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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (103 page)

BOOK: Las benévolas
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Baumann me llamó por teléfono pocos días después. Debíamos de estar a mediados de febrero, porque recuerdo que fue inmediatamente después del bombardeo masivo durante el cual cayó una bomba en el hotel Bristol durante un banquete oficial: murieron alrededor de sesenta personas aplastadas bajo los escombros y, entre ellas, un grupo de conocidos generales. Baumann parecía de buen humor y me dio una enhorabuena vehemente: «Personalmente -dijo desde la otra punta del hilo-, esta historia me parecía grotesca. Me alegro por usted de que el Reichsführer haya zanjado el asunto. Eso nos evitará complicaciones». En lo referido a las fotos, había encontrado una en que salía el Aue aquel, pero estaba desenfocada y se veía mal; ni siquiera estaba seguro de que fuera él efectivamente, pero me prometió que iba a encargar una copia para mandármela.

Los únicos descontentos con la decisión del Reichsführer fueron Clemens y Weser. Me los encontré una noche en la calle, delante de la SS-Haus, con las manos en los bolsillos de los largos abrigos y con los hombros y los sombreros cubiertos por una delgada capa de nieve. «¡Hombre! -dije, zumbón-. Laurel y Hardy. ¿Qué les trae por aquí?» Esta vez no me saludaron. Weser contestó: «Queríamos darle las buenas noches, Obersturmbannführer. Pero su secretaria no ha querido darnos hora». Hice como si no me fijara en la omisión del
Herr.
«Tiene muchísima razón -dije con tono altanero-. Me parece que no tenemos nada más que decirnos».. —«Pues ya ve usted, Obersturmbannführer -refunfuñó Clemens-, nosotros pensamos precisamente lo contrario».. —«En tal caso, meine Herrén, les sugiero que vayan a pedirle un permiso al juez Baumann». Weser negó con la cabeza: «Hemos entendido perfectamente, Obersturmbannführer, que el juez Baumann nos lo negaría. Hemos entendido perfectamente que es usted, como quien dice, un intocable». —«Pero, a pesar de todo -siguió diciendo Clemens, mientras el vaho del aliento le tapaba la cara ancha y chata-, esto no es normal, Obersturmbannführer, hágase cargo. Tendrá que haber una justicia a pesar de todo».. —«Estoy completamente de acuerdo con ustedes. Pero sus calumnias insensatas no tienen nada que ver con la justicia». —«¿Calumnias, Obersturmbannführer? -me espetó Weser, encogiéndose de hombros-. ¿Calumnias? ¿Está seguro? En mi opinión, si el juez Baumann hubiera leído de verdad el expediente, no estaría tan seguro como lo está usted».. —«Eso -dijo Clemens-. Por ejemplo habría podido hacerse unas cuantas preguntas por lo de la ropa».. —«¿La ropa? ¿De qué ropa hablan?» Weser respondió por él: «Ropa que la policía francesa encontró en la bañera del cuarto de baño del primer piso. Ropa de paisano». Se volvió hacia Clemens: «Libreta». Clemens sacó la libretita de un bolsillo interior y se la alargó. Weser la hojeó: «Ah, sí. Aquí está:
ropa maculada de sangre.
Maculada. Esa es la palabra que no me salía». —«Quiere decir empapada», especificó Clemens.. —«El Obersturmbannführer sabe lo que quiere decir, Clemens -dijo Weser con voz chirriante-. El Obersturmbannführer tiene estudios y buen nivel de vocabulario». Volvió a meter las narices en la libreta. «Así que decíamos ropa de paisano maculada de sangre y tirada en la bañera. También había sangre en el suelo y en las paredes, en el lavabo y en las toallas. Y abajo, en el salón y en la entrada, había huellas de pasos por todas partes, manchados de sangre. Había huellas de zapatos, y han encontrado los zapatos junto con la ropa. Pero también había huellas de botas. De botas gruesas».. —«¿Y qué? -dije encogiéndome de hombros-. El asesino se cambiaría antes de irse para no llamar la atención».. —«Ya lo ves, Clemens, cuando yo te digo que el Obersturmbannführer es un hombre inteligente. Deberías hacerme caso». Se volvió hacia mí y me miró desde debajo del ala del sombrero. «Esa ropa era toda de marca alemana, Obersturmbannführer». Volvió a hojear la libreta:
« Un traje, pantalón y chaqueta, marrón, de lana, de buena calidad, con etiqueta de un sastre alemán. Una camisa blanca, de fabricación alemana. Una corbata de seda, de fabricación alemana. Un par de zapatos de cuero marrón, del 42 , de fabricación alemana».
Alzó la vista hacia mí: «¿Qué número calza, Obersturmbannführer? Si es que me permite la pregunta. ¿Y qué talla de ropa gasta?». Sonreí: «Meine Herrén, no sé de qué agujero han salido, pero les aconsejo que se vuelvan a él a todo correr. Los indeseables no tienen ya permiso de residencia en Alemania». Clemens frunció el ceñó: «Oye, Weser, ¿nos está insultando, no?».. —«Sí, nos está insultando. Y también nos está amenazando. A lo mejor vas a tener razón. Igual el Obersturmbannführer es menos inteligente de lo que parece». Weser se rozó con el dedo el sombrero: «Buenas noches, Obersturmbannführer. Hasta pronto, quizá».

Me quedé mirando cómo se alejaban, bajo la nevada, hacia la Zimmerstrasse. Llegó Thomas, con quien había quedado. «¿Quienes son?», dijo señalando con la cabeza aquellas dos siluetas.. —«Unos tocapelotas. Unos locos. ¿No puedes hacer que los metan en un campo de concentración a ver si se tranquilizan un poco?» Se encogió de hombros: «Si tienes una razón válida puede hacerse. ¿Vamos a cenar?». A Thomas, en realidad, le importaban muy poco mis problemas, pero le importaban mucho los de Speer. «Aquello es un hervidero -me dijo en el restaurante-. Y la OT también. Es muy difícil seguir al tanto de lo que va pasando. Pero está claro que algunos ven en la hospitalización de Speer una oportunidad».. —«¿Una oportunidad?». —«Para poner a otro. Speer se ha ganado muchos enemigos. Tiene a Bormann en contra. Y también a Sauckel, y a todos los Gauleiter menos a Kaufmann y, quizá, a Hanke». —«¿Y el Reichsführer?». —«El Reichsführer hasta ahora lo ha apoyado más o menos. Pero la cosa podría cambiar».. —«Tengo que confesarte que no entiendo muy bien a santo de qué vienen estas intrigas -dije despacio-. Basta con mirar los números: sin Speer ya habríamos perdido la guerra seguramente. Ahora la situación es francamente crítica. Toda Alemania debería estar unida ante ese peligro». Thomas sonrió: «Sigues siendo un idealista de verdad. ¡Eso está bien! Pero la mayoría de los Gauleiter no ven más allá de sus intereses personales o de los de su
Gau».
. —«Pues en vez de oponerse a los esfuerzos de Speer para incrementar la producción, más valdría que se acordasen de que, si perdemos, ellos también acabarán todos colgando de una cuerda. Podría decirse que eso entra dentro de su interés personal, ¿no?». —«Desde luego, pero tienes que darte cuenta de que, en todo esto, hay algo más. Hay también una cuestión de visión política. No todo el mundo acepta el diagnóstico de Schellenberg, ni tampoco las soluciones que preconiza». Ya estamos en el punto crucial, me dije. Encendí un cigarrillo. «¿Y cuál es el diagnóstico de tu amigo Schellenberg? ¿Y cuáles son sus soluciones?» Thomas miró en torno. Por primera vez, que yo recordase, tenía una expresión algo preocupada. «Schellenberg opina que, si seguimos así, la guerra está perdida, fueren cuales fueren las proezas industriales de Speer. Opina que la única solución viable es una paz por separado con Occidente». —«¿Y tú? ¿Tú qué opinas?» Se quedó pensando: «No está del todo equivocado. Por lo demás, empiezo a estar bastante mal visto en la
Staatspolizei
y en algunos círculos por culpa de esta historia. Schellenberg cuenta con la confianza del Reichsführer, pero aún no lo ha convencido. Y hay otros muchos que no están en absoluto de acuerdo, como Müller y Kaltenbrunner. Kaltenbrunner ha intentado un acercamiento a Bormann. Si lo consigue, podrá plantearle problemas al Reichsführer. En ese nivel, Speer es un problema secundario».. —«No digo que Schellenberg tenga razón. Pero ¿qué solución ven los demás? En vista de la capacidad industrial de los americanos, tenemos el tiempo en contra haga lo que haga Speer».. —«No lo sé -dijo soñadoramente Thomas-. Supongo que creen en las armas milagrosas. ¿Tú las has visto? ¿Qué te parecen?» Me encogí de hombros: «No lo sé. No sé qué pueden dar de sí». Estaban trayendo la cena y la conversación se fue por otros derroteros. A la hora del postre, Thomas volvió a sacar a colación a Bormann con sonrisa maliciosa. «¿Sabes que Kaltenbrunner está reuniendo un dosier sobre Bormann? Le estoy ayudando algo».. —«¿Sobre Bormann? Acabas de decirme que quería aproximarse a él».. —«Eso no tiene nada que ver. Bormann tiene dosieres de todo el mundo, del Reichsführer, de Speer, de Kaltenbrunner, y tuyo si a mano viene». Se había metido un palillo en la boca y se entretenía dándole vueltas con la lengua. «Bueno, lo que te quería contar... Entre nosotros, ¿eh? en serio... Así que Kaltenbrunner ha interceptado bastantes cartas de la correspondencia de Bormann y su mujer. Y hemos encontrado joyas, piezas antológicas». Se inclinó hacia delante con cara guasona: «Bormann perseguía a una actriz principiante. Ya sabes que es un hombre temperamental, el primer semental de secretarias del Reich. Schellenberg lo llama
El follador de taquimecanógrafas.
Resumiendo: se la tiró. Pero lo estupendo es que se lo contó por escrito a su mujer, que es la hija de Buch. ¿Sabes a quién me refiero? Al presidente del Tribunal Supremo del Partido. Ya le ha dado nueve o diez mocosos, no lo sé con exactitud. Y ella va y le contesta, así por encima: Me parece muy bien, no estoy enfadada, no estoy celosa. Y le propone que se lleve a la chica a casa. Y luego escribe:
En vista de lo terriblemente que ha bajado la producción de niños por culpa de esta guerra, podemos organizar un sistema de maternidad rotativo para que tengas siempre a mano una mujer en condiciones de uso».
Thomas, sonriente, hizo una pausa significativa mientras yo soltaba la carcajada: «¡No me digas! ¿De verdad escribió eso?».. —«Te lo juro.
Una mujer en condiciones de uso.
¿Te das cuenta?» Y se reía también. «¿Y sabes qué le contestó Bormann?», pregunté. «Ah, la felicitó, claro. Y luego le soltó unos cuantos tópicos ideológicos. Creo que la llamó
hija pura del nacionalsocialismo.
Pero está claro que lo decía para tenerla contenta. Bormann no cree en nada. Salvo en la eliminación definitiva de todo cuanto pueda interponerse entre el Führer y él». Lo miré, socarrón: «¿Y tú en qué crees?». La respuesta no me decepcionó. Se irguió en el asiento y declaró: «Por citar un escrito de juventud de nuestro ilustre ministro de Propaganda:
Lo importante no es en realidad creer en algo; lo importante es creer».
Sonreí; Thomas, a veces, me impresionaba. Y además se lo dije: «Thomas, me impresionas».. —«¿Qué quieres? A mí no me satisface pudrirme en una oficina. Yo soy un nacionalsocialista de verdad. Y Bormann también, a su manera. De ese Speer tuyo no estoy tan seguro. Tiene talento, pero no creo que sea muy mirado a la hora de elegir el régimen al que sirva». Volví a sonreír, acordándome de Schellenberg. Thomas seguía diciendo: «Cuanto más difíciles se pongan las cosas, más tendremos que contar únicamente con los auténticos nacionalsocialistas. Todas las ratas van a empezar a huir del barco. Ya verás».

Efectivamente, en las bodegas del Reich bullían las ratas, chillaban, hervían; una tremenda inquietud les erizaba los pelos. Desde que nos había abandonado Italia, las tensiones con nuestros demás aliados iban mostrando redes de finas grietas en la superficie de las relaciones que manteníamos con ellos. Todos, cada cual a su manera, empezaban a buscarse puertas de salida. Y no eran puertas alemanas. Según Thomas, Schellenberg opinaba que los rumanos estaban negociando con los soviéticos en Estocolmo. Pero de quienes más se hablaba era de los húngaros. Las fuerzas rusas habían tomado Lutsk y Rovno; si caía en sus manos Galitzia estarían a las puertas de Hungría. El primer ministro, Kállay, llevaba más de un año forjándose concienzudamente, en los círculos diplomáticos, una reputación de malísimo amigo de Alemania. También planteaba problemas el comportamiento húngaro en lo referido a la cuestión judía: no sólo no querían ir más allá de una legislación discriminatoria de lo más inadecuado en vista de las circunstancias -los judíos de Hungría seguían desempeñando puestos importantes en la industria y había medio judíos y también hombres casados con judías en el gobierno-, sino que, además, aunque disponían aún de un considerable vivero de trabajo judío, formado en buena parte por especialistas, rechazaban todas las peticiones alemanas de ceder parte de esa fuerza para el esfuerzo de guerra. A principios de febrero, durante unas conferencias en las que participaban expertos de muchos departamentos, se empezaron a debatir ya estas cuestiones; yo asistía a veces personalmente o mandaba a alguno de mis especialistas. La RSHA preconizaba un cambio de gobierno; mi participación se limitaba a estudios acerca del posible uso de trabajadores judíos húngaros si la situación evolucionaba favorablemente. Dentro de ese contexto, consulté varias veces con algunos de los colaboradores de Speer. Pero tenían unas posturas que, a veces, resultaban curiosamente contradictorias y difíciles de conciliar. El propio Speer seguía desaparecido; se decía que estaba gravísimo. Aquello era no poco desconcertante: me daba la impresión de estar planificando en el vacío, de estar acumulando estudios que no tenían mucho más valor que si fueran ficciones. Sin embargo, mi oficina iba estando cada vez mejor atendida; ahora tenía tres oficiales especializados y Brandt me había prometido otro; pero notaba lo incómodo de la posición en que me hallaba; encontraba poco apoyo para conseguir que mis proyectos fueran adelante, tanto por parte de la RSHA, pese a mis vinculaciones con el SD, como por parte de la WVHA; sólo, a veces, lo tenía por parte de Maurer, y eso cuando a él le venía bien.

A principios de marzo las cosas empezaron a ir más deprisa, pero no a estar más claras. Me había enterado, por un telefonazo de Thomas a finales de febrero, de que Speer estaba fuera de peligro y que, aunque de momento iba a quedarse en Hohenlychen, estaba volviendo a tomar poco a poco las riendas del ministerio. Había decidido, de acuerdo con el Feldmarschall Milch, crear un
Jagerstab,
un estado mayor especial para coordinar la producción de los aviones de caza; desde determinada perspectiva, era un gran paso adelante para unificar el último sector de la producción que aún no controlaba su ministerio; por otra parte, las intrigas crecían; decían que Góring se había opuesto a la creación del
Jagerstab y
que Saur, el adjunto de Speer, nombrado para hacerse cargo del
Jagerstab,
no era la persona a quien Speer habría querido poner; y muchas cosas más. Además, los hombres del ministerio de Speer hablaban ahora abiertamente de una idea fabulosa y desmedida: enterrar toda la producción de aviones para resguardarla de los bombardeos angloamericanos, lo que implicaría construir cientos de miles de metros cuadrados de galerías subterráneas. Se decía que Kammler apoyaba vehementemente ese proyecto y que su oficina había acabado ya casi los estudios que se necesitaban; todo el mundo tenía claro que, en el actual estado de las cosas, sólo las SS podían sacar adelante una idea tan descabellada. Pero aquel proyecto sobrepasaba con mucho las capacidades de la mano de obra disponible: había que dar con nuevos veneros y, tal y como estaban las cosas -tanto más cuanto que el acuerdo entre Speer y el ministro Bichelonne impedía exprimir más a la mano de obra francesa-, sólo quedaba ya Hungría. Con lo cual, resolver el problema húngaro se hacía mucho más urgente. Los ingenieros de Speer y de Kammler iban ya contando, insensiblemente, en los cálculos y las previsiones que hacían, con los judíos húngaros, siendo así que no había cuajado ningún acuerdo con el gobierno de Kállay. En la RSHA estaban ahora estudiando soluciones de recambio: yo sabía pocos detalles, pero Thomas me informaba a veces de cómo evolucionaba la planificación para que yo pudiera hacer ajustes en la mía. Schellenberg tenía mucho que ver con aquellos proyectos. En febrero, el almirante Canaris había caído, tras una tenebrosa historia de tráfico de divisas con Suiza; habían incorporado todo el Abwehr a la RSHA, fusionándolo con la Amt VI para constituir una Amt MIL bajo el control de Schellenberg, que quedaba así al frente de todos los servicios de información exterior del Reich. Le quedaba poco tiempo para sacarle partido a esa posición: los oficiales de carrera del Abwehr no tenían simpatía alguna a las SS y el control que Schellenberg ejercía sobre ellos distaba mucho de estar garantizado. En ese contexto, Hungría podía ser una posibilidad de poner a prueba los límites de aquella nueva herramienta. En cuanto a la mano de obra, un cambio de política podría abrir perspectivas considerables: los optimistas hablaban de cuatrocientos mil trabajadores disponibles a quienes podía movilizarse rápidamente, y cuya parte mejor constaría de obreros ya cualificados o de especialistas. Vistas nuestras necesidades, algo así representaría una aportación considerable. Pero ya me estaba dando cuenta de que destinarlos a un sitio o a otro traería consigo intensas controversias: en contra de lo que defendían Kammler y Saur, oía a muchos expertos, hombres sobrios y sensatos, decirme que la idea de tener fábricas subterráneas, por muy seductora que pudiera parecer, era ilusoria porque nunca podrían estar listas a tiempo para cambiar el curso de los acontecimientos, y, entretanto, sería un despilfarro inadmisible de mano de obra y de trabajadores que resultarían mucho más útiles agrupados en cuadrillas que reparasen las fábricas bombardeadas, construyeran alojamientos para nuestros obreros o para las personas sin hogar, o ayudasen a descentralizar algunas industrias vitales. Por lo que decían aquellos hombres, también Speer opinaba así; por el momento, yo no tenía forma alguna de ver a Speer. Personalmente, esos argumentos me parecían sensatos, pero, a decir verdad, no era algo que fuera conmigo.

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