Y así fue como nos pusimos en marcha con aquella horda de niños harapientos, dejando atrás el cuerpo del pobre Piontek. Thomas cogió la pistola ametralladora y yo me hice cargo del saco de los víveres. El grupo contaba en total con unos setenta chiquillos, entre los que había alrededor de diez niñas. La mayoría, como nos fuimos dando cuenta, eran
Volksdeutschen
huérfanos; algunos venían de la región de Zamosc, e incluso de Galitzia o de las marcas de Odesa; hacía meses que vagaban así, por la retaguardia de las líneas rusas, viviendo de lo que podían encontrar, recogiendo a otros niños, matando sin compasión a rusos y alemanes aislados, porque los consideraban a todos desertores. Como nosotros, caminaban de noche y descansaban de día, escondidos en los bosques. De camino, iban en formación militar y los precedían exploradores; venía luego el grueso de la tropa, con las niñas en medio. Los vimos en dos ocasiones despachar a grupos pequeños de rusos dormidos: la primera vez, resultó fácil; los soldados estaban borrachos y dormían la mona de vodka en una casa de labor, y los degollaron o los despedazaron durante el sueño; la segunda vez, un chiquillo le abrió la cabeza a un centinela borracho con una piedra; luego, los demás se abalanzaron sobre los que roncaban en torno a una hoguera, cerca de un camión averiado. Lo curioso era que nunca les quitaban las armas: «Son mejores nuestras armas alemanas», nos explicó el muchacho que estaba al mando y decía llamarse Adam. Los vimos también atacar a una patrulla con una astucia y una bestialidad absolutas. Los exploradores habían localizado ya a la reducida unidad; el grueso de la tropa se metió en el bosque y alrededor de veinte muchachos echaron a andar por el camino y fueron hacia los rusos gritando:
«¡Russki! ¡Davai! ¡Khleb, khleb!».
Los rusos no desconfiaron y los dejaron acercarse; algunos se reían incluso y ya estaban sacando pan de los morrales. Cuando los niños los tuvieron rodeados, los atacaron con sus aperos y sus cuchillos; aquello fue una carnicería demente, vi a un crío de siete años trepar por la espalda de un soldado y meterle un clavo grande en un ojo. Dos de los soldados consiguieron no obstante disparar unas cuantas ráfagas antes de sucumbir; tres niños murieron en el acto y hubo cinco heridos. Después del combate, los supervivientes, cubiertos de sangre, trajeron a los heridos que lloraban y berreaban de dolor. Adam les rindió honores y remató personalmente a cuchillo a aquellos a quienes habían alcanzado en las piernas o en el vientre; encomendaron a los otros dos al cuidado de las niñas y Thomas y yo intentamos lo mejor que pudimos limpiarles las heridas y vendarlas con jirones de camisa. Se portaban entre sí casi con la misma brutalidad que con los adultos. Cuando hacíamos un alto, teníamos un rato para observarlos: Adam hacía que lo sirviera una de las chicas de más edad y, luego, se la llevaba al bosque; los demás se peleaban por trozos de pan o de salchicha; los más pequeños tenían que correr para robar algo de los sacos mientras los mayores les daban cachetes o, incluso, les pegaban con las palas; luego, entre dos o tres cogían a una de las chiquillas por los pelos, la tiraban al suelo y la violaban delante de los demás, mordiéndole la nuca como si fueran gatos; algunos chicos se masturbaban abiertamente mientras los miraban, y otros pegaban al que estaba encima de la niña y lo echaban a un lado para ponerse en su sitio; la niña intentaba escapar, la alcanzaban y la tiraban al suelo de una patada en el vientre, y todo ocurría entre gritos y alaridos estridentes; por lo demás, algunas de esas niñas, apenas púberes, parecían estar embarazadas. Esas escenas me destrozaban los nervios, me costaba mucho soportar a aquellos acompañantes trastornados. Algunos de los niños, sobre todo los mayores, apenas si hablaban alemán; aunque al menos hasta el año anterior tenían que haber estado yendo a la escuela, no parecía quedarles traza de educación alguna, salvo el convencimiento inquebrantable de que pertenecían a una raza superior. Vivían como una tribu primitiva o como una jauría y colaboraban con mucha maña para matar o para conseguir alimentos, y luego se peleaban rabiosamente por el botín. Nadie parecía discutir la autoridad de Adam, que era el mayor y el más crecido; vi como golpeaba contra un árbol hasta hacerle sangre a un muchacho que tardó en obedecerle. Quizá, me decía yo, manda matar a todos los adultos con los que se encuentra para seguir siendo el mayor.
Aquella marcha con los niños duró varias noches. Notaba como bajaba cada vez más peldaños en el control de mí mismo; tenía que hacer un esfuerzo interior gigantesco para no pegarles yo a ellos. Thomas no perdía aquella calma olímpica suya, llevaba cuenta en el mapa y con la brújula de lo que progresábamos, conferenciaba con Adam acerca de la dirección que había que tomar. Antes de Gollnow, hubo que cruzar la vía férrea de Kammin y, luego, en varios grupos compactos, la carretera. Más allá, no había ya sino un bosque enorme y tupido, desierto, pero peligroso porque pasaban patrullas que, afortunadamente, se limitaban a los senderos. íbamos también empezando a encontrar soldados alemanes, solos o en grupo, que, igual que nosotros, se dirigían hacia el Oder. Thomas impedía a Adam que matara a los soldados aislados; dos de ellos se unieron a nosotros, uno de los cuales era un SS belga; los demás se iban por su cuenta porque preferían probar suerte solos. Tras pasar otra carretera, el bosque se convirtió en pantano; faltaba ya poco para llegar al Oder; según el mapa, ese pantano, al sur, iba a dar a un afluente, el Ihna. Costaba avanzar, nos hundíamos hasta las rodillas y, a veces, hasta la cintura, algunos niños estaban a punto de ahogarse en las hoyas. Ahora hacía ya bueno del todo, ni siquiera en el bosque quedaba nieve; por fin me quité el gabán, siempre húmedo y pesado. Adam decidió escoltarnos hasta el Oder con un grupo reducido y dejó aparte de la tropa, a las chicas y a los más pequeños, al cuidado de los dos heridos, en una lengua de tierra seca. Cruzar aquellos pantanos solitarios nos llevó casi toda la noche; a veces había que dar rodeos considerables, pero nos guiábamos por la brújula de Thomas. Por fin llegamos al Oder, negro y reluciente bajo la luna. Una hilera de islotes alargados parecía extenderse entre nosotros y la orilla alemana. No pudimos dar con ninguna barca. «Qué se le va a hacer -dijo Thomas-, cruzaremos a nado».. —«No sé nadar», dijo el belga. Era un valón que había conocido bien a Lippert en el Cáucaso y me había contado su muerte en Novo Buda. «Yo te ayudo», le dije. Thomas se volvió hacia Adam: «¿No queréis cruzar con nosotros e ir a Alemania?». —«No -dijo el muchacho-. Tenemos nuestra propia misión». Nos quitamos las botas y nos las metimos en los cinturones, y yo me guardé la gorra dentro de la guerrera; Thomas y el soldado alemán, que se llamaba Fritz, se quedaron con las pistolas ametralladoras por si la isla no estuviera desierta. En aquel punto el río debía de tener unos trescientos metros de ancho, pero con la primavera venía crecido y la corriente era fuerte; no tardó en arrastrarme porque me frenaba el belga, al que sujetaba por la barbilla nadando de espaldas, y estuve a punto de pasarme de la isla; en cuanto pude hacer pie, solté al soldado y tiré de él por el cuello de la guerrera hasta que pudo andar solo por el agua. En la orilla, me dio un mazazo de cansancio y tuve que sentarme un momento. Del pantano, enfrente, no venía sino un rumor; los niños ya habían desaparecido; el islote en el que estábamos era boscoso y tampoco se oía nada, a no ser el murmullo del agua. El belga fue a buscar a Thomas y al soldado alemán, que habían tomado tierra más arriba, y volvió para decirme que la isla parecía desierta. Cuando pude ponerme de pie, crucé el bosque con él. Del otro lado, la orilla estaba igual de muda y negra. Pero en la playa un poste pintado de rojo y de blanco indicaba que allí había un teléfono de campaña, que protegía una lona y cuyo cable se hundía en el agua. Thomas descolgó y llamó. «Buenas noches -dijo-. Sí, somos militares alemanes». Dio nuestros nombres y nuestra graduación. Luego dijo: «Muy bien». Colgó, se incorporó y me miró con una sonrisa de oreja a oreja. «Dicen que nos pongamos en fila y que separemos los brazos». Apenas tuvimos tiempo de colocarnos: un reflector potente se encendió en la orilla alemana y nos enfocó. Nos quedamos así varios minutos. «Está bien pensado su sistema», dijo Thomas. Un ruido de motor se alzó en la oscuridad. Se acercaba una lancha de goma que tocó tierra junto a nosotros; tres soldados nos examinaban en silencio, sin bajar las armas, hasta que estuvieron convencidos de que éramos alemanes efectivamente, y, siempre sin decir palabra, nos hicieron subir a la lancha que surcó, entre bamboleos, las aguas negras.
En la orilla, nos esperaban en la oscuridad unos Feldgendarmes. Las grandes chapas metálicas que llevaban relucían en la oscuridad de la noche. Nos llevaron a un bunker, en presencia de un Hauptmann de la policía que nos pidió la documentación; ninguno teníamos. «En ese caso -dijo el oficial-, tengo que enviarlos escoltados a Stettin. Lo lamento, pero hay montones de personas que intentan infiltrarse». Mientras esperábamos, nos repartió cigarrillos y Thomas y él charlaron amistosamente: «¿Les llega mucha gente que quiera pasar?».. —«Entre diez y quince por noche. Docenas en todo nuestro sector. El otro día se presentaron de golpe más de doscientos hombres, todavía armados. Casi todos vienen a dar aquí, porque los rusos patrullan poco por los pantanos como habrán podido comprobar».. —«La idea del teléfono es ingeniosa». —«Gracias. El nivel del agua ha subido y se han ahogado varios hombres al intentar cruzar a nado. El teléfono nos ahorra las sorpresas desagradables... o, al menos, esa esperanza tenemos -añadió con una sonrisa-. Por lo visto hay traidores que van con los rusos». A eso del amanecer, nos hicieron subir a un camión con otros tres
Rückkampfer
y una escolta armada de Feldgendarmes. Habíamos cruzado el río inmediatamente antes de Pólitz, pero la ciudad estaba bajo el fuego de la artillería rusa y dimos un rodeo bastante largo para llegar a Stettin. También allí estaban cayendo proyectiles de obús y algunos edificios ardían alegremente; por las rendijas de la caja del camión no veía en las calles más que soldados, con muy pocas excepciones. Nos llevaron a un puesto de mando de la Wehrmacht en donde nos separaron en el acto de los soldados; luego, un Major severo nos interrogó y no tardó en reunirse con él un representante de la Gestapo, de paisano. Dejé que hablara Thomas; refirió con todo detalle nuestra historia; no hablé nada más que cuando me hicieron preguntas directas. Por sugerencia de Thomas, el hombre de la Gestapo accedió por fin a llamar por teléfono a Berlín. Huppenkothen, el superior de Thomas, no estaba, pero pudimos localizar a uno de sus adjuntos que nos identificó en el acto. La actitud del Major y del hombre de la Gestapo cambió en el acto; empezaron a dirigirse a nosotros con nuestra graduación y a invitarnos a schnaps. El funcionario de la Gestapo se fue, prometiendo encontrarnos un medio de transporte para Berlín; mientras lo esperábamos, el Major nos dio cigarrillos y nos acomodó en un banco del pasillo. Fumábamos en silencio; desde el comienzo de la caminata casi no habíamos fumado y era como una borrachera. En un calendario que había encima del escritorio del Major se veía la fecha, 21 de marzo; la expedición había durado diecisiete días, algo que por lo demás delataba nuestro aspecto; apestábamos, la barba nos comía la cara y los uniformes rotos estaban perdidos de barro. Pero no éramos los primeros en llegar en semejante estado y nadie parecía escandalizarse. Thomas se sentaba muy tieso, con las piernas cruzadas, y parecía muy satisfecho de la expedición; yo estaba más bien caído, con las piernas estiradas y abiertas, en una postura muy poco marcial; un Oberst muy atareado que pasó delante de nosotros con la cartera debajo del brazo me lanzó una mirada desdeñosa. Lo reconocí en el acto, me levanté de un brinco y lo saludé calurosamente: era Osnabrugge, el destructor de puentes. Tardó unos instantes en reconocerme y, luego, abrió unos ojos como platos: «¡Obersturmbannführer! ¡En qué estado lo veo!». Le referí brevemente la aventura. «¿Y usted? ¿Ahora dinamita puentes alemanes?» Se le entristeció la cara: «Sí, por desgracia. He volado el de Stettin hace dos días, cuando evacuamos Altdamm y Finkenwalde. Era horroroso, el puente estaba repleto de ahorcados, fugitivos a quienes había dado alcance la Feldgendarmerie. Tres de ellos se quedaron enganchados después de la explosión, precisamente en la entrada del puente, totalmente verdes. Pero -añadió, recobrando el control de sí mismo-, no nos hemos cargado todo. El Oder tiene cinco brazos delante de Stettin y hemos decidido no destruir más que el último puente. Así no le quitamos oportunidades a la reconstrucción».. —«Eso está bien -comenté-, que piense en el porvenir y no se desanime». Con estas palabras nos separamos: más al sur, aún no se habían replegado unas cuantas cabezas de puente y Osnabrugge tenía que ir a pasar revista a los preparativos de demolición. Poco después regresó el hombre de la Gestapo local y nos hizo subir a un coche con un oficial SS que también tenía que ir a Berlín y a quien no parecía molestar nuestro olor en absoluto. En la autopista, el espectáculo era aún más espantoso que en febrero: un flujo continuo de refugiados de caras descompuestas y de soldados exhaustos y doloridos, camiones cargados de heridos; las ruinas de la derrota. Me quedé dormido casi en el acto, tuvieron que despertarme por un ataque de Sturmovik y volví a quedarme dormido en cuanto pude meterme otra vez en el coche.
En Berlín nos costó un poco justificarnos, pero menos de lo que esperaba: a los soldados rasos, en cambio, los ahorcaban o los fusilaban por la menor sospecha, sin andarse con paños calientes. Thomas fue, antes incluso de haberse afeitado o lavado, a presentarse a Kaltenbrunner, que ahora tenía el despacho en la Kurfürstenstrasse, en los locales en donde había estado Eichmann, uno de los pocos edificios de la RSHA que quedaban aún en pie. Yo, como no sabía dónde ir a dar el parte -incluso Grothmann se había ido de Berlín-, me fui con él. Nos habíamos puesto de acuerdo para contar algo más o menos plausible: estaba aprovechando la baja para evacuar a mi hermana y a su marido y la ofensiva rusa me pilló por sorpresa junto con Thomas, que había venido a ayudarme; Thomas, por lo demás, había tenido la precaución de hacerse con una orden de misión de Huppenkothen antes de irse. Kaltenbrunner nos escuchó en silencio y luego nos despidió sin comentarios, tras informarme de que el Reichsführer, que había dimitido la víspera de su puesto de comandante en jefe del grupo de ejércitos Vístula, estaba en Hohenlychen. No tardé nada en informar de la muerte de Piontek, pero tuve que rellenar muchos impresos para justificar la pérdida del vehículo. Por la noche, nos fuimos a casa de Thomas, en Wannsee: estaba intacta, pero no había ni luz eléctrica ni agua caliente y sólo pudimos asearnos someramente con agua fría y afeitarnos con mil trabajos antes de acostarnos. A la mañana siguiente, con un uniforme limpio, me fui a Hohenlychen y me presenté a Brandt. En cuanto me vio, me ordenó que me duchara, que me cortase el pelo y que volviera cuando tuviera un aspecto presentable. El hospital tenía duchas con agua caliente y me pasé casi una hora bajo el chorro, voluptuosamente; luego fui a la barbería y aproveché para que me afeitaran con agua caliente y me rociaran con colonia. Casi en forma., me fui a ver a Brandt, quien escuchó con severidad mi relato, me echó una bronca con tono muy seco por haberle costado al Reich, por imprudente, varias semanas de mi trabajo y luego me informó de que, en ese tiempo, me habían dado por desaparecido, habían disuelto mi oficina, habían dado a mis colegas otros destinos y habían archivado mis carpetas. De momento, el Reichsführer no necesitaba ya mis servicios, y Brandt me ordenó que regresara a Berlín y me pusiera a disposición de Kaltenbrunner. Después de la entrevista, su secretario me hizo pasar a su despacho y me entregó mi correspondencia personal, que había enviado Asbach cuando se cerró la oficina de Oranienburg: se componía casi por completo de facturas, de una notita de Ohlendorf con motivo de mi herida de febrero y de una carta de Héléne, que me metí en el bolsillo sin abrirla. Volví luego a Berlín. En la Kurfürstenstrasse imperaba el caos: el edificio alojaba ahora al estado mayor de la RSHA y de la
Staatspolizei
y también a muchos representantes del SD; todo el mundo estaba estrecho y pocos sabían qué tenían que hacer; andaban errabundos y sin meta por los pasillos, intentando aparentar normalidad. Como Kaltenbrunner no podía recibirme antes de última hora de la tarde, me acomodé en un rincón, en una silla, y seguí leyendo
L'éducation sentimentale
el libro había vuelto a padecer con el cruce del Oder, pero tenía mucho empeño en acabarlo. Kaltenbrunner me mandó llamar precisamente cuando Frédéric estaba a punto de ver a Madame Arnoux por última vez: qué frustración. Bien habría podido esperar un poco, sobre todo en vista de que no tenía ni la menor idea de lo que podía hacer conmigo. Acabó por nombrarme, casi al azar, oficial de enlace con el OKW. Mi trabajo consistía en lo siguiente: tres veces al día tenía que ir a la Bendlerstrasse y traer despachos referidos a la situación en el frente; el resto del tiempo, me podía dedicar con toda tranquilidad a pensar en las musarañas. Acabé enseguida el Flaubert, pero encontré otros libros. También me habría gustado pasear, pero no era una actividad recomendada. La ciudad estaba en ruinas. En todos los edificios no quedaban sino los huecos de las ventanas; a intervalos regulares se oía cómo se desplomaba algún lienzo de pared con un estruendo terrible. Por las calles, había cuadrillas que apartaban incansablemente los escombros y los apilaban en montones espaciados para que los pocos coches que había pudieran pasar haciendo eses; pero solía suceder que esos montones se desplomasen a su vez, y había que volver a empezar. El aire de la primavera era acre y estaba cargado de humo espeso y de polvo de ladrillo, que chirriaba entre los dientes. Cuando volví, hacía tres días de la última incursión aérea de envergadura: en esa ocasión la Luftwaffe usó su nueva arma, unos aparatos a reacción pasmosamente rápidos que habían causado unas cuantas bajas al enemigo; después no había habido más que ataques de hostigamiento de los
mosquitos.
El domingo siguiente a nuestra llegada fue el primer día hermoso de primavera del año 1945; en el Tiergarten, los árboles tenían brotes, la hierba crecía sobre los montones de ruinas y verdeaba en los jardines. Pero teníamos pocas ocasiones de disfrutar del buen tiempo. Desde que se habían perdido los territorios del Este, las raciones se habían reducido al mínimo indispensable; ni siquiera en los buenos restaurantes quedaba ya gran cosa. Dejaban a los ministerios sin personal para rellenar los huecos de la Wehrmacht, pero, como casi todos los ficheros y carnets habían quedado destruidos y los puestos estaban desorganizados, la mayoría de los hombres así liberados se pasaban semanas esperando a que los llamaran. En la Kurfürstenstrasse habían abierto una oficina que proporcionaba documentación falsa de la Wehrmacht o de otros organismos a los responsables de la RSHA a quienes se consideraba
comprometidos.
Thomas pidió varios juegos de documentos, todos diferentes, y me los enseñó riéndose: ingeniero de Krupp, Hauptmann de la Wehrmacht, funcionario del Ministerio de Agricultura. Quería que yo hiciera otro tanto, pero yo iba posponiendo continuamente la decisión; en vez de eso pedí una cartilla de paga nueva y otra tarjeta del SD, para sustituir las que rompí en Pomerania. De vez en cuando, veía a Eichmann, que seguía rondando por allí, muy deprimido. Estaba muy nervioso, sabía que si nuestros enemigos le echaban el guante todo estaba acabado, y se preguntaba qué iba a ser de él. Había enviado a su familia a un lugar seguro y quería reunirse con ella; presencié un día, en un pasillo, una agria pelea, seguramente por ese tema, entre él y Blobel, que también andaba errante y sin saber qué hacer, casi siempre borracho, hosco y despotricando. Pocos días antes, Eichmann había visto al Reichsführer en Hohenlychen y había vuelto deprimidísimo de esa entrevista; me llevó a su despacho para invitarme a schnaps y para que lo oyera hablar; parecía que seguía teniéndome cierta consideración y me trataba casi como a un confidente, sin que yo pudiera comprender el porqué. Yo bebía en silencio y lo dejaba desahogarse. «No entiendo nada -decía con tono quejumbroso, empujando las gafas nariz arriba-. El Reichsführer me ha dicho: "Eichmann, si tuviera que volver a hacer las cosas, organizaría los campos de concentración como los británicos". Eso es lo que me ha dicho. Y ha añadido: "En eso cometí un error". ¿Qué habrá querido decir? No entiendo nada. ¿Usted entiende algo? A lo mejor quería decir que los campos tenían que ser, no sé, más elegantes, más estéticos, más finos». Yo tampoco entendía lo que había querido decir el Reichsführer, pero la verdad es que me daba igual. Sabía por Thomas, que había vuelto a meterse en el acto en sus intrigas, que Himmler, a quien orientaban Schellenberg y su masajista finlandés, Kersten, seguía haciendo guiños -más bien incoherentes, a decir verdad- a los angloamericanos: «Schellenberg ha conseguido incluso hacerle decir: "Protejo el trono. Lo cual no tiene por qué referirse forzosamente a quien se sienta en él". Es un gran progreso», me explicaba Thomas.— «Desde luego. Dime, Thomas, ¿por qué te quedas en Berlín?» Los rusos se habían detenido en el Oder, pero todo el mundo sabía que no era sino una cuestión de tiempo. Thomas sonrió: «Schellenberg me ha pedido que me quede. Para no perder de vista a Kaltenbrunner y, sobre todo, a Müller. Hacen lo primero que se les ocurre». De hecho, todo el mundo hacía lo primero que se le ocurría, empezando por Himmler, y Schellenberg, y Kammler, que ahora tenía su propio acceso directo al Führer y no hacía ya ni caso al Reichsführer; Speer, por lo que decían, andaba por el Ruhr e intentaba, ante el avance del ejército americano, impedir que se cumplieran las órdenes de destrucción del Führer. En cuanto a la población, iba perdiendo toda esperanza, y la propaganda de Goebbels no era lo más indicado para arreglar las cosas: a título de consuelo, prometía que el Führer,
en su infinita sabiduría,
le tenía preparada, en caso de derrota, una muerte fácil por gas al pueblo alemán. Resultaba de lo más alentador, y, como decían las malas lenguas: «¿Qué es un cobarde? Es un individuo que está en Berlín y se alista para ir al frente». La segunda semana de abril, la orquesta filarmónica dio el último concierto. El programa, detestable, fue muy del gusto del momento -la última aria de Brunilda; el
Gótterdámmerung,
por descontado; y, para acabar, la
Sinfonía romántica
de Bruckner-, pero fui, pese a todo. La sala, glacial, estaba intacta y las arañas lucían en todo su esplendor; vi de lejos a Speer con el almirante Dónitz, en el palco de honor; a la salida, unos Hitlerjugend de uniforme llevaban unas cestas y ofrecían a los espectadores cápsulas de cianuro: estuve casi tentado de tomarme una allí mismo de pura rabia. Estaba seguro de que a Flaubert le habría asfixiado semejante exhibición de necedad. Aquellas demostraciones ostentosas de pesimismo alternaban con efusiones extáticas de optimismo jubiloso: el mismo día del famoso concierto, murió Roosevelt y Goebbels, confundiendo a Truman con Pedro III, lanzó a la mañana siguiente, sin más demora, la consigna
La zarina ha muerto.
Había soldados que afirmaban que habían visto en las nubes la cara del «tío Fritz» y nos prometían una contraofensiva decisiva y la victoria para el cumpleaños de nuestro Führer, el 20 de abril. Thomas, al menos, aunque no renunciaba a sus intrigas, no perdía la chaveta; había conseguido enviar a sus padres al Tirol, por las inmediaciones de Innsbruck, a una zona que lo más probable era que ocupasen los americanos: «Se ha encargado del asunto Kaltenbrunner. Por mediación de la Gestapo de Viena». Y cuando me sorprendí, me dijo: «Kaltenbrunner es un hombre comprensivo. El también tiene familia y sabe lo que es eso». Thomas había reanudado inmediatamente su desenfrenada vida social y me llevaba a rastras de fiesta en fiesta y yo bebía para atontarme mientras él exageraba al contar nuestro vagabundeo pomerano a unas jovencitas muy excitadas. Había fiestas todas las noches, por todas partes; casi nadie hacía ya caso de las incursiones de los
mosquitos
ni de las consignas de la propaganda. Debajo de la Wilhelmplatz, habían convertido un bunker en un cabaret muy alegre en donde servían vino, licores, puros de marca y aperitivos de lujo; eran clientes algunos oficiales del OKW, de las SS o de la RSHA, civiles muy pudientes y aristócratas, y también actrices y jóvenes presumidas que vestían de maravilla. Pasábamos casi todas la veladas en el Adlon en donde el
maitre,
solemne e impasible, nos recibía con su cola de pingüino para acompañarnos hasta el interior del restaurante iluminado, en donde unos camareros de frac nos servían lonchas moradas de colinabo en platos de plata. El bar del sótano estaba siempre a rebosar y allí podía uno ver a los últimos miembros del cuerpo diplomático, italianos, húngaros, japoneses o franceses. Me crucé una noche con Mihaí, con traje blanco y camisa de seda amarillo canario. «¿Sigues en Berlín? -me dijo con una sonrisa-. Hacía tiempo que no te veía». Empezó a tirarme los tejos de forma descarada delante de varias personas. Lo cogí del brazo, apretándoselo mucho, y me lo llevé aparte: «Para ya», dije con tono rechinante.. —«¿Que pare de qué?», dijo sonriendo. Aquella sonrisa fatua y calculadora me sacó de quicio. «Ven», dije, y lo empujé discretamente hacia los servicios. Era un recinto amplio, blanco, alicatado, con lavabos y urinarios sólidos, brillantemente iluminado. Miré dentro de los cubículos, estaban vacíos. Le eché luego el pestillo a la puerta. Mihaí me miraba sonriente, con una mano metida en el bolsillo de la chaqueta blanca, junto a los lavabos de grandes grifos de latón. Se me acercó, sin dejar de sonreír golosamente; cuando levantó la cabeza para besarme, me quité la gorra y le di un cabezazo tremendo en la cara. El golpe fue tan violento que se le partió la nariz y brotó la sangre. Lanzó un alarido y cayó al suelo. Pasé por encima de él, con la gorra aún en la mano, y me miré al espejo: tenía la frente sucia de sangre pero no me había manchado ni el cuello de la camisa ni el uniforme. Me lavé la cara con esmero y me volví a poner la gorra. Mihaí se retorcía de dolor en el suelo, llevándose las manos a la nariz, y lanzaba lastimeros gemidos: «¿Por qué me has hecho esto?». Me alcanzó con la mano el bajo de los pantalones; aparté el pie y miré a mi alrededor. En una esquina estaba apoyada una escoba con bayeta, dentro de un cubo de metal galvanizado. Cogí la escoba, le atravesé el palo a Mihaí en el cuello y me subí encima; con un pie a cada lado del cuello, balanceé el palo. A mis pies, a Mihaí se le puso la cara roja, escarlata y, luego, morada; le temblaba la mandíbula convulsivamente; me miraba aterrado con los ojos fuera de las órbitas; me arañaba las botas; a mi espalda, le pataleaban los pies en el enlosado. Quería hablar, pero no le salía sonido alguno de la boca, de la que asomaba una lengua hinchada y obscena. Vació las tripas con un ruido blando y el olor de la mierda invadió el recinto; las piernas golpearon el suelo por última vez y se quedaron inertes. Me bajé de la escoba, la puse en su sitio y le di a Mihai unos golpecitos en la mejilla con la punta de la bota. La cabeza inanimada rodó y volvió luego a su sitio. Lo agarré por las axilas, lo metí a rastras en uno de los cubículos, lo senté en la taza y le puse los pies bien derechos. Aquellos cubículos tenían pestillos que giraban sobre un tornillo; sostuve alzado el enganche con la punta de la navaja y conseguí tirar de la puerta y dejar caer el pestillo para que el cubículo quedara cerrado desde dentro. Había algo de sangre en las baldosas; la limpié con la bayeta de la escoba, la enjuagué luego, limpié el palo con el pañuelo y la metí en el cubo en donde la había encontrado. Salí por fin y me fui al bar a beber algo; entraba gente en los servicios y volvía a salir y nadie parecía notar nada. Un conocido vino a preguntarme: «¿Has visto a Mihai?». Miré en torno: «No. Debe de andar por ahí». Apuré el vaso y me fui a hablar con Thomas. A eso de la una hubo barullo: habían encontrado el cuerpo. Los diplomáticos lanzaban exclamaciones de horror; la policía vino y nos interrogó; dije que no había visto nada, como todos los demás. No volví nunca a oír hablar de esta historia. La ofensiva rusa había empezado por fin: el 16 de abril por la noche, atacaron las alturas de Seelow, la llave de la ciudad. Estaba nublado y pinteaba; me pasé el día y parte de la noche llevando despachos de la Bendlerstrasse a la Kurfürstenstrasse, un trayecto corto pero que complicaban las incursiones aéreas de los Sturmovik. A eso de las doce de la noche, me encontré con Osnabrugge en la Kurfürstenstrasse; parecía desvalido y anonadado. «Quieren volar todos los puentes de la ciudad». Casi lloraba al pensarlo. «Bueno -dije-, si el enemigo avanza, es lo normal, ¿no?». —«¿No se da cuenta de lo que significa eso? Hay novecientos cincuenta puentes en Berlín. ¡Si los volamos, la ciudad se muere! Para siempre. Ya no habrá suministros, ni industria. Y algo peor aún: todas las líneas eléctricas y todas las conducciones de agua pasan por esos puentes. ¿Se lo imagina? Epidemias y la gente muriéndose de hambre entre las ruinas». Me encogí de hombros: «Pero no podemos entregarles sin más la ciudad a los rusos».. —«¡Ya, pero ésa no es una razón para tirarlo todo! Se puede escoger y volar sólo los puentes de los ejes principales». Se secaba el sudor de la frente. «En cualquier caso, yo lo que le digo es esto, que me manden fusilar si quieren, pero es la última vez que lo hago. Cuando se acabe toda esta locura, me importa un carajo saber para quién estoy trabajando, pero voy a construir. Alguien tendrá que mandar que se vuelvan a construir las cosas, ¿no?». —«Desde luego. ¿Sabrá usted aún construir un puente?». —«Claro que sí, claro que sí», dijo mientras se alejaba, cabeceando. Más entrada la noche, me reuní con Thomas en su casa, en Wannsee. No dormía, estaba sentado a solas en el salón, en mangas de camisa, y bebía. «¿Qué?», me preguntó.. —«Seguimos aguantando en las alturas de Seelow. Pero, al sur, sus carros de combate están cruzando el Neisse». Torció el gesto: «Ya. De todas formas,