. Todavía tengo pendiente ir a Cherkessk; estoy seguro de que allí tendrán obras sobre los circasianos y los karachai. Mi sueño es encontrarme con un ubijé que todavía sepa su lengua. Pero por ahora no ha habido suerte. Y, en otro orden de cosas, redacto octavillas para el AOK».. —«¿Qué tipo de octavillas?». —«Octavillas de propaganda. Las tiran por las montañas desde un avión. He hecho una en karachai, kabardino y balkario, consultando con nativos, claro, que era muy divertida:
¡Hombres de la montaña, antes teníais de todo, pero el poder soviético os dejó sin nada! ¡Recibid a vuestros hermanos alemanes que han volado como águilas por encima de las cumbres para liberaros!
Etcétera». Soltamos juntos la carcajada. «También he hecho unos salvoconductos que se envían a los partisanos para animarlos a que le den la vuelta a la chaqueta. Pone que se los recibirá como a
soiuzniki
en la lucha general contra el judeobolchevismo. A los judíos que hay en sus filas les debe de hacer muchísima gracia. Son unos
propuska vigentes hasta el final de la guerra».
La muchacha estaba retirando los platos y nos trajo dos cafés turcos. «¡Aquí hay de todo!», exclamé.. —«Ya lo creo. Funcionan los mercados e incluso venden comida en las tiendas».. —«No pasa como en Ucrania».. —«No. Y con un poco de suerte seguirá sin pasar».. —«¿Qué quiere decir?» —«Ah, es posible que cambien unas cuantas cosas». Pagamos la cuenta y cruzamos otra vez el arco. Los tullidos seguían deambulando por la galería bebiendo traguitos de agua. «¿De verdad que vale para algo?», le pregunté a Voss, señalando un vaso.. —«La zona tiene fama. Ya sabe que aquí venían a tomar las aguas mucho antes de que llegaran los rusos. ¿Sabe quién es Ibn Battuta?». —«¿El viajero árabe? Lo he oído nombrar».. —«Pasó por aquí hacia 1375. Estaba en Crimea, en tierra de tártaros, en donde, de paso, se casó. Los tártaros vivían aún en grandes campamentos nómadas, ciudades rodantes compuestas de tiendas encima de carretas gigantescas, con mezquitas y comercios. Todos los años, en verano, cuando empezaba a hacer demasiado calor en Crimea, el kan nogai, con toda su ciudad ambulante, cruzaba el istmo de Perekop y llegaba hasta aquí. Ibn Battuta lo describe con todo detalle y elogia las virtudes medicinales de las aguas sulfurosas. Llama al sitio
Bish
o
Besh Dagh,
lo que, al igual que
Piatigorsk
en ruso, quiere decir "las cinco montañas"». Me reí de asombro: «¿Y qué fue de Ibn Battuta?».. —«¿Luego? Siguió adelante; pasó por Daguestán y por Afganistán para llegar a la India. Fue durante mucho tiempo cadí en Delhi y estuvo durante cinco años al servicio de Muhammad Tughluq, el sultán paranoico, antes de caer en desgracia. Después fue cadí en las Maldivas y llegó incluso hasta Ceilán, Indonesia y China. Y, luego, regresó a su tierra, a Marruecos, para escribir su libro antes de morir».