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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matazombies (9 page)

Von Volgen hizo una mueca de dolor y se presionó con una mano los vendajes que le rodeaban las costillas, pero luego asintió con la cabeza.

—Me quedaban más o menos doscientos caballeros cuando salí de las Colinas Desoladas —dijo—. Perdí más de una docena debido a ataques de hostigamiento a lo largo del camino, y muchos más durante la lucha de hoy. No sé con exactitud cuántos, pero diría que han muerto veinte o más, y otros tantos han resultado heridos: así que tal vez cuente con ciento cincuenta aptos para luchar, aunque me temo que sus pertrechos no están en las mejores condiciones en este momento.

—Gracias, mi señor —dijo Nordling—. Mis caballeros se complacerán en suministraros cualquier cosa que necesitéis. ¿Zeismann?

El capitán de lanceros se tocó la frente con una mano a la que le faltaban los dos dedos centrales.

—Como ya he dicho, general, setenta hombres en condiciones de luchar. Tal vez podrían incorporarse veinte más si la situación se vuelve desesperada. El resto… —Mostró su mano mutilada—. Han sufrido heridas peores que las mías, y ya no pueden empuñar una lanza con ambas manos. Nuestros pertrechos, sin embargo, están en buen estado. Es triste, pero contamos con más lanzas que hombres.

Nordling asintió con la cabeza.

—¿Hultz?

El capitán de arcabuceros saludó.

—No quedan muchos de mis muchachos, como ya sabéis, general —dijo—. Demasiados quedaron enterrados en Grimminhagen. —Se encogió de hombros—. Cincuenta y dos, contándome a mí, pero hay seis en la tienda enfermería. Nuestras armas funcionan bien, y tenemos pólvora abundante, pero… —Le lanzó una mirada al hombre que se encontraba a su lado, un demacrado capitán de artillería que tenía un ojo blanco y otro azul, y cicatrices de quemaduras de aspecto ceroso por toda la calva cabeza—. Pero el capitán Volk dice…

Volk se irguió. Las cicatrices de quemaduras le conferían el aspecto de un demonio medio fundido, pero habló como un granjero de Ostermark.

—Andamos escasos de munición, mi señor —dijo—, tanto de cañón como de arcabuz. Las reservas mermaron mucho en el norte, y no ha llegado todavía de Nuln el nuevo pedido.

—¿Cuándo debería estar aquí? —preguntó Nordling.

—Cualquier día de éstos —replicó Volk—, pero he oído decir que últimamente se retrasan con los envíos. Ahora mismo hay mucha gente que procura reabastecer sus existencias.

—¿Cuánta munición nos queda con exactitud? Volk frunció los labios.

—La suficiente para unos pocos enfrentamientos, mi señor, pero si se nos pidiera que mantuviéramos una frecuencia constante de disparo… —Se rascó el mentón con cicatrices—. Tres horas, más o menos, con los siete cañones en funcionamiento. Menos para los arcabuceros, si todos los cincuenta muchachos de Hultz dispararan con rapidez. Tal vez dos horas.

Ésa es una noticia grave —dijo el general—. ¿Y qué me decís de los artilleros? ¿Tenéis hombres para los siete cañones?

—¡Ah, sí! —replicó Volk, e hizo una mueca—. Bueno, bastantes para cinco, al menos. Pero esos cadáveres no llegarán navegando en barca, ¿verdad? Así que es probable que podamos dejar fríos los cañones del lado del río.

—Sólo podemos esperar que así sea —dijo Nordling, que se volvió a mirar al capitán de espadones—. ¿Bosendorfer?

El joven hizo un brusco y enérgico saludo «Demasiado ansioso», pensó Félix.

—Sí, general —dijo—. Treinta hombres en condiciones de luchar y deseosos de servir. Nuestros pertrechos están lustrosos y en buenas condiciones, y nuestros espadones bien afilados.

—¿Algún herido?

—Ocho, mi señor —dijo Bosendorfer—, pero se recuperan con rapidez. No los he incluido en el recuento.

—Gracias, Bosendorfer. Descansad. —Nordling volvió a mirar al barquero pelirrojo—. ¿Guardia fluvial Yaekel?

El hombre saludó, pero se mordió el labio inferior antes de responder.

—Ya sabéis que nosotros no fuimos al norte, general. Nuestros deberes en el río nos retuvieron aquí, al igual que al comisario Von Geldrecht, así que contamos con todos los efectivos: dos balandros fluviales completamente armados y aprovisionados, con tripulaciones de veinte hombres para cada uno, además de unos pocos esquifes y falúas. Pero…, pero, mi señor, tengo que mostrarme de acuerdo con Zeismann y Hultz. No tiene sentido alguno quedarse aquí. En ningún caso lograríamos resistir durante mucho tiempo. Tenemos que retroceder. —Avanzó un paso de manera involuntaria—. Por favor, dejad que yo y mis hombres naveguemos hasta Nadjagard y dispongamos las cosas para vuestra llegada. Haremos…

—No Yaekel —suspiró Nordling—. No vais a ir a ninguna parte. Nadie lo hará. El graf ha hablado.

Nordling se volvió hacia el último hombre del grupo, un tipo con aspecto abatido y pelo castaño grasiento y, que se le escapaba por debajo de la gorra. Llevaba un jubón que proclamaba que era un guardabosques de Nordland, pero sus calzones sugerían que era oficial de la guardia de la ciudad de Nuln.

—¿Y vos, capitán…? ¿Capitán…?

—Capitán Draeger, mi señor —declaró el hombre con una voz que lo señalaba como nativo de los barrios bajos de Altdorf y, por tanto, indicaba que no era probable que hubiese obtenido de manera legítima ninguna de las piezas del uniforme que llevaba—. Os pido perdón, pero éste no es nuestro puesto de destino. Mis muchachos van camino de su casa en la vieja ciudad, y sólo se han detenido aquí para pasar la noche; os agradecen amablemente vuestra hospitalidad. Pero si a vosotros os da igual, nos pondremos otra vez en marcha.

Nordling lo miró con ferocidad.

—A mí no me da igual —dijo—. Sois de la milicia de Reikland, ¿no es cierto?

—Sí —replicó Draeger—. Leva de Altdorf. Lo mejor del paseo del Cadalso.

—No lo dudo —murmuró el general—. Bueno, capitán Draeger, Reikland aún os necesita. Os quedaréis. ¿Cuántos hombres hay en vuestra compañía?

—¿Eh? Unos treinta —replicó Draeger, cuyos ojos se abrieron más—. Pero…, pero, mi señor, nos desmovilizaron en Wolfenburgo. Nos dieron nuestra paga y nos enviaron a casa. Nosotros…

—No lo intentéis, hijo mío —dijo Zeismann—. El «ya hemos hecho nuestra parte» no os servirá a vosotros más que a nosotros.

—¡Desde luego que no! —declaró Nordling—. Quedáis alistado de nuevo, oficialmente, capitán. Y no temáis —añadió cuando Draeger comenzó a protestar otra vez—, se os pagará.

—Preferiría marcharme en lugar de que me pagaran —murmuró Draeger, y se cruzó de brazos.

Nordling no le hizo el menor caso y se acarició la barba, pensativo.

—Bien, pues —dijo—, teniendo en cuenta a los caballeros del graf, al menos a los que están en condiciones de luchar, contamos más o menos con quinientos hombres, y cuando traigan a todos los aparceros de las tierras del graf, tendremos otros quinientos arqueros, más o menos, que añadir a nuestro contingente, para totalizar un millar.

—Contra una fuerza diez veces superior —dijo Yaekel con amargura.

Nordling lo miró con ojos duros.

—Basta, guardia fluvial. Las murallas del castillo Reikguard nunca han caído. Tenemos plena confianza en que sobreviviremos.

Se volvió para pasear la mirada por los otros.

—Veamos, ¿hay alguna pregunta más? ¿Alguna otra objeción?

Nadie dijo nada.

—Muy bien —dijo—. El comisario Geldrecht se llevará la información que me habéis dado y consultará con el graf para establecer la estrategia. Entretanto, deberéis informar a vuestros hombres de nuestra situación y prepararos para un ataque inminente, ¿entendido?

Todos los hombres emitieron palabras de asentimiento.

—Muy bien —concluyó Nordling, y luego saludó a los otros—. Podéis marcharos. Larga vida al Emperador, y que Sigmar nos proteja a todos.

—Larga vida; Sigmar nos proteja —fue el murmullo que le respondió, y los hombres comenzaron a hablar entre sí encaminándose hacia la puerta.

Félix los observaba mientras los seguía al exterior. Salvo por el guardia fluvial, Yaekel, y por Draeger, el capitán de la milicia, pensó que la defensa del castillo parecía estar en buenas manos. Bosendorfer era joven y nervioso, pero estaba lleno de pasión, y Von Geldrecht era un capullo pomposo, pero sólo se ocupaba de los almacenes. Todo el resto parecían hombres duros, curtidos.


Herr
Jaeger —dijo una voz áspera detrás de él.

Félix se volvió. Von Volgen se le acercaba por la espalda, cojeando.

—¿Mi señor? —dijo Félix, precavido.

Von Volgen interpretó su expresión y frunció el ceño, azorado.

—Quiero…, quiero disculparme,
mein herr
—dijo—. Durante el viaje hasta aquí os traté a vos y a vuestros amigos de manera abominable. Considero la regla de la ley sagrada por encima de todas las cosas, y hago lo que puedo por vivir de acuerdo con ella, pero la muerte de mi hijo… me hizo enloquecer durante un tiempo, y permití que me gobernara el enojo en lugar de la lógica. Por favor, perdonadme por ese lapsus.

Félix parpadeó, sorprendido. Los ásperos modales del señor no lo habían preparado para un discurso semejante. Inclinó la cabeza.

—Lo entiendo, mi señor. Tiene que haber sido una terrible conmoción. Pero no fue a mí a quien jurasteis matar. Debéis hablar también con los matadores.

—Lo haré —dijo—. Y os agradezco vuestra comprensión. Dicho eso, Von Volgen se inclinó y salió por las puertas del templo al patio de armas.

Félix lo observó, desconcertado. Había esperado que el bulldog actuara como un bulldog. Resultaba extraño descubrir que era un noble, después de todo.

Cuando se disponía a seguir a Von Volgen al exterior, oyó voces detrás de sí y se volvió a mirar. Avelein Reiklander estaba de rodillas ante el altar, con la cabeza inclinada hacia el martillo, mientras la hermana Willentrude daba vueltas a su alrededor con ansiedad.

—Grafina —susurró la hermana—, ¿estáis segura de que no os gustaría que examinara a vuestro esposo? Es sabido que Shallya puede obrar milagros.

La grafina acabó su plegaria y se puso de pie, al mismo tiempo que negaba con la cabeza.

—Gracias, hermana Willentrude, pero mi esposo no necesita nada más que descanso y paz. Se recuperará.

La hermana parecía dubitativa, pero se limitó a inclinar la cabeza cuando la grafina se volvió hacia la puerta. Félix también se dio la vuelta y salió con rapidez, pues no quería que ellas lo pillaran fisgoneando, a la vez que se preguntaba qué clase de heridas había sufrido el graf en el norte.

—Podéis quedaros en cualquier habitación vacía que encontréis —dijo el capitán Zeismann mientras les ofrecía a Félix y Kat dos cuencos de estofado en la cola del comedor—. Y hay muchas vacías. La mayoría de los anteriores ocupantes duermen ahora en la tierra, al norte de Grimminhagen. —Agitó una mano magnánima—. Ocupad una de las habitaciones para caballeros. No querréis dormir con los de nuestra calaña. Mugrientos campesinos, todos nosotros.

Eso provocó la risa de sus hombres, que también hacían cola. Se encontraban en el cavernoso comedor, apenas una de las salas del laberíntico subterráneo de la torre del homenaje, que también contenía barracones, almacenes, cocinas y talleres, además del consultorio de Tauber y el santuario de Shallya. En el comedor reinaba el estruendo de un centenar de conversaciones, el calor de un enorme fuego que ardía en un extremo de la estancia y el de las cocinas que entraba por el otro.

—Sois muy generoso —dijo Félix—, pero ¿no sería mejor preguntar antes a los caballeros?

Zeismann miró con el ceño fruncido a los caballeros del castillo, que se encontraban sentados todos juntos ante una docena de mesas del límite derecho del comedor.

—¡Bah! —dijo—. Sólo dirán que no si se lo preguntáis. Pero nadie dirá nada si ocupáis las habitaciones sin más.

Félix sonrió con afectación.

—Bien, si dicen algo, les diré que fuisteis vos quien nos dijo que podíamos ocuparlas.

Zeismann rió.

—Hacedlo.

—Snorri piensa que vuestros cuencos son demasiado pequeños —dijo Snorri, que miraba con ojos dubitativos lo que le había entregado la muchacha de servicio.

—¿Estás seguro de que no tienes el estómago demasiado grande, padre Cráneo Oxidado? —preguntó Rodi.

—Venid a por una segunda ración, si queréis —dijo Zeismann—. Siempre estamos bien aprovisionados en el castillo Reikguard.

—Sí —corroboró el capitán de artillería Volk—. Antes de la guerra, el único peligro que amenazaba a la guarnición del castillo era el de engordar. —Bajó los ojos hacia su flaco cuerpo—. Aunque pasará algún tiempo antes de que recuperemos un poco de carne para recubrir nuestros huesos, después de esa larga excursión invernal.

—No os preocupéis, capitán Volk —dijo Zeismann—. Al menos vos estaréis a salvo de los zombies. ¡Pensarán que sois uno de ellos!

Todos rieron, y luego se encaminaron hacia las mesas.

Félix recorrió la estancia con la mirada mientras él, Kat y los matadores seguían a los demás. Las diferentes compañías parecían reacias a mezclarse con las demás; los arcabuceros ocupaban una mesa, los lanceros otra, los guardias fluviales se encontraban ante la que estaba más cerca de las cocinas, mientras que los caballeros de la guarnición se sentaban en las mesas más cercanas al muro derecho. Bosendorfer, el enorme capitán joven de rubia barba, reía con sus espadones ante una mesa cercana al fuego. Eran tipos corpulentos y de hombros anchos como él, y todos llevaban jubones acuchillados, calzones y el vello facial más elaborado que podían lograr. Daba la impresión de que estaban compitiendo para ver quiénes podían escupir al fuego desde donde estaban sentados.

Von Volgen, como huésped noble, se encontraba cenando con Nordling y Von Geldrecht en los aposentos privados que éstos tenían en la torre del homenaje, pero sus ciento sesenta caballeros de Talabecland estaban comiendo allí, sentados en apiñado grupo a un lado, no demasiado cómodos en una habitación llena de nativos de Reikland. Los otros huéspedes del castillo, el desaliñado capitán de la compañía desmovilizada, Draeger, y sus variopintos hombres de la milicia ocupaban una mesa por encima de la cual susurraban, tan apartados de los otros como les era posible, y a menudo miraban por encima del hombro.

Félix, Kat y los matadores se apretujaron con Zeismann y sus lanceros, que se empujaron unos a otros para dejarles sitio. Parecían ser un grupo alegre, pero Félix detectó entre ellos las mejillas hundidas y la dureza en la mirada que había visto en otros soldados que regresaban de luchar en el norte. Algunos, situados en la periferia del grupo, no participaban en las bromas y los chistes, sino que contemplaban con ojos fijos horrores que se encontraban a centenares de kilómetros y varios meses de distancia, en el pasado. También esa expresión la había visto Félix antes.

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