Avanzábamos de noche; de día nos escondíamos en los bosques; entonces dormía o leía a Flaubert, hablaba poco con mis compañeros. Me iba naciendo una ira impotente; no entendía por qué me había ido de la casa de Alt Draheim; me guardaba rencor a mí mismo por haber dejado que me sacaran de allí para andar errabundo por los bosques, como un salvaje, en vez de haberme quedado tranquilamente donde estaba. La barba nos comía la cara, los uniformes estaban tiesos de barro seco y, bajo el tejido áspero, las agujetas nos atenazaban las piernas. Comíamos mal, sólo contábamos con lo que podíamos encontrar en las casas de labor abandonadas o con los restos de los convoyes de refugiados; no me quejaba, pero el tocino crudo me parecía inmundo y la grasa se me quedaba pegada mucho rato por dentro de la boca; nunca había pan para ayudar a pasarlo. Siempre teníamos frío, y no encendíamos fuego. Sin embargo, me gustaban aquella campiña severa y tranquila, el silencio amistoso de los bosques de abedules o de los sotos, el cielo gris que apenas cambiaba con el viento, el crujido afelpado de las últimas nieves del año. Pero era una campiña muerta, desierta: vacías las tierras y vacías las casas de labor. Por doquier imperaban los rastros de los desastres de la guerra. Todos los pueblos grandes que circunvalábamos los habían ocupado los rusos; nada más acercarnos, en la oscuridad, se oía a los soldados borrachos cantar y disparar al aire, a veces quedaban alemanes en esos pueblos y oíamos a medias sus voces amedrentadas, aunque pacientes, entre las exclamaciones y las palabrotas rusas; tampoco era infrecuente oír gritos, sobre todo gritos de mujeres. Pero era preferible a los pueblos incendiados en los que nos obligaba a entrar el hambre: el ganado muerto apestaba en las calles; de las casas salía, mezclado con el olor a quemado, otro a carroña, y como no quedaba más remedio que entrar en ellas para encontrar con qué alimentarnos, no podíamos evitar el espectáculo de los cadáveres retorcidos de mujeres, desnudos con frecuencia, incluso de viejas o de chiquillas de diez años, con sangre entre las piernas. Pero no por quedarnos en los bosques podíamos escapar de los muertos: en las encrucijadas, de las gigantescas ramas de los robles centenarios colgaban racimos de ahorcados, casi siempre
Volkssturm,
lúgubres fardos víctimas de Feldgendarmes muy cumplidores; había cuerpos desperdigados por los claros, como el de aquel joven desnudo, tendido en la nieve con una pierna doblada, tan sereno como el ahorcado del decimosegundo arcano del tarot, tan extraño que daba espanto; algo más allá, en los bosques, los cadáveres contaminaban los estanques pálidos que íbamos dejando atrás, reprimiendo la sed. También en aquellos bosques había personas vivas, civiles aterrados incapaces de proporcionarnos la mínima información, soldados aislados o en grupitos que intentaban, lo mismo que nosotros, escurrirse por entre las líneas rusas. Fueran de las Waffen-SS o fueran de la Wehrmacht, nunca querían quedarse con nosotros; debían de tener miedo, en caso de captura, de ir en compañía de oficiales de las SS de graduación elevada. Eso le dio que pensar a Thomas, que me obligó a romper, lo mismo que él, la cartilla de la paga y la documentación y a arrancarme los galones, por si caíamos en manos de los rusos; pero, por temor a los Feldgendarmes, decidió, de forma bastante irracional, que seguiríamos llevando los elegantes uniformes negros, tan incongruentes en aquella gira campestre. Todas las decisiones las tomaba él, yo las aceptaba sin pensar y seguía adelante, impermeable a todo menos a lo que se me metía por los ojos en aquel lento desplazamiento.
Cuando algo me hacía reaccionar, era aún peor. La segunda noche después de haber pasado por Körlin, al amanecer, entramos en una aldea, unas pocas casas de labor alrededor de una mansión señorial. Un tanto apartada, se alzaba una iglesia de ladrillo, a la que se adosaba un campanario puntiagudo con tejado gris de pizarra; la puerta estaba abierta y salía música de órgano; Piontek ya se había ido a rebuscar en las cocinas; entré en la iglesia y Thomas me siguió. Junto al altar, un anciano estaba tocando
El arte de la fuga,
el tercer contrapunto me parece, con ese hermoso retumbar de las notas graves que, en el órgano, se hace con el pedal. Me acerqué, me senté en un banco y me puse a escuchar. El hombre acabó la pieza y se volvió hacia mí; llevaba monóculo, un bigotito blanco bien recortado y uniforme de Oberstleutnant de la anterior guerra, con una cruz al cuello. «Pueden destruirlo todo -me dijo tranquilamente-, pero esto no. Es imposible. Esto es para siempre. Seguirá incluso cuando yo deje de tocar». No dije nada y empezó el contrapunto siguiente. Thomas seguía de pie. Yo me levanté también. Escuchaba. La música era espléndida, el órgano no tenía mucha fuerza, pero sí sonaba con fuerza en aquella iglesia pequeña, de pueblo; las líneas del contrapunto se cruzaban, jugaban y danzaban unas con otras. Resultaba que aquella música, en lugar de apaciguarme, no hacía sino atizarme la rabia; me parecía insoportable. No pensaba en nada, tenía la cabeza vacía de todo menos de aquella música y del negro apremio de mi rabia. Quería decirle a voces que parara, pero dejé pasar el final de aquella parte y el anciano empezó acto seguido con la que venía detrás, la quinta. Los largos dedos aristocráticos volaban por el teclado y metían o sacaban los registros. Cuando los cerró con un golpe seco, al acabar la fuga, saqué la pistola y le disparé una bala en la cabeza. Se desplomó hacia delante, sobre el teclado, y se abrieron la mitad de los tubos con un mugido desconsolado y discordante. Enfundé la pistola, me acerqué y tiré de él hacia atrás por el cuello de la guerrera; calló el sonido y no quedó más que el de la sangre goteando, desde la cabeza, en las baldosas. «¡Te has vuelto loco del todo! -dijo Thomas con voz sibilante-. ¿¡Qué mosca te ha picado!?» Lo miré fríamente; estaba lívido, pero, aunque tartamudeaba, no me temblaba la voz: «Alemania está perdiendo la guerra por culpa de esos junkers podridos. El nacionalsocialismo se viene abajo y ellos tocan Bach. Debería estar prohibido». Thomas me miraba de hito en hito, no sabía qué decir. Luego se encogió de hombros: «Bien pensado, a lo mejor tienes razón. Pero que no se repita. Vamos». En el amplio patio, a Piontek le había preocupado el disparo y apuntaba con la pistola ametralladora. Propuse que durmiéramos en la mansión, en una cama de verdad, con sábanas de verdad, pero creo que Thomas estaba enfadado conmigo y decidió que volveríamos a dormir en el bosque; me parece que lo hizo para fastidiarme. Pero yo no quería volver a perder los estribos y, además, era amigo mío; obedecí y lo seguí sin protestar.
El tiempo estaba variable y templaba de repente; en cuanto se iba el frío, empezaba a hacer calor y yo sudaba a mares con el gabán; la tierra compacta se me pegaba a los pies. Seguíamos al norte de la carretera de Plathe; poco a poco, para evitar los espacios demasiado abiertos y no apartarnos de los bosques, nos íbamos desviando cada vez más al norte. Teníamos la intención de cruzar el Rega en la zona de Greifenberg, pero llegamos a él cerca de Treptow, a menos de diez kilómetros del mar. Entre Treptow y la desembocadura, según el mapa de Thomas, toda la margen izquierda era pantanosa; pero, a orillas del mar, había un bosque grande por donde podríamos caminar seguros hasta Horst o hasta Rewahl; si aquellas ciudades balneario estaban aún en manos alemanas, podríamos cruzar las líneas; en caso contrario, volveríamos tierra adentro. Aquella noche atravesamos la vía férrea que une Treptow a Kolberg y, luego, la carretera de Deep, tras esperar una hora a que pasara una columna soviética. Después de dejar la carretera, estábamos casi por completo al descubierto, pero no había por allí ningún pueblo e íbamos por senderos de la curva del Rega, aislados, acercándonos al río. Se divisaba el bosque enfrente, en la oscuridad, una elevada muralla negra delante de la muralla clara de la noche. Podíamos ya oler el mar. Pero no veíamos medio alguno de cruzar el río, que se iba ensanchando hacia la desembocadura. Preferimos seguir camino de Deep, en vez de dar marcha atrás. Circunvalamos la ciudad, en la que dormían, bebían y cantaban los rusos, y bajamos hasta la playa y los balnearios. Un centinela soviético dormía en una tumbona y Thomas le pegó en la cabeza con el pie metálico de un quitasol; el ruido de la resaca ahogaba los demás sonidos. Piontek forzó la cadena que sujetaba los patines acuáticos. Un viento glacial soplaba sobre el Báltico, de oeste a este; a lo largo de la costa, las aguas negras estaban muy movidas; arrastramos el patín por la arena hasta la desembocadura del río, allí el agua estaba más calmada y me lancé sobre las olas con un impulso alegre; mientras pedaleaba, recordaba los veranos en las playas de Antibes o de Juan-les-Pins, cuando mi hermana y yo rogábamos a Moreau que nos alquilase un patín y nos internábamos solos en el mar tanto cuanto nos lo permitían nuestras piernas infantiles antes de derivar, dichosos, al sol. Cruzamos bastante deprisa, Thomas y yo pedaleábamos con todas nuestras fuerzas y Piontek, tendido entre nosotros, vigilaba la orilla con el arma en la mano; al llegar a la otra orilla, casi me dio pena bajarme del artefacto. El bosque empezaba allí mismo, árboles pequeños y rechonchos de todo tipo, que había retorcido el viento que barre sin cesar esa costa larga y tétrica. Caminar por esos bosques no es fácil; no hay senderos y brotes de árboles jóvenes, de abedul sobre todo, invaden el suelo entre los troncos; hay que abrirse paso. El bosque llegaba hasta la arena de la playa, algo más arriba del nivel del mar, pegado a las elevadas dunas que, al desbaratarlas el viento, se desplomaban entre los árboles y los enterraban hasta medio tronco. Detrás de esa barrera, atronaba interminablemente la resaca del mar invisible. Caminamos hasta el amanecer; más adelante, había sobre todo pinos, se podía andar más deprisa. Cuando hubo luz en el cielo, Thomas reptó por encima de una duna para ver la playa. Fui detrás de él. La arena fría y pálida estaba cuajada de una línea ininterrumpida de residuos y de cadáveres; restos de vehículos, piezas de artillería abandonadas, carretas volcadas y destrozadas. Los cuerpos yacían en el lugar en que habían caído, en la arena o con la cabeza metida en el agua, medio tapados por la espuma blanca, y otros flotaban más allá y las olas los zarandeaban. En aquella playa beige y clara, el agua del mar parecía compacta y casi sucia, de un verde gris y plomizo, duro y triste. Grandes gaviotas volaban a ras de la arena o planeaban sobre las olas rugientes, de cara al viento, como colgadas en el aire, antes de irse más allá con un aleteo diestro. Bajamos de la duna para hurgar apresuradamente en unas cuantas carcasas, en busca de víveres. Había muertos de todas clases: soldados, mujeres, niños. Pero no encontramos gran cosa de comer y nos volvimos al bosque enseguida. En cuanto me hube alejado de la playa, se me vino encima la paz de los bosques, dejando que me sonara dentro de la cabeza el estruendo de la resaca y del viento. Quería dormir en el lomo de las dunas, la arena dura y fría me tentaba, pero Thomas temía a las patrullas y me hizo internarme más en el bosque. Dormí unas cuantas horas encima de las agujas de pino y luego leí, hasta que se hizo de noche, mi libro, completamente deformado, engañando el hambre con la descripción suntuosa de los banquetes de la monarquía burguesa. Luego, Thomas dio la señal de partida. En dos horas de marcha, llegamos a la linde del bosque, una curva que dominaba un lago pequeño al que separaba del Báltico un dique de arena gris que coronaban unas bonitas villas costeras abandonadas y bajaba hasta el mar formando una playa larga y suave sembrada de restos. Nos fuimos escurriendo de casa en casa, vigilando los senderos y la playa. Horst estaba algo más allá, un antiguo balneario, muy frecuentado antaño, pero que se había quedado desde hacía algunos años para inválidos y convalecientes. En la playa era mayor el amasijo de restos y de cuerpos; había habido una batalla grande. Más allá, se veían luces, se oía ruido de motores; debían de ser los rusos. Habíamos dejado ya atrás el laguito; según el mapa, sólo nos faltaban veintidós kilómetros para llegar a la isla de Wollin. En una de las casas, encontramos a un herido, un soldado alemán que había recibido en el vientre una esquirla de metralla. Se había agazapado debajo de una escalera, pero nos llamó cuando nos oyó cuchichear. Thomas y Piontek lo pusieron encima de un sofá desfondado, tapándole la boca para que no gritara. Quería beber. Thomas humedeció un trozo de tela y se lo escurrió en los labios varias veces. Llevaba allí varios días y, entre los jadeos, apenas si se le oían las palabras. Lo que quedaba de varias divisiones, junto con varias decenas de miles de civiles, se había quedado embolsado en Horst, Rewahl y Hoff; él había llegado allí desde Dramburg con los restos de su regimiento. Habían intentado luego un ataque para romper el frente, hacia Wollin. Los rusos estaban en los acantilados, más arriba de la playa, y disparaban metódicamente sobre la muchedumbre desesperada que pasaba a sus pies. «Era como un tiro al pichón». Lo hirieron casi enseguida y sus compañeros lo abandonaron. Por el día, la playa era un hervidero de rusos que acudían a despojar a los muertos. Sabía que habían tomado Kammin y que seguramente controlaban toda la orilla del Haff. «La zona debe de ser un hormigueo de patrullas -comentó Thomas-. Los rojos buscarán a los supervivientes del ataque». El hombre seguía mascullando entre gemidos, sudaba, pedía agua, pero no le dábamos de beber porque le habría hecho lanzar alaridos de dolor, y tampoco teníamos cigarrillos para darle. Antes de dejarnos marchar, nos pidió una pistola; le dejé la mía y lo que quedaba de la botella de aguardiente. Prometió que esperaría a que nos hubiéramos alejado para disparar. Seguimos entonces hacia el sur: después de Gross Justin y Zitzmar había bosques. Por las carreteras la circulación era incesante, jeeps o Studebaker norteamericanos con la estrella roja, motos, y más blindados; por los caminos, había ahora patrullas a pie de cinco o seis hombres y había que ir con muchísimo cuidado para evitarlas. A diez kilómetros de la costa, volvimos a encontrar nieve en los campos y en los bosques. Nos dirigíamos hacia Gülzow, al oeste de Greifenberg; luego, explicaba Thomas, seguiríamos e intentaríamos cruzar el Oder por la zona de Gollnow. Antes de amanecer, encontramos un bosque y una cabaña, pero había huellas de pasos y salimos del camino para ir a dormir más allá, entre los pinos, cerca de un claro, envueltos en los gabanes, encima de la nieve.
Me desperté rodeado de niños. Formaban un corro grande a nuestro alrededor; había decenas y nos miraban en silencio. Iban harapientos, sucios, despeinados; muchos llevaban prendas de uniformes alemanes, una guerrera, un casco, un abrigo cortado con tosquedad; algunos asían con las menudas manos aperos agrícolas, azadas, rastrillos, palas; otros llevaban fusiles y pistolas ametralladoras hechos con alambre o recortados en madera o cartón. Tenían miradas hoscas y amenazadoras. La mayoría aparentaba tener entre diez y trece años y algunos no tenían más de seis; detrás de ellos, había niñas. Nos pusimos de pie y Thomas les dijo hola cortésmente. El mayor de todos, un chico rubio y esmirriado que llevaba un gabán de oficial del estado mayor con vueltas de terciopelo rojo encima de una chaqueta negra de las unidades de carros de combate, dio un paso al frente y nos ladró: «¿Quiénes son?». Hablaba alemán con un tosco acento de
Volksdeutscher,
de Rutenia o quizá, incluso, del Banat. «Somos oficiales alemanes -contestó sin alterarse Thomas-. ¿Y vosotros?». —«Kampfgruppe Adam. Adam soy yo. Generalmajor Adam, ése es mi rango». Piontek soltó una risa. «Somos de las SS», dijo Thomas.. —«¿Y sus galones? -escupió el muchacho-. Son desertores». Piontek ya no se reía. Thomas no se dejó intimidar; seguía con las manos a la espalda y dijo: «No somos desertores. Hemos tenido que quitarnos los galones por si caíamos en manos de los bolcheviques».. —«¡Herr Standartenführer! -voceó Piontek-. ¿Por qué discute con esos mocosos? ¿No ve que están chalados? ¡Hay que darles una zurra!». —«Cállate, Piontek», dijo Thomas. Yo no decía nada; me iba entrando el espanto al ver la mirada fija y trastornada de aquellos niños. «¡Pero bueno! ¡Ya les voy a enseñar yo!», vociferó Piontek echando mano a la pistola ametralladora que llevaba a la espalda. El muchacho con gabán de oficial hizo un gesto y media docena de niños se abalanzaron sobre Piontek, golpeándolo con los aperos y arrastrándolo por el suelo. Un chico levantó una azada y se la clavó en la mejilla, destrozándole los dientes y saltándole un ojo, que salió disparado de la órbita. Piontek aún lanzaba alaridos, pero un golpe con una maza le hundió la frente, y calló. Los niños siguieron golpeando hasta que la cabeza no fue sino una papilla roja en la nieve. Yo estaba petrificado, se había adueñado de mí un terror incontrolable. A Thomas tampoco se le movía un músculo. Cuando los niños dejaron el cadáver, el mayor volvió a gritar: «¡Son unos desertores y vamos a ahorcarlos como a traidores!».. —«No somos desertores -repitió fríamente Thomas-, Estamos en misión especial para el Führer en la retaguardia rusa y nos acabáis de matar al chófer».. —«¿Dónde está la documentación que lo demuestra?», insistía el muchacho.. —«La hemos roto. Si los rojos nos capturasen y supieran quiénes somos, nos torturarían y nos harían hablar».. —«¡Demuéstrenmelo!». —«Escoltadnos hasta las líneas alemanas y ya veréis».. —«Como si no tuviéramos nada más que hacer que escoltar a desertores -dijo el niño con voz sibilante-. Voy a avisar a mis superiores».. —«Como queráis», dijo tranquilamente Thomas. Un chiquillo de unos ocho años cruzó por entre el grupo con una caja de madera al hombro. Era un cajón de municiones con marcas rusas en cuyo fondo habían fijado varios tornillos y clavado redondeles de cartón de colores. Una lata de conservas, unida al cajón por un alambre, colgaba de un costado y unas sujeciones mantenían enhiesta una larga varilla metálica: el chico llevaba alrededor del cuello unos cascos de radiotelegrafista auténticos. Se ajustó los cascos en las orejas, se puso el cajón en las rodillas, hizo girar los redondeles de cartón, manipuló los tornillos, se acercó la lata a la boca y llamó: «¡Kampfgruppe Adam para el cuartel general! ¡Kampfgruppe Adam para el cuartel general! ¡Contesten!». Lo repitió varias veces y, luego, liberó una oreja de los cascos, que le estaban grandes. «Los tengo a la escucha, Herr Generalmajor -le dijo al muchacho rubio mayor-. ¿Qué les digo?» Éste se volvió hacia Thomas: «jNombre y graduación!».. —«SS-Standartenführer Hauser, con destino en la
Sicherheitspolizei».
El muchacho se volvió hacia el niño de la radio: «Pregúntales si confirman la misión del Standartenführer Hauser, de la Sipo». El niño repitió el mensaje en la lata de conservas y esperó. Luego, dijo: «No saben nada de eso, Herr Generalmajor».. —«No me extraña -dijo Thomas con su pasmosa calma-. Nosotros despachamos directamente con el Führer. Dejadme que llame a Berlín y os lo confirmará personalmente».. —«¿Personalmente?», preguntó el chico que estaba al mando con una luz extraña en los ojos. —«Personalmente», repitió Thomas. Me quedé petrificado, la audacia de Thomas me dejaba helado. El chico rubio hizo un ademán y el niño se quitó los cascos y se los dio a Thomas, junto con la lata. «Hable. Diga: "adelante" al final de cada frase». Thomas se acercó los cascos a un oído y cogió la lata: «Berlín. Berlín. Hauser llamando a Berlín. Contesten». Lo repitió varias veces y, luego, dijo: «Informa el Standartenführer Hauser en cumplimiento de misión. Tengo que hablar con el Führer. Adelante. Sí, espero. Adelante». Los niños que nos rodeaban tenían los ojos clavados en él; al que se hacía llamar Adam se le estremecía levemente la mandíbula. Luego Thomas se cuadró, dio un taconazo y gritó en la lata: «¡Heil Hitler! Informa el Standartenführer Hauser de la
Geheime Staatspolizei,
mein Führer. Adelante». Hizo una pausa y siguió diciendo: «¡El Obersturmbannführer Aue y yo regresamos de la misión especial, mein Führer! Nos hemos encontrado con el Kampfgruppe Adam y pedimos confirmación de nuestra misión y de nuestra identidad. Adelante». Hizo otra pausa y, luego, dijo:
«Jawohl,
mein Führer. ¡Sieg Heil!». Y le alargó los cascos al chico del gabán de oficial: «Quiere hablar con usted, Herr Generalmajor».. —«¿Es el Führer?», dijo él con voz sorda.. —«Sí, no tenga miedo. Es un hombre bueno». El muchacho cogió despacio los cascos, se los pegó a las orejas, se puso rígido, alzó un brazo y gritó en la lata: «¡Heil Hitler! ¡Generalmajor Adam,
zu Befehl,
mein Führer! ¡Adelante!». Y luego:
«'Jawohl,
mein Führer!
¡Jawohl! ¡Jawohl!
¡Sieg Heil!». Cuando se quitó los cascos para devolvérselos al niño, tenía los ojos húmedos. «Era el Führer -dijo en tono solemne-. Confirma su identidad y su misión. Siento mucho lo de su chófer, pero hizo un gesto que no venía a cuento y nosotros qué sabíamos. Mi Kampfgruppe está a su disposición. ¿Qué necesitan?». —«Tenemos que regresar a nuestras líneas sanos y salvos para transmitir informaciones secretas de vital importancia para el Reich. ¿Puede ayudarnos?» El muchacho se apartó con otros cuantos y conferenció con ellos. Luego, volvió: «Vinimos por aquí para acabar con una concentración de fuerzas bolcheviques. Pero podemos acompañarlos hasta el Oder. Al sur, hay un bosque y pasaremos en las mismísimas narices de esos animales, Los ayudaremos».