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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matazombies (10 page)

—Todo obra de enanos —dijo Gotrek, alzando los ojos hacia el abovedado techo de piedra, mientras devoraba el estofado—. Toda esta obra subterránea. Y mejor construida: que el montón de piedra que se asienta encima.

—Reikguard es el mejor castillo de factura humana que hay en todo el Imperio —dijo el capitán de artillería Volk.

—De factura humana, sí —precisó Rodi con sequedad.

Eso provocó algunas miradas coléricas, pero Zeismann habló antes de que la situación se hiciera incómoda.

—Pero el Matador tiene razón —dijo—. Todo lo de aquí debajo fue construido hace unos ochocientos años, en los tiempos en que Gorbad Garra de Hierro lo arrasaba todo. El emperador Segismundo ordenó que fuera convertido en una fortaleza imperial. De ser la residencia de los príncipes de Reikland, tuvo que pasar a convertirse en una ciudadela capaz de dar cabida a mil soldados y demás personal, y no había nadie en quien confiara más que en los enanos para hacer ese trabajo. Excavaron esta pequeña colina para convertirla en una colmena, y también construyeron el puerto y las murallas exteriores.

—Tenían que ser los enanos quienes situaran todas nuestras dependencias bajo tierra —refunfuñó Volk—. Las habitaciones de los caballeros tienen ventanas, aire, sol.

—Son cabañas de madera —precisó Rodi entre bocados—. Se derrumbarían si te tiraras un pedo dentro de ellas. Estáis más seguros aquí.

—No habéis olido uno de los pedos del capitán Volk —dijo uno de los artilleros.

Todos rieron, incluso Volk, y la tensión disminuyó. Pero cuando Félix bebía un sorbo de su jarro, Kat le pisó con suavidad la punta de un pie por debajo de la mesa. Se volvió a mirarla, y ella le hizo un gesto con la cabeza para que se inclinara.

Félix frunció el ceño y recorrió el salón con la mirada al acercarse. ¿Habría detectado ella algo extraño? ¿Algo iba mal?

—¿Qué sucede? —susurró.

—Nos marchamos mañana con Snorri, ¿verdad? —preguntó Kat.

—Sí.

—¿Y Zeismann dice que podemos disponer de una habitación privada para esta noche?

—Sí —replicó Félix—. Si la queremos, podemos…

Sus ojos se abrieron más al seguir la línea de pensamiento de ella hasta su conclusión. Aunque hacía semanas que habían admitido sentirse atraídos el uno por el otro, desde aquella noche en que ella lo había salvado de morir congelado en Drakwald no habían tenido tiempo para estar juntos y a solas. La intimidad había sido fugaz cuando estaban en camino, y ser perseguidos por hombres bestia no era algo que condujera precisamente a la disposición romántica. El terror cerval tendía a interponerse.

Pero ahora, aunque una horda de no muertos marchaba sin descanso hacia el sur, en dirección a ellos, no se encontraban ante ningún peligro inmediato, y no estarían durmiendo con sólo una tela de lona entre ellos y sus compañeros de viaje.

—¡Ah! —dijo—. Entiendo.

De repente, le pareció que no acabaría el estofado con la suficiente rapidez.

Pero aunque atravesaron el patio de armas casi corriendo —estaba llenándose de aparceros que acudían al castillo desde las granjas exteriores del graf Reiklander—, cuando por fin encontraron una habitación y cerraron la puerta, una extraña timidez les impidió comenzar.

Durante casi un minuto entero, Félix se quedo de pie junto al lecho de soldado pulcramente hecho, acariciando el cabello y los hombros de Kat.

—¿Estás…, estás arrepintiéndote? —preguntó ella, al fin.

—¿Respecto a ti? —Félix rió—. ¡Dioses, no! Es sólo que, después de haber esperado tanto, temo que hayamos levantado una montaña de expectativas tan enorme que…, que creo que nunca lograremos superarla.

Kat sonrió con timidez.

—¿Quieres decir que, ahora que podemos, seremos capaces?

—Sí —replicó Félix—. Exacto.

Kat se encogió de hombros.

—Bueno, sólo hay una manera de averiguarlo.

Y dicho eso, tiró del cuello de la ropa de Félix hasta que él se inclinó, y luego se puso de puntillas para besarlo. Sus Bocas se unieron con vacilación al principio, pero de inmediato los labios de Kat se separaron y sus lenguas se encontraron. Colmado por la fuerza de la pasión, Félix la abrazo con fuerza, la levantó del suelo, y ambos cayeron con lentitud sobre el lecho.

5

Félix y Kat caminaban juntos por un sendero forestal. Se encontraban a apenas un kilómetro y medio, más o menos, de Bauholtz, hacia donde iban para visitar al
doktor
Vinck. Jaeger se sentía feliz. Era un día de principios de la primavera y aún hacía frío a la sombra de los árboles, pero un sol tibio le acariciaba la cara de vez en cuando; y luego atravesaron un claro, y ya no tuvo la más ligera preocupación en el mundo. Gotrek no estaba con ellos. Snorri y Rodi, tampoco. Sólo él y Kat andaban por el sendero, y no tenían ninguna prisa ni obligación.

Félix le apretó la mano, ella le devolvió el apretón, y se detuvieron bajo las ramas cargadas de yemas de un anciano roble, pero cuando se inclinaban para besarse, un grito lejano llego los oídos de Félix, un ave de presa, tal vez. No le hizo caso y se inclinó más, pero Kat se apartó y miró a su alrededor.

—Gritos —dijo.

—No es más que un halcón —replicó Félix.

—No. —Kat se alejó de él para volver al sendero—. ¿No lo oyes? Son personas a las que están matando.

Ella se puso en marcha otra vez hacia Bauholtz, ahora a paso ligero.

—Kat, vuelve. No es nada.

Ella no le hizo caso y continuó adelante. El gruñó de fastidio y partió tras ella. El día era demasiado perfecto como para que hubiera problemas. Quería que ella volviera y lo besara.

Salieron corriendo de debajo de los árboles. Ante ellos se alzaban las largas murallas de Bauholtz, al otro lado de los campos de cultivo, y por encima de ellas estaba formándose una nube de humo negro. Los gritos se oían allí con mayor claridad. Procedían del pueblo.

Entonces, se encontraron ante las puertas, aunque Félix no recordaba haber corrido hasta allí, gritando y aporreando los troncos sin devastar. Del interior les llegaban gritos terror y furia, y un penetrante hedor a quemado.

Kat pateó la puerta.

—¡Levantaos! —bramó—. ¡Armaos! ¡Nos están atacando!

Félix pensó que era muy extraño que ella dijera eso.

Félix miró a su alrededor, parpadeando, desorientado. No se encontraba ante las puertas de Bauholtz. Estaba en una habitación oscura, tumbado en un camastro estrecho, con el brazo derecho abrigado por Kat y el izquierdo helado porque lo tenía contra la pared. Pero aunque el sueño se desvanecía, los gritos y los golpes se acercaban más y aumentaban de volumen.

—¡Arriba, soldados de Reikland! —bramó una voz ronca y grave, y Félix se preguntó cómo podía haber pensado que era la de Kat—. ¡A las murallas!

Levantó la cabeza y gimió, porque tenía una tortícolis terrible. Kat estaba sentada junto a él, desnuda y apartándose el pelo de la cara. El mechón blanco que tenía en medio de las trenzas de color castaño oscuro brillaba en tonos verdes a la luz que entraba por las ventanas de la habitación, que tenían cristales en forma de diamante. Era como si el castillo se hubiera hundido en un mar de veneno.

—¿Qué sucede? —murmuró Kat.

—No lo sé.

Félix intentó sentarse, y entonces hizo una mueca de dolor. Tenía la pierna izquierda completamente dormida.

La puerta se abrió de golpe, y uno de los caballeros de Nordling se asomó por ella.

—¡Arriba y fuera! Los muertos… —Se interrumpió al ver a Félix y Kat—. En el nombre de Sigmar, ¿qué estáis haciendo aquí? ¡Estas son nuestras dependencias!

Agitó una mano con impaciencia y se marchó corriendo para ponerse a aporrear la siguiente puerta del corredor.

—¿Los muertos? —repitió Félix.

El y Kat se miraron el uno al otro, y luego se pusieron en pie de un salto y recogieron las armaduras y las armas con precipitación.

Lanceros, espadones y caballeros pasaban a toda velocidad junto a Félix y Kat, mientras ellos subían por la escalera de piedra hasta lo alto de la muralla del castillo. La luz de las antorchas hacía destellar las espadas y puntas de lanza mientras los soldados corrían a ocupar sus posiciones, y se reflejaba en los cañones de las armas de los arcabuceros que se encontraban acuclillados entre las almenas, pero las llamas no lograban disipar el enfermizo relumbre verde de Morrslieb que hacía que las nubes de tormenta pareciesen gordos gusanos fosforescentes, y teñía la piel de todos de un gris pastoso.

Cuando llegaron al parapeto, Félix vio, a la derecha, a Von Volgen hablando seriamente con sus caballeros, mientras que a la izquierda estaban Gotrek, Snorri y Rodi, que se asomaban a mirar hacia abajo por encima de las almenas.

Snorri había conseguido una pata de palo en alguna parte, recién cortada por debajo para que se adaptara a su corta estatura, y había recuperado su martillo, mientras que Rodi tenia un hacha nueva, hecha por enanos, para la reemplazar la se había roto en la Corona de Tarnhalt. Félix se preguntó de dónde habría salido. ¿Un regalo de la guarnición?

—Snorri quiere bajar a luchar contra ellos —estaba diciendo Snorri cuando Félix y Kat fueron a situarse junto a los matadores.

—¡No te preocupes, padre Cráneo Oxidado! —dijo rodi—. Vendrán por nosotros muy pronto.

—Demasiado pronto —dijo Gotrek en tanto le lanzaba a Snorri una mirada torva.

Kat y Félix se asomaron por encima de la muralla para ver que estaban observando los matadores. La débil luz lunar engañó los ojos de Félix, y al principio sólo vio sombras deformes que avanzaban con paso espasmódico por la hierba invernal; pero, pasado un momento, las sombras se resolvieron en forma de cadáveres ambulantes, tanto de bestias como de hombres, cientos de ellos, que convergían, lenta pero inexorablemente, en el castillo. Una numerosa multitud de ellos ya iba de un lado a otro, con inquietud, por el borde del foso lleno de agua de rápida corriente, mientras más y más avanzaban con paso tambaleante para unirse a ella y formar una móvil alfombra de no muertos que se extendía noche adentro hasta donde llegaba la vista de Jaeger.

Gotrek tenía razón. Los muertos habían llegado demasiado pronto. Félix y Kat habían planeado marcharse con Snorri a la mañana siguiente, y haber recorrido un buen trecho del camino hacia Karak Kadrin antes de que atacara la horda. Ahora estaban atrapados en el castillo con todos los demás. Gotrek tenía que estar furioso. Se había negado a si mismo una muerte segura en la Corona de Tarnhalt, y se había negado a si mismo una muerte segura en la corona de tarnhalt y se la negado a Rodi, con el fin de alejar a Snorri de los muertos, y ahora resultaba que había sido todo en vano. Snorri estaba en un peligro aún mayor que antes, y Gotrek sólo había logrado convertir a Rodi en su enemigo.

Por otro lado, aquello no era necesariamente el fin todo. Félix ya había luchado antes contra los no muertos y había sobrevivido. Sabía que podía enfrentarse con más diez de ellos, y Gotrek con más de cien. Aun así, se le cayó el alma a los pies y se le secó la boca con sólo mirar sus ojos en blanco y sin vida. Y lo que heló su sangre no fue sólo el horror de que algo muerto se levantara en una parodia de vida, aunque eso era bastante horrible, sino que la absoluta, inconsciente inevitabilidad de los zombies. Eran como las hormigas, o como el agua. Una gota de agua o una sola hormiga no constituían amenaza alguna. Uno podía sacudírselas de encima sin esfuerzo. Pero un millón de hormigas o una inundación hallarían grietas en cualquier pared, pasarían por encima de cualquier barrera, derribarían a un hombre y lo ahogarían.

Ese era el verdadero horror de los muertos ambulantes. No se podía razonar con ellos, no se les podía hacer huir a causa del pánico, no se les podía comprar ni convencer de que cambiaran sus alianzas. Eran una fuerza antinatural, tan implacable como el tiempo y las mareas, y acababan por desgastarlo a uno hasta vencerlo, como las montañas eran erosionadas hasta convenirse en simples colinas, y las reses muertas eran lentamente despojadas de su carne hasta los huesos por millares de diminutas mandíbulas. Los zombies eran tan inevitables como la muerte, porque eran la muerte.

—Mirad cuántos son —dijo un lancero con ojos inexpresivos—. Interminables. Interminables.

—Y hay bestias entre ellos —añadió un arcabucero, mientras hacía la señal del martillo—. Por Sigmar, si ese nigromante puede convertir en zombies a esos monstruos, ¿qué posibilidades tenemos?

—Debemos rezar todos a Morr —intervino un artillero al mismo tiempo que tocaba una insignia en forma de cuervo de Morr que llevaba en la gorra—. El los pondrá a descansar y nos librará de ellos.

—¡Menos charlas de ese tipo! —gritó el general Nordling—. ¡Somos hombres de Reikland! ¡No tememos a nada!

En general avanzaba a lo largo de la muralla con seis caballeros del castillo, y lo seguían el comisario Von Geldrecht, el sacerdote ciego al que llamaban padre Ulfram y el acolito de éste, Danniken.

Los hombres se volvieron cuando el general se subió al espacio que separaba dos almenas y se encaró con ellos, de espaldas a los zombies. Félix vio que debajo de la erizada barba negra tenía la piel pálida, pero logró que el miedo no se manifestara en su voz.

—Sí, nuestro enemigo es aterrador —dijo mientras se reunían más hombres a su alrededor—. Sí, son una legión. Pero nosotros somos los más fuertes de los fuertes, los más valientes entre los valientes, forjados en batalla contra los más grandes enemigos del Imperio. ¿Acaso no mantuvimos la formación en Wolfenburgo? ¿No hicimos retroceder a los demonios en Grimminhagen?

—¡Sí! —gritaron los hombres—. ¡Por el Imperio! ¡Por el graf!

Von Volgen y algunos de sus hombres llegaron y se situaron al final de la aglomeración, donde se quedaron escuchando mientras Nordling continuaba.

—¡Ninguno de vosotros se encuentra desnudo y a solas en el campo, enfrentado a esos horrores! —gritó el general, dando manotazos sobre las piedras de la muralla—. Estáis protegidos por las defensas del mejor castillo del Imperio. Los ogros no lograron vadear nuestro foso sin ser arrastrados por la corriente. Si los dragones no pudieron derribar las murallas, ¿qué posibilidades tienen de hacerlo esos pobres cadáveres? Nuestras almenas fueron construidas por enanos, y están impregnadas de poderosas protecciones contra los no muertos. Han resistido durante ochocientos años. ¡El castillo Reikguard no ha caído nunca, y jamás caerá!

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