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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (110 page)

BOOK: Las benévolas
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Había dejado las ventanas abiertas y el alba fluyó poco a poco dentro del piso. Despacio, las oscilaciones de la fiebre me iban conduciendo hacia la conciencia de mi cuerpo y de las sábanas empapadas que lo ceñían. Una necesidad violenta acabó de despertarme. No sé muy bien cómo, conseguí ir a rastras hasta el cuarto de baño y sentarme en la taza para vaciarme, una prolongada diarrea que parecía que no iba a acabarse nunca. Cuando concluyó por fin, me limpié como pude, cogí el vaso algo sucio en el que ponía el cepillo de dientes y lo llené directamente de un cubo para beber con avidez aquella agua mala que me parecía la del manantial más puro; pero no tuve fuerza para echar el resto del agua del cubo en la taza llena de inmundicias (la cisterna hacía mucho que no funcionaba). Me volví a enroscar, agotado por el esfuerzo, en las mantas y me entró una violenta y larga tiritona. Tiempo después, oí que llamaban a la puerta: debía de ser Piontek, con quien solía reunirme en la calle, pero no tenía fuerza ya para levantarme. La fiebre iba y venía, ora seca y casi suave, ora un horno que me ardía en el cuerpo. El teléfono sonó varias veces, y cada timbrazo me perforaba el tímpano como una cuchillada, pero no podía hacer nada, ni contestar ni descolgar. La sed me había vuelto enseguida y me consumía la mayor parte de la atención que, ahora, casi desvinculada de todo, examinaba mis síntomas desapasionadamente, como desde fuera. Sabía que si no hacía nada, si no venía nadie, iba a morirme aquí, en esta cama, entre charcos de excrementos y de orina pues, como era incapaz de volver a levantarme, no iba a tardar en hacérmelo encima. Pero aquella idea no me afligía, no me inspiraba ni compasión ni miedo, sólo sentía desprecio por aquello en que me había convertido y no deseaba que concluyera ni deseaba que continuara. Entre las divagaciones de mi mente enferma -ahora la luz del día iluminaba la vivienda- se abrió la puerta y entró Piontek. Lo tomé por otra alucinación y me limité a sonreírle neciamente cuando me habló. Se acercó a la cama, me tocó la frente, articuló claramente la palabra
mierda
y llamó a Frau Zempke, que seguramente era quien le había abierto. «Vaya a buscar agua de beber», le dijo. Luego oí que llamaba por teléfono. Volvió a mi lado: «¿Me oye, Herr Obersturmbannführer?». Le indiqué por señas que sí. «He llamado a la oficina. Va a venir un médico. ¿O prefiere que lo llevemos al hospital?» Negué por señas. Volvió Frau Zempke con un jarro de agua; Piontek llenó un vaso, me levantó la cabeza y me dio de beber un poco. La mitad del vaso me corrió por el pecho y por las sábanas. «Más», dije. Bebí así varios vasos, que me devolvían a la vida. «Gracias», dije. Frau Zempke estaba cerrando las ventanas. «Déjelas abiertas», ordené.. —«¿Quiere comer algo?», preguntó Piontek. —«No», contesté, y me dejé caer en la almohada empapada. Piontek abrió el armario, sacó sábanas limpias y se puso a cambiar la cama. Las sábanas secas estaban frescas, pero demasiado rugosas porque se me había vuelto la piel hipersensible; no podía dar con una postura con la que estuviera a gusto. Algo después, llegó un médico de las SS, un Hauptsturmführer a quien no conocía. Me reconoció de arriba abajo, me palpó, me auscultó -el metal frío del estetoscopio me quemaba la piel-, me tomó la temperatura. «Debería ir al hospital», dijo por fin.. —«No quiero», dije. Torció el gesto: «¿Tiene a alguien que lo cuide? Voy a ponerle una inyección, pero tendrá que tomar comprimidos, beber zumos de fruta y caldo». Piontek fue a hablar del tema con Frau Zempke, que se había vuelto a su casa, y regresó para decir que ella podría hacerse cargo. El médico me explicó qué tenía, pero o no me enteré de lo que decía o se me olvidó en el acto, el caso es que no se me quedó nada del diagnóstico. Me puso una inyección que me dolió muchísimo. «Volveré mañana -dijo-. Y si la fiebre no baja, lo ingresaré».. —«No quiero que me ingresen», mascullé. «Puede estar seguro de que me da igual», me dijo con tono severo. Luego se fue. Piontek parecía violento. «Bueno, Herr Obersturmbannführer, voy a ver si puedo encontrar unas cosas para Frau Zempke». Asentí con la cabeza y se fue también. Algo más tarde, Frau Zempke volvió a aparecer con un tazón de caldo y me obligó a tomar varias cucharadas. El líquido tibio se me salía de la boca y me corría por el mentón, áspero de barba. Frau Zempke me limpiaba pacientemente y seguía. Luego me dio de beber. El médico me había ayudado a ir a orinar, pero me estaban volviendo a dar retortijones; después del ingreso en Hohenlychen, había perdido toda timidez en cuestiones como éstas, y le pedí ayuda, disculpándome, a Frau Zempke; y aquella mujer, ya entrada en años, lo hizo sin asco, como si yo fuera un niño. Me dejó solo por fin y me quedé flotando en la cama. Ahora me sentía liviano y tranquilo; la inyección debía de haberme aliviado un poco, pero estaba vacío de energía; vencer el peso de la sábana para levantar el brazo habría superado mis fuerzas. Pero me daba igual y me dejé llevar; caí tranquilamente en la fiebre y en la suave luz del verano y en el cielo azul que colmaba el marco de las ventanas abiertas, vacío y sereno. Con el pensamiento, me arropaba no sólo en las sábanas y en las mantas, sino en toda la casa, me envolví con ellas el cuerpo, era cálido y tranquilizador, como un útero del que nunca habría querido salir, oscuro paraíso mudo y elástico, sin más vaivén que el del ritmo de los latidos del corazón y de la sangre que fluye, una inmensa sinfonía orgánica; no era a Frau Zempke a quien necesitaba, sino una placenta; estaba sumergido en el sudor como en un líquido amniótico y habría querido que no existiera el nacimiento. La espada de fuego que me expulsó de aquel edén fue la voz de Thomas: «Caramba, no te veo muy en forma que digamos». Él también me incorporó y me dio un poco de agua. «Deberías estar en el hospital», dijo, lo mismo que los demás. «No quiero ir al hospital», repetí con estúpida obstinación. Miró a su alrededor, se asomó al balcón, volvió. «¿Y qué vas a hacer si hay una alarma? No podrás bajar al sótano».. —«Me importa un carajo».. —«Vente a mi casa por lo menos. Ahora estoy en Wannsee, estarás tranquilo. Mi ama de llaves te cuidará».. —«No». Se encogió de hombros. «Como quieras». Otra vez tenía ganas de mear y aproveché que estaba allí para que me echara una mano. Quería seguir charlando, pero no le contesté. Por fin se marchó. Algo después vino Frau Zempke a trajinar a mi alrededor, y dejé que hiciese lo que quisiera con sombría indiferencia. A última hora de la tarde, se presentó Héléne en la habitación. Llevaba una maletita que dejó junto a la puerta; luego, despacio, se quitó el agujón del sombrero y sacudió la abundante melena rubia levemente ondulada sin dejar de mirarme. «¿Qué coño hace aquí?», pregunté con grosería.. —«Me ha avisado Thomas. He venido a cuidarlo».. —«No quiero que me cuide nadie -dije, rabioso-. Ya me basta con Frau Zempke».. —«Frau Zempke tiene una familia y no puede estar aquí todo el rato. Voy a quedarme con usted hasta que mejore». Le clavé la mirada con expresión aviesa: «¡Vayase!». Se sentó junto a la cama y me cogió la mano; yo quería retirarla, pero no tenía fuerzas. «Está ardiendo». Se levantó, se quitó la chaqueta, la colgó del respaldo de una silla y, luego, fue a humedecer una toalla y volvió para colocármela en la frente. Se lo consentí, en silencio. «De todas formas -dijo ya no tengo gran cosa que hacer en el trabajo. Puedo tomarme el tiempo que quiera. Alguien tiene que quedarse con usted». Yo no decía nada. La tarde iba cayendo. Me dio de beber un poco de agua e intentó que tomase algo de caldo frío, luego se sentó junto a la ventana y abrió un libro. El cielo de verano se iba haciendo más pálido, anochecía. La miré: era como una extraña. Desde que me había marchado a Hungría, más de tres meses atrás, no había tenido contacto alguno con ella, no le había escrito ni una carta y me parecía que casi la había olvidado. Miré el perfil dulce y serio y me dije que era hermoso, pero aquella hermosura no tenía para mí ni sentido ni utilidad. Volví la vista al techo y me dejé llevar durante un rato, estaba muy cansado. Por fin, una hora después quizá, le dije sin mirarla: «Vaya a buscarme a Frau Zempke».. —«¿Para qué?», preguntó, cerrando el libro. «Necesito una cosa», dije.. —«¿Qué? Estoy aquí para ayudarlo». La miré; la calma de aquellos ojos pardos me irritaba como una ofensa. «Tengo que ir a cagar», dije brutalmente. Pero parecía imposible provocarla: «Explíqueme lo que hay que hacer -dijo muy tranquila-. Y lo ayudaré». Se lo expliqué, sin groserías, pero sin eufemismos, e hizo lo que había que hacer. Me dije amargamente que era la primera vez que me veía desnudo, porque no llevaba pijama, y que seguramente nunca se había imaginado que sería en esas condiciones como iba a verme desnudo. No me daba vergüenza, pero sí asco de mí mismo y aquel asco la alcanzaba a ella, a su paciencia y a su dulzura. Quería ofenderla, masturbarme en su presencia, pedirle favores obscenos, pero eran sólo cosas que pensaba, habría sido incapaz de empalmarme, incapaz de hacer ningún gesto que exigiera algo de fuerza. Y además me estaba volviendo a subir la fiebre, otra vez estaba tiritando y sudando. «Tiene frío -dijo cuando acabó de limpiarme-. Espere». Salió de la casa y volvió, al cabo de unos minutos, con una manta que me echó por encima. Yo me había hecho un ovillo, daba diente con diente y me parecía que los huesos me chocaban unos con otros como un puñado de tabas. La noche seguía sin llegar; el interminable día de verano duraba y duraba y me espantaba, pero, al tiempo, sabía que la noche no me traería ninguna tregua, ningún sosiego. Héléne me obligó otra vez a beber, con mucha suavidad. Pero aquella suavidad me sacaba de quicio: ¿qué quería de mí esta chica? ¿En qué estaba pensando, con todo aquel encanto y toda aquella bondad? ¿Tenía la esperanza de que así iba a convencerme de algo? Me trataba como si fuera su hermano, o su amante, o su marido. Pero no era ni mi hermana ni mi mujer. Yo estaba tiritando, las olas de la fiebre me zarandeaban, y ella me secaba la frente. Cuando me acercaba la mano a la boca, no sabía si morderla o besarla. Luego, todo se volvió turbio por completo. Me llegaban imágenes, pero no sabía si eran sueños o pensamientos; eran las mismas que me habían preocupado tanto durante los primeros meses del año; me veía viviendo con aquella mujer y encauzando así mi vida; me iba de las SS, y todos los espantos que llevaban tantos años a mi alrededor y mis propias imperfecciones se desprendían de mí como la piel de una serpiente cuando muda, mis obsesiones se deshacían como una nube de verano, volvía al río común. Pero esos pensamientos, en vez de sosegarme, me soliviantaban. ¡Qué!, ¿iba a degollar mis sueños para hundir la verga en su vagina rubia y besarle el vientre, que se hincharía preñado de niños guapos y sanos? Volvía a ver a las jóvenes embarazadas sentadas encima de las maletas en el cieno de Kachau o de Munkacs, pensaba en los sexos que anidaban discretamente entre las piernas, bajo los vientres redondos, esos sexos y esos vientres de mujer que lucirían, al ir al gas, como una medalla honorífica. Los niños están siempre en el vientre de las mujeres, eso es lo terrible. ¿Por qué ese privilegio atroz? ¿Por qué las relaciones entre los hombres y las mujeres tienen siempre que resumirse, en último término, en una imbibición? Un saco de simiente, una incubadora, una vaca lechera, así es la mujer en el sacramento del matrimonio. Por muy poco atractivos que fueran mis hábitos, al menos seguían puros de semejante corrupción. Una paradoja, quizá, ahora me doy cuenta, al escribirlo, pero en aquel momento, en las amplias espirales que trazaba mi mente calenturienta, me parecía de lo más lógico y de lo más coherente. Me daban ganas de levantarme y de zarandear a Héléne para explicarle todo aquello, pero es posible que también soñara esas ganas, porque habría sido incapaz de esbozar un ademán. Al amanecer, la fiebre bajó algo. No sé dónde dormía Héléne, seguramente en el sofá, pero sé que venía a verme de hora en hora, para secarme la cara y darme de beber un poco de agua. Con la enfermedad, toda la energía se me había ido del cuerpo, yacía con
los miembros quebrantados, y sin fuerzas,
ay, hermoso recuerdo del colegio. Los pensamientos trastornados se habían evaporado por fin, sin dejar tras de sí más que una honda amargura y un acerbo deseo de morirme pronto para acabar con ella. A primera hora de la mañana, llegó Piontek con una cesta llena de naranjas, tesoro inaudito en la Alemania de aquella época. «La ha mandado a la oficina Herr Mandelbrod», explicó. Héléne cogió dos y bajó a casa de Frau Zempke para hacer un zumo; luego, con ayuda de Piontek, me incorporó en los almohadones y me lo hizo beber a sorbitos; me dejaba un sabor raro, casi metálico, en la boca. Piontek y ella celebraron un breve conciliábulo que no oí, y luego él se fue. Subió Frau Zempke, que había lavado y tendido las sábanas de la víspera, y ayudó a Héléne a cambiar la cama, que había vuelto a empapar con el sudor de la noche. «Está muy bien eso de que sude -dijo-, así se va la fiebre». Me daba lo mismo, lo único que quería era descansar, pero no tenía un segundo de sosiego, volvió el Hauptsturmführer de la víspera y me reconoció con expresión adusta: «¿Sigue sin querer ir al hospital?».. —«No, no, no, no». Se fue al salón para hablar con Héléne y luego volvió: «Le ha bajado un poco la fiebre -me dijo-. Ya le he dicho a su amiga que le tome la temperatura con regularidad. Si vuelve a pasar de cuarenta y un grados habrá que ingresarlo. ¿Está claro?». Me puso una inyección en la nalga, tan insoportable como la de la víspera. «Dejo otra; su amiga se la pondrá a última hora de la tarde y así no le subirá tanto la fiebre por la noche. Intente comer algo». Cuando se hubo ido, Héléne me trajo caldo: cogió un trozo de pan, lo desmigajó, lo echó en el líquido e intentó hacérmelo comer, pero dije que no con la cabeza, era imposible. Conseguí, sin embargo, beber un poco de caldo. Igual que después de la primera inyección, tenía la cabeza más clara, pero me sentía desecado, vacío. Ni siquiera me resistí cuando Héléne me lavó pacientemente el cuerpo con una esponja y agua tibia y, luego, me puso un pijama prestado, que era de Herr Zempke. Fue al taparme con la sábana y pretender sentarse a leer cuando estallé. «¿Por qué hace todo esto? -le solté con maldad-. ¿Qué quiere de mí?» Cerró el libro y me clavó los ojos grandes y tranquilos: «No quiero nada de usted. Sólo quiero ayudarle».. —«¿Por qué? ¿Qué espera?». —«Pero si no espero nada». Se encogió levemente de hombros: «He venido a ayudarle por amistad, y ya está». Estaba de espaldas a la ventana y tenía la cara en sombra; la contemplé con avidez, pero no conseguía leer nada en ella. «¿Por amistad? -ladré-. ¿Qué amistad? ¿Qué sabe de mí? Hemos salido juntos unas cuantas veces y nada más. Y ahora viene y se instala en mi casa como si viviera aquí». Sonrió: «No se ponga así de nervioso. Se va cansar». Aquella sonrisa me sacó de quicio: «¿'Pero qué sabrás tú del cansancio? ¿Eh? ¿Qué sabrás tú?». Me había incorporado y volví a caer hacia atrás, exhausto, con la cabeza pegada a la pared. «No tienes ni idea, no sabes nada del cansancio; vives tu vidita de chica alemana con los ojos cerrados, y no ves nada; vas a trabajar, buscas otro marido, no ves nada de lo que sucede a tu alrededor». Seguía con expresión tranquila, no acusaba la brutalidad del tuteo, y yo continué gritando y soltando, de paso, perdigones: «No sabes nada de mí, nada de lo que hago, nada del cansancio que siento desde hace tres años, desde que llevamos matando a la gente, porque eso es lo que hacemos, matar; ¡matamos a los judíos, matamos a los gitanos, a los rusos, a los ucranianos, a los polacos, a los enfermos, a los viejos, a las mujeres, a las chicas jóvenes como tú, a los niños!». Héléne ahora apretaba los dientes, aunque seguía sin decir nada, pero yo estaba lanzado: «Y a los que no matamos, los enviamos a trabajar a nuestras fábricas, como a esclavos, eso es, ya ves tú, son cosas de la economía. ¡No te hagas la inocente! ¿De dónde crees que sale la ropa que llevas? ¿Y los obuses de la Flak que te protegen de los aviones enemigos, de dónde salen? ¿Y los carros de combate que impiden a los bolcheviques avanzar por el Este? ¿Cuántos esclavos han muerto para fabricarlos? ¿Nunca te has hecho preguntas de ésas?». Seguía sin reaccionar y, cuanto más tranquila y callada estaba, más perdía yo la cabeza: «¿O es que no lo sabías? ¿Es eso? ¿Igual que todos los demás buenos alemanes? Nadie sabe nada, salvo los que hacen el trabajo sucio. ¿Qué ha sido de tus vecinos, los judíos de Moabit? ¿Nunca te lo preguntaste? ¿Se fueron al Este? ¿Los mandaron a trabajar al Este? ¿Y a qué sitio? Si hubiera seis o siete millones de judíos trabajando en el Este, habríamos construido ciudades enteras. ¿No oyes la BBC? ¡Esos sí que lo saben! Todo el mundo lo sabe, menos los buenos alemanes que no quieren saber nada». Estaba rabioso; debía de estar lívido. Héléne parecía escucharme, muy atenta; no se movía. «¿Y tu marido en Yugoslavia qué hacía según tú? En las Waffen-SS. ¿Luchar contra los partisanos? ¿Tú sabes cómo es la lucha contra los partisanos? A los partisanos casi nunca se los ve. Así que destruimos el entorno en el que sobreviven. ¿Entiendes qué quiere decir eso? ¿Te imaginas a tu Hans matando a mujeres, matando a sus hijos delante de ellas, quemando sus casas con sus cadáveres dentro?» Reaccionó por primera vez: «¡Cállese! ¡No tiene derecho!».. —«¿Y por qué no iba a tener derecho? -pregunté con risa sarcástica-. ¿Crees que yo soy mejor? Me estás cuidando. ¿Crees que soy un hombre agradable, un doctor en derecho, un perfecto caballero, un buen partido? Matamos a la gente, ¿lo entiendes? Eso es lo que hacemos; todos. Tu marido era un asesino, y yo soy un asesino, y tú eres la cómplice de unos asesinos; llevas y comes los frutos de nuestro trabajo». Estaba lívida, pero no se le notaba en la cara sino una infinita tristeza: «Es usted un desdichado».. —«¿Y eso por qué? A mí me gusta lo que soy. Me van ascendiendo. Claro que esto no durará mucho. Aunque los matemos a todos, en el mundo hay mucha gente; vamos a perder la guerra. En vez de perder el tiempo jugando a la enfermera y al simpático enfermo, más valdría que fueras pensando en largarte. Yo en tu lugar me iría hacia el oeste. Los yanquis estarán menos salidos que los rojillos. O, por lo menos, usarán condones porque a esos buenos chicos los asustan las enfermedades. A menos que te guste el estilo mogol apestoso. ¿Igual es con eso con lo que sueñas por las noches?» Seguía pálida, pero sonrió cuando dije eso: «Está divagando. Tiene fiebre. Si se oyera..»... —«Me oigo perfectamente». Estaba sin resuello, el esfuerzo me había agotado. Fue a humedecer una compresa y volvió para secarme la frente. «Si te pidiera que te desnudases, ¿lo harías? ¿Lo harías por mí? ¿Y si te pidiera que te masturbases delante de mí? ¿Y que me chupases la polla? ¿Lo harías?». —«Cálmese -dijo-. Le va a volver a subir la fiebre». No había nada que hacer, aquella chica era demasiado obstinada. Cerré los ojos y me dejé llevar por la sensación del agua fría en la frente. Me arregló los almohadones y me estiró la manta. Yo respiraba con un silbido, otra vez tenía ganas de pegarle, de darle patadas en el vientre por aquella obscena, por aquella intolerable bondad.

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