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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (29 page)

BOOK: Las benévolas
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Sin embargo, no siempre me gustaron los chicos. De joven, de niño incluso, amé a una chica, como le conté a Thomas. Pero a Thomas no se lo dije todo. Empezó en un barco, como en Tristán e Isolda. Pocos meses antes, en Kiel, mi madre conoció a un francés apellidado Moreau. Creo que mi padre se había ido hacía tres años. El tal Moreau tenía una empresa pequeña al sur de Francia y hacía viajes de negocios a Alemania. No sé qué sucedió entre ellos, pero, poco tiempo después, regresó y le pidió a mi madre que se fuera a vivir con él. Ella aceptó. Cuando nos lo dijo, lo presentó de una manera hábil, encareciendo el buen tiempo, el mar, la comida abundante. Este último punto era especialmente atractivo: Alemania acababa de salir, por entonces, de la gran inflación y, aunque éramos demasiado pequeños para habernos enterado de algo, la habíamos padecido. Así que mi hermana y yo contestamos: Muy bien, pero ¿qué haremos cuando vuelva Padre? «Pues nos escribirá y volveremos».. —«¿Prometido ?». —«Prometido».

Moreau vivía en una casa familiar grande, un poco vieja y llena de rincones, en Antibes, junto al mar. La sustanciosa comida empapada en aceite de oliva y el hermoso y tibio sol de abril, que no se ve en Kiel sino en julio, nos encantaron enseguida. Moreau, que, aunque vulgar, distaba mucho de ser tonto, se esforzó especialmente en ganarse si no nuestro afecto al menos nuestro agrado. Ese mismo verano le alquiló a un conocido un velero grande y nos llevó, de crucero, a las islas de Les Lérins e incluso más allá, hasta Fréjus. Al principio, me mareaba, pero se me pasó enseguida; y ella, la chica de quien hablo, ella no se mareaba. Nos sentábamos juntos en la proa del barco y mirábamos blanquear la cresta de las olas; luego, nos mirábamos, y por esa mirada, con la amargura de nuestra infancia y el soberano rugido del mar, algo se transmitió, algo irremediable: el amor, agridulce, hasta la muerte. Pero entonces no era aún sino una mirada. No tardó mucho en ser algo más. Aunque no lo descubrimos inmediatamente, sino quizá pasado un año; entonces un ilimitado placer colmó nuestra infancia. Y, luego, un día, como ya he contado, nos pillaron. Hubo broncas interminables, mi madre me llamaba
cerdo
y
degenerado;
Moreau lloraba, y allí acabó cuanto es hermoso. Pocas semanas después, al empezar las clases, nos mandaron a un internado católico, a cientos de kilómetros uno de otro; y así fue como empezó,
vom Himmel durch die Welt zur Hollé,
una pesadilla de varios años que, hasta cierto punto, aún dura. Unos curas frustrados y agrios, conocedores de mis pecados, me obligaban a pasar horas enteras de rodillas en las baldosas heladas de la capilla y sólo me permitían tomar duchas frías. ¡Pobre Partenau! Yo también supe lo que era la Iglesia, y de peor forma incluso. Ahora bien, mi padre era protestante y yo despreciaba ya, de antes, a los católicos; con aquel trato, lo poco que quedaba de mi candida fe infantil se desbarató y, más que el arrepentimiento, aprendí el odio.

Todo, en aquel colegio, era deforme y pervertido. Por la noche, algunos chicos mayores venían a sentarse al borde de mi cama y me metían la mano entre las piernas hasta que los abofeteaba y, entonces, se reían, se levantaban tranquilamente y se iban; pero en las duchas, después de hacer deporte, pasaban arrimándose a mí y me frotaban deprisa su chisme contra el trasero. También los curas invitaban a veces a algunos chicos a sus despachos para confesarlos y, luego, prometiéndoles regalos o intimidándolos, los hacían caer en gestos criminales. No puede asombrar a nadie que el pobre Jean R. intentara suicidarse. Me sentía asqueado y cubierto de fango. No tenía a nadie a quien recurrir: mi padre nunca hubiera consentido aquello, pero yo no sabía dónde encontrarlo.

Como me negaba a someterme a sus odiosos deseos, los mayores me trataban de la misma forma perversa que los reverendos padres. Me pegaban con el menor pretexto, me obligaban a ser su criado, a limpiarles los zapatos, a cepillarles la ropa. Una noche abrí los ojos: tres de ellos estaban de pie junto a mi cama y se frotaban encima de mi cara; antes de que pudiera reaccionar, sus repugnantes chismes me cegaron. No había sino una forma de librarse de aquella situación, un sistema clásico, buscarse un protector. Para eso el colegio contaba con un ritual concreto. Al chico más joven lo llamaban
el cazado;
el de más edad tenía que tirarle los tejos y el otro podía rechazarlo en el acto; en caso contrario, podía intentar convencerlo. Pero yo no estaba preparado aún; prefería sufrir y soñar con mi amor perdido. Luego, un curioso incidente me hizo cambiar de opinión. Mi vecino de cama, Pierre S., era de mi edad. Una noche, me despertó su voz. No se quejaba; antes bien, hablaba alto y con claridad, aunque era evidente que estaba dormido. Yo no estaba sino despierto a medias, pero, aunque no recuerdo qué decía exactamente, el espanto que se apoderó de mí al oírlo sigue siendo grande. Era, más o menos: «No, todavía no, basta». O: «Por favor, es demasiado, la mitad nada más». Si se piensa bien, son palabras de sentido equívoco; pero, en lo hondo de la noche, la interpretación que yo les daba no me parecía dudosa en absoluto. Y me sentía aterido y me alcanzaba también a mí aquel gran temor. Me acurruqué en lo más hondo de la cama, intentando no oír. Incluso entonces me resultaba sorprendente la violencia de mi espanto, la rapidez con que me había invadido. Comprendí durante los días siguientes que aquellas palabras, que expresaban, con transparencia, cosas enterradas e innombrables, debían de toparse con hermanas suyas escondidas dentro de mí y éstas se despertaban y erguían las cabezas siniestras y abrían los relucientes ojos. Poco a poco me fui diciendo: Si no puedo tenerla a ella, ¿qué más me da todo esto? Un día, un chico me abordó en las escaleras: «Te he visto en gimnasia -me dijo-. Estaba debajo de ti en la escalera vertical y tenías los shorts abiertos». Era un muchacho atlético, de unos diecisiete años, de pelo revuelto y lo bastante fuerte como para intimidar a los demás. «De acuerdo», contesté antes de bajar deprisa los peldaños. A partir de entonces no tuve ya demasiados problemas. Aquel chico, que se llamaba André N., me hacía regalitos y, de vez en cuando, me llevaba a los retretes. Le brotaba del cuerpo un punzante olor a piel lozana y a sudor, mezclado a veces con un leve tufo a mierda, como si se hubiera limpiado mal. Y los retretes apestaban a orina y a desinfectante y estaban siempre sucios; aún hoy el olor de los hombres y del esperma me recuerda al olor del fenol y de la orina, y también a loza sucia, a pintura desconchada, al metal oxidado y los pestillos rotos. Al principio sólo me tocaba, o yo se la chupaba. Luego quiso algo más. De eso ya estaba al tanto, porque lo había hecho con ella cuando empezó a tener la regla; y si ella había sentido placer, ¿por qué no iba a sentirlo yo también? Y además me hice el razonamiento de que, hasta cierto punto, así estaría aún más cerca de ella; podría notar así casi todo lo que notaba ella cuando me tocaba, me besaba, me lamía y me presentaba luego las nalgas flacas y estrechas. Me dolió; también le había dolido seguramente a ella, y luego esperé y, cuando gocé, me imaginé que era ella la que gozaba así, un placer fulgurante y desgarrador; casi se me olvidaba hasta qué punto mi placer era pobre y limitado comparado con el de ella, su placer oceánico, ya de mujer.

Después se convirtió en costumbre, desde luego. Cuando miraba a las chicas, intentaba imaginarme a mí mismo cogiéndoles con la boca los pechos lechosos y frotándome luego la verga contra sus mucosas, me decía: ¿Para qué si no es ella y nunca lo será? Así que vale más que yo sea ella y que todos los otros sean yo. A esos otros no los quería, ya os lo expliqué de entrada. Los deseaba con la boca, con las manos, con la verga, con el culo, a veces de forma intensa, hasta perder el resuello, pero de ellos sólo quería las manos, la verga y la boca. Lo cual no quiere decir que no sintiera nada. Cuando contemplaba el hermoso cuerpo desnudo de Partenau, tan cruelmente herido ya, se adueñaba de mí una angustia sorda; si le pasaba los dedos por la tetilla, rozando la punta y, luego, la cicatriz, me la imaginaba otra vez machacada por el metal; cuando lo besaba en los labios, veía que le arrancaba la mandíbula la abrasadora metralla de una
shrapnel;
y cuando iba bajando entre sus piernas y me sumía en sus órganos lujuriosos, sabía que había en alguna parte una mina esperando para despedazarlos. También los brazos recios y los muslos ágiles eran vulnerables, no estaba a buen recaudo ninguna parte de aquel cuerpo querido. El mes siguiente, la semana que viene, mañana incluso, toda aquella carne tan hermosa y suave podía convertirse en un instante en carniza, en una masa sanguinolenta y carbonizada, y aquellos ojos tan verdes podían apagarse para siempre. A veces estaba a punto de echarme a llorar. Pero cuando, por fin, se curó y se fue, no sentí tristeza alguna. Y, por lo demás, lo mataron el año siguiente, en Kursk.

Cuando me quedé solo, leía y daba paseos. En el jardín del sanatorio, los manzanos estaban en flor; las buganvillas, las glicinias, los lilos, los cítisos se cubrían de flores y asaltaban el aire con una bacanal de aromas violentos, densos, opuestos. Iba también a diario a dar una vuelta por los jardines botánicos que había al este de Yalta. Las diferentes secciones se escalonaban, dominando el mar, con anchurosas vistas hasta el azul y, luego, hasta el gris del horizonte y, siempre, a la espalda, la prominencia nevada y omnipresente de las montañas de Yaila. En el Arboretum, unos carteles encaminaban al visitante hacia un pistachero con más de mil años y un tejo que tenía quinientos; más arriba, en el parque Vierkhny, se agolpaban en la rosaleda doscientas especies recién abiertas, pero ya zumbaban de abejas como el espliego de mi infancia; en el parque Primorskii había plantas subtropicales en un invernadero; habían sufrido muy pocos daños y podía sentarme a leer, cara al mar, apaciguado. Un día, al volver cruzando por la ciudad, fui a ver la casa de Chéjov, una dacha pequeña, blanca, confortable, que los soviéticos habían convertido en casa museo; a juzgar por los letreros, la dirección parecía particularmente orgullosa del piano del salón, en el que habían tocado Rachmaninov y Chaliapin; pero a mí lo que me conmovió hondamente fue la guardiana del lugar, Masha, la propia hermana, ahora octogenaria, de Chéjov, sentada en el recibidor en una simple silla de madera, inmóvil, muda, con las manos abiertas apoyadas en los muslos. Yo sabía que su vida, igual que la mía, la había destrozado lo imposible. ¿Seguía soñando, allí, ante mi vista, con aquel que habría debido estar a su lado, el Faraón, su difunto hermano y esposo?

Una noche, cuando ya se me estaba acabando el permiso, entré en el casino de Yalta, instalado en algo así como un palacio rococó un tanto obsoleto y bastante agradable. En la escalinata que subía hacia la sala, me crucé con un Oberführer de las SS a quien conocía bien. Me hice a un lado y me puse firme para saludarlo; me devolvió el saludo, distraído, pero, tras bajar dos peldaños, se detuvo, se volvió bruscamente y se le iluminó la cara: «¡Doktor Aue! No lo había reconocido». Era Otto Ohlendorf, mi Amtchef en Berlín, que ahora estaba al mando del Einsatzgruppe D. Volvió a subir ágilmente los peldaños y me estrechó la mano al tiempo que me daba la enhorabuena por el ascenso. «¡Qué sorpresa! ¿Qué hace usted aquí?» Le conté mi historia en pocas palabras. «¡Ah, estaba usted con Blobel. Lo compadezco. No entiendo cómo pueden conservar a trastornados así en las SS, y menos aún cómo les dan un mando».. —«En cualquier caso -respondí-, el Standartenführer Weinmann me ha parecido un hombre serio».. —«No lo conozco mucho. Está en la
Staatspolizei,
¿verdad?» Se me quedó mirando un ratito y luego me dijo: «¿Por qué no se queda usted conmigo? Necesito un ayudante para mi Leiter III, en el Gruppenstab. El que tenía antes cogió el tifus y lo han repatriado. Conozco muy bien al doctor Thomas y no me negará su traslado». El ofrecimiento me pilló por sorpresa: «¿Tengo que contestarle ahora mismo?».. —«No. ¡O, mejor dicho, sí!». —«Pues si el Brigadeführer Thomas da su acuerdo, acepto». Sonrió y volvió a estrecharme la mano. «Estupendo, estupendo. Ahora tengo que irme corriendo. Venga a verme mañana a Simferopol; arreglaremos el asunto y le explicaré los detalles. No le costará encontrar el sitio, estamos al lado del AOK; basta con que pregunte. ¡Buenas noches!» Bajó a toda prisa las escaleras agitando la mano y desapareció. Me fui al bar y pedí un coñac. Le tenía mucho aprecio a Ohlendorf y siempre me agradaba charlar con él; volver a trabajar juntos era una suerte inesperada. Era hombre de notable inteligencia y penetrante; probablemente una de las mejores cabezas del nacionalsocialismo y una de las personas más intransigentes; aquella actitud le valía muchos enemigos, pero para mí era una inspiración. La conferencia que dio en Kiel, la primera vez que lo vi, me deslumhró. Hablaba con elocuencia, basándose en unas pocas notas sueltas, con voz clara y bien modulada, que destacaba con fuerza y precisión todos los puntos; comenzó con una crítica enérgica del fascismo italiano que, según él, caía en la culpa de deificar al Estado sin reconocer las comunidades humanas, siendo así que el nacionalsocialismo se asienta en la comunidad, en la
Volksgemeinschaft.
Peor aún: Mussolini había suprimido sistemáticamente todas las trabas institucionales que sujetaban a quienes estaban en el poder. Lo que desembocaba directamente en una versión totalitaria del estatismo en la que ni el poder ni sus abusos topan con el mínimo límite. El nacionalsocialismo se basaba, en principio, en la realidad del valor de la vida del hombre individual y del conjunto del
Volk;
de esta forma, el Estado quedaba subordinado a las exigencias del
Volk.
Con el fascismo, las personas no tenían valor alguno en sí mismas, eran objetos del Estado y la única realidad dominante era el propio Estado. No obstante, algunos elementos del Partido querían introducir el fascismo dentro del nacionalsocialismo. Al tomar el poder, el nacionalsocialismo empezó a desviarse en algunos sectores y se remitió, para superar problemas temporales, a sistemas ya pasados. Aquellas tendencias ajenas eran especialmente poderosas en la industria alimentaria y también en la gran industria que no tenía de nacionalsocialismo más que el nombre y se aprovechaba de los gastos deficitarios incontrolados del Estado para crecer de forma desmesurada. La arrogancia y la megalomanía que imperaban en algunos sectores del Partido no hacían sino agravar la situación. El otro peligro mortal para el nacionalsocialismo era lo que Ohlendorf llamaba su desviación bolchevique, y sobre todo las tendencias colectivistas del DAF, el Frente del Trabajo. Ley se pasaba la vida denigrando a las clases medias; quería destruir las empresas pequeñas y medianas, que constituían la auténtica base social de la economía alemana. El objeto fundamental y decisivo de las medidas de economía política tenía que ser el hombre; la economía, y en ese aspecto resultaba totalmente lícito seguir los análisis de Marx, era el factor más importante para el destino del hombre. Desde luego que no existía aún un orden económico nacionalsocialista. Pero la política nacionalsocialista, en todos los sectores, el económico, el social o el constitucional, no debía olvidar nunca que su objeto eran el hombre y el
Volk.
Tanto las tendencias colectivistas en política económica y social como las tendencias absolutistas en política constitucional, eran una desviación de esa línea. Nosotros, los estudiantes, las futuras élites del Partido, teníamos que seguir siempre fieles, como fuerzas de porvenir del nacionalsocialismo, a su espíritu esencial y dejar que ese espíritu guiase todos y cada uno de nuestros actos y de nuestras decisiones.

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