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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (122 page)

BOOK: Las benévolas
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Volvía a hacer frío; nevó un poco, la terraza, el patio y el jardín estaban espolvoreados de nieve. No quedaba ya casi nada de comer, se me había acabado el pan; intenté hacer pan con la harina de Käthe, no sabía muy bien por dónde empezar, pero en un libro de cocina encontré una receta e hice varios panes, y les arrancaba pedazos y me los comía calientes, recién salidos del horno, al tiempo que comía cebollas crudas, que me dejaban el aliento asqueroso. Ya no quedaban ni huevos ni jamón, pero encontré en la bodega unos cajones de manzanitas verdes del verano anterior, un poco harinosas, pero dulces, y me pasaba el día comiéndolas y bebiendo tragos de aguardiente. La bodega, propiamente dicha, era inagotable. También quedaba paté, y cenaba paté, tocino frito con cebolla y los mejores vinos de Francia. Por la noche, volvió a nevar, borrascas fuertes; el viento, que venía del norte, pegaba lúgubremente contra la casa y los postigos mal sujetos golpeaban mientras la nieve daba en los cristales de las ventanas. Pero había leña de sobra, la estufa del dormitorio roncaba y se estaba bien en aquella habitación en la que me tendía desnudo, en la oscuridad que iluminaba la nieve, como si la tormenta me azotase la piel. Al día siguiente seguía nevando, se había calmado el viento y la nieve caía, densa y prieta, cubriendo los árboles y la tierra. Un bulto en el jardín me recordó los cuerpos tendidos en la nieve en Stalingrado; los veía con toda claridad: los labios azules, la piel del color del bronce con los pinchos de la barba, sorprendidos, pasmados en la muerte, pero tranquilos, casi apaciguados, el polo opuesto del cuerpo de Moreau bañado en la propia sangre encima de la alfombra, y del cuerpo con la nuca torcida de mi madre, tendida en la cama, imágenes atroces e insoportables; por mucho que me esforzaba, no podía detenerme en ellas y, para ahuyentarlas, subí con el pensamiento los peldaños del desván de la casa de Moreau y en él busqué refugio, me acurruqué en un rincón para esperar a que viniera mi hermana a reunirse conmigo y a consolarme, a mí, a su triste caballero de la cabeza rota.

Aquella noche tomé un largo baño caliente. Puse un pie, y luego el otro, en la repisa de la bañera y, enjugando la cuchilla de afeitar en el agua de la bañera, me afeité bien afeitadas ambas piernas. Me afeité, luego, las axilas. La cuchilla resbalaba por el vello tupido, untado de jabón de afeitar, que caía, en mechones sueltos, en el agua espumosa del baño. Me incorporé, cambié la cuchilla, puse el pie en el borde de la bañera y me afeité el sexo. Lo hice con mucho cuidado, sobre todo en las partes a las que costaba llegar, como en la entrepierna y entre las nalgas, pero se me fue la cuchilla y me corté precisamente detrás de las bolas, en el sitio en que la piel es más sensible. Cayeron tres gotas de sangre, una tras otra, en la espuma blanca del baño. Me di agua de colonia, escocía un poco, pero también me aliviaba la piel. Había pelos y espuma de afeitar flotando por toda el agua, cogí un cubo de agua fría para aclararme, se me puso carne de gallina, se me encogían las bolas. Al salir del baño, me miré en el espejo y aquel cuerpo espantosamente desnudo me parecía ajeno, tenía más parecido con el Apolo citaredo de París que conmigo. Me apoyé en el espejo con todo el cuerpo, cerré los ojos y me imaginé a mí mismo afeitándole el sexo a mi hermana, despacio, con delicadeza, estirando los repliegues de la carne con dos dedos para no cortarla y, luego, haciendo que se diera la vuelta y que se agachara un poco, para afeitarle los pelos ensortijados que rodeaban el ano. Después, ella venía a frotarse la mejilla contra mi piel desnuda, que el frío deslucía, me hacía cosquillas en los testículos encogidos, de niño pequeño, y me lamía la punta de la verga circuncisa con lengüetazos breves y desazonadores: «Casi me gustaba más cuando era de
este
tamaño», decía riéndose y separando el pulgar y el índice unos pocos centímetros, y yo la hacía enderezarse y le miraba el sexo desnudo, que le abultaba entre las piernas, prominente, y la cicatriz larga, que me seguía figurando en ese lugar, pero no llegaba hasta el sexo del todo, sino que tendía hacia él, y era el sexo de mi hermanita melliza, y, al verlo, me echaba a llorar.

Me tendí en la cama, me toqué mis partes de niño, que me hacía tan raro notar bajo los dedos, me puse bocabajo, me acaricié las nalgas, me toqué con suavidad el ano. Me esforzaba cuanto podía en imaginarme que esas nalgas eran las de mi hermana, las sobaba, les daba palmadas. Se reía. Yo seguía dándole azotes con la mano abierta; aquel trasero elástico me chascaba bajo las palmas, y a ella, con los pechos y la cara pegados a la cama, igual que yo, le entraba un ataque de risa incontrolable. Cuando me paré, tenía las nalgas encarnadas; no sé si las mías lo estaban de verdad, porque en aquella postura no podía pegar con fuerza, pero en aquella especie de escena invisible que me pasaba por la cabeza, las de ella lo estaban, veía cómo sobresalía, entre ambas, la vulva afeitada, blanca y rosa aún, y le hacía darse la vuelta, con las nalgas mirando hacia el espejo de pie y le decía: «Mira», y ella, sin dejar de reír, giraba la cabeza para verse y lo que veía le cortaba la risa y la respiración, como también me las cortaba a mí. Suspendido de mi pensamiento, flotando en aquel espacio oscuro y vacío en que sólo moraban nuestros cuerpos, alargaba despacio la mano hacia ella, con el índice apuntado, y le metía el dedo por la raja, que se entreabría como una herida mal cicatrizada. Entonces me colocaba por detrás de ella y, mejor que arrodillarme, me ponía en cuclillas para ver entre mis piernas y que ella pudiera ver también. Apoyándole una mano en la nuca descubierta -tenía la cabeza colocada encima de la cama y miraba por entre sus piernas-, yo me cogía la verga con la otra mano y empujaba para que entrara entre los labios de su sexo: en el espejo, si volvía la cabeza, podía ver perfectamente cómo entraba mi verga en la vulva infantil y, más abajo, su rostro del revés, abotargado de sangre, repulsivo. «Para, para -se quejaba-, que no es así como se hace», y entonces yo la empujaba hacia delante para que el cuerpo le quedara otra vez estirado encima de la cama, aplastado bajo el mío, y la poseía así, con las dos manos en su nuca alargada, y ella jadeaba mientras mi goce saltaba en un estertor. Luego, me extirpaba de ella y rodaba por la cama, y ella lloraba como una niña: «No es así como se hace», y entonces yo me echaba a llorar también y le acariciaba la mejilla: «¿Cómo se hace?», y ella se tendía sobre mí y me besaba el rostro, los ojos, el pelo. «No llores, no llores, que te lo voy a decir»; se tranquilizaba, yo me tranquilizaba también, y ya estaba a horcajadas encima de mí, con el vientre y la vulva lisa me frotaba el vientre, se incorporaba, se acuclillaba para quedarse sentada en mis caderas, con las rodillas levantadas y con el sexo hinchado, como algo ajeno y decorativo que llevase pegado al cuerpo, puesto encima de mi abdomen; empezaba a frotarlo, y se entreabría, y salía de él esperma, mezclado con sus propias secreciones, con las que me embadurnaba el vientre, de cara a mí, besándome el vientre con la vulva como si fuera una boca; yo me enderezaba y la agarraba por la nuca y, apoyándome contra ella, la besaba en la boca; y ahora me presionaba con las nalgas la verga, que se me ponía dura, me empujaba para tumbarme de espaldas y apoyándome una mano en el pecho y siempre en cuclillas, me guiaba la verga con la otra mano y se empalaba en ella. «Así -decía-. Así». Se movía de adelante atrás, dando sacudidas, con los ojos cerrados, y yo le miraba el cuerpo y buscaba, bajo los pechos y la curva redonda de las caderas, su cuerpecito Uso de antaño, atontado, como si me hubieran dado un golpe en la nuca. El orgasmo seco y crispado, casi sin esperma, me abrió de arriba abajo como un cuchillo de pescado; ella seguía lanzándose sobre mí, con la vulva como una concha abierta que se prolongaba en la larga cicatriz recta que le dividía el vientre, y ahora todo formaba una única raja larga, que mi sexo abría hasta el ombligo.

Nevaba en la oscuridad de la noche, pero yo seguía errabundo por aquel espacio sin límites en donde reinaba mi pensamiento como dueño y señor, haciendo y deshaciendo las formas con una libertad absoluta que, no obstante, no dejaba de topar contra los límites de los cuerpos: el mío, real y material, y el suyo, figurado y, por lo tanto, inagotable, en un vaivén errático que me dejaba cada vez más vacío, más febril y más desesperado. Sentado en la cama, desnudo, extenuado, bebía aguardiente y fumaba, y la mirada se me iba, desde el exterior, de mis rodillas rojas, mis manos largas de venas aparentes, mi sexo, encogido en la parte baja del vientre y levemente abombado, hacia el interior, en donde se paseaba por su cuerpo dormido, tumbado bocabajo, con la cabeza vuelta hacia mí y las piernas estiradas, como una niña. Le apartaba despacio el pelo y le dejaba al aire la nuca, aquella hermosa nuca vigorosa, y entonces me volvía el pensamiento, como me había sucedido por la tarde, al cuello estrangulado de nuestra madre, de aquella que nos había llevado juntos en el vientre; le acariciaba la nuca a mi hermana e intentaba, con gran seriedad y aplicación, imaginarme retorciéndole el cuello a mi madre, pero resultaba imposible, la imagen no acudía, no había en mí rastro alguno de una imagen así, se negaba con obstinación a tomar cuerpo en ese espejo que yo estaba mirando en mi fuero interno, en aquel espejo no se reflejaba nada, seguía vacío incluso cuando le metía a mi hermana las dos manos bajo el pelo y me decía: Ah, mis manos en la nuca de mi hermana, Ah, mis manos en el cuello de mi madre. No, nada, no había nada. Me vinieron escalofríos y me tumbé en un extremo de la cama con las rodillas pegadas al pecho. Después de un rato muy largo, abrí los ojos. Ella estaba echada cuan larga era, con una mano en el vientre y las piernas separadas. Tenía la vulva a la altura de mi cara. Los labios menores asomaban algo de la carne pálida y abombada. Aquel sexo me miraba, me espiaba como una cabeza de Gorgona, como un cíclope inmóvil cuyo ojo único no parpadea jamás. Poco a poco, aquella mirada muda me caló hasta la médula. Se me aceleró la respiración y alargué la mano para ocultar el ojo, ya no lo veía, pero él me seguía viendo y me desnudaba (aunque ya estaba desnudo). Si por lo menos consiguiera empalmarme, pensaba, podía usar la picha como una estaca endurecida al fuego y cegar a aquel Polifemo que me convertía en Nadie. Pero mi verga seguía inerte y yo estaba como tocado de estupor. Alargué el brazo, estiré el dedo medio y lo introduje en aquel ojo gigantesco. Las caderas se movieron levemente, pero nada más. No sólo no lo había reventado, sino que, antes bien, lo había desorbitado, liberando la mirada del otro ojo que se ocultaba detrás. Se me ocurrió entonces una idea: saqué el dedo y, propulsándome con los antebrazos, arrimé la frente a aquella vulva, apoyando mi cicatriz en el agujero. Ahora era yo quien miraba por dentro, quien rebuscaba en las profundidades de aquel cuerpo con mi tercer ojo resplandeciente, mientras su ojo único resplandecía hacia mí y, de esa forma, nos cegábamos mutuamente: gocé sin moverme, en un desmesurado salpicar de luz blanca, mientras ella gritaba: «¿Qué haces? ¿Qué haces?», y yo me reía a mandíbula batiente, y el esperma me seguía brotando de la verga en largos chorros; exultante, le mordía la vulva a dentelladas para tragármela, y al fin se me abrían los ojos y todo se les hacía inteligible y lo veían todo.

Por la mañana, había bajado una niebla espesa y lo había tapado todo. Desde el dormitorio, no veía ni el paseo de abedules, ni el bosque, ni siquiera el final de la terraza. Abrí la ventana; otra vez se oían caer las gotas desde el tejado y el maullido de un cernícalo, allá lejos, en el bosque. Bajé descalzo a la planta baja y salí a la terraza. Noté en los pies el frío de la nieve de las baldosas, el frescor del aire me ponía carne de gallina, fui a apoyarme a la balaustrada de piedra. Si me daba la vuelta, no veía ni la fachada de la casa siquiera, y la prolongación de la balaustrada desaparecía entre la niebla; me daba la impresión de que estaba flotando, aislado de todo. Un bulto en la nieve del jardín, quizá el mismo que había entrevisto la víspera, me llamó la atención. Me incliné para verlo mejor; la niebla lo velaba a medias, volvía a recordarme a un cuerpo, pero más bien al de la joven ahorcada de Jarkov, tendido en la nieve de los jardines de los Sindicatos, a quien los perros habían roído un pecho. Tiritaba y tenía picores en la piel, el frío me ponía la epidermis muy sensible; el sexo desnudo y afeitado, el frescor del aire y la niebla me daban una sensación de desnudez fabulosa, una desnudez absoluta, cruda casi. Ahora el bulto había desaparecido, debía de ser un repliegue del terreno; me olvidé de él y apoyé el cuerpo contra la balaustrada dejando que los dedos me recorrieran la piel. Apenas si me di cuenta cuando la mano empezó a sobarme le verga, pues casi no alteraba las sensaciones que, poco a poco, me iban pelando la carne y, luego, deshojando los músculos y me quitaban, después, los mismísimos huesos para dejar sólo algo que no se podía nombrar y que, por reflexión, se daba placer a sí mismo como a ese otro algo, idéntico pero un tanto desfasado, no un algo opuesto, sino que se confundía con el otro en aquello en que se oponían. Me dio una descarga, cuando gocé, que me hizo salir despedido hacia atrás y me derribó en las baldosas cubiertas de nieve de la terraza, en donde me quedé, atontado y con todos los miembros temblorosos. Me parecía que por la niebla rondaba una forma, muy cerca de mí, una forma femenina, oí alaridos, que me parecían lejanos, pero debían de ser los míos, y, al tiempo, sabía que todo aquello estaba transcurriendo en silencio, y que no me salía de la boca ni un sonido que pudiera turbar aquella mañana tan gris. La forma salió de la niebla y vino a tenderse sobre mí. El frío de la nieve me hincaba el diente en los huesos. «Somos nosotros -le dije, en susurros, en el laberinto de la oreja pequeña y redonda-. Somos nosotros». Pero la forma seguía muda, y yo sabía que seguía siendo yo, sólo yo. Me levanté y volví a entrar en la casa, tiritaba; me revolqué por la alfombra, con respiración anhelante, para secarme. Luego bajé a la bodega. Sacaba las botellas al azar y soplaba para leer las etiquetas; las densas nubes de polvo me hacían estornudar. El olor frío y húmedo de aquella bodega me impregnaba la nariz; la planta de los pies disfrutaba de la sensación fría y húmeda, casi resbaladiza, del suelo de tierra pisada. Me detuve al llegar a una botella y la abrí con un sacacorchos que colgaba de un bramante, bebí a morro, me corría el vino desde los labios hasta la barbilla y el pecho, otra vez estaba empalmado, la forma estaba ahora detrás de los estantes y oscilaba despacio, le ofrecí vino, pero no se movió, entonces me tendí en la tierra pisada y ella vino a acuclillarse encima de mí; seguí bebiendo de la botella mientras se aprovechaba de mí; le escupí un chorro de vino, pero no se dio por enterada, seguía con su vaivén a trompicones. Y yo, ahora, gozaba cada vez de forma más agria, más áspera, más acida; los pelos diminutos que me estaban volviendo a crecer me irritaban la carne y la verga y, cuando luego, enseguida, se me deshinchaba, le abultaban las gruesas venas verdes bajo la piel roja y arrugada y la red de venillas de color violeta. Y, no obstante, no podía dejarlo, corría torpemente por la gran casa, por los dormitorios, por los cuartos de baño, intentando excitarme por todos los medios, pero sin gozar, porque ya no podía. Jugaba a esconderme, aunque sabía que no había nadie para encontrarme; no tenía ya mucha idea de lo que estaba haciendo, seguía los impulsos de mi cuerpo estupefacto; continuaba teniendo la mente clara y transparente, pero el cuerpo se refugiaba en su opacidad y su debilidad; cuanto más ajetreo le daba, menos me servía de tránsito y más se convertía en obstáculo; lo maldecía, y también intentaba hacerle trampas a aquella pastosidad, pinchándola y excitándola hasta la demencia, pero con una excitación fría, casi sin sexo. Caía en todo tipo de obscenidades pueriles; en uno de los cuartos de servicio, me arrodillaba en la estrecha cama y me plantaba una vela en el culo, la encendía como buenamente podía y la cambiaba de posición para que me cayeran goterones de cera caliente en las nalgas y en la cara interna de los testículos, y berreaba con la cabeza aplastada contra el bastidor de hierro; luego, cagaba en cuclillas en las tazas turcas, en el oscuro cuchitril de los criados, no me limpiaba, sino que me la meneaba de pie en la escalera de servicio, frotándome contra la barandilla las nalgas llenas de mierda cuyo olor me asaltaba la nariz y me descomponía la cabeza, y, al gozar, estaba a punto de rodar las escaleras y me agarraba in extremis, riéndome, y miraba los rastros de mierda en la madera y la limpiaba primorosamente con un mantelito de encaje que había cogido del cuarto de invitados. Me crujían los dientes, apenas soportaba tocarme, me reía como un loco y, por fin, me quedé dormido tirado en el suelo del pasillo. Cuando me desperté, estaba hambriento, me zampé cuanto pude encontrar y me bebí otra botella de vino. Fuera, la niebla lo velaba todo, aún debía de ser de día, pero era imposible calcular la hora. Abrí el desván, estaba oscuro, polvoriento, lleno de un olor almizclado; dejaba, al pisar, grandes huellas en el polvo. Había cogido unos cinturones de cuero, que pasé por encima de una viga, y me puse a enseñarle a la sombra, que me había seguido discretamente, cómo me ahorcaba en el bosque cuando era pequeño. Con la presión del cuello me empalmaba otra vez, y perdía el tino; para no asfixiarme, tenía que ponerme de puntillas. Me masturbé así muy deprisa, frotando el glande untado de saliva, hasta que el esperma cruzó el granero, sólo unas pocas gotas, pero salieron disparadas con una fuerza tremenda; cedí con todo mi peso al goce y, si la forma no me hubiera sostenido, me habría ahorcado de verdad. Por fin me descolgué y me desplomé entre el polvo. La forma, a cuatro patas, me olfateaba el miembro flaccido igual que un animalillo ávido y levantaba la pierna para enseñarme la vulva, pero eludía mis manos cuando yo se las acercaba. Tardaba en empalmarme demasiado para su gusto y me apretó el cuello con uno de los cinturones; cuando por fin se me empinó la verga, me liberó el cuello, me ató los pies y se encajó en mí. «Ahora te toca a ti -dijo-. Apriétame el cuello». Le agarré el cuello con las manos e hice fuerza con los dos pulgares mientras ella doblaba las piernas y, apoyando los pies en el suelo, iba y venía encima de mi verga dolorida. Le brotaba la respiración de entre los labios con un silbido agudo, apreté más, se le estaba hinchando la cara y poniéndosele de un tono carmesí que espantaba la vista, el cuerpo seguía blanco, pero la cara estaba roja como la carne cruda, le asomaba la lengua entre los dientes, ya no podía soltar ni un estertor y, cuando gozó, se orinó encima, mientras me hundía las uñas en las muñecas, y yo empecé a berrear, a vociferar y a darme de cabezazos contra el suelo; había perdido toda capacidad de control, me daba golpes en la cabeza y sollozaba, no de espanto, porque aquella forma hembra, que nunca quería seguir siendo la de mi hermana, me hubiera meado; no era por eso, sino porque, al verla gozar y orinar, estrangulada, volvía a ver a las ahorcadas de Jarkov que, al asfixiarse, se lo hacían todo encima de los transeúntes; había visto a aquella muchacha a la que habíamos ahorcado un día de invierno en el parque, detrás de la estatua de Shevshenko, una muchacha joven y sana y resplandeciente de vida; ¿había gozado acaso cuando la ahorcamos y mientras se cagaba en las bragas, mientras se debatía y pataleaba, estrangulada?, ¿gozaba?, ¿y había siquiera gozado antes, era muy joven, había sabido lo que era aquello antes de que la ahorcásemos?, ¿con qué derecho la habíamos ahorcado, cómo se podía ahorcar a aquella muchacha?, y sollozaba interminablemente, y me destrozaba su recuerdo, el recuerdo de mi Virgen de las Nieves; no eran remordimientos, no tenía remordimientos, no me sentía culpable, no pensaba que las cosas deberían o podrían haber sido de otra manera; era sólo que entendía lo que significaba ahorcar a una muchacha, la habíamos ahorcado igual que un carnicero degüella a un buey, sin pasión, porque había que hacerlo, porque había hecho una tontería y tenía que pagarla con la vida, tal era la regla del juego, de nuestro juego, pero la muchacha a la que habíamos ahorcado no era ni un cerdo, ni un buey a los que se mata sin pensar porque queremos comernos la carne, era una joven que había sido una niña, una niña feliz quizá, y que estaba entrando en la vida, en una vida llena de asesinos a los que no había sabido eludir, una muchacha igual que mi hermana, como quien dice, la hermana de alguien quizá, de la misma forma que yo también era el hermano de alguien, y una crueldad así no tenía nombre, fuere cual fuere su necesidad objetiva se lo cargaba todo, si se podía hacer algo así, si podía ahorcarse a una muchacha así, entonces era que se podía hacer todo, no había ya seguridad en nada, mi hermana podía un día mear tan tranquila en el retrete y, al día siguiente, soltar los orines mientras se asfixiaba en la punta de una cuerda, aquello no tenía sentido alguno, y por eso lloraba, ya no entendía nada de nada y quería estar solo para no entender ya nunca nada.

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