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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (109 page)

BOOK: Las benévolas
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Volví a Berlín en la segunda semana de julio para informar de mis actividades y esperar nuevas instrucciones. Me encontré con que las oficinas del Reichsführer y de la RSHA habían sufrido muchos daños con los bombardeos de marzo y abril. La concentración de bombas explosivas había destruido por completo el Prinz-Albrecht Palais; la SS-Haus aguantaba aún de pie, pero sólo en parte y mi oficina había tenido que volver a mudarse a otra dependencia del Ministerio del Interior. Toda un ala de la sede de la
Staatspolizei
había ardido, grandes grietas zigzagueaban por las paredes, los huecos de las ventanas estaban tapados con tablones; se habían llevado la mayoría de los departamentos y de las secciones al extrarradio o incluso a pueblos alejados. Unos
Haftlinge
estaban volviendo a pintar los pasillos y las escaleras y sacando los escombros de los despachos destruidos, y habían muerto varios en una incursión aérea a principios de mayo. La vida para la gente que seguía en la ciudad era dura. Ya casi no había agua corriente, los soldados les llevaban dos cubos diarios a las familias en apuros; no había ni luz eléctrica ni gas. Los funcionarios que acudían aún con mil penalidades al trabajo se envolvían la cara con bufandas para protegerse del humo de los perpetuos incendios. Obedeciendo a la propaganda patriótica de Goebbels, las mujeres ya no llevaban sombrero ni ropa demasiado elegante, y por la calle abucheaban a las que se atrevían a salir maquilladas. Ya hacía tiempo que no había grandes incursiones con varios cientos de aparatos, pero seguían los ataques pequeños con
mosquitos,
imprevisibles y extenuantes. Al fin habíamos lanzado nuestros primeros cohetes sobre Londres, no los de Speer y Kammler, sino los pequeños de la Luftwaffe, a los que Goebbels había puesto el nombre de V-1 por
Vergeltungswaffen,
«armas de retribución»; afectaban poco al estado de ánimo de los ingleses y menos aún al de nuestros propios civiles, a quienes tenían demasiado abatidos los bombardeos del centro de Alemania, las noticias desastrosas del frente, el éxito del desembarco en Normandía, la rendición de Cherburgo, la pérdida de Monte Cassino y la retirada de Sebastopol a finales de mayo. La Wehrmacht no había dicho nada aún del tremendo avance soviético en Bielorrusia; pocas personas lo sabían, aunque ya surgían rumores, que se quedaban cortos, pero yo estaba enterado de todo y, muy especialmente, de que faltaban tres semanas para que los rusos llegasen al mar, que el grupo de ejércitos Norte estaba aislado en el Báltico y que el grupo de ejércitos Centro no existía ya. Y, en este hosco ambiente, Grothmann, el adjunto de Brandt, me tenía reservada una acogida fría y casi despectiva; era como si quisiera censurarme personalmente los malos resultados de la Einsatz húngara, y lo dejé hablar; me notaba demasiado desmoralizado para protestar. Brandt estaba en Rastenburg con el Reichsführer. Mis colegas parecían desvalidos; nadie sabía muy bien dónde tenía que ir ni qué tenía que hacer. Speer, desde que había estado enfermo, no había vuelto a intentar ponerse en contacto conmigo, pero aún me llegaban copias de sus cartas furibundas al Reichsführer: desde principios de año, la Gestapo había detenido por delitos varios a más de trescientas mil personas, entre las cuales había doscientos mil trabajadores extranjeros que habían ido a sumarse a los pobladores de los campos; Speer acusaba a Himmler de dedicarse a la caza furtiva de su mano de obra y amenazaba con someter la cuestión al Führer. Se nos amontonaban las quejas y las críticas de nuestros interlocutores, sobre todo del
Jagerstab
que consideraba que le hacíamos un perjuicio deliberado. Nuestras propias cartas o peticiones sólo recibían respuestas indiferentes. Pero eso me daba igual; miraba por encima esa correspondencia sin enterarme de la mitad. Entre el montón de cartas que me estaba esperando, me encontré con una carta del juez Baumann: abrí el sobre a toda prisa y saqué una notita anodina y una foto. Era una copia de un negativo antiguo, con mucho grano, algo desenfocado, de tonos muy contrastados; se veía a unos hombres a caballo en un paisaje nevado, con uniformes heteróclitos: cascos de hierro, gorras de marina, gorros de astracán; Baumann había hecho con tinta una cruz encima de uno de aquellos hombres, que llevaba un gabán largo con galones de oficial; el rostro ovalado y diminuto estaba borroso e irreconocíble. Al dorso de la foto, Baumann había escrito: CURLANDIA, AL SUR DE VALMIERA, 1919. Su cortés nota no me aclaraba nada.

Había tenido suerte y mi piso había sobrevivido. Otra vez estaban las ventanas sin cristales; la vecina había tapado los huecos como buenamente había podido con tablones y con lonas; en el salón, se habían hecho añicos las vitrinas del aparador, había grietas en el techo y se había caído la lámpara, y en mi cuarto reinaba un pertinaz olor a quemado, porque el piso de al lado había ardido cuando una bomba incendiaria entró por la ventana; pero se podía vivir en él e incluso estaba limpio; mi vecina, Frau Zempke, lo había limpiado todo y había mandado encalar las paredes para tapar las manchas de humo; las lámparas de aceite, bien frotadas y relucientes, descansaban en fila encima del aparador y en el cuarto de baño ocupaban gran parte del espacio un tonel y varios bidones de agua. Abrí la puerta vidriera y todas las ventanas cuyo marco no estaba clavado para aprovechar la luz de las últimas horas de la tarde y bajé, luego, a darle las gracias a Frau Zempke y a pagarle por el trabajo que se había tomado -seguramente habría preferido embutidos húngaros, pero tampoco esta vez se me había ocurrido- y también para darle cupones para que me pudiera hacer la comida; me explicó que los cupones no me iban a valer de mucho porque la tienda en la que tenían casi todos ellos asiento no existía ya, pero si le daba algo más de dinero, ya se las apañaría. Subí a mi casa. Acerqué un sillón al balcón abierto, era un atardecer de verano tranquilo y hermoso; de la mitad de los edificios de alrededor ya no quedaban sino fachadas vacías y mudas o montones de escombros, y estuve mucho rato mirando aquel paisaje de fin del mundo; el parque, al pie del edificio, estaba silencioso; habían mandado a todos los niños al campo. Ni siquiera puse música, para aprovechar aquella dulzura y aquella calma. Frau Zempke me trajo una salchicha, pan y algo de sopa, disculpándose por no tener nada mejor, pero me pareció muy bien; había tomado una cerveza en la barra del bar de la
Staatspolizei
y comí y bebí con gusto, prendido en la curiosa ilusión de estar flotando en una isla, en un paraíso de paz en medio del desastre. Tras recoger el cubierto, me puse un vaso grande de schnaps malo, encendí un cigarrillo y me volví a sentar, palpándome el bolsillo para notar dentro el sobre de Baumann. Pero no lo saqué en el acto. Miraba los juegos de luz del atardecer en las ruinas, aquella luz larga y oblicua que teñía de amarillo la caliza de las fachadas y entraba por las ventanas abiertas para iluminar el caos de vigas calcinadas y de tabiques caídos. En algunas viviendas, se veían rastros de la vida que había transcurrido en ellas: un marco con una foto o una reproducción, colgado aún en la pared, un papel pintado roto, rojo y blanco, la columna de las estufas de azulejos, que seguían empotradas en la pared de cada piso, aunque ya no quedaban suelos. Acá y acullá, seguía viviendo gente: había ropa tendida en una ventana o en un balcón, unos tiestos, el humo del tubo de una estufa. El sol se ocultaba deprisa por detrás de los edificios destrozados y proyectaba sombras largas y monstruosamente deformes. En esto se ha quedado, pensaba, la capital de nuestro Reich milenario; pase lo que pase no nos bastará con lo que nos queda de vida para volverla a construir. Coloqué luego a mi lado varias lámparas de aceite y me saqué, por fin, la foto del bolsillo. Tengo que admitir que aquella imagen me asustaba: por mucho que la miraba no reconocía a aquel hombre cuyo rostro, bajo la gorra, no era sino una mancha blanca, aunque no del todo informe; podían vislumbrarse la nariz, la boca, los ojos; pero no había rasgos, no había nada que pudiera distinguirlo de otros rostros, podría haber sido la cara de cualquiera, y no entendía, mientras me bebía el schnaps, cómo podía ser posible, cómo al mirar aquella copia tan mala, no podía decirme en el acto, sin titubear: Sí, es mi padre, o: No, no es mi padre; la duda se me hacía insoportable; tenía el vaso vacío y lo volví a llenar; seguía mirando detenidamente la foto, rebuscando en mis recuerdos para reunir briznas de mi padre, de su aspecto, pero era como si los detalles se repelieran entre sí y se me escabullesen; la mancha blanca de la foto los rechazaba como si fueran los dos polos iguales de dos imanes, los dispersaba, los corroía. No tenía ningún retrato de mi padre; al poco tiempo de que se fuera, mi madre los rompió todos. Y, ahora, aquella foto ambigua e inaprensible destruía los recuerdos que me quedaban y ponía, en lugar de su presencia viva, un rostro borroso y un uniforme. Me dio un ataque de rabia, rompí la foto en varios pedazos y los tiré por el balcón. Luego vacié el vaso y lo volví a llenar acto seguido. Sudaba, sentía deseos de salirme de mi pellejo, que me venía estrecho para la ira y la angustia que notaba. Me quité la ropa y me volví a sentar, desnudo, ante el balcón abierto sin molestarme siquiera en apagar las lámparas. Con el sexo y las bolas en la mano, como si fueran un gorrioncillo herido recogido en un campo, vacié un vaso tras otro y fumé con rabia; cuando ya no quedó nada en la botella, la cogí por el cuello y la arrojé lejos, en dirección al parque, sin pensar en los posibles paseantes. Quería seguir tirando cosas, vaciar el piso, echar fuera los muebles. Fui a pasarme un poco de agua por la cara y, alzando la lámpara de aceite, me miré al espejo; tenía el rostro lívido y desencajado y me daba la impresión de que se me estaba derritiendo como una cera que se deformase al calor de mi fealdad y de mi odio, los ojos me relucían como dos piedras negras hincadas en medio de aquellas formas repulsivas e incongruentes, nada aguantaba junto ya. Eché hacia atrás el brazo y lancé la lámpara contra el espejo, que se volatilizó; un poco de aceite caliente saltó y me quemó el hombro y el cuello. Volví al salón y me ovillé en el sofá. Tiritaba, daba diente con diente. No sé de dónde saqué fuerzas para llegar hasta la cama; fue seguramente porque me moría de frío; me enrosqué en las mantas, pero no noté mucha diferencia. Notaba un hormiguillo en la piel, notaba escalofríos por el espinazo y calambres en la nuca que me arrancaban gemidos de malestar, y todas esas sensaciones me asaltaban en grandes oleadas, me arrastraban hacia un agua verdosa y turbia; y en cada momento pensaba que no podía ser peor, y luego volvían las oleadas a arrastrarme y me encontraba en un lugar en donde los dolores y las sensaciones anteriores me parecían casi gratas, una exageración infantil. Tenía la boca seca, no podía despegar la lengua de la funda pastosa que la rodeaba, pero habría sido totalmente incapaz de levantarme para ir a buscar agua. Anduve así errabundo mucho rato por los densos bosques de la fiebre; antiguas obsesiones me rondaban por el cuerpo; con los escalofríos y los calambres, me cruzaba por el cuerpo paralizado algo así como un furor erótico, me picaba el ano y estaba dolorosamente empalmado, pero no podía hacer el mínimo gesto para aliviarme, era como meneármela con la mano llena de añicos de cristal, y, en eso como en lo demás, dejé que pasara lo que tuviera que pasar. Había ratos en que aquellas corrientes violentas y contradictorias me hacían resbalar hasta el sueño, porque había imágenes angustiosas que me llenaban la mente: era un niño pequeño y desnudo que cagaba en cuclillas en la nieve y, al alzar la cabeza, veía que me rodeaban unos caballeros con rostro de piedra y gabanes de tiempos de la Gran Guerra, pero en vez de fusiles llevaban lanzas largas y me juzgaban en silencio por mi conducta inadmisible; quería salir huyendo, pero no podía porque formaban un corro a mi alrededor, y yo estaba tan aterrado que pisoteaba mi mierda y me manchaba, mientras que uno de los caballeros, de rasgos borrosos, se separaba del grupo y se me acercaba. Pero aquella imagen desaparecía; debía de entrar en el sueño y en las pesadillas opresivas y salir de ellos de la misma forma que un nadador, en la superficie del mar, cruza, en una dirección o en otra, la frontera entre el agua y el aire; a ratos recuperaba aquel cuerpo inútil que me habría gustado quitarme como se quita uno un abrigo mojado, y luego volvía a meterme en otra historia embrollada y confusa en la que un cuerpo de policía extranjero me perseguía y me metía en un furgón que pasaba por un acantilado, no lo veo muy claro, había un pueblo, casas de piedra escalonadas en una pendiente y alrededor pinos y monte bajo, quizá un pueblo de Provenza, tierra adentro; y eso era lo que quería yo, una casa en ese pueblo y la paz que podía traerme; y, tras muchas peripecias, se resolvía mi situación, los policías amenazadores desaparecían, había comprado la casa más baja del pueblo, con un jardín y una azotea y el bosque de pinos alrededor, ah, qué dulce cromo ingenuo, y se hacía de noche y había una lluvia de estrellas fugaces en el cielo, meteoritos que ardían con una luz rosa o roja y caían despacio, en vertical, como las chispas moribundas de unos fuegos artificiales, una gran cortina tornasolada, y yo miraba, y los primeros de esos proyectiles cósmicos llegaban al suelo y, donde caían, empezaban a brotar plantas extrañas, organismos de vivos colores, rojo, blanco, con manchas, gruesos y carnosos como algunas algas, se abrían y subían hacia el cielo a una velocidad tremenda, hasta alcanzar alturas de varios cientos de metros, y soltaban nubes de semillas de las que, a su vez, nacían otras plantas semejantes que tomaban impulso y crecían en vertical, pero aplastando con la fuerza de aquel crecimiento irresistible los árboles, las casas y los vehículos que había en torno, y yo miraba, horrorizado; ahora el horizonte que abarcaba con la vista lo tapaba una muralla gigantesca de aquellas plantas y se extendía en todas las direcciones, y comprendía que aquel acontecimiento que me había parecido anodino era, de hecho, la catástrofe final; aquellos organismos llegados del cosmos habían hallado, en nuestra tierra y en nuestra atmósfera, un entorno que les era infinitamente favorable y proliferaban a velocidad vertiginosa, llenaban todos los espacios libres y lo aplastaban todo, ciegamente, sin animosidad, sólo con la fuerza de aquella pulsión suya de vida y de crecimiento; nada podría frenarlos y, dentro de pocos días, la tierra desaparecería porque la taparían, y todo aquello de que se había compuesto nuestra vida y nuestra historia y nuestra civilización lo iban a tachar aquellos vegetales ávidos; era una estupidez, un desafortunado incidente, pero de ninguna forma iba a darnos tiempo a encontrar una defensa; iban a borrar a la humanidad. Los meteoritos seguían cayendo, resplandecientes; las plantas, a las que movía una vida demente y desaforada, subían hacia el cielo e intentaban colmar toda aquella atmósfera que tan embriagadora les resultaba. Y entendí entonces, aunque quizá fue más adelante, al salir de aquel sueño, que era algo justo, que es la ley de cuanto vive, que todos los organismos lo único que buscan es vivir y reproducirse, sin malicia; los bacilos de Koch no royeron los pulmones a Pergolese y a Purcell y a Kafka y a Chéjov, no sentían animosidad alguna contra ellos, no querían hacer daño alguno a sus anfitriones, pero era la ley de su supervivencia y de su desarrollo, de la misma forma que nosotros luchamos contra esos bacilos con los medicamentos que inventamos a diario, sin odio, por el bien de nuestra propia supervivencia; y toda nuestra vida se asienta, así, en el asesinato de otras criaturas que también querrían vivir, los animales que nos comemos, y también las plantas, los insectos que exterminamos, ya sean peligrosos en realidad, como los escorpiones o los piojos, o sencillamente molestos, como las moscas, esa plaga del hombre; ¿quién no ha matado una mosca cuyo zumbido irritante le molestaba mientras leía? Y no es crueldad, es la ley de nuestra vida, somos más fuertes que los demás seres vivos y disponemos según nos place de su vida y de su muerte, las vacas, los pollos, las espigas de trigo están en la tierra para servirnos, y es normal que, entre nosotros, nos comportemos de la misma forma, que todos y cada uno de los grupos humanos quiera exterminar a quienes les disputan la tierra, el agua, el aire. ¿Por qué, efectivamente, se le va a dar mejor trato a un judío que a una vaca o que a un bacilo de Koch, si es que está en nuestra mano? Y si el judío pudiera, haría lo mismo con nosotros, o con otros, para garantizar su propia vida, es la ley de todas las cosas, la guerra permanente de todos contra todos, y sé que esta forma de pensar no es nada original, que es casi un tópico del darwinismo biológico o social, pero aquella noche la fiebre hizo que la fuerza de su verdad me impresionara como nunca lo había hecho antes ni lo hizo después, y la estimulaba aquel sueño en que la humanidad sucumbía ante otro organismo cuya potencia de vida era mayor que la suya; y por supuesto que yo entendía que era una norma que valía para todos y que, si resultaba que otros eran más fuertes que nosotros, nos tocaría que nos hicieran lo que les habíamos hecho a otros, y que, ante empujes así, las frágiles vallas que alzan los hombres para intentar regular la vida común, leyes, justicia, moral, ética, importan poco, que el mínimo temor o la mínima pulsión que cuenten con cierta fuerza hacen que salten por los aires como un vallado de paja, pero que en tal caso también es cierto que quienes dieron el primer paso no tienen que contar con que los demás, cuando les llegue el turno, respeten la justicia y las leyes; y tenía miedo, porque estábamos perdiendo la guerra.

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