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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matazombies (5 page)

Cada vez que sucedía eso, los enanos observaban desde el carro, petulantes mientras los hombres llevaban a cabo el pesado trabajo porque Von Volgen se negaba a desencadenarlos Félix se sentía demasiado inquieto como para disfrutar de la ironía. Siempre que ralentizaban la marcha, miraba fijamente hacia las profundidades del bosque, temeroso de que en cualquier momento salieran de las sombras horrores no muertos para atacarlos. A sus nervios se sumaba el hecho de que Von Volgen había enviado al cirujano de campo con los heridos que se habían unido a la columna de Von Kotzebue, y por ese motivo no habría nadie para remendarlos si se producía un ataque.

Pero el ataque no llegó. Ni ese día, ni esa noche cuando plantaron el campamento en un claro pequeño que no estaba muy lejos de la senda. Félix volvió a soñar con aullidos de lobo y alas negras, pero cuando despertó, con la frente cubierta de un sudor que se helaba, no oyó nada, ni los centinelas de Von Volgen dieron alarma alguna.

El día siguiente fue igual que el primero, salvo por la presencia de una lluvia gélida. El bosque era tan espeso que aunque los árboles caducos estaban despojados de hojas las gotas de lluvia no llegaban hasta ellos; sólo les caían gruesos regueros desde las negras ramas, que, a pesar de todo, los empapaban hasta los huesos. Félix intentó disponer la capa de manera que los cubriera a el y a Kat pero estaban encadenados a la distancia justa como para que ninguno de los dos quedara bien tapado. Los enanos continuaban sin dar muestras de incomodidad, salvo por el hecho de que se estrujaban la barba para quitarle el exceso de agua y se apartaban de los ojos la cresta caída. De la cresta de clavos de Snorri nacían pequeños regueros rojo herrumbre que caían del extremo de su bulbosa nariz como si fueran sangre.

A la mañana siguiente cesó la lluvia, aunque las nubes continuaron presentes. Por desgracia, el aguacero había convertido la senda en un baño de fango, y se produjeron muchas detenciones para sacar los carros de entre raíces que aprisionaban las ruedas, pero al fin a media tarde, la columna salió del bosque a un empapado mosaico de deprimentes campos de cultivo, todos negros, marrones y desnudos bajo nubes gris piedra.

Félix suspiró de alivio por haber salido del bosque, y al parecer, los caballeros compartieron su emoción. Habían permanecido en un silencio casi total durante los últimos dos días, hablando sólo cuando era necesario, sin reír en absoluto, pero ahora empezaron a charlar y bromear entre sí.

Geert se puso de pie sobre el bastidor del carro y señaló hacia delante.

—Si ése no es el castillo Reikguard, yo soy un goblin —le dijo al cargador superviviente, Dírk.

—Pronto estaremos calientes y secos —dijo Dírk., al mismo tiempo que asentía con la cabeza.

—Y seremos juzgados —añadió Rodi sin levantar la vista.

Gotrek tampoco levantó la cabeza, pero Félix y Kat se irguieron tanto como se lo permitían las cadenas y estiraron el cuello. Vieron un brillo mortecino en la brumosa distancia; era el Reik, que serpenteaba hacia el noroeste, en dirección a Altdorf. Y alzándose de él como un enorme barco pétreo de alta proa, se elevaba un gigantesco castillo, con gruesas murallas de granito oscuro que rodeaban una escabrosa colina para encerrar un severo torreón antiguo. De su tejado de pizarra negra salía una gran torre que se alzaba hasta tan arriba que los pendones se perdían entre las amenazadoras nubes.

De niño, Félix había visto a menudo ese castillo cuando viajaba con su padre por asuntos comerciales. Había sido un punto de referencia que era habitual buscar en el camino hacia Nuln, y le sorprendió la sensación de nostalgia y consuelo que experimentó al volver a verlo. El castillo era la residencia hereditaria de los príncipes de Reikland, e incluso la residencia de verano de Karl Franz, así como el hogar de la guarnición que había protegido la frontera nordeste desde los tiempos de Magnus el Piadoso. De repente, sintió que después de su largo viaje a través del salvaje y peligroso Drakwald, había regresado al civilizado corazón del Imperio. Allí era donde su gente era más fuerte. Aquello era el hogar.

Un pataleo de cascos que sonó detrás de ellos hizo que volviera la cabeza. Uno de los caballeros de la retaguardia de Von Volgen, con los ojos desorbitados y fijos al frente, galopaba hacia ellos por el camino del bosque, sobre un caballo que tenía los flancos salpicados de espuma.

—¡Mi señor! —gritó al llegar a la cola de la columna—. ¡Mi señor! ¡Ya llegan!

El caballero continuó galopando hacia la vanguardia, antes de que Félix pudiera oír quiénes llegaban, y tanto él como Kat y los matadores volvieron los ojos hacia el bosque, al igual que Geert y Dírk.

—¿Qué ha querido decir? —farfulló Geert—. No se referirá a los cadáveres. No pueden habernos dado alcance con tanta rapidez, ¿verdad?

Los caballeros también estaban volviéndose, haciendo que los caballos dieran media vuelta para encararse con el bosque, que ya se encontraba a casi un kilómetro de distancia; un momento más tarde, Von Volgen y sus capitanes retrocedieron a medio galope a lo largo de la columna, y se detuvieron junto a ellos para observar la distante muralla de árboles.

—¿Estás seguro? —preguntó Von Volgen al comprobar que nada sucedía.

—Sí, mi señor —replicó el caballero, jadeando tanto como el caballo que montaba—. Y junto con los lobos. Ellos…

Y entonces, aparecieron.

De la oscuridad del bosque salió una veloz, ondulante negrura recorrida por destellos de blanco, acero y bronce, como cometas en un cielo turbulento. Luego, los destellos se resolvieron. El blanco era hueso: jinetes con cara de calavera se inclinaban sobre el cuello de caballos flacos como esqueletos. El acero era de espadas, hachas y puntas de lanzas que empuñaban manos enfundadas en guanteletes. El bronce era de yelmos, petos y grebas de diseño antiguo. Y mientras los jinetes cabalgaban, las nubes que tenían encima descendían y se ennegrecían, de modo que el fuego verde que oscilaba en las cuencas oculares vacías se hacía más brillante.

Félix tragó saliva cuando el miedo le aferró las entrañas. Aquello no era una turba de torpes cadáveres que arrastraban los pies, sin mente ni nombre. Aquellos jinetes cargaban hacia ellos en una formación disciplinada, tan veloces como el humo ante un viento potente. Los lideraba un guerrero ataviado con armadura completa y yelmo con púas, que empuñaba con su mano enfundada en guantelete una espada negra que mantenía en alto; entre los corceles avanzaban a brincos terribles lobos como silenciosas sombras.

—Alrededor de ochenta, mi señor —dijo uno de los capitanes de Von Volgen, que se esforzaba por mantener el miedo fuera de su voz—. Tal vez cien.

La pesada mandíbula de Von Volgen se contrajo, e hizo girar el caballo.

—Hacia el castillo —dijo—. ¡Ahora!

Galopó hacia el frente de la columna, con los capitanes bramando órdenes a los carros y caballeros mientras corrían tras él.

Geert rezó una plegaria en voz alta dirigida a Taal y chasqueó las riendas sobre el lomo de los caballos en el momento en que la columna se puso en marcha.

—¡Vamos,
Bette
! ¡Vamos,
Condesa
!

El cargador, Dírk, sacó un destral de debajo del asiento del conductor e hizo la señal de Sigmar.

Félix observaba, anonadado, cómo los jinetes no muertos acortaban distancia con rapidez, mientras los caballeros de Von Volgen y los demás carros aceleraban ante ellos. Desarmados y a bordo del carro más lento, él, Kat y los matadores estaban en una situación peor que cuando se habían encontrado enfrentados con los lobos en la niebla. Los esqueléticos jinetes les darían alcance antes de que estuvieran a medio camino del castillo Reikguard.

3

—¿Estás dispuesto a tener este fin, Gurnisson? —preguntó Rodi, despectivo—. ¿Cuenta esto con tu aprobación?

Gotrek miró con ferocidad a los jinetes que se aproximaban.

—No cuenta con mi aprobación —replicó para luego romper las cadenas y ponerse de pie.

Rodi y Snorri interpretaron eso como una señal y rompieron también las suyas, mientras Gotrek ponía en libertad a Félix y Kat.

—Gracias, Gotrek —dijo Kat, en tanto se frotaba las muñecas.

—¿Qué vas a hacer, entonces? —preguntó Rodi—. ¿Vas a luchar?

—Voy a asegurarme de que Snorri Muerdenarices llegue al castillo —replicó Gotrek, y recogió uno de los apretados rollos de lona que había en el fondo del carro.

Rodi soltó un bufido.

—Eso podríamos hacerlo con sólo saltar del carro y enfrentarlos.

—Haz lo que te parezca —dijo Gotrek, que tiró el primer rollo fuera del carro.

—Snorri no quiere ir al castillo —intervino Snorri, que intentaba levantarse con su única pierna—. Snorri quiere luchar.

Rodi le lanzó una mirada colérica al viejo matador, a continuación maldijo y se puso a tirar él también rollos de lona desde el carro. Félix y Kat hicieron otro tanto.

Geert miró hacia atrás, alarmado al oír el ruido que hacían los rollos al caer en el fango del camino, detrás de ellos.

—¡Eh! ¿Qué hacéis vosotros, sueltos? ¡Y ésas son mis tiendas!

—¿Quieres ir a buscarlas? —preguntó Félix, mientras él y Kat dejaban caer otro rollo por la parte trasera.

Geert gimió con infelicidad, pero lo único que hizo fue volverse hacia delante y hacer restallar las riendas otra vez.

El carro aceleraba con cada rollo de lona que descargaban, y al cabo de poco rebotaba y saltaba de manera aterradora, pero aún no corría a la velocidad suficiente. Habían dado alcance a los otros carros, pero los caballeros de Von Volgen se adelantaban cada vez más, y los jinetes no muertos acortaban distancia.

Kat se inclinó para empujar algunos mástiles de tienda que se apilaban en el centro del carro, pero Gotrek detuvo su brazo.

—Espera hasta que puedan servir para algo —dijo.

Félix se volvió a mirar a los jinetes. Ahora que estaban más cerca, vio que no todos eran esqueletos antiguos. Algunos aún conservaban carne sobre los huesos y vestían los colores de Plaschke-Miesner, Von Kotzebue o Von Volgen. Se quedó mirándolos, conmocionado. Tenía que tratarse de caballeros que habían caído en la Corona de Tarnhalt, pero al igual que sus camaradas revestidos de bronce, sus movimientos eran veloces y seguros, no los vagos y torpes de los zombies. ¿El nigromante los controlaba como a marionetas, o habían encontrado alguna manera de permitir que retuvieran la destreza que habían poseído en vida?

—¿Cómo es posible que un mendigo loco como Hans pueda tener un poder semejante? —murmuró Félix.

El carro atravesó con ruido atronador un antiguo puente de piedra que cruzaba un ancho río serpenteante. Félix giró la cabeza. El castillo estaba más cerca, y podía distinguir detalles, como las puntas de lanza que destellaban sobre las almenas, además de la enorme arcada de la puerta principal, pero aún se encontraban demasiado lejos.

Detrás de él, los jinetes muertos saltaron por encima del río como si tuvieran alas, cayeron en medio de una nube de fango pulverizado, y de un brinco, se situaron aún más cerca, precedidos por un gélido viento fétido que hizo estremecer a Félix de algo más que de frío.

Gotrek recogió uno de los mástiles de tienda, casi tan largo como una pica y más pesado, avanzó hasta la parte posterior del carro y lo lanzó como si fuera una jabalina, directamente hacia el guerrero que iba en cabeza y llevaba el yelmo con púas. El jinete hizo desplazar el caballo de hueso hacia la izquierda y evitó el mástil, pero éste rebotó y derribó de la silla de montar a otro jinete no muerto. El resto dio un rodeo para esquivarlo y continuó adelante.

Snorri rió.

—Eso parece divertido. Snorri quiere probarlo.

—No, con una sola pierna no lo harás —contestó Rodi, mientras él y Gotrek cogían más mástiles—. Te caerías del carro.

Snorri se enfurruñó.

—Snorri nunca puede hacer nada.

Gotrek lanzó el siguiente mástil por lo bajo y hacia la izquierda, y Rodi hizo lo mismo, pero hacia la derecha. Rebotaron ante los jinetes que iban en cabeza y golpearon a los caballos a la altura de las rodillas, de manera que se precipitaron al suelo en medio de una explosión de armadura y huesos. Los jinetes que venían detrás intentaron esquivarlos, y se estrellaron unos contra otros; pero los caídos desaparecieron con rapidez tras una cortina de veloces cascos, y los guerreros muertos cerraron filas y continuaron adelante.

Gotrek y Rodi se inclinaron para recoger nuevos mástiles, y Félix hizo lo mismo, gruñendo a causa del peso. El largo palo de roble era un arma engorrosa, difícil de manejar, y se maravilló una vez más ante la fuerza de los enanos, que habían lanzado las suyas con gran facilidad y precisión.

Cuando alzó la suya hasta tenerla en posición vertical, el carro rebotó, y él perdió el equilibrio y cayó contra las tablas laterales. Kat lanzó un grito de alarma cuando el mástil golpeó el banco del conductor entre Geert y Dírk, y a Félix se le escapó de las manos.

—¡Eh! —dijo Geert—. ¡Cuidado!

—Déjalo, humano —ordenó Gotrek mientras arrojaba un mástil y se inclinaba para recoger otro.

Snorri soltó un bufido.

—Snorri podría hacerlo igual de bien que eso.

Félix se recobró, ruborizado, y tiró del mástil hacia atrás para descansar su peso sobre el banco.

—¡Ah! —dijo—. Esa es una mejor idea.

—¿Qué? —preguntó Kat—. ¿No caerse del carro?

Félix no hizo caso de la pulla y deslizó el mástil hacia fuera por un costado, apoyando el peso sobre las tablas laterales como si se tratara de un remo.

—¡Ah! —exclamó Kat—. Ahora lo veo.

Los jinetes esqueléticos saltaron por encima de un muro bajo de piedra y comenzaron a correr en paralelo al carro. Gotrek y Rodi les dirigían golpes con los mástiles por la derecha y la izquierda, abollaban yelmos de bronce y derribaban a los jinetes de la montura.

Félix bajó el extremo de su mástil hasta muy cerca del suelo, y barrió el aire a la altura de las rodillas de un esquelético caballo, mientras Gotrek golpeaba al jinete. El mástil escapó de sus manos al enredarse en las patas anteriores de la bestia, pero el caballo cayó y el jinete fue a parar bajo las ruedas, que aplastaron la armadura y partieron huesos.

—Buen trabajo —dijo Gotrek cuando Félix se inclinaba recoger otro mástil.

—Bueno, eso sí que puede hacerlo Snorri —dijo Snorri.

El viejo matador recogió un palo y se puso de rodillas, luego lo sacó fuera por encima del borde derecho del carro, mientras Félix hacía lo mismo por el izquierdo, pero para cuando lograron situarse en posición, la mayoría de los jinetes muertos ya habían pasado de largo para convergir en la cabeza de la columna. Sólo unos pocos lobos quedaban corriendo detrás de ellos, y esquivaban los ataques de los matadores mientras intentaban saltar sobre el carro.

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