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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (119 page)

BOOK: Las benévolas
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Ya se marchaba Käthe y fui a cenar; me volví a beber sin empacho una de las maravillosas botellas de Von Üxküll. La casa empezaba a parecerme familiar y cálida. Käthe había vuelto a encender el fuego de la chimenea, la sala estaba gratamente caldeada, me sentía apaciguado, en términos de amistad con todo aquello, con aquel fuego, con aquel buen vino e incluso con el retrato del marido de mi hermana, colgado encima de aquel piano que yo no sabía tocar. Pero aquellos sentimientos no duraron. Después de cenar, quité la mesa y me serví un trago de coñac, me acomodé delante de la chimenea e intenté leer a Flaubert, pero no lo conseguí. Me atormentaban demasiadas cosas sordas. Estaba empalmado y me venían ideas de desnudarme e irme a explorar aquella casa tan grande, oscura, fría y silenciosa, un ámbito amplio y libre, pero también privado y lleno de secretos, igual que la casa de Moreau cuando éramos niños. Y en pos de aquel pensamiento venía otro, su doble oscuro, el del ámbito cuadriculado y vigilado de los campos: la promiscuidad de los barracones, el hormigueo en las letrinas colectivas, ningún lugar donde se pudiera tener un momento humano, a solas o entre dos. Hablé de ello una vez con Höss, quien me afirmó que, pese a todas las prohibiciones y las precauciones, los presos seguían teniendo actividad sexual, no sólo los kapos son sus
Pipel
o las lesbianas entre sí, sino hombres y mujeres; los hombres sobornaban a los guardias para que les trajeran a su amante, o se colaban en el
Frauenlager
con un Kommando de trabajo, y se arriesgaban a la muerte por una conmoción veloz, por un roce de dos pelvis descarnadas, por un breve contacto de dos cuerpos afeitados y piojosos. Me impresionó mucho aquel erotismo imposible, abocado a morir aplastado bajo las botas de clavos de los guardias, la cara opuesta, en su desesperanza, del erotismo libre, solar y transgresor de los ricos, pero también, quizá, su verdad oculta, que deja constancia solapada y tenazmente de que todo amor verdadero se orienta de forma inevitable a la muerte y, en su deseo, no tiene en cuenta la miseria de los cuerpos. Pues el hombre tomó en bruto y sin aderezos los hechos que recibe toda criatura sexuada y construyó con ellos una imaginería ilimitada, turbia y honda, el erotismo, que, más que cualquier otra cosa, lo diferencia de los animales, y otro tanto hizo con la idea de la muerte, aunque, curiosamente, esa imaginería no tiene nombre (a lo mejor podríamos llamarla
fanatismo):
y son esas imaginerías, esos juegos de obsesiones mil veces rumiadas, y no la cosa en sí, lo que se convierte en el motor desenfrenado de nuestra sed de vida, de conocimiento, de descuartizamiento del propio ser. Seguía teniendo en las manos
L'éducation sentimentale,
encima de las piernas, casi en contacto con el sexo, olvidado, y dejaba que aquellos pensamientos de necio trastornado me dieran vueltas por la cabeza, mientras se me llenaban los oídos del latir angustiado del corazón.

Por la mañana, estaba más tranquilo. Volví a intentar leer en el salón, tras desayunar pan y café, pero el pensamiento volvía a derivar, se desentendía de las tribulaciones de Frédéric y de Madame Arnoux y se largaba a otra parte. Me preguntaba: ¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Qué quieres exactamente? ¿Esperar a que vuelva Una? ¿Esperar a que llegue un ruso y te degüelle? ¿Suicidarte? Me acordaba de Héléne. Ella y mi hermana, me dije, eran las dos únicas mujeres, dejando aparte unas cuantas enfermeras, que me habían visto desnudo. ¿Qué vio Héléne? ¿Qué pensó al verlo? ¿Qué veía en mí que yo no veía y que mi hermana no quería ya ver desde hacía tiempo? Pensaba en el cuerpo de Héléne, la había visto muchas veces en traje de baño, tenía unas formas más estilizadas y más vigorosas que las de mi hermana y unos pechos más menudos. Las dos tenían la piel igual de blanca, pero aquella blancura realzaba el pelo negro y abundante de mi hermana, mientras que, en Héléne, hallaba una prolongación en la suavidad rubia de la melena. También el sexo debía de ser suave y rubio, pero en eso no quería pensar. Un asco repentino me atenazó de pronto la garganta. Me decía: El amor ha muerto, el amor único ha muerto. No debería haber venido, tengo que irme, que volver a Berlín. Pero no quería volver a Berlín, quería quedarme. Algo después, me levanté y salí. Me fui otra vez por el bosque, encontré un puente viejo de madera sobre el Drage y lo crucé. Los matorrales se hacían cada vez más espesos y más oscuros, sólo era posible avanzar por los senderos de los guardabosques y de los leñadores, que obstruían ramas que me arañaban la ropa. Más allá, se alzaba una montaña pequeña y aislada, desde la que seguramente podría verse toda la comarca, pero no fui tan lejos, caminé sin rumbo, en redondo quizá, y por fin volví a dar con el río y regresé a la casa. Käthe me estaba esperando y safio de la cocina para ir a mi encuentro: «Herr Busse está aquí con Herr Gast y otros cuantos. Lo están esperando en el patio. Les he dado schnaps». Busse era el aparcero de Von Üxküll: «¿Qué me quieren?», pregunté.. —«Quieren hablar con usted». Crucé la casa y salí al patio. Los campesinos estaban sentados en un charabán al que estaba enganchado un caballo de tiro flaquísimo que pastaba las briznas de hierba que asomaban de la nieve. Al verme, se descubrieron y echaron pie a tierra. Uno de ellos, un hombre rubicundo, de pelo gris pero con el bigote negro aún, se adelantó y me hizo una leve reverencia. «Buenos días, Herr Obersturmbannführer. Käthe nos ha dicho que es usted hermano de la señora». Hablaba con tono educado, pero titubeaba y buscaba las palabras. «Exacto», dije.. —«¿Sabe dónde están el Freiherr y la señora? ¿Sabe qué tienen previsto?». —«No. Creía que me los iba a encontrar aquí. No sé dónde están. En Suiza seguramente».. —«Es que va a haber que irse pronto ya, Herr Obersturmbannführer. No se puede esperar mucho más. Los rojos están atacando Stargard y han sitiado Arnswalde. La gente está preocupada. El Kreisleiter dice que nunca conseguirán llegar hasta aquí, pero nosotros no nos lo creemos». Estaba apurado y le daba vueltas al sombrero entre las manos. «Herr Busse -dije-, comprendo su inquietud. Tienen ustedes que pensar en sus familias. Si creen que deben irse, vayanse. Nadie se lo impide». Se le aclaró un poco el rostro. «Gracias, Herr Obersturmbannführer. Es que nos estábamos preocupando en vista de que la casa estaba vacía». Titubeó. «Si quiere, puedo darle un carro y un caballo. Y si quiere cargar muebles, lo ayudaremos. Nos los llevaremos y los pondremos en lugar seguro». —«Gracias, Herr Busse. Lo pensaré. Mandaré a Käthe a buscarlo, si decido algo».

Los hombres volvieron a subirse al carro, que se alejó despacio por el paseo de abedules. Las palabras de Busse no me hacían efecto alguno, no conseguía pensar en la llegada de los rusos como en algo concreto y cercano. Me quedé donde estaba, me apoyé en el marco de la puerta de entrada y fumé un cigarrillo mientras miraba cómo desaparecía el carro al fondo del vial. Luego, por la tarde, se presentaron otros dos hombres. Llevaban chaquetas azules de tela basta, botas gruesas de clavos y las gorras en la mano. Me di cuenta enseguida de que eran los dos franceses del STO de los que me había hablado Käthe, que estaban haciendo unas labores agrícolas o de mantenimiento para Von Üxküll. Eran, con Käthe, los únicos miembros del servicio que quedaban: habían llamado a filas a todos los hombres, el jardinero estaba en el
Volkssturm,
la doncella se había ido a reunirse con sus padres, evacuados en Mecklembourg. No sabía dónde se alojaban aquellos dos hombres, quizá en casa de Busse. Les hablé en francés de entrada. El mayor, Henri, era un campesino rechoncho, pero vigoroso, que andaba por los cuarenta años; era oriundo de Lubéron y conocía Antibes; el otro venía seguramente de una ciudad de provincias y parecía joven aún. Ellos también estaban preocupados y venían a decir que querían irse si todo el mundo se iba. «Entienda, señor oficial, los bolcheviques nos gustan tan poco como a ustedes. Son unos salvajes, no sabe uno qué se puede esperar de ellos».. —«Si Herr Busse se va -dije-, pueden irse con él. Yo no les retengo». Era palpable el alivio que sentían. «Gracias, señor oficial. Nuestros respetos al señor Barón y a la señora cuando los vea».

¿Cuando los viera? Me parecía una idea casi cómica y, al tiempo, era casi incapaz de aceptar que quizá no vería más a mi hermana: era algo realmente
impensable.
A última hora de la tarde, le dije a Käthe que se fuera temprano y me hice yo cargo del servicio. Era la tercera vez que cenaba solo y de forma solemne en aquella sala grande, iluminada con velas, y mientras comía y bebía se apoderó de mí una fantasmagoría sobrecogedora, la visión demencial de una perfecta autarquía coprófaga. Me veía a mí mismo encerrado en esta mansión, solo con Una, aislado del mundo para siempre jamás. Todas las noches nos poníamos nuestra mejor ropa, traje y camisa de seda para mí, precioso vestido ceñido y con raja por detrás para ella, que se adornaba con pesadas joyas de plata casi bárbaras, y nos sentábamos para una cena elegante en aquella mesa cubierta con mantel de encaje y puesta con vasos de cristal y cubiertos de plata con nuestras armas, platos de porcelana de Sévres, candelabros de plata maciza erizados de largas velas blancas; en los vasos, nuestros propios orines, en los platos unas espléndidas cagadas, pálidas y firmes, que nos comíamos tranquilamente con cucharilla de plata. Nos limpiábamos la boca con servilletas de batista con monogramas, bebíamos y, al acabar, nos íbamos a la cocina a fregar los platos. Y de esa forma nos bastábamos a nosotros mismos, sin perder nada y sin dejar huellas, limpiamente. Aquella visión aberrante me colmó, durante el resto de la cena, de una angustia sórdida. Subí luego al cuarto de Una a beber coñac y a fumar. La botella estaba casi vacía. Miré el secreter, que estaba otra vez cerrado; no se me iba aquella sensación de perversidad, no sabía qué hacer, pero lo que menos quería era abrir el secreter otra vez. Abrí el armario y pasé revista a los vestidos de mi hermana, respirando hondo para impregnarme del aroma que se desprendía de ellos. Escogí uno, un vestido de noche muy bonito, de tela fina, negra y gris con hilos de plata; me planté delante del espejo grande, me lo coloqué por encima y esbocé con mucha seriedad unos cuantos ademanes femeninos. Pero me asusté enseguida y guardé el vestido, lleno de asco y de rabia: ¿a qué estaba jugando? Mi cuerpo no era el suyo y nunca lo sería. Y, al mismo tiempo, no me podía contener; habría tenido que irme en el acto de la casa, pero no podía irme de la casa. Así que volví a sentarme en el sofá y me terminé la botella de coñac, obligándome a pensar en los retazos de cartas que había leído, en aquellos enigmas sin fin ni solución, la marcha de mi padre, la muerte de mi madre. Me levanté, fui a buscar las cartas y volví a sentarme para leer otras cuantas. Mi hermana intentaba hacerme preguntas, me preguntaba cómo había podido dormir mientras mataban a nuestra madre, qué había sentido al ver su cuerpo, de qué habíamos hablado el día anterior. Yo no podía responder a casi ninguna de esas preguntas. Me hablaba, en una carta, de la visita de Clemens y de Weser: les había mentido de forma intuitiva y no les había dicho que yo había visto los cuerpos, pero quería saber por qué había mentido yo y qué recordaba exactamente. ¿Qué recordaba? No sabía ya siquiera qué era un recuerdo. De pequeño, trepé un día, y aún hoy, mientras estoy escribiendo, me veo trepar con mucha claridad, por las escaleras grises de un gran mausoleo o de un monumento perdido en un bosque. Las hojas de los árboles estaban rojas, debía de estar acabando el otoño, no veía el cielo a través de los árboles. Una gruesa capa de hojas secas, rojas, anaranjadas, pardas, doradas, cubría los peldaños. Me hundía en ellas hasta los muslos, y los peldaños eran tan altos que no me quedaba más remedio que usar las manos para izarme hasta el siguiente. La recuerdo como una escena impregnada de una sensación agobiante, los colores tostados de las hojas eran como una carga y me abría camino por esas gradas para gigantes entre aquella masa seca y deleznable, tenía miedo, pensaba que iba a hundirme en ella y a desaparecer. Durante años, creí que aquella imagen era el recuerdo de un sueño, la imagen de un sueño de la infancia que se me había quedado grabada. Pero un día, en Kiel, cuando volví para estudiar en esa ciudad, me topé por casualidad con aquel zigurat, un monumento pequeño a los muertos, de granito; di una vuelta alrededor, los peldaños no eran más altos de lo usual; era aquel sitio, el sitio aquel existía. Por supuesto que debía de ser muy pequeño cuando estuve allí y por eso me parecían tan altos los peldaños, pero no fue eso lo que me trastornó, sino ver que aparecía así, en el mundo real, después de tantos años, como algo concreto y material, algo que había situado siempre en el mundo de los sueños. Y otro tanto pasaba con todo aquello de lo que había intentado hablarme Una en sus cartas inconclusas, que nunca me había enviado. Aquellos pensamientos sin fin estaban erizados de salientes en los que me hería de forma salvaje; los pasillos de aquella casa fría y agobiante estaban abarrotados de las hilas sanguinolentas de mis sentimientos. Habría sido necesario que una doncella joven y sana viniera a fregarlo todo con agua a raudales, pero ya no había doncella. Metí las cartas en el secreter y, dejando allí la botella vacía y el vaso, me fui al cuarto de al lado para meterme en la cama. Pero en cuanto me eché, volvieron a acudir pensamientos obscenos y perversos. Volví a levantarme y, a la luz temblorosa de una vela, me miré el cuerpo desnudo en el espejo del armario. Me toqué el vientre liso, la verga tiesa, las nalgas. Con la yema de los dedos me acaricié el pelo de la nuca. Luego, apagué la vela y me volví a la cama.

Pero los pensamientos se negaban a irse, salían de los rincones de la habitación, como perros furiosos, y se abalanzaban sobre mí para morderme e inflamarme el cuerpo. Una y yo nos cambiábamos la ropa; desnudo, aunque con medias, me ponía su vestido largo mientras ella se ceñía mi uniforme y se recogía el pelo para meterlo debajo de mi gorra; luego me sentaba delante del tocador y me maquillaba primorosamente, me peinaba hacia atrás, me pintaba los labios, me ponía rímel en las pestañas, me empolvaba las mejillas, me ponía unas gotas de perfume en el cuello y me pintaba las uñas, y, al acabar, cambiábamos también brutalmente los papeles; ella cogía un falo de ébano tallado y me tomaba como si fuera un hombre, delante del espejo grande que reflejaba nuestros cuerpos entrelazados como serpientes; había untado el falo de coldcream y aquel olor acre me hería la nariz mientras ella usaba de mí como de una mujer hasta que desapareció toda diferencia y le dije: «Soy tu hermana y eres mi hermano», y ella me dijo: «Eres mi hermana y soy tu hermano». Aquellas imágenes desatinadas me siguieron hincando el diente, durante días, como perrillos exacerbados. Me relacionaba con esos pensamientos igual que se relacionan dos imanes cuyos polos invirtiera constantemente alguna fuerza misteriosa: si nos atraíamos, cambiaban para que nos rechazásemos; pero, apenas habíamos empezado a rechazarnos, volvían a cambiar y nos volvíamos a atraer, y todo sucedía muy deprisa, de forma tal que los pensamientos y yo teníamos una correlación oscilatoria, a una distancia casi constante, y ni podíamos acercarnos ni podíamos alejarnos. Fuera, se estaba derritiendo la nieve y el suelo se cubría de barro. Käthe vino un día a decirme que se marchaba; oficialmente, seguía prohibida la evacuación, pero tenía una prima en Baja Sajonia y se iba a vivir a su casa. Busse volvió también para repetir la oferta: acababan de alistarlo en el
Volkssturm,
pero quería mandar fuera a la familia antes de que fuese demasiado tarde. Me pidió que repasara las cuentas con él como representante de Von Üxküll, pero no quise, le dije que se fuera y le pedí que se llevara a los dos franceses junto con su familia. Cuando iba a pasear por el lado de la carretera, veía muy poca circulación, pero en Alt Draheim, las personas prudentes se estaban preparando para marcharse de forma discreta; se desprendían de sus reservas y me vendieron víveres baratos. El campo estaba tranquilo, apenas si se oía de vez en cuando, en el cielo, un avión, a gran altura. Pero un día, cuando estaba en el primer piso, se metió un coche por el paseo. Lo vi acercarse desde una ventana, oculto tras la cortina; cuando se acercó, reconocí una matrícula de la Kripo. Corrí a mi cuarto, saqué el arma reglamentaria de la funda y, sin pensármelo dos veces, corrí por la escalera de servicio y por la puerta de la cocina a buscar refugio en el bosque, más allá de la terraza. Apretando nerviosamente la pistola en el puño, rodeé en parte el jardín, bien oculto tras la línea de los árboles, y luego me acerqué, al amparo de un matorral, para observar la fachada de la casa. Así fue como vi que salía una silueta por la puerta vidriera del salón y cruzaba la terraza para apostarse en la balaustrada y mirar al jardín, con las manos en los bolsillos del abrigo. «¡Aue!», llamó por dos veces. «¡Aue!» Era Weser, lo reconocía perfectamente. La alta silueta de Clemens se recortaba en el vano de la puerta. Weser ladró mi nombre por tercera vez, con tono conminatorio, luego dio media vuelta y se metió en la casa en pos de Clemens. Esperé. Al cabo de un buen rato, vi trajinar sus sombras tras los cristales de las ventanas del cuarto de mi hermana. Una rabia desaforada se apoderó de mí y me hizo subir la sangre a la cara mientras le quitaba el seguro a la pistola, a punto de correr hacia la casa para matar sin compasión a aquellos dos dogos maléficos. Me costó contenerme y me quedé donde estaba, con los dedos blancos a fuerza de crisparlos en la culata de la pistola, tembloroso. Por fin oí un ruido de motor. Esperé un poco más, y luego volví a la casa, al acecho, por si me hubieran tendido una trampa. El coche se había ido y la casa estaba vacía. En mi cuarto, todo parecía estar en su sitio; en el cuarto de Una, el secreter seguía cerrado, pero los borradores de las cartas de Una ya no estaban dentro. Abrumado, me senté en una silla, con la pistola encima de una rodilla, olvidada. ¿Pero qué buscaban aquellas dos fieras rabiosas y obstinadas, sordas a cualquier razón? Intenté recordar qué había en las cartas, pero no conseguía ordenar las ideas. Sabía que aportaban una prueba de mi presencia en Antibes en el momento del crimen. Pero ya no tenía importancia alguna. ¿Y los gemelos? ¿Hablaban esas cartas de los gemelos? Me esforcé en recordar, me parecía que no, que no decían nada de los gemelos, siendo así que estaba claro que era lo único que le importaba a mi hermana, mucho más que lo que le hubiera pasado a nuestra madre. ¿Qué eran aquellos dos crios para ella? Me puse de pie, dejé la pistola en la tapa abatible del secreter y me puse a registrarlo otra vez, ahora despacio y de forma metódica, como habían debido de hacerlo Clemens y Weser. Y entonces encontré, en un cajoncito en el que antes no me había fijado, una foto de los dos niños en la que se los veía desnudos y sonrientes, de espaldas al mar, cerca de Antibes seguramente. Sí, me dije mirando de cerca aquella imagen, es posible efectivamente, deben de ser hijos suyos. Pero entonces ¿quién era el padre? Von Üxküll, no, desde luego. Intenté imaginarme a mi hermana embarazada, sujetándose el vientre abultado con ambas manos; a mi hermana pariendo, abierta, lanzando alaridos; era imposible. No, si estaba en lo cierto, habían tenido que abrirla y sacárselos del vientre, no era posible de otra manera. Pensé en el temor que había debido de sentir al notar que algo se le iba hinchando por dentro. «Siempre tuve miedo», me dijo un día, hace mucho. ¿Dónde fue? No lo sé ya. Me habló del temor permanente de las mujeres, de esa antigua amiga que vive continuamente con ellas. Del temor, todos los meses, al sangrar; del temor a que les metan algo dentro, a que las penetren las partes de los hombres, que son, con frecuencia, egoístas y brutales; del temor a la fuerza de gravedad que tira hacia abajo de la carne y de los pechos. Debía de suceder lo mismo con el temor a quedar embarazada. Algo crece y crece dentro del vientre, un cuerpo extraño dentro del propio cuerpo, que se mueve y te chupa todas las fuerzas, y sabes que tiene que salir, aunque te mate tiene que salir, qué espanto. Y yo, aunque había estado con muchos hombres, no podía verlo de cerca, no podía entender nada de aquel temor insensato de las mujeres. Y cuando ya habían nacido los niños debía de ser peor aún, porque entonces empieza el temor constante, el terror que obsesiona día y noche y que no acaba sino cuando acabas tú o cuando acaban ellos. Veía las imágenes de aquellas madres que abrazaban a sus hijos mientras las fusilaban, veía a aquellas judías húngaras sentadas en las maletas, mujeres embarazadas y muchachas que esperaban el tren y, al final del viaje, el gas; debía de ser eso lo que yo había visto en ellas, debía de ser de eso de lo que no había podido desprenderme nunca y que nunca había sabido expresar, ese temor, no el temor abierto y explícito a los gendarmes y a los alemanes, a nosotros, sino el temor mudo que vivía en ellas, en la fragilidad de sus cuerpos y de sus sexos acurrucados entre las piernas, esa fragilidad que íbamos a destruir sin haberla visto nunca.

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