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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matazombies

 

Perseguidos por las fuerzas oscuras del nigromante Heinrich Kemmler, Gotrek y Félix llegan al castillo Reikguard, desde donde deberán mantener a raya a las hordas zombies. El sitio es implacable y oleadas de horrendas criaturas, lideradas por el paladín no muerto Krell, intentan tomar las murallas. Con los suministros a punto de agotarse y la moral hundida, los defensores comienzan a oír aterradores susurros y a sufrir espantosas pesadillas. La sospecha y la paranoia se desatan dentro de los muros del castillo y la resistencia parece imposible. Gotrek y Félix deberán unir las fuerzas del Imperio contra las innumerables legiones de la muerte comandadas por Kemmler.

Nathan Long

Matazombies

Las aventuras de Gotrek y Félix 12

ePUB v1.1

Arthur Paendragon
10.05.12

Título original:
Zombieslayer

Año de edición: 2010

Traducción: Diana Falcón

Editor original: Arthur Paendragon (v1.0 a v1.1)

Corrección de erratas: Javimaster

ePub base v2.0

Ésta es una época oscura, una época de demonios y de brujería. Es una época de batallas y muerte, y del fin del mundo. En medio de todo el fuego, las llamas y la furia, también es una época de poderosos héroes, de osadas hazañas y de grandiosa valentía.

En el corazón del Viejo Mundo se extiende el Imperio, el más grande y poderoso de todos los reinos humanos. Conocido por sus ingenieros, hechiceros, comerciantes y soldados, es un territorio de grandes montañas, caudalosos ríos, oscuros bosques y enormes ciudades. Y desde su trono de Altdorf reina el emperador Karl Franz, sagrado descendiente del fundador de estos territorios, Sigmar, portador del martillo de guerra mágico.

Pero estos tiempos están lejos de ser civilizados. Por todo lo largo y ancho del Viejo Mundo, desde los caballerescos palacios de Bretonia hasta Kislev, rodeada de hielo y situada en el extremo septentrional, resuena el estruendo de la guerra. En las gigantescas Montañas del Fin del Mundo, las tribus de orcos se retinen para llevar a cabo un nuevo ataque. Bandidos y renegados asolan las salvajes tierras meridionales de los Reinos Fronterizos. Corren rumores de que los hombres rata, los skavens, emergen de cloacas y pantanos por todo el territorio. Y, procedente de los salvajes territorios del norte, persiste la siempre presente amenaza del Caos, de demonios y hombres bestia corrompidos por los inmundos poderes de los Dioses Oscuros. A medida que el momento de la batalla se aproxima, el Imperio necesita héroes como nunca antes.

«No había fin para el horror. Apenas acabábamos de matar al chamán de los hombres bestia y de haber hecho pedazos la piedra que podría haber destruido el Imperio cuando surgió una nueva amenaza, más terrorífica y horripilante que la anterior, un ejército de muertos vivientes de diez mil efectivos.

En los días que siguieron, cuando la demencia y la desesperación eran nuestras compañeras constantes, daba la impresión de que la muerte había encontrado al fin a Gotrek, aunque bajo una forma que ningún matador habría deseado jamás. Sin embargo, a pesar del peligro y las penurias, y de la amenaza de una muerte indigna, el más penoso reto de Gotrek no lo representaban los enemigos, sino su más viejo amigo. Por salvar el alma de Snorri Muerdenarices, el sagrado juramento que Gotrek le había hecho a Grimnir iba a ser puesto a prueba como nunca antes, y yo no tenía ni la más remota idea de qué se rompería primero, si la amistad o el juramento.»

De
Mis viajes con Gotrek
, Vol. VIII,

Por
herr
Félix Jaeger (Altdorf Press, 2529)

1

Félix Jaeger se quedó mirando con fijeza y horror mientras resonaba la espeluznante risa que salía de las gargantas muertas de la horda de zombies que se cernía sobre ellos. Hombres muertos y hombres bestia igualmente muertos reían del mismo modo con idéntica voz.

—Hans —dijo, retrocediendo poco a poco—. Hans el Ermitaño está detrás de esto.

Gotrek Gurnisson sopesó su hacha rúnica.

—Debería haberlo destripado la primera vez que lo vi —gruñó.

Kat se enjugó la frente sucia de sangre con el dorso de una mano contusa. Su piel, bajo la luz verde enfermiza de Morrslieb, parecía tan muerta como la de los cadáveres ambulantes.

—Acabamos de matarlos —gimió—. ¿Ahora vamos a tener que repetirlo todo desde el principio?

—Bien —dijo Rodi Balkisson mientras se pasaba una mano por la trenzada cresta de matador—. Quizá esta vez encontremos nuestro fin.

—Puede que tú sí, Balkisson —dijo Gotrek— pero Snorri Muerdenarices no lo hallará.

El Matador se volvió y ayudó a Snorri a levantarse de la improvisada camilla sobre la cual lo habían trasladado él y Rodi después de perder la pierna derecha. Se pasó un brazo de Snorri por encima de los hombros, Rodi hizo lo mismo con el otro brazo, y seguidos por Félix y Kat, los tres enanos salieron en estampida hacia las tropas del barón Emil von Kotzebue, que estaban cerrando filas y bajando las lanzas contra el ejército no muerto que ocupaba el centro del estrecho valle.

—La verdad es que a Snorri no le importaría matar a unos cuantos hombres bestia más —dijo Snorri, mirando por encima del hombro a los peludos monstruos no muertos que avanzaban a ciegas y tropezaban detrás de ellos.

—Lo siento, padre Cráneo Oxidado —dijo Rodi—. Nada de matar para ti, hasta que no hayas hecho la peregrinación, ¿recuerdas?

—¡Ah, sí! —replicó Snorri con voz lastimera—. Snorri lo había olvidado.

Cuando los cuernos tocaron una brillante sucesión de notas para llamar a replegarse mientras los cañones rugían en las colinas, cansados grupos de lanceros y caballeros se abrieron paso con las armas desde todos los rincones del campo de batalla hasta la columna de rescate, haciendo pedazos cadáveres que vestían el mismo uniforme que ellos.

«Esto es lo peor de todo», pensó Félix. Aunque la mitad de los zombies que amenazaban a los vivos eran hombres bestia reanimados, la otra mitad eran hombres junto a los que él y el resto de las tropas imperiales habían estado luchando hacía menos de un cuarto de hora. Por todas partes, valientes soldados que habían formado con sus hermanos en desesperados cuadros asediados por el embravecido mar de hombres bestia luchaban ahora junto a aquellos mismos horrores y atacaban a sus antiguos camaradas con ferocidad y los ojos en blanco, transformados por la muerte en traidores a su propia raza.

Félix paro un golpe del cadáver del señor Teobalt von Dreschler, quien, hasta que murió en los brazos de Félix, había sido un noble templario de la Orden del Corazón Llameante. Ahora era un horrible cadáver animado, con la mandíbula inferior colgándole y una brillante herida roja en el centro hundido del pecho. Kat había vacilado cuando podría haber desjarretado al viejo caballero, y casi había perdido una mano al ser atacada por él.

—Como voy a poder herirlo —había gemido ella—. Ha sido nuestro amigo.

—El hombre que era ya no existe —dijo Gotrek, asestando tajos al cadáver de un hombre bestia—. Mátalo.

Con un sollozo, Kat clavó el hacha en una rodilla del señor Teobalt, en tanto Félix le cortaba la cabeza con
Karaghul
, una reliquia de la orden de ese mismo viejo caballero que Teobalt le había concedido a Félix apenas unos días antes.

—Con su propia espada —dijo Félix con amargura, mientras el anciano caía.

Félix estaba tan vapuleado y cansado que apenas podía levantar la espada para defenderse de los muertos que avanzaban con paso tambaleante hacia ellos. Una hora antes, él, Kat y los tres matadores habían cargado al interior del círculo de piedras erectas conocido como la Corona de Tarnhalt, que se alzaba en lo alto de la colina, y habían atacado a Urslak Cuerno Tullido, un poderoso chamán de los hombres bestia, para intentar impedir que completara la ceremonia que habría convertido en hombres bestia a todos los seres humanos que se encontraran dentro de Drakwald. Media hora antes, muerto Urslak, habían descendido a toda velocidad al fondo del valle que había al pie de la colina de la Corona de Tarnhalt, para unirse a los ejércitos del vizconde Oktaf Plaschke-Miesner y del señor Giselbert von Volgen, en su mal aconsejado ataque contra la manada de diez mil miembros del chamán. Diez minutos antes, las fuerzas del barón Emil von Kotzebue habían cargado como un trueno al interior del valle para estrellarse contra los flancos de la formación de hombres bestia, y se habían salvado los condenados ejércitos de los dos jóvenes señores, aunque para éstos había sido demasiado tarde. Un minuto antes, Morrslieb, la luna del Caos, había eclipsado a su más clara hermana Mannslieb, exactamente a la medianoche de Hexensnacht, en el último segundo del año viejo y el primer segundo del nuevo, y todos los muertos del campo de batalla, tanto humanos como hombres bestia, se habían alzado juntos en la no muerte y habían vuelto sus apagados ojos fijos hacia los vivos. Félix no había dejado de luchar durante todo ese tiempo.

El enorme cadáver de Gargorath el Tocado por Dios, el jefe de guerra de la gran manada de Urslak, avanzó dando traspiés para detenerse frente a los matadores, gimiendo y agitando la pata con pezuña de otro hombre bestia como si fuera un garrote. El agujero que el hacha rúnica de Gotrek había abierto en el pecho del hombre bestia cuando el enano lo había matado no parecía estorbarle lo más mínimo.

—¿Quieres morir dos veces? —jadeó Gotrek, mientras él, Snorri y Rodi se agachaban para evitar el garrote de carne.

El tambaleante hombre bestia zombie fue tras ellos, pero Gotrek dejó a Snorri con Rodi e hizo oscilar el hacha rúnica hasta trazar un arco alto desde su espalda. La hoja se clavó con un golpe sordo en un costado del negro cuello peludo de Gargorath y le cercenó el espinazo.

—Que así sea.

El hombre bestia muerto se desplomó hacia delante cuando Gotrek le arrancó el hacha; luego, el Matador retrocedió y se metió otra vez bajo el brazo de Snorri. Continuaron avanzando con rapidez y fueron reuniéndose con otros supervivientes, asestando tajos a diestro y siniestro. Por suerte, los zombies apenas comenzaban a levantarse de uno en uno y de dos en dos, y no parecía que Hans el Ermitaño tuviera un control absoluto de sus extremidades. Caminaban con paso espasmódico, sufrían bruscas contracciones musculares y caían con frecuencia, o se desviaban en la dirección equivocada; pero con cada segundo que pasaba sus movimientos se hacían más seguros y su atención se concentraba más y todos se volvían hacia la asediada columna de Von Kotzebue como mosquitos ciegos atraídos por el olor de la sangre.

Cuanto más cerca de la columna luchaban Félix, Kat y los matadores, más densa se hacía la masa de zombies, hasta que acabó por transformarse en una sólida muralla a través de la cual Félix no veía casi nada.

—¡Reagrupaos! ¡Presentad batalla! ¡Presentad batalla! —gritaba un sargento desde algún lugar que estaba más allá de los cadáveres.

—¡Los heridos a los carros! ¡Los que podáis caminar llevad a los que no puedan! ¡Moveos!

—¡Nos retiraremos en buen orden, malditos! ¡Si queréis tenerle miedo a algo, tenedle miedo a mi bota, u os la meteré por el trasero!

—¡Cabezas, cuellos y piernas, caballeros! ¡Cabezas, cuellos y piernas! ¡Todos los otros golpes son inútiles!

Esto último lo había dicho un viejo caballero de aspecto espléndido, vestido con los colores de Middenland, a quien Félix veía, por encima de las cabezas de los zombies, repartiendo vigorosos tajos con una espada larga desde el lomo de un caballo de guerra muy acorazado. Llevaba la cabeza afeitada y desnuda, y gritaba las órdenes a través del mostacho más grande, blanco y magnífico que Félix hubiese visto jamás. «Ese tiene que ser Kotzebue», pensó Jaeger, que había llegado para salvarlos. Luchando junto a él había un noble de cuello grueso y pecho ancho, con beligerante cara de bulldog; a Félix le pareció reconocerlo. Llevaba una sobrevesta de colores mostaza y burdeos sobre la armadura, y el águila coronada de Talabecland en el escudo.

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