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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (118 page)

BOOK: Las benévolas
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Madrugué y crucé la casa vacía y silenciosa. En la cocina, encontré pan, mantequilla, miel, café, y desayuné. Fui, luego, al salón y pasé revista a los libros de las estanterías. Había muchos volúmenes en alemán, pero también en inglés, en italiano, en ruso; acabé por decidirme, con un arrebato de gozo, por
L'éducation sentimentale,
que encontré en francés. Me acomodé junto a una ventana y estuve leyendo unas cuantas horas, alzando de vez en cuando la cabeza para mirar los bosques y el cielo gris. A eso de las doce, me preparé una tortilla de tocino y comí en la mesa vieja de madera que había en un rincón de la cocina, sirviéndome cerveza que bebía a grandes tragos. Me hice café y fumé un cigarrillo y, luego, decidí dar un paseo. Me puse el gabán de oficial sin abrochármelo: todavía estaba la temperatura templada, la nieve no se derretía, sino que se estaba poniendo dura y se acartonaba y encogía. Crucé el jardín y me metí en el bosque. Los pinos estaban bastante separados y eran muy altos; crecían y, arriba del todo, volvían a cerrarse como una dilatada bóveda apoyada en columnas. Acá y acullá había aún placas de nieve, el suelo que quedaba al descubierto era duro, rojo y con una alfombra de agujas secas que crujían al pisarlas. Salí a una trocha arenosa, una línea recta entre los pinos. Había en el suelo marcas de roderas de carro; a la orilla de la vereda, de trecho en trecho, se amontonaban pulcramente troncos partidos. Esa vereda iba a parar a un río gris, de unos diez metros de ancho; en la otra orilla, iba cuesta arriba un campo arado, cuyos surcos negros rayaban la nieve, y tropezaba con un hayedo. Giré a la derecha y me metí en el bosque, siguiendo el curso del río que corría con un suave rumor. Según andaba, me imaginaba que Una caminaba conmigo. Llevaba una falda de lana, botas, una chaqueta masculina de cuero y el gran chal de punto. La veía andar delante de mí, con paso seguro y tranquilo; la miraba y me empapaba del movimiento de los músculos de los muslos, de las nalgas, de la espalda altiva y recta. No podía concebir nada más noble ni más hermoso. Más allá, robles y hayas se mezclaban con los pinos, el suelo se volvía pantanoso, cubierto de hojas muertas que rezumaban agua, a través de las que se hundían los pies en un barro aún duro por el frío. Pero, un poco más lejos, el suelo subía en una leve pendiente y volvía a ser seco y grato de pisar. Aquí no había casi más que pinos, delgados y rectos como flechas, madera joven, árboles plantados recientemente, después de una tala. Y, más allá, el bosque se abría, al fin, en un prado de hierba prieta, frío, casi sin nieve, a un nivel más alto que las aguas quietas del lago. A la derecha, veía unas cuantas casas pequeñas, la carretera, la cresta del istmo, coronada de pinos y de abedules; sabía que el río se llamaba Drage y que iba de ese lago al Dratzig-See, y seguía luego hacia el Króssin-See, en donde había una escuela SS, cerca de Falkenburg. Miraba la superficie gris del lago; alrededor, había el mismo paisaje ordenado de tierra negra y bosques. Seguí por la orilla hasta el pueblo. Un campesino me llamó, desde su jardín, y crucé unas palabras con él; estaba preocupado, les tenía miedo a los rusos; yo no podía darle noticias concretas, pero sabía que tenía razón en sentir miedo. Tiré hacia la izquierda por la carretera y subí despacio la larga cuesta, entre los dos lagos. Corría entre taludes elevados que me tapaban la vista del agua. En la cima del istmo, trepé por el montículo y pasé entre los árboles, apartando las ramas, hasta que llegué a un lugar desde el que se domina, desde bastante altura, toda un bahía que, más allá, se dilata en anchas superficies irregulares. La quietud de las aguas y de los bosques negros de la otra orilla daban al paisaje un aspecto solemne y misterioso, como si se tratase de un reino más allá de la vida, pero, no obstante, más acá de la muerte todavía, una tierra intermedia. Encendí un cigarrillo y miré el lago. Me volvía a la memoria una conversación de la infancia, o más bien de la adolescencia: mi hermana me contó un día un antiguo mito de Pomerania, la leyenda de Viñeta, una ciudad hermosa y arrogante que se hundió en el Báltico, cuyas campanas oían sonar aún los pescadores a mediodía y que a veces se decía que estaba en las inmediaciones de Kolberg. Aquella ciudad grande y opulenta, me explicó mi hermana con infantil seriedad, se perdió por culpa del deseo desenfrenado de una mujer, la hija del rey. Muchos marinos y caballeros acudían a beber y a divertirse, hombres hermosos y fuertes, rebosantes de vida. Todas las noches, la hija del rey se iba disfrazada por la ciudad, bajaba hasta las posadas, hasta los tugurios más sórdidos y escogía a un hombre. Se lo llevaba a palacio y lo amaba durante toda la noche; por la mañana, el hombre había muerto de agotamiento. Ni uno, por robusto que fuera, resistía aquel deseo insaciable. Y ella mandaba que tirasen el cadáver al mar, a una bahía que azotaban las tempestades. Pero no poder saciar el deseo que sentía no hacía sino exacerbar su inmensidad. La veían paseando por la playa y cantándole al océano, a quien quería hacer el amor. Sólo el océano, cantaba, sería lo bastante fornido y potente para calmar su deseo. Una noche, por fin, no pudo resistir más y salió desnuda de palacio dejando en la cama el cadáver de su último amante. Era una noche de tempestad y el océano castigaba los diques que protegían la ciudad. Fue hasta el espigón y abrió la gran puerta de bronce que su padre había mandado colocar allí. El océano entró en la ciudad, cogió a la princesa, la convirtió en su mujer, y se quedó con la ciudad anegada, como importe de la dote. Cuando Una acabó de contar la historia, le hice notar que era como la leyenda francesa de la ciudad de Ys. «Sí -me replicó con tono altanero-, pero ésta es más bonita».. —«Si la he entendido bien, lo que cuenta es que el orden de la ciudad es incompatible con el placer insaciable de las mujeres».. —«Yo diría más bien el placer desmedido de las mujeres. Pero lo que estás sacando es una moraleja de hombre. Yo creo que todas esas ideas, la mesura, la moral, las inventaron los hombres como compensación por lo limitado de su placer. Pues los hombres saben hace mucho que su placer no podrá compararse nunca con el placer que padecemos nosotras, y ese placer es de un orden diferente».

Por el camino de vuelta, me sentía como una concha vacía, como un autómata. Me acordaba del espantoso sueño de la noche anterior, intentaba imaginarme a mi hermana con las piernas cubiertas de una diarrea líquida y pegajosa, con un apestoso olor abominablemente dulce. También las mujeres evacuadas de Auschwitz, esqueléticas, acurrucadas bajo las mantas, tenían las piernas cubiertas de mierda, unas piernas que parecían palos; a las que se paraban para defecar las ejecutaban, tenían que cagar mientras andaban, como los caballos. Mi hermana cubierta de mierda habría sido aún más hermosa, solar y pura bajo aquel fango que no la habría tocado, que habría sido incapaz de mancillarla. Yo me habría acurrucado entre sus piernas maculadas como un niño de pecho hambriento de leche y de amor, como un niño desvalido. Aquellas ideas me dejaban arrasado el pensamiento, no podía quitármelas de la cabeza, me costaba respirar y no entendía qué era lo que se apoderaba de mí de forma tan brutal. Ya en casa, vagabundeé sin meta por los pasillos y las habitaciones, abriendo y cerrando las puertas al azar. Quise abrir las de los aposentos de Von Üxküll, pero me detuve en el último momento, con la mano en el picaporte; me lo impedía una sensación de apuro indecible, como cuando, de muy pequeño, me metía en el despacho de mi padre, cuando no estaba, para acariciar sus libros y jugar con sus mariposas. Subí al primer piso y entré en el dormitorio de Una. Abrí deprisa los postigos, empujándolos con gran estruendo de madera. Desde las ventanas, se veía, por un lado, el patio y, por el otro, la terraza, el jardín y el bosque, más allá del cual se divisaba una esquina del lago. Me senté en el arcón que había al pie de la cama, enfrente del espejo grande. Contemplé al hombre que tenía ante mí en el espejo, un individuo flojo, cansado, cetrino, con la cara abotargada de resentimiento. No lo reconocía, no podía ser yo, y, sin embargo, sí que lo era. Me enderecé, erguí la cabeza, pero no fue mucha la diferencia. Me imaginé a Una de pie ante ese espejo, desnuda o con un vestido; debía de parecerse fabulosamente guapa, y qué suerte tenía al poder mirarse así, al poder fijarse detalladamente en su hermoso cuerpo; pero quizá, no, quizá no veía aquella belleza, quizá era invisible para sus propios ojos, quizá no se daba cuenta de la singularidad enloquecedora, del escándalo de aquellos pechos y de aquel sexo, de aquello que llevaba entre las piernas y no se puede ver, pero que cela con gran cuidado todo su esplendor; quizá lo único que notaba de su cuerpo era que tenía peso y que envejecía despacio, con una leve tristeza, o, como mucho, con un dulce sentimiento de complicidad familiar, y nunca la acritud del deseo despavorido: Mira, ahí no hay
nada
que ver. Me levanté, respirando con dificultad, y fui a mirar por la ventana, hacia el bosque. Ya me había pasado el calor fruto de la larga caminata; me parecía que la habitación estaba helada, tenía frío. Me volví hacia el secreter pegado a la pared, entre las dos ventanas que daban al jardín e intenté abrirlo como quien no quiere la cosa. Estaba cerrado con llave. Bajé, fui a por un cuchillo grande a la cocina, llené de leña menuda el leñero, cogí también la botella de coñac y un vaso y subí. En el dormitorio, me serví un trago, bebí un poco y me puse a encender la estufa grande que estaba sellada con cemento en el rincón. Cuando el fuego prendió bien, me incorporé e hice saltar con el cuchillo la cerradura del secreter. Cedió enseguida. Me senté, con el vaso de coñac junto a mí, y rebusqué en los cajones. Había todo tipo de objetos y de papeles, joyas, algunas conchas exóticas, fósiles, correspondencia de negocios que leí por encima sin fijarme mucho, cartas dirigidas a Una desde Suiza y que hablaban sobre todo de cuestiones de psicología mezcladas con cotilleos anodinos, alguna cosa más. En un cajón, metido en un portafolios pequeño de cuero, encontré un fajo de cuartillas de su puño y letra, borradores de cartas dirigidas a mí, pero que nunca me envió. Con el corazón palpitante, despejé el buró metiendo de cualquier manera las demás cosas en los cajones y extendí las cartas como un abanico de naipes. Dejé correr los dedos por encima y escogí una, al azar, a lo que me pareció, pero no debió de ser del todo casualidad, la carta estaba fechada el 28 de abril de 1944 y empezaba así:
Querido Max, hace hoy un año que murió mamá. Nunca me has escrito, nunca me dijiste nada de lo que pasó, nunca me explicaste nada...
Aquí se interrumpía la carta, leí por encima otras, deprisa; todas parecían estar inconclusas. Bebí entonces un sorbo de coñac y me puse a contárselo todo a mi hermana, exactamente como lo he escrito aquí, sin omitir nada. Me llevó un buen rato; cuando acabé la luz se estaba yendo de la habitación. Cogí otra carta y me levanté para acercarla a la ventana. Esta hablaba de nuestro padre, y la leí de un tirón, con la boca seca y crispado de angustia. Mi hermana decía que mi resentimiento hacia nuestra madre por el asunto de nuestro padre había sido injusto, que nuestra madre tuvo una vida difícil por su culpa, por su frialdad, por sus ausencias, por su marcha final, inexplicada. Me preguntaba si acaso me acordaba siquiera de cómo era. En realidad, me acordaba de pocas cosas, recordaba su olor, su sudor, cómo nos abalanzábamos encima de él para atacarlo cuando estaba leyendo en el sofá, y cómo nos cogía entonces en brazos riendo a carcajadas. Una vez tuve tos y me hizo tomar una medicina que vomité en el acto encima de la alfombra; me moría de vergüenza, temía que se enfadara, pero fue muy cariñoso, me consoló y, luego, limpió la alfombra. La carta seguía; Una me explicaba que su marido había conocido a nuestro padre en Curlandia, que nuestro padre, como me había dicho el juez Bormann, estaba al mando de un Freikorps. Von Üxküll mandaba otra unidad, pero lo conocía bien.
Berndt dice que era una fiera desatentada,
escribía mi hermana.
Un hombre sin fe y sin control. Hacía que crucificasen en los árboles a las mujeres violadas, y él mismo arrojaba a los niños vivos dentro de los pajares incendiados, entregaba a los enemigos capturados a sus hombres, que eran como bestias fuera de sí, y reía y comía mientras miraba cómo los torturaban. En el mando, era obstinado y corto de mollera y no hacía caso de lo que decía nadie. Toda el ala que se suponía que tenía que defender en Mitau cayó por su arrogancia, por retirar al ejército de forma precipitada. Ya sé que no me vas a creer,
añadía,
pero es la verdad; piensa lo que quieras.
Espantado y presa de la rabia, arrugué la carta e hice ademán de romperla, pero me contuve. La arrojé encima del secreter y esbocé unos cuantos movimientos por la habitación, quise irme, regresé, titubeaba, bloqueado por una catarata de impulsos divergentes; bebí por fin un poco de coñac y eso me calmó un tanto; cogí la botella para seguir bebiendo en el salón.

Käthe había llegado y estaba haciendo la cena, entraba y salía de la cocina; no quería verla. Volví al vestíbulo y abrí la puerta de los aposentos de Von Üxküll. Constaban de dos habitaciones amplias, de un gabinete de trabajo y de un dormitorio, todo amueblado con gusto, muebles antiguos y recios, de madera oscura, alfombras orientales, objetos sencillos de metal, un cuarto de baño equipado de forma específica, adaptado seguramente a su parálisis. Mirando todo aquello, volvía a notar una intensa sensación de apuro, pero, al tiempo, me daba igual. Di una vuelta por el cuarto de trabajo, no había objeto alguno que estorbara encima del gran escritorio de madera maciza, que no tenía silla; en las estanterías, sólo había partituras, de todo tipo de compositores, ordenadas por países y por períodos, y, aparte, un montoncito de partituras encuadernadas, sus propias obras. Abrí una y miré las series de notas, una abstracción para mí, que no sabía leerlas. En Berlín, Von Üxküll me había hablado de una obra que tenía en proyecto, una fuga o, como había dicho, una secuencia de variaciones seriales en forma de fuga. «Todavía no sé si eso en lo que pienso es posible en realidad», dijo. Cuando le pregunté por el tema, torció el gesto: «No es música romántica. No hay tema. Es un estudio nada más».. —«¿Y qué destino piensa darle?». —«Ninguno. Ya sabe que en Alemania no interpretan mis obras. Lo más seguro es que nunca lo oiga interpretado».—
«¿Y
para qué lo escribe entonces?» Sonrió, una ancha sonrisa placentera: «Para haberlo hecho antes de morirme».

Entre las partituras, había, por supuesto, obras de Rameau, de Couperin, de Forqueray, de Balbastre. Saqué algunas de las estanterías y las hojeé, mirando los títulos, que conocía bien. Estaba la
Gavota, seis variaciones
de Rameau, y, al mirar la página, la música acudió enseguida a sonarme en la cabeza, clara, jubilosa, cristalina, como el galope de un caballo de raza lanzado por la llanura rusa, en invierno, tan veloz que los cascos sólo rozan la nieve y no dejan ni el menor rastro. Pero por más que clavase la vista en esa página, no podía relacionar aquellos trinos embrujadores con los signos trazados en ella. Von Üxküll, al final del almuerzo de Berlín, volvió a mencionar a Rameau. «Con razón le gusta a usted esa música -dijo-. Es una música lúcida y soberana. Nunca pierde la elegancia, pero está siempre plagada de sorpresas, e incluso de celadas; es lúdica, alegre, de una gaya ciencia que no descuida ni las matemáticas ni la vida». También había defendido a Mozart con palabras peculiares: «Durante mucho tiempo le hice de menos. De joven, me parecía un hedonista con muchas dotes, pero sin hondura. Pero quizá era mi propio puritanismo quien lo juzgaba así. Según envejezco, voy empezando a creer que es posible que tuviera un sentimiento de la vida tan fuerte como el de Nietzsche, y que su música sólo parece sencilla porque la vida, en resumidas cuentas, es bastante sencilla. Pero todavía no lo he acabado de decidir, tengo que seguir oyéndolo».

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