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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (129 page)

BOOK: Las benévolas
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En aquel momento oí un escándalo por el lado de la Kochstrasse. Había gente que lanzaba alaridos y corría con desenfrenado chapoteo. Un hombre pasó gritando: «¡Los rusos! ¡Los rusos están en el túnel!». —«Mierda», dijo Clemens como si eructase. El y Weser apuntaron con las linternas hacia la estación; unos soldados alemanes retrocedían disparando al azar; al fondo, se divisaban las llamas de las bocas de las ametralladoras, silbaban las balas, crepitaban contra las paredes o caían en el agua con leves golpes blandos. Había hombres que gritaban, que se desplomaban en el agua. Clemens y Weser, a la luz de las linternas, alzaron calmosamente las pistolas y empezaron a dispararle al enemigo un tiro tras otro. Todo el túnel retumbaba con los gritos, los disparos, los ruidos del agua. Enfrente, unas ametralladoras respondían a ráfagas. Clemens y Weser quisieron apagar las linternas; precisamente en ese instante, en un relámpago de luz fugitivo, vi cómo Weser recibía un tiro debajo de la barbilla, se erguía y caía hacia atrás cuan largo era, salpicando mucho. Clemens berreó: «¡Weser! ¡Mierda!». Pero se le había apagado la linterna y yo cogí aire y me sumergí. Guiándome más por las vías que nadando, fui hacia los vagones del hospital del metro. Cuando asomé la cabeza, las balas silbaban a mi alrededor, los pacientes del hospital bramaban de pánico, oía frases en francés, órdenes breves. «¡No disparéis, muchachos!», vociferé en francés. Una mano me agarró por el cuello de la guerrera y tiró de mí chorreando, hacia el andén. «¿Qué, un paisano?», me preguntó una voz guasona. Me costaba respirar, tosía, había tragado agua. «No, no, alemán», dije. El individuo me disparó una ráfaga junto a la cabeza, dejándome sordo, en el preciso momento en que sonaba la voz de Clemens: «¡Aue, cabrón, te pillaré!». Me subí al andén y, dando manotazos y codazos a los refugiados presos de pánico para abrirme paso, corrí hacia las escaleras y las subí de cuatro en cuatro.

La calle estaba desierta, con la excepción de tres SS extranjeros que iban a toda prisa en dirección a la Zimmerstrasse con una pesada ametralladora y unos
Panzerfäuste,
sin hacer caso ni de mí ni de unos cuantos civiles que salían huyendo de la boca del U-Bahn. Me fui a la carrera en dirección opuesta, Friedrichstrasse arriba, hacia el norte, entre los edificios en llamas y los vehículos destrozados. Llegué a Unter den Linden. Una enorme fuente brotaba de una cañería rota y regaba los cuerpos y los escombros. Por allí mismo pasaban dos ancianos sin afeitar que parecían no prestar atención alguna al estruendo de los proyectiles de mortero y de la artillería pesada. Uno llevaba el brazalete de los ciegos y el otro lo guiaba. «¿Dónde van?», les pregunté sin resuello.. —«No sabemos», contestó el ciego.. —«¿De dónde vienen?», volví a preguntar. —«Tampoco lo sabemos». Se sentaron en un cajón, entre las ruinas y los montones de cascotes. El ciego se apoyó en el bastón. El otro miraba en torno con ojos de loco y le tiraba de la manga a su amigo. Les di la espalda y seguí andando. La avenida, hasta donde me alcanzaba la vista, estaba desierta. Enfrente, se erguía el edificio en donde estaban las oficinas del doctor Mandelbrod y de Herr Leland. Había recibido algunos impactos, pero no estaba derruido. Una de las puertas de la entrada colgaba de un gozne, la abrí de un golpe con el hombro y entré en el vestíbulo, atestado de planchas de mármol y de molduras, que se habían caído de las paredes. Debían de haber acampado soldados, porque me fijé en rastros de hogueras y vi latas vacías y cagadas casi secas. Pero el vestíbulo estaba desierto. Empujé la puerta de la escalera de socorro y subí corriendo. En el último piso, la escalera acababa en un pasillo que daba a la hermosa antesala que precedía al despacho de Mandelbrod. Dos de las amazonas estaban sentadas, una en el sofá y otra en un sillón, con las cabezas caídas de lado o hacia atrás y los ojos abiertos; de las sienes y de las comisuras de los labios les corrían delgados hilillos de sangre; ambas tenían en la mano sendas pistolitas automáticas con cachas de nácar. Otra muchacha yacía cruzada ante la doble puerta acolchada. Helado de espanto, me acerqué para mirarlas de más cerca y arrimé la cara a la de ellas sin tocarlas. Estaban primorosamente arregladas, con el pelo peinado hacia atrás y bien tirante; las bocas carnosas relucían con el brillo de labios transparente; el rímel seguía dibujando una corona de largas pestañas negras en torno a los ojos vacíos; las uñas, en las cachas de las pistolas, estaban cuidadosamente recortadas y pintadas. Ningún aliento henchía los trajes de chaqueta bien planchados. Aunque miré con gran atención los bonitos rostros, era incapaz de distinguirlas entre sí, de diferenciar a Hilde de Helga o de Hedwig, y, no obstante, no eran gemelas. Pasé por encima de la que estaba cruzada delante de la puerta y entré en el despacho. Otras tres muchachas se hallaban tendidas, muertas, en el sofá y la moqueta; Mandelbrod y Leland estaban al fondo, delante del ventanal destrozado, junto a una montaña de maletas y baúles de cuero. Fuera, a su espalda, rugía un incendio, pero no hacían caso de las volutas de humo que invadían la habitación. Me llegué hasta ellos, miré el equipaje y pregunté: «¿Se van de viaje?». Mandelbrod, que tenía un gato en las rodillas y lo acariciaba, sonrió levemente entre las oleadas de grasa que le difuminaban los rasgos. «Eso mismo -dijo con aquella voz suya, tan hermosa-. ¿Quieres venir con nosotros?» Conté en voz alta los baúles y las maletas: «Diecinueve -dije. No está mal ¿Y van lejos?».. —«De momento, a Moscú -dijo Mandelbrod-. Luego, ya veremos». Leland, que llevaba una gabardina larga azul marino, estaba sentado en una sillita, junto a Mandelbrod; fumaba un cigarrillo, con un cenicero de cristal colocado en las rodillas; me miraba sin decir nada. «Ya veo -dije-. ¿Y de verdad creen que se van a poder llevar todo esto?». —«Pues claro -sonrió Mandelbrod-. Ya está todo arreglado. Sólo estamos esperando a que vengan a buscarnos».. —«¿Los rusos? Les advierto que los nuestros todavía controlan el barrio».. —«Ya lo sabemos -dijo Leland, soltando una larga bocanada de humo-. Los soviéticos nos dijeron que llegarían mañana seguramente».. —«Un coronel muy culto -añadió Mandelbrod-. Nos dijo que no nos preocupáramos, que él velaría personalmente por nosotros. Es que tenemos todavía mucho trabajo, ¿sabes?». —«¿Y las chicas?», pregunté señalando los cuerpos con la mano.. —«Ay, pobrecitas. No han querido venir con nosotros. Estaban demasiado apegadas a la madre patria. No quisieron entender que hay valores que son aún más importantes».. —«El Führer ha fracasado -recalcó fríamente Leland-. Pero la guerra ontológica que él empezó no ha concluido. ¿Quién sino Stalin podría acabar el trabajo?». —«Cuando les propusimos nuestros servicios -susurró Mandelbrod, acariciando al gato-, enseguida demostraron mucho interés. Saben que van a necesitar hombres como nosotros, después de esta guerra; que no podrán permitirse dejar a las potencias occidentales que se queden con lo bueno. Si vienes con nosotros, puedo garantizarte un buen puesto, con todo tipo de ventajas».. —«Seguirás haciendo eso que sabes hacer tan bien», dijo Leland.. —«¡Están locos! -exclamé-. ¡Están todos locos! Todo el mundo se ha vuelto loco en esta ciudad». Ya estaba retrocediendo hacia la puerta y pasando ante los cuerpos grácilmente desplomados de las muchachas. «¡Menos yo!», grité antes de salir huyendo. Las últimas palabras de Leland me alcanzaron en la puerta: «¡Si cambias de opinión vuelve a vernos!». Unter den Linden seguía vacío; acá y acullá, algún proyectil de obús pegaba en una fachada o en un montón de escombros. Aún me retumbaban los oídos por la ráfaga del francés. Eché a correr hacia la puerta de Brandeburgo. Tenía que salir de la ciudad a toda costa, se había convertido en una trampa monstruosa. Las informaciones que tenía eran ya antiguas, había pasado un día, pero sabía que la única salida era ir por el Tiergarten y, luego, por el eje Este-Oeste hasta la Adolf Hitler Platz; luego, ya veríamos. La víspera, aquel lado de la ciudad estaba aún expedito; unos Hitlerjugend aguantaban todavía en el puente del Havel y Wannsee seguía en nuestras manos. Si llego a casa de Thomas, me dije, estoy salvado. La Pariser Platz, delante de la Puerta, relativamente intacta aún, estaba cuajada de vehículos volcados, destrozados, carbonizados; en las ambulancias, los cadáveres calcinados llevaban todavía en las extremidades brazaletes blancos de escayola de París, que no arde. Oí un fuerte rugido: un blindado ruso pasaba detrás de mí, barriendo a su paso las carcasas; varios Waffen-SS iban encaramados en él, debían de haberlo capturado. Se detuvo precisamente a mi lado y, luego, arrancó otra vez, entre el estruendo de las orugas; uno de los Waffen-SS me miraba con expresión indiferente. El blindado giró a la derecha, se metió por la Wilhelmstrasse y desapareció. Algo más allá, en Unter den Linden, entre los faroles y los muñones de arbolillos en fila, divisé a través del humo una forma humana, un hombre de paisano con sombrero. Seguí corriendo, haciendo eses entre los obstáculos, y crucé la Puerta, negra de humo, acribillada de balas y de metralla.

Más allá, estaba el Tiergarten. Dejé la calzada y me interné entre los árboles. Dejando aparte el zumbido de los proyectiles de mortero que pasaban volando y las explosiones lejanas, el parque estaba extrañamente silencioso. Los
Nebelkrahe,
esos cuervos cuyo grito ronco suena siempre por el Tiergarten, se habían ido todos, huyendo de los bombardeos constantes, en busca de lugares más seguros: no hay ningún
Sperrkommando
en el cielo, ni les hacen consejos de guerra a las aves. Qué suerte tienen, y ni siquiera lo saben. Entre los árboles, yacían cadáveres, desplomados, y a lo largo de los paseos, se balanceaban siniestramente los ahorcados. Volvió a empezar a llover, una lluvia fina, a través de la cual asomaba aún el sol. Los macizos de los parterres habían florecido, el olor de los rosales se mezclaba con el de los cadáveres. Me volvía de vez en cuando: me parecía ver a medias entre los árboles aquella silueta, que me iba siguiendo. Un soldado muerto tenía aún agarrado el Schmeisser; lo cogí, apunté a aquella silueta y apreté el gatillo, pero el arma estaba encasquillada y la tiré con rabia en un macizo. Tenía pensado no alejarme mucho de la calzada central, pero por aquel lado vi movimiento, vehículos, y me interné más en el parque. A mano derecha, la columna de la Victoria asomaba por encima de los árboles, oculta tras los bastidores de protección; seguía obstinadamente en pie. Delante, varios lagos me impedían el paso: en vez de volver hacia la calzada, preferí circunvalarlos y tomar la dirección del canal, por la zona en la que iba antes, hacía ya mucho, a rondar de noche en busca de placer. Desde allí, me decía, atajaría por el zoo y me esfumaría por Charlottenburg. Crucé el canal por el puente en el que tuve, una noche, aquel curioso altercado con Hans P. Más allá, la tapia del zoo se había caído en varios sitios y me deslicé entre los cascotes. Venía ruido de fuego graneado desde el gran bunker, disparos de cañón ligero y ráfagas de ametralladora.

Aquella parte del zoo estaba completamente inundada: los bombardeos habían reventado la Casa del Mar y los acuarios habían explotado y se habían esparcido por las inmediaciones, soltando toneladas de agua, desperdigando por los paseos peces muertos, langostas, cocodrilos, medusas, un delfín jadeante que, tendido de costado, me miraba con ojos inquietos. Avancé chapoteando, rodeé la isla de los babuinos, en donde las crías se aferraban con manos diminutas a los vientres de las madres despavoridas, hice eses entre loros, monos muertos, una jirafa cuyo largo cuello colgaba por encima de una verja y osos ensangrentados. Entré en un edificio medio derruido: en una jaula grande, un gigantesco gorila negro estaba sentado, muerto, con una bayoneta clavada en el pecho. Un río de sangre negra fluía entre los barrotes y se mezclaba con el agua de los charcos. El gorila aquel parecía sorprendido, asombrado; la cara arrugada, los ojos abiertos, las manazas me parecieron espantosamente humanas, como si hubiera estado a punto de decirme algo. Pasado aquel edificio, había un ancho estanque rodeado con una valla: un hipopótamo muerto flotaba en el agua, con el estabilizador de un proyectil de obús clavado en el lomo; otro yacía en una plataforma, acribillado de metralla, y agonizaba con un fuerte estertor. El agua que desbordaba del estanque les empapaba la ropa a dos Waffen-SS que estaban tendidos allí; otro reposaba con la espalda apoyada en una jaula, con la mirada apagada y la metralleta cruzada en las piernas. Quise seguir, pero oí voces hablando en ruso, mezcladas con el barritar de un elefante aterrado. Me escondí detrás de un matorral y, luego, di marcha atrás para rodear las jaulas pasando por un puentecillo. Clemens me impedía el paso, con los pies metidos en un charco, junto a la pasarela; el sombrero de fieltro le chorreaba aún de agua de lluvia y empuñaba la pistola automática. Levanté las manos, como en el cine. «Lo que me has hecho correr -jadeaba Clemens-. Weser está muerto. Pero yo te he cogido».. —«Kriminalkommissar Clemens -silbé sin resuello-, no sea ridículo. Los rusos están a cien metros y oirán el disparo».. —«Debería ahogarte en el estanque, basura -eructó-. Coserte dentro de un saco y ahogarte. Pero no tengo tiempo».. —«Ni siquiera va afeitado, Kriminalkommissar Clemens -vociferé- ¡y quiere hacer justicia conmigo!» Soltó una risotada seca. Sonó un disparo, el sombrero le tapó la cara y cayó, como una masa, cruzado en el puente, con la cabeza en un charco. Thomas salió de detrás de una jaula, con una carabina en la mano y una sonrisa de deleite en los labios. «Llego a tiempo, como siempre», me dijo jubiloso. Le echó una ojeada al corpachón de Clemens. «¿Y éste qué te quería?». —«Era uno de aquellos dos policías. Quería matarme,». —«Qué tipo más pesado. ¿Por la historia de marras?». —«Sí, no sé, se han vuelto locos».. —«Tú tampoco has sido muy listo que digamos -me dijo Thomas con tono severo-. Te andan buscando por todas partes. Müller está furioso». Me encogí de hombros y miré en torno. Había dejado de llover, el sol brillaba a través de las nubes y a su luz centelleaban las hojas empapadas de los árboles y los anchos charcos de los paseos. Volví a oír unos retazos de frases en ruso: debían de estar algo más allá, detrás del recinto de los monos. El elefante volvía a barritar. Thomas, tras apoyar la carabina en la barandilla del puentecito, se había puesto en cucullas junto al cuerpo de Clemens y se estaba guardando la pistola automática y registrándole los bolsillos. Me puse detrás de él y miré hacia aquel lado, pero no había nadie. Thomas se volvió hacia mí blandiendo un grueso fajo de reichsmarks: «Mira esto -dijo riéndose-. Menudo hallazgo, este poli tuyo». Se metió los billetes en el bolsillo y siguió registrándolo. Me fijé en que había a su lado una barra de hierro gruesa, que una explosión había arrancado de una jaula muy próxima. La alcé, la sopesé y, luego, la dejé caer con todas mis fuerzas en la nuca de Thomas. Oí crujir las vértebras y cayó hacia delante, fulminado, cruzado encima del cuerpo de Clemens. Solté la barra y contemplé los cuerpos. Luego, le di la vuelta a Thomas, que tenía aún los ojos abiertos, y le desabroché la guerrera. Me desabroché también la mía e hice el cambio deprisa antes de volver a poner el cuerpo bocabajo. Pasé revista a los bolsillos: además de la automática y de los billetes de banco de Clemens, estaba la documentación de Thomas, la del francés del STO y unos cigarrillos. En el bolsillo del pantalón encontré las llaves de su casa; mi documentación se había quedado en mi guerrera. Los rusos se habían alejado. Por el paseo se me acercaba al trote un elefantito, tras el que venían tres chimpancés y un ocelote. Rodearon los cuerpos, cruzaron el puente sin acortar el paso y me dejaron solo. Me notaba febril y con la mente fragmentada. Pero recuerdo aún perfectamente los dos cuerpos tendidos, uno encima del otro, en los charcos, sobre la pasarela, y los animales que se alejaban. Estaba triste, aunque no sabía muy bien por qué. De repente notaba todo el peso del pasado, del dolor de la vida y de la memoria inalterable; me quedaba a solas con el hipopótamo agonizante, unos cuantos avestruces y los cadáveres, a solas con el tiempo y la tristeza y la pena del recuerdo, la crueldad de mi existencia y de mi muerte aún por venir. Las Benévolas habían dado con mi rastro.

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