Poco después nos hicieron pasar a la sala del fondo. Retiramos nosotros mismos las mesas cubiertas de mapas y nos pusieron en fila contra la pared, a pie firme en la moqueta húmeda. Los dos generales que, hacía un rato, hablaban a voces del agua fueron a colocarse ante una puerta que teníamos enfrente; un ayudante estaba preparando encima de una mesa las cajas con las medallas. Luego se abrió la puerta y apareció el Führer. Todos a un tiempo nos pusimos firmes, alzamos el brazo y berreamos el saludo. También los dos generales se habían puesto firmes. El Führer intentó alzar el brazo para corresponder, pero le temblaba demasiado. Se acercó, luego, con paso titubeante e inestable, a trompicones. Bormann, con un uniforme pardo muy ceñido, salió detrás de él de la habitación. Nunca había visto al Führer de tan cerca. Llevaba un sencillo uniforme gris y gorra; tenía la cara amarilla, desencajada, hinchada; los ojos estaban quietos e inertes y empezaban de pronto a pestañear con violencia; una gota de baba le asomaba en la comisura de los labios. Cuando trastabillaba, Bormann alargaba la mano peluda y lo sujetaba por el codo. Se apoyó en el pico de una mesa y pronunció un breve discurso bastante deshilvanado en el que salían a relucir Federico el Grande, la gloria eterna y los judíos. Se acercó luego a Müller. Bormann lo seguía como una sombra; el ayudante, junto a él, sostenía un cofrecillo abierto, con una medalla. El Führer la tomó despacio entre los dedos, la colocó, sin prenderla, en el bolsillo derecho de Müller, le dio un apretón de manos llamándolo «Mi buen Müller, mi fiel Müller» y le dio unas palmadas en el brazo. Yo seguía mirando al frente, pero observaba con el rabillo del ojo. La ceremonia se repitió con el siguiente: Müller ladró su nombre, su graduación y su hoja de servicios, y el Führer lo condecoró. Luego le tocó la vez a Thomas de que lo condecorasen. Según se me acercaba el Führer -estaba casi al final de la hilera- me iba fijando cada vez más en su nariz. Nunca me había dado cuenta de lo ancha y desproporcionada que era. De perfil, el bigotito distraía menos la atención y se le notaba más: tenía la raíz ancha, las aletas aplastadas y la punta respingona por una leve depresión en la arista. Era desde luego una nariz eslava, o de Bohemia, casi mogol-óstica. No sé por qué me fascinaba aquel detalle, me parecía casi escandaloso. El Führer se acercaba y yo seguía observándolo. Y por fin lo tuve delante. Comprobé con asombro que la gorra me llegaba apenas a la altura de los ojos, y eso que yo no soy alto. Mascullaba un discursito elogioso y buscaba la medalla a tientas. Aquel aliento agrio y fétido acabó de irritarme: no se le puede pedir a la gente que aguante tanto. Y entonces me agaché y le hinqué el diente en aquella nariz bulbosa, hasta hacerle sangre. Ni siquiera hoy en día podría deciros por qué lo hice: sencillamente, no me pude contener. El Führer soltó un chillido estridente y retrocedió de un salto, cayendo en brazos de Bormann. Durante un momento, nadie se movió. Luego varios hombres se me vinieron encima, pegándome con violencia. Me golpearon, me tiraron al suelo; hecho un ovillo en la alfombra empapada, intentaba protegerme cuanto podía de las patadas. Todo el mundo gritaba; el Führer berreaba. Por fin me pusieron de pie. Se me había caído la gorra; quise, al menos, arreglarme la corbata, pero me tenían sujetos los brazos con mano firme. Bormann empujaba al Führer hacia su cuarto mientras vociferaba: «¡Que lo fusilen!». Thomas, detrás del gentío, me miraba en silencio, con expresión entre decepcionada y burlona. Me llevaron a rastras hacia una puerta que estaba al fondo de la sala. Luego intervino Müller, con aquel vozarrón duro: «¡Esperen! Quiero interrogarlo primero. Llévenlo a la cripta».
Sé muy bien que Trevor-Roper nunca dijo ni palabra de este episodio. Bullock tampoco, ni ningún otro de los historiadores que se ocuparon de los últimos días del Führer. Pero os aseguro que ocurrió. Por lo demás es comprensible que los cronistas no digan nada de este episodio. Müller desapareció pocos días después, o lo mataron los rusos o se pasó a su bando; Bormann es casi seguro que murió al intentar escapar de Berlín; los dos generales debían de ser Krebs y Burgdorf, que se suicidaron; el ayudante debió de morir también. En cuanto a los oficiales de la RSHA que presenciaron el incidente, no sé qué fue de ellos, pero es fácil imaginar, en vista de su hoja de servicios, que los que sobrevivieron a la guerra no anduvieron presumiendo de que el Führer en persona los condecoró tres días antes de morir. Así que es muy posible que este incidente de poca monta se les haya escapado a los investigadores (¿quedará quizá rastro de él en los archivos soviéticos?). Me llevaron a rastras hasta la calle por una escalera larga que iba a dar a los jardines de la cancillería. El espléndido edificio estaba en ruinas, caído, aplastado por las bombas, pero un maravilloso perfume a jazmín y a jacintos aromatizaba el aire fresco. Me metieron en un coche, a empujones brutales, y me llevaron a la iglesia, que estaba al lado; una vez allí, me bajaron al bunker y me arrojaron sin miramientos dentro de un recinto de hormigón, desnudo y húmedo. El suelo estaba lleno de charcos, el agua rezumaba de las paredes y, cuando se cerró la pesada puerta metálica, me quedé sumido en una oscuridad absoluta, uterina; por mucho que abría los ojos, no veía entrar por ningún lado el mínimo rayo de luz. Me quedé así varias horas, estaba mojado y tenía frío. Luego vinieron a buscarme. Me ataron a una silla; pestañeaba porque me molestaba la luz. Me interrogaba Müller en persona; me pegaban con porras de goma en las costillas, en los hombros y en los brazos, y también se acercaba Müller a darme puñetazos con aquellas manazas de campesino. Yo intentaba explicar que aquel gesto tan desconsiderado no quería decir nada, que no había sido premeditado, que me había quedado de repente en blanco, pero Müller no me creía, veía en esto un complot preparado de largo y quería que le diera los nombres de mis cómplices. Por mucho que yo lo negaba, no se convencía: cuando Müller se empeñaba en algo, sabía ser tozudo. Al fin me volvieron a meter en la celda, en donde me quedé tirado en los charcos esperando a que se me pasara el dolor de los golpes. Debí de quedarme dormido así, con la cabeza metida a medias en el agua. Me desperté aterido y lleno de calambres; estaban abriendo la puerta, y empujaban hacia mí a otro hombre, a empellones. Sólo me dio tiempo a ver un uniforme SS sin medallas ni galones. En la oscuridad, lo oía maldecir en dialecto bávaro: «¿Es que no hay aquí ni un sitio seco?».. —«Pruebe cerca de las paredes», susurré cortésmente.— «¿Y tú quién eres?», me soltó groseramente aquella voz, que tenía, no obstante, inflexiones de persona culta.. —«¿Yo? Yo soy el Obersturmbannführer doctor Aue, del SD. ¿Y usted?» La voz se calmó: «Disculpe, Oberstmmbarmführer. Yo soy el Gruppenführer Fegelein. El ex Gruppenführer Fegelein», añadió con no poca ironía. Me sonaba el nombre: había sustituido a Wolff como oficial de enlace del Reichsführer y el Führer; antes, había estado al mando de una división de caballería SS en Rusia, perseguía a los partisanos y a los judíos por los pantanos del Pripet. En la Reichsführung decían que era ambicioso, jugador, fanfarrón y muy pagado de sus encantos. Me incorporé, apoyándome en los codos: «¿Y qué lo trae por aquí, Herr ex Gruppenführer?».. —«Ah, pues un malentendido. Había bebido un poco y estaba en mi casa con una chica; esos histéricos del bunker se pensaron que quería desertar. Otro número de Bormann, apostaría algo. Se han vuelto todos locos en el sitio ese; a mí eso del Walhalla no me va nada, gracias. Pero la cosa debería arreglarse, mi cuñada lo solucionará». No sabía a qué se refería, pero no dije nada. Hasta que no leí a Trevor-Roper, años después, no entendí qué decía: Fegelein se había casado con la hermana de Eva Braun, de cuya existencia nada sabía yo por entonces, como la mayoría de la gente, por cierto. Por desdicha aquel matrimonio tan diplomático no le fue de gran ayuda. A Fegelein, pese a sus parentescos, a su encanto personal y a su labia, lo ejecutaron al día siguiente por la noche en los jardines de la cancillería (y de eso tampoco me enteré hasta más adelante). «¿Y usted, Obersturmbannführer?», preguntó Fegelein. Y entonces le conté el enojoso incidente. «¡Vaya! -exclamó-. Mira qué listo. Por eso están todos de tan mal humor. Creí que el animal de Müller iba a arrancarme la cabeza».. —«Ah, ¿también a usted le ha pegado?». —«Sí. Se le ha metido en la cabeza que la chica con la que estaba es una espía inglesa. No sé qué le ha dado de repente».. —«Es cierto -dije, recordando lo que me había dicho Thomas-. El Gruppenführer Müller anda buscando a un espía, a un topo».. —«Es posible -refunfuñó-. Pero ¿qué tengo yo que ver?» —«Disculpe -le interrumpí-. ¿Sabe qué hora es?». —«Pues no con exactitud. Deben de ser las doce o la una».. —«Entonces más valdría que durmiéramos», sugerí jovialmente.. —«Habría preferido dormir en mi cama», gruñó Fegelein.. —«Lo comprendo». Me arrastré para arrimarme a la pared y me quedé dormido; todavía tenía a remojo las caderas, pero más valía eso que la cabeza. Fue dulce dormir y tuve sueños agradables; salí de ellos de mala gana, pero me estaban dando patadas en las costillas. «¡Arriba!», gritaba una voz. Me puse de pie trabajosamente. Fegelein estaba sentado junto a la puerta, abrazándose las rodillas; cuando salí, me sonrió tímidamente y me hizo una seña rápida con la mano. Me llevaron a la iglesia; me estaban esperando dos hombres de paisano, unos policías; uno llevaba un revólver en la mano; con ellos iban también unos SS de uniforme. El policía del revólver me cogió del brazo, me sacó a la calle y me metió en un Opel; los demás subieron también. «¿Dónde vamos?», pregunté al policía que me estaba metiendo el cañón del revólver por las costillas. «¡A callar!», ladró. El coche arrancó, entró en la Mauerstrasse y recorrió unos cien metros; oí un ruido agudo de taladro, una explosión tremenda alzó del suelo el vehículo y lo hizo caer de costado. El policía, que se había quedado debajo de mí, disparó, creo; recuerdo que tuve la impresión de que el tiro había matado a uno de los hombres que iban delante; el otro policía, ensangrentado, se me había caído encima, inerte. Salí a patadas y a codazos por la ventanilla trasera del vehículo volcado y me hice un corte superficial al pasar. Muy cerca caían más proyectiles de obús que lanzaban por los aires grandes surtidores de ladrillos y de tierra. Me había quedado sordo y me retumbaban los oídos. Me desplomé en la acera y me quedé así un momento, sonado. El policía venía detrás de mí y me rodó pesadamente por encima de las piernas. Encontré un ladrillo y lo golpeé en la cabeza. Rodamos juntos por los escombros, cubiertos de polvo rojo de ladrillo y de barro; lo golpeaba con todas mis fuerzas, pero no es fácil dejar sin sentido a alguien a ladrillazos, sobre todo si es con un ladrillo quemado. Tras el tercer o cuarto golpe, se me hizo polvo en la mano. Empecé a buscar otro, o una piedra, pero el hombre me derribó y comenzó a estrangularme. Veía, encima de mí, cómo giraba los ojos igual que un loco; la sangre que le corría desde la frente le abría surcos fangosos por el polvo rojo que le cubría la cara. Por fin me tropezó la mano con un adoquín y golpeé hacia arriba, trazando un arco de círculo. Se me desplomó encima. Me zafé y le di en la cabeza con el adoquín hasta que le estalló el cráneo y salieron los sesos, mezclados con polvo y con pelos. Luego me levanté, aturdido aún. Busqué su revólver con la vista, pero debía de haberse quedado en el coche, una de cuyas ruedas giraba aún en el aire. Los otros tres hombres, que se habían quedado dentro, parecían muertos. De momento, habían dejado de caer proyectiles de obús. Eché a correr trabajosamente por la Mauerstrasse.
Tenía que esconderme. A mi alrededor, sólo había ministerios o edificios oficiales, casi todos en ruinas. Doblé la esquina de la Leipzigerstrasse y entré en el portal de una casa de vecinos. Ante mí flotaban, dando vueltas despacio, pies descalzos o con calcetines. Alcé la cabeza: varias personas, entre ellas niños y mujeres, pendían de la barandilla de la escalera, con los brazos colgando. Encontré la puerta del sótano y la abrí: una bocanada de putrefacción, de mierda y de vómitos me acometió; el sótano estaba lleno de agua y de cadáveres hinchados. Volví a cerrar la puerta e intenté subir al primer piso; pasado el primer rellano, la escalera daba al vacío. Bajé, rodeando a los ahorcados, y volví a salir. Había empezado a lloviznar; por todas partes se oían detonaciones. Ante mí se abría una boca de metro, la de la estación Stadtmitte, de la línea C. Bajé corriendo las escaleras. Crucé el arco de entrada y seguí bajando en la oscuridad, guiándome con la mano en la pared. Los azulejos estaban húmedos, el agua manaba del techo y corría por la bóveda. Del andén subían ruidos sordos de voces. Estaba atestado de cuerpos; no podía ver si estaban muertos, dormidos o echados sin más; tropezaba con ellos, la gente protestaba, los niños lloraban o se quejaban. Había un vagón de metro, con los cristales rotos e iluminado con la luz temblorosa de unas velas, pegado al andén: dentro, unos Waffen-SS con insignias francesas estaban en fila y en posición de firmes y un Brigadeführer de elevada estatura y con abrigo de cuero negro, que me daba la espalda, les estaba repartiendo condecoraciones con mucha solemnidad. No quise molestarlos; pasé sin hacer ruido por su lado y salté a las vías; aterricé en el agua fría, que me llegaba por las pantorrillas. Quería ir hacia el norte, pero estaba desorientado; intenté recordar la dirección en que iban los convoyes en los tiempos en que cogía aquel metro, pero no sabía ni a qué andén había llegado y me hacía un lío. En el túnel, había algo de claridad en uno de los lados: tiré por ahí y avancé trabajosamente por el agua que ocultaba las vías, tropezando con obstáculos invisibles. Al llegar al final, había una fila de convoyes, que también se alumbraban con velas, un hospital improvisado, repleto de heridos que gritaban, renegaban, se quejaban. Caminé a lo largo de los vagones, sin que nadie se fijara en mí, y seguí andando a tientas, guiándome por la pared. El agua subía, ya me llegaba por media pantorrilla. Me detuve y hundí la mano en ella: parecía correr lentamente hacia mí. Seguí andando. Un cuerpo que flotaba me tropezó en las piernas. Apenas si notaba los pies, entumecidos de frío. Delante, me parecía divisar una luz, oír otros ruidos que no eran los del chapoteo del agua. Llegué por fin a una estación que iluminaba sólo una vela. El agua me llegaba ahora por las rodillas. También aquí había gente. Pregunté en voz alta: «¿Qué estación es ésta, por favor?».. —«Kochstrasse», me contestaron con bastante amabilidad. Me había confundido de dirección, iba camino de las líneas rusas. Di media vuelta y volví a meterme en el túnel en dirección a Stadtmitte. Delante, podía vislumbrar la luz del hospital del metro. En la vía, junto al último vagón, se erguían dos siluetas humanas, una bastante alta, la otra más baja. Se encendió una linterna y me deslumhró; mientras me tapaba los ojos, una voz familiar refunfuñó: «Hola, Aue. ¿Qué tal?».. —«Qué a punto llegas -dijo otra voz más fina-. Precisamente te andábamos buscando». Eran Clemens y Weser. Se encendió otra linterna y se me acercaron; retrocedí, chapoteando. «Queríamos hablar contigo -dijo Clemens-. De tu mamá». —«Pero, meine Herrén -exclamé-. ¿Creen que es el momento?». —«Siempre es momento de hablar de cosas importantes», dijo la voz algo rasposa y chillona de Weser. Seguí retrocediendo, pero la espalda me dio en la pared; un agua fría se filtraba por el hormigón y me dejaba los hombros helados. «¿Y ahora qué quieren? -ladré-. Mi expediente lleva siglos sobreseído».. —«Eso lo hicieron unos jueces corruptos y poco honrados», me espetó Clemens.. —«Hasta ahora has ido saliendo del paso a base de intrigar -dijo Weser-. Pero eso ya se acabó».. —«¿No les parece que quienes tienen que opinar en eso son el Reichsführer o el Obergruppenführer Breithaupt?» Me estaba refiriendo al jefe del
SS-Gericht.
«Breithaupt se mató hace unos días en un accidente de coche -dijo con tono flemático Clemens-. En cuanto al Reichsführer, está lejos».. —«No -añadió Weser-, ahora realmente la cosa está solo entre tú y nosotros».. —«Pero ¿qué es lo que quieren?». —«Queremos justicia», dijo Clemens con frialdad. Se había acercado y me tenían entre los dos, enfocándome la cara con las linternas; ya me había dado cuenta de que empuñaban pistolas automáticas. «Miren -farfullé-, todo esto es una equivocación tremenda. Soy inocente».. —«¡Inocente! -me interrumpió, muy seco, Weser-. Ahora vamos a verlo».. —«Vamos a contarte lo que pasó», empezó Clemens. La luz brillante de las linternas me deslumhraba; el vozarrón de Clemens parecía salir de aquella luz cruda. «Cogiste el expreso nocturno de París a Marsella. En Marsella, el 26 de abril, pediste un salvoconducto para la zona italiana. Al día siguiente, fuiste a Antibes. Allí, te presentaste en la casa y te recibieron como a un hijo, como a ese auténtico hijo que eres. Por la noche, cenasteis en familia y luego dormiste en uno de los cuartos de arriba, el de al lado de los gemelos, enfrente del dormitorio de Herr Moreau y de tu madre. Y, luego, ya era el 28».— «Hombre -interrumpió Weser-, precisamente estamos hoy a 28 de abril. ¡Qué coincidencia!» —«Meine Herrén -dije, con tono un tanto fanfarrón-, ustedes deliran».— «Tú a callar -dijo Clemens como si barritase-. Continúo. Por el día no sabemos muy bien qué hiciste. Sabemos que cortaste leña y que dejaste el hacha en la cocina, en vez de llevarla al cobertizo. Luego anduviste paseando por la ciudad y compraste el billete de vuelta. Ibas de paisano y no llamaste la atención. Después, volviste». Le tocó el turno de hablar a Weser: «Luego hay cosas de las que no tenemos seguridad. A lo mejor estabas charlando con Herr Moreau y con tu madre y a lo mejor tuvisteis unas palabras. No estamos seguros. Tampoco estamos seguros de la hora. Pero sabemos que te quedaste a solas con Herr Moreau. Entonces cogiste el hacha de la cocina, de donde la habías dejado, y volviste con el hacha al salón y lo mataste».. —«Estamos incluso dispuestos a creer que no pensabas matarlo cuando dejaste allí el hacha -siguió diciendo Clemens-, que dejaste el hacha allí por casualidad, que no fue nada premeditado, que las cosas pasaron porque sí. Pero una vez que te pusiste a ello, no te anduviste con chiquitas». Weser continuó: «Ah, eso desde luego. Moreau debió de quedarse bastante sorprendido cuando le clavaste el hacha en todo el pecho. Entró con ruido de madera tronchada y él cayó dando gorgoteos, con la boca llena de sangre, y arrastró el hacha en la caída. Le pusiste el pie en el hombro para hacer fuerza y arrancaste el hacha y volviste a golpearlo, pero calculaste mal el ángulo y el hacha rebotó y sólo le partiste unas costillas. Entonces retrocediste, apuntaste con más cuidado y le dejaste caer el hacha en la garganta. Cortó la nuez y oíste el crujido cuando le partió la columna vertebral. Dio un último respingo, muy grande, y vomitó un chorro de sangre negra que te dio de lleno, también le salía sangre del cuello y tú estabas cubierto de sangre, y, luego, delante de ti, se le velaron los ojos y perdió toda la sangre del cuerpo por el cuello medio cortado, y tú mirabas cómo se le apagaban los ojos, como los de un cordero degollado en la hierba». —«Meine Herrén -dije enérgicamente-, están completamente trastornados». Clemens volvió a tomar la palabra: «No sabemos si los gemelos lo vieron. Fuere como fuere, te vieron subir. Dejaste el cuerpo y el hacha y subiste al primer piso lleno de sangre».. —«No sabemos por qué no los mataste a ellos -dijo Weser-. No te habría costado nada hacerlo. Pero no lo hiciste; a lo mejor, no quisiste, o a lo mejor quisiste, pero demasiado tarde, y se escaparon. A lo mejor quisiste y cambiaste luego de opinión. A lo mejor ya sabías que eran hijos de tu hermana».. —«Fuimos a su casa, a Pomerania -gruñó Clemens-. Encontramos cartas y documentos. Había cosas muy interesantes, por ejemplo los papeles de los niños. Pero ya sabíamos quiénes eran». Solté una risita histérica: «Yo estaba, saben, estaba en el bosque y los vi».. —«A decir verdad -siguió Weser imperturbable-, nos lo maliciábamos. Pero no quisimos insistir. Nos dijimos que ya volveríamos a encontrarte en otra ocasión. Y, mira, te hemos encontrado efectivamente».. —«Sigamos con la historia -dijo Clemens-. Subiste, cubierto de sangre. Tu madre te estaba esperando, de pie, bien en lo alto de las escaleras, bien delante de la puerta de su cuarto. Iba en camisón, tu anciana madre. Te habló mirándote a los ojos. Lo que dijo, no lo sabemos. Los gemelos lo oyeron todo, pero no lo han contado. Debió de recordarte cómo te había llevado en el vientre y alimentado luego con sus pechos, cómo te había limpiado el culo y te había lavado mientras tu padre andaba de putas Dios sabe dónde. A lo mejor te enseñó los pechos».. —«No es nada probable -escupí con risa sarcástica y amarga-. Era alérgico a su leche y nunca mamé».. —«Una pena -siguió diciendo Clemens, sin pestañear-. Entonces a lo mejor te acarició la barbilla, o la mejilla, te llamó hijito. Pero a ti eso no te enterneció: le debías tu amor, pero sólo pensaste en tu odio. Cerraste los ojos, para dejar de ver los suyos, le cogiste el cuello entre las manos y apretaste».. —«¡Están locos! -vociferé-, ¡Dicen lo primero que se les ocurre!». —«No se crea -dijo con tono taimado Weser-, Es una reconstrucción, desde luego. Pero encaja bien con los hechos».. —«Luego -siguió Clemens con su calmosa voz de bajo-, fuiste al cuarto de baño y te desnudaste. Echaste la ropa a la bañera, te lavaste, limpiaste toda la sangre y te volviste a tu cuarto completamente desnudo».. —«Y lo que pasó después, eso no podemos decirlo -comentó Weser-. A lo mejor te dedicaste a actos perversos, o a lo mejor sólo dormiste. Al amanecer, te levantaste, te pusiste el uniforme y te fuiste. Cogiste el autocar y luego el tren y volviste a París y después a Berlín. El 30 de abril le mandaste un telegrama a tu hermana. Fue a Antibes, enterró a vuestra madre y a su marido y se fue lo antes posible, con los niños. A lo mejor ya lo había adivinado todo».. —«Oigan -balbucí-, han perdido la cabeza. Los jueces dijeron que no tenían ustedes ninguna prueba. ¿Por qué iba yo a hacer eso? ¿Qué móvil iba a tener? Siempre hace falta un móvil».. —«No lo sabemos -dijo tranquilamente Weser-, Pero la verdad es que nos da igual. A lo mejor querías la pasta de Moreau. A lo mejor eres un desequilibrado sexual. A lo mejor es que tu herida te ha jorobado la cabeza. A lo mejor era sólo un odio de familia antiguo, como hay tantos, y quisiste aprovechar la guerra para zanjar tus cuentas pendientes como quien no quiere la cosa, pensando que casi ni se iba a notar entre tantas otras muertes. O, a lo mejor, te volviste loco, sencillamente».. —«Pero ¿en resumidas cuentas, qué pretenden?», vociferé de nuevo.. —«Ya te lo hemos dicho -susurró Clemens-, queremos justicia».. —«La ciudad está ardiendo -exclamé-. ¡Ya no hay tribunal! Todos los jueces están muertos o se han ido. ¿Cómo quieren que me juzguen?». —«Ya te hemos juzgado -dijo Weser con voz tan baja que yo oía correr el agua-. Y te hemos declarado culpable».. —«¿Ustedes? -reí con sarcasmo-. Ustedes son unos polis. No tienen derecho a juzgar». —«En vista de las circunstancias -dijo el vozarrón de Clemens-, nos hemos tomado ese derecho».. —«Entonces -dije tristemente-, incluso aunque estén en lo cierto, no valen más que yo».