Me desperté en la cama de Una. Seguía desnudo, pero tenía el cuerpo limpio y las piernas libres. ¿Cómo había llegado hasta aquí? No tenía ni el menor recuerdo. La estufa se había apagado y tenía frío. Dije bajito, como un necio, el nombre de mi hermana: «Una. Una». El silencio me dejó helado y me hizo estremecerme, pero a lo mejor era por el frío. Me levanté; fuera, era de día, estaba nublado, pero había una luz hermosa, la niebla se había disipado, y miré el bosque, y los árboles de ramas aún cargadas de nieve. Me vinieron a la mente unos cuantos versos absurdos, una vieja canción de Guillermo IX, aquel duque de Aquitania que estaba un poco loco:
Verso haré de cosa ninguna.
Ni de mí ni de gente alguna,
ni de amor, ni de juventud,
ni de otras cosas
[5]
.
Me incorporé y fui al rincón por donde andaba rodando parte de mi ropa, en un montón, para ponerme unos pantalones, y me pasé los tirantes por los hombros desnudos. Al pasar delante del espejo del dormitorio, me miré; me cruzaba la garganta una gran marca roja. Bajé; en la cocina, me comí una manzana y bebí un poco de vino de una botella abierta. No quedaba pan. Salí a la terraza: el tiempo seguía fresco, me froté los brazos. Me dolía la verga irritada y el pantalón de lana la irritaba más. Me miré los dedos y los antebrazos, jugué a vaciarme con el filo de la uña las abultadas venas azules de la muñeca. Tenía las uñas sucias, la del pulgar derecho estaba rota. Del otro lado de la casa, en el patio, unas aves graznaban. El aire era vivaz y punzante, la nieve del suelo se había derretido un poco y, luego, la superficie se había endurecido, las huellas de mis pasos y de mi cuerpo en la terraza se veían perfectamente. Fui hasta la balaustrada y me asomé. Un cuerpo de mujer estaba tendido en la nieve del jardín, medio desnudo y con la bata entreabierta, quieto, con la cabeza torcida y los ojos mirando al cielo. La punta de la lengua descansaba con delicadeza en la comisura de los labios azulados; entre las piernas, una sombra de vello le estaba volviendo a nacer en el sexo, y seguiría creciendo obstinadamente. Yo no podía respirar: aquel cuerpo en la nieve era el espejo del de la muchacha de Jarkov. Y supe entonces que el cuerpo de aquella muchacha, que aquella nuca torcida, aquella barbilla saliente, aquellos pechos helados y roídos eran el reflejo ciego no de una imagen, como había creído yo, sino de dos, confundidas y separadas, una de pie en la terraza y la otra abajo, tendida en la nieve. Y debéis de estar pensando: Vaya, por fin se ha acabado esta historia. Pero no, sigue.
Thomas me encontró sentado en una silla, al filo de la terraza, mirando los bosques y el cielo y bebiendo sorbitos de aguardiente a morro. La balaustrada era alta y me tapaba el jardín, pero el recuerdo de lo que había visto en él me iba minando despacio el ánimo. Debían de haber transcurrido uno o dos días; no me preguntéis cómo los pasé. Thomas dio la vuelta a la casa por el lateral: yo no había oído nada, ni el ruido del motor, ni la voz que me llamaba. Le alargué la botella: «Salud y fraternidad. Bebe». Debía de estar seguramente un poco borracho. Thomas miró en torno, bebió un trago, pero no me devolvió la botella. «¿Qué coño estás haciendo?», me preguntó por fin. Le sonreí bobaliconamente. Miró la fachada de la casa. «¿Estás solo?». —«Sí, creo que sí». Se acercó, me miró y repitió: «¿Qué coño estás haciendo? Hace una semana que se te acabó la baja. Grothmann está furioso, está hablando de hacerte un consejo de guerra por desertor. Y en estos días los consejos de guerra duran cinco minutos». Me encogí de hombros e hice un ademán hacia la botella, que él seguía teniendo en la mano. Se alejó. «¿Y tú? -pregunté-, ¿Qué haces tú aquí?». —«Piontek me dijo dónde estabas. Me ha traído él. He venido a buscarte».. —«¿Así que hay que irse?», dije con tristeza.. —«Sí. Ve a vestirte». Me levanté y subí a la primera planta. En el cuarto de Una, en vez de vestirme, me senté en su sofá de cuero y encendí un cigarrillo. Me costaba pensar en ella, eran unos pensamientos curiosamente vacíos y tristes. La voz de Thomas en la escalera me sacó de la ensoñación: «¡Date prisa, joder!». Me vestí, me puse la ropa un poco al buen tuntún, pero con cierto sentido común, porque hacía frío, ropa interior larga, calcetines de lana, un jersey de cuello vuelto debajo del uniforme de diario.
L'éducation sentimentale
andaba rodando por encima del secreter: me metí el libro en el bolsillo de la guerrera. Luego, empecé a abrir las ventanas para cerrar los postigos. Thomas apareció en el hueco de la puerta: «Pero ¿qué estás haciendo?».. —«Pues estoy cerrando. No pretenderás que dejemos la casa de par en par». No pudo ya contener un estallido de mal humor: «No pareces consciente de lo que está pasando. Los rusos llevan una semana atacando en todo el frente. Pueden llegar de un momento a otro». Me agarró por el brazo sin miramientos: «Venga, ven». En el vestíbulo, me solté con viveza del puño que me sujetaba y fui a buscar la gran llave de la puerta de entrada. Me puse el gabán y la gorra. Al salir, cerré cuidadosamente. Piontek estaba frotando el faro de un Opel. Se enderezó para saludarme y nos subimos al coche. Thomas al lado de Piontek, y yo detrás. Mientras recorríamos el largo paseo, traqueteando de bache en bache, Thomas le preguntó a Piontek: «¿Crees que podemos volver a pasar por Tempelburg?».. —«No lo sé, Herr Standartenführer. Parecía tranquilo, podemos probar». En la carretera principal, Piontek torció a la izquierda. En Alt Draheim todavía había unas cuantas familias cargando carros, de los que tiraban caballitos pomeranos. El coche rodeó la antigua fortaleza y empezó a subir por la larga cuesta del istmo. En la cima apareció un carro de combate, bajo y rechoncho. «¿Mierda! -exclamó Thomas-. ¡Un T-34!» Pero Piontek ya había frenado en seco y metido la marcha atrás. El carro inclinó el cañón y nos disparó, pero no podía apuntar tan bajo y el proyectil nos pasó por encima y explotó a un lado de la carretera, a la entrada del pueblo. El carro avanzó, entre el ruido de chatarra de las orugas, para tirar a menor altura; Piontek retrocedía deprisa, en medio de la carretera, y volvía a toda velocidad hacia el pueblo; el segundo disparo cayó bastante cerca e hizo estallar el cristal de una ventanilla del lado izquierdo, luego le dimos la vuelta a la fortaleza y nos resguardamos. En el pueblo, la gente había oído las detonaciones y corría para todos los lados. Cruzamos el pueblo sin detenernos y tiramos hacia el norte. «¡No es posible que hayan tomado Tempelburg! -rabiaba Thomas-. ¡Si hemos pasado por allí hace dos horas!». —«A lo mejor han rodeado por el campo», sugirió Piontek. Thomas consultaba un mapa: «Bueno, vamos hasta Bad Polzin. Y allí preguntamos. Incluso aunque haya caído Stargard, podemos ir por Schivelbein y Naugard para llegar a Stettin». Yo no hacía mucho caso de lo que decía, miraba el paisaje por la ventanilla sin cristal, tras quitar las últimas esquirlas. Chopos altos y espaciados bordeaban, a trechos, la carretera larga y recta, y, más allá, había extensiones de campos nevados y silenciosos, el cielo gris por donde volaban unos cuantos pájaros y casas de labor aisladas, cerradas, mudas. En Klaushagen, un pueblecito limpio, triste y digno, pocos kilómetros más allá, una barrera del
Volkssturtny
hombres de paisano con brazaletes, tenía cortada la carretera entre un lago pequeño y un bosque. Los campesinos nos pidieron noticias con ansiedad: Thomas les aconsejó que se fueran con sus familias hacia Polzin, pero titubeaban, se retorcían el bigote y manoseaban las viejas escopetas y las dos
Panzerfauste
que les habían tocado en suerte. Algunos se habían prendido en las chaquetas las medallas de la Gran Guerra. Los Schupo con uniforme verde botella que los dirigían no parecían estar mucho más a gusto, los hombres conferenciaban con esa forma de hablar pausada de los cabildos, tan angustiados que casi parecían solemnes.
A la entrada de Bad Polzin, la defensa parecía organizada con mayor solidez. Unos Waffen-SS guardaban la carretera y un PAK, colocado en una altura, cubría las inmediaciones. Thomas se bajó del coche para deliberar con el Untersturmführer que estaba al mando de la sección, pero éste no sabía nada y nos remitió a su superior y al puesto de mando, en el casco urbano, que habían instalado en el antiguo castillo. Los vehículos y los carros atrancaban las calles; el ambiente estaba tenso, las madres llamaban a los niños a voces, unos hombres tiraban de mala manera de los ramales de los caballos y metían prisa a los obreros agrícolas que estaban cargando colchones y sacos de víveres. Entré con Thomas en el puesto de mando y me quedé detrás de él, escuchando. El Obersturmführer tampoco sabía gran cosa; su unidad pertenecía al X Cuerpo SS, lo habían enviado aquí al mando de una compañía para defender las principales vías de comunicación, y opinaba que los rusos vendrían del sur o del este -el 2º Ejército, en los alrededores de Danzig y de Gotenhafen, estaba ya aislado del Reich y los rusos habían abierto una brecha hasta el Báltico en el eje Neustettin-Kóslin, eso era ya casi seguro-, pero daba por hecho que las vías que iban hacia el oeste estaban todavía expeditas. Tiramos hacia Schivelbein, por una carretera asfaltada; los carros alargados de los refugiados llenaban uno de los laterales, y no paraban de llegar más, el mismo espectáculo triste de un mes atrás en la autopista de Stettin a Berlín. Despacio, a paso de caballo, se iba quedando vacío el Este alemán. Había poco tráfico rodado militar, pero muchos soldados, con o sin armas, caminaban solos entre los civiles, eran
Rückkampfer
que intentaban regresar a su unidad o encontrar otra. Hacía frío, por la ventanilla rota entraba un fuerte viento que venía cargado de aguanieve. Piontek adelantaba a los carros tocando la bocina; la carretera estaba atascada de hombres a pie, de caballos, de ganado, que tardaban en apartarse. íbamos bordeando campos y, luego, la carretera volvía a cruzar por un bosque de abetos. Delante de nosotros, se paraban los carros y había barullo; oí un ruido tremendo, incomprensible, la gente gritaba y salía corriendo hacia el bosque. «¡Los rusos!», vociferaba Piontek.. —«¡Fuera, fuera!», ordenó Thomas. Salí por el lado izquierdo, con Piontek: a doscientos metros delante de nosotros se nos estaba acercando deprisa un carro de combate, aplastándolo todo al pasar, carros, caballos, fugitivos, rezagados. Espantado, corrí a todo correr con Piontek y con grupos de civiles para esconderme en el bosque; Thomas había cruzado la columna, para huir por el lado opuesto. Las carretas reventaban bajo las orugas del carro de combate, como si fueran cerillas; los caballos morían con terribles relinchos, que el rugido metálico cortaba en seco de golpe. A nuestro coche lo enganchó de frente, lo echó hacia atrás, lo barrió, y, con un estruendo de chapa aplastada, cayó de lado en la cuneta. Veía al soldado que iba en la parte de arriba del carro, delante de mí, un asiático de cara chata, negra de aceite de motor; bajo el casco de cuero de las unidades de carros blindados, llevaba unas garitas hexagonales femeninas, con los cristales tintados de rosa, y, en la mano, una metralleta grande de cargador redondo; en la otra mano, y apoyada en el hombro, una sombrilla veraniega, ribeteada de guipur; con las piernas separadas y apoyado en la torreta, cabalgaba en el cañón como en una montura y soportaba los impactos del carro con la misma facilidad de un jinete escita que dirigiera con los talones a un vigoroso caballito. Otros dos carros, con colchones o somieres atados a los costados, seguían al primero y remataban bajo las orugas a los mutilados que bullían entre los restos destrozados. Tardaron en pasar alrededor de diez segundos, como mucho, y siguieron hacia Bad Polzin, dejando, en su estela, una ancha franja de astillas mezcladas con sangre y carne machacada entre charcos de entrañas de caballos. Largos rastros, que habían dejado los heridos al intentar reptar para ponerse a salvo, teñían de rojo la nieve a ambos lados de la carretera; acá y acullá, se retorcía algún hombre sin piernas, dando berridos; en la carretera había torsos sin cabeza, brazos que asomaban de una papilla roja e inmunda. Me temblaba todo el cuerpo y Piontek tuvo que ayudarme a volver a la carretera. A mi alrededor, la gente vociferaba y gesticulaba, otros estaban quietos, en estado de shock, y los niños lanzaban sin parar gritos estridentes. Thomas volvió enseguida y hurgó entre los restos del coche para sacar el mapa y una bolsa pequeña. «Habrá que seguir a pie», dijo. Atontado, esbocé un ademán: «¿Y la gente?».. —«Tendrá que apañárselas -me interrumpió-. No podemos hacer nada. Ven». Me hizo cruzar la carretera otra vez y Piontek nos siguió. Yo tenía cuidado de no pisar los restos humanos, pero era imposible evitar la sangre, e iba dejando, con las botas, grandes huellas rojas en la nieve. Bajo los árboles, Thomas desdobló el mapa. «Piontek -ordenó-, ve a mirar en los carros y busca algo de comer». Luego se puso a estudiar el mapa. Cuando Piontek volvió con unos cuantos víveres metidos en una funda de almohada, Thomas nos lo enseñó. Era un mapa de Pomerania a gran escala en donde estaban las carreteras y los pueblos, y poco más. «Si los rusos venían desde aquí, es que han tomado Schivelbein. Deben de estar subiendo también hacia Kolberg. Vamos a ir hacia el norte e intentar llegar a Belgard. Si todavía están allí los nuestros, estupendo; en caso contrario, ya veremos. Si no vamos por las carreteras, no debería haber problemas, si avanzan tan deprisa, eso quiere decir que la infantería todavía está lejos y en retaguardia». Me señaló un pueblo en el mapa, Gross Rambin: «Aquí está el ferrocarril. Si los rusos no han llegado aún, a lo mejor encontramos algo».
Cruzamos deprisa el bosque y tiramos a campo traviesa. La nieve se derretía en la tierra arada y nos hundíamos hasta las pantorrillas; entre cada parcela, corrían acequias llenas de agua y bordeadas de cercas de alambre de espino, bajas, pero molestas de cruzar. Pasamos luego por senderos estrechos de tierra pisada, llenos de barro también, pero más cómodos, que, no obstante, dejábamos al llegar a las proximidades de los pueblos. Resultaba cansado, pero el aire era vivaz y el campo estaba desierto y tranquilo; por las carreteras caminábamos a buen paso; Thomas y yo estábamos algo ridículos de uniforme y con las perneras llenas de barro. Piontek llevaba los víveres; no teniamos más armas que las pistolas reglamentarias, unas Lüger parabellum. A media tarde, llegamos a la altura de Rambin: a la derecha corría un río pequeño, nos detuvimos en un bosque estrecho de hayas y fresnos. Volvía a nevar, una aguanieve pegajosa que el viento nos echaba a la cara. A la izquierda, algo más allá, se veía la vía férrea y las primeras casas. «Vamos a esperar a que se haga de noche», dijo Thomas. Apoyé la espalda en un árbol, sentado en los faldones del gabán, y Piontek nos repartió huevos duros y salchicha. «No encontré pan», dijo melancólicamente. Thomas sacó de la bolsa la botellita de aguardiente que me había quitado y nos dio un trago a cada uno. El cielo estaba cada vez más oscuro y volvían las ráfagas aborrascadas. Estaba cansado y me dormí apoyado en el árbol. Cuando Thomas me despertó, tenía el gabán espolvoreado de nieve y estaba tieso de frío. No había luna, del pueblo no venía ninguna luz. Fuimos siguiendo la linde del bosque hasta la vía férrea y, luego, anduvimos en la oscuridad, uno detrás de otro, a lo largo del talud. Thomas había sacado la pistola y yo hice otro tanto, sin saber muy bien qué haría con ella si nos sorprendían. Crujían los pasos en la grava nevada del balasto. Las primeras casas aparecieron a la derecha de la vía, cerca de un estanque grande, oscuras, silenciosas; la estación pequeña, a la entrada del pueblo, estaba cerrada con llave; seguimos andando por la vía para cruzar el casco urbano. Por fin pudimos enfundar las pistolas y caminar más a gusto. El balasto estaba resbaladizo y la grava rodaba al pisarla; de todas formas la distancia entre las traviesas tampoco permitía adoptar un paso normal al andar por la vía; por fin bajamos de uno en uno del talud para volver a caminar por la nieve virgen. Algo más allá, la vía férrea pasaba otra vez por un bosque grande de pinos. Me notaba cansado, llevábamos horas caminando, no pensaba en nada, tenía la cabeza vacía de cualquier idea y de cualquier imagen, todo el esfuerzo se me iba en poner un pie delante del otro. Respiraba fuerte y, junto con el chirrido de nuestras botas en la nieve blanda, era ése uno de los pocos ruidos que oía, un ruido obsesivo. Unas horas después, la luna se alzó detrás de los pinos; no estaba llena del todo y lanzaba retazos de luz blanca sobre la nieve por entre los árboles. Más adelante aún, llegamos a las lindes del bosque. Más allá de una llanura extensa, a pocos kilómetros al frente, una luz amarilla bailaba en el cielo y se intuía el crepitar de unas detonaciones sordas y retumbantes. La luna iluminaba la nieve en la llanura y yo veía la raya negra de la vía, los matorrales, los bosquecillos desperdigados. «Deben de estar luchando en los alrededores de Belgard -dijo Thomas-. Vamos a dormir un poco. Si nos acercamos ahora, nos dispararán los nuestros». No me hacía ninguna gracia dormir encima de la nieve; entre Piontek y yo recogimos unas cuantas ramas secas y me preparé una yacija, me hice un ovillo en ella y me quedé dormido.