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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matazombies (8 page)

—Espera aquí —dijo él—. Te traeré agua.

—Yo también iré —dijo Gotrek.

Snorri se rió de él.

—¿Agua? ¿Para qué necesita agua un enano? Snorri piensa que deberías conseguir cerveza en lugar de agua.

Félix también pensó que era extraño que Gotrek quisiera agua. El Matador casi nunca la usaba para beber, y casi nunca se lavaba, pero cuando Félix estaba llenando la cantimplora en el pozo del castillo, el enano manifestó la razón de aquella excentricidad.

—Tú y la pequeña os llevaréis a Snorri mañana por la mañana, antes de que llegue el nigromante —dijo Gotrek al mismo tiempo que se volvía a mirar a Snorri.

—Si, Gotrek —dijo Félix—. Tal y como te prometí. A karak Kadrin. Aunque…, aunque me produce una sensación extraña saber que no estaré aquí para dejar constancia tu fin.

Gotrek se encogió de hombros.

—Mi poema épico ya es lo bastante largo. —Escupió al suelo y echó a andar de vuelta hacia los otros—. Demasiado largo.

Félix acabó de llenar la cantimplora y siguió al Matador.

—Esto esperará —dijo el pequeño cirujano de cara chupada tras examinar brevemente a Kat, antes de pasar al caballero que yacía junto a ella.

La rechoncha sacerdotisa de Shallya y su ayudante lo seguían de cerca, y tomaban notas en un gran libro.

Félix se los quedó mirando, y luego se levantó, enojado.

—Cirujano, es probable que las heridas estén envenenadas o infectadas por una enfermedad. ¿No tenéis algún ungüento o…?

—Lo que tengo —le espetó el cirujano, que se volvió agresivamente hacia él y le clavó una negra mirada de ave carroñera— es un patio de armas lleno de hombres heridos que tendrán que volver a luchar dentro de poco. Los campesinos, las mujeres y los vagabundos deberán esperar hasta que hayan recibido atención los que han contribuido a nuestra defensa.

—¿Cómo pensáis que ha sufrido eso? —preguntó Félix, señalando la herida.

—Sí —intervino Rodi—. La muchacha puede compararse a cualquier par de vuestros hombres luchadores.

—Está bien —dijo Kat—. Me verá cuando pueda.

—No, no está bien —contestó Félix con firmeza.

La sacerdotisa de Shallya lanzó una mirada culpable por encima del hombro, pero el cirujano continuó adelante, sin hacerles caso, hasta que Gotrek se interpuso en su camino y cruzó los brazos sobre el pecho cubierto por la barba.

El cirujano lo miró con ferocidad y abrió la boca, pero Gotrek se limitó a observarlo, y lo que el hombre hubiera tenido intención de decir se le secó en la garganta. Por último, soltó un bufido y volvió atrás.

—Muy bien. Muy bien.

Fue hasta Kat, y le tiró del brazo con más fuerza de la necesaria. Ella se reprimió para no sorber entre los dientes de dolor, y luego se quedó sentada, estoica, mientras el cirujano exploraba y presionaba el mordisco.

—Un trabajo para vos, hermana Willentrude —dijo el cirujano, al fin—. Cualquier veneno de que fuera portador el monstruo ya está en el torrente sanguíneo. —Se volvió a mirar a su ayudante—. Fetterhoff, deja que la hermana haga sus plegarias, y luego pon un ungüento sobre la herida y véndala. —Se irguió y comenzó a andar otra vez hacia el caballero herido—. Y date prisa.

—Sí, cirujano Tauber —replicó el ayudante.

Félix y los matadores lo observaron mientras marchaba con ojos malhumorados, en tanto la sacerdotisa y el ayudante se ponían a trabajar. La sacerdotisa tomó el brazo de Kat en manos más gentiles que las de Tauber y murmuro sobre el mientras tocaba cada una de las punzadas con dedos regordetes. El ayudante abrió un maletín de cuero y saco un pote de ungüento y un rollo de gasa.

—¿Dónde esta el comedor en este lugar? —preguntó Rodi al ayudante—. Tanta lucha me ha abierto el apetito.

—Y dado sed —añadió Snorri.

Antes de que el ayudante pudiera responder, la hermana Willentrude concluyó las plegarias y sonrió.

—El comedor está en el subterráneo de la torre del homenaje —dijo.

Al mismo tiempo, la hermana señaló un par de puertas reforzadas con hierro que había empotradas en la rocosa colina sobre la que se asentaba el torreón. Estaban abiertas de par en par y dejaban ver un interior umbrío.

—La cena es a la hora de la puesta de sol, pero en el castillo Reikguard siempre hay comida para los guerreros valientes. —Sonrió por encima del hombro al ponerse en marcha tras el cirujano, mientras el ayudante comenzaba a aplicar ungüento sobre el brazo de Kat—. Y también cerveza.

Los matadores se animaron considerablemente al oír aquello. Gotrek y Rodi ayudaron a Snorri a levantarse, y se pasaron los brazos del viejo enano por encima de los hombros. Pero antes de que pudieran dar un paso hacia el subterráneo de la torre del homenaje, un joven caballero que lucía los colores mostaza y burdeos de las tropas de Von Volgen se acercó a ellos a paso apresurado y ejecutó una tensa reverencia a la vez que les cerraba el paso.

—Vuestro perdón,
meinen herren
—dijo—. El señor Von Volgen solicita vuestra presencia en el templo de Signar. Los exploradores de su hijo dicen que tenéis conocimientos acerca del nigromante que está detrás de todo esto.

Los matadores lo miraron con ferocidad y continuaron adelante.

—No sabemos más de lo que sabe él —dijo Gotrek.

—De todos modos —dijo el joven caballero, reculando ante ellos—, me temo que debo insistir.

—¿Habrá cerveza? —preguntó Snorri.

—¿Habrá comida? —preguntó Rodi.

El joven caballero frunció el ceño.

—Se trata de una reunión del estado mayor,
meinen herren
.

—¿Quién puede celebrar una reunión del estado mayor con el estómago vacío? —preguntó Rodi—. Venid a vernos cuando hayamos comido.

Al joven caballero se le estaba poniendo la cara roja.

—Pero…, pero,
meinen herren

Félix gruñó.

—Iré yo —dijo, antes de levantarse y bajar la mirada hacia Kat, que estaba esperando a que el ayudante acabara de atarle la venda—. Me reuniré con vosotros en el comedor. Ella levantó la cabeza y le sonrió.

—Me aseguraré de que te guarden cerveza.

El templo de Sigmar estaba justo a la derecha de la puerta principal y era un robusto edificio achaparrado construido en piedra, con un sencillo martillo de madera colgado encima de las pesadas puertas, también de madera. Félix siguió al caballero al desnudo interior, e iba a situarse detrás de los otros hombres que se encontraban allí reunidos cuando Von Volgen, que se apoyaba débilmente en el sólido altar de piedra al lado de Nordling y Von Geldrecht le hizo un gesto con una mano entablillada para que avanzara. A pesar de las heridas, o tal vez debido a ellas, parecía aún más bruto sin la armadura que con ella; la vapuleada cabeza le nacía de los hombros sin que se viera ni un atisbo de cuello, y el ancho pecho estaba envuelto en vendas bajo el jubón abierto. «Herido —pensó Félix—, pero en modo alguno débil».


Mein herr
, bienvenido —bramó—. Ahora, contadnos lo que sabéis sobre ese maldito nigromante.

Félix avanzó hasta el altar; luego se volvió, sintiéndose incomodo con todos los ojos fijos en él. Los hombres eran un grupo de aspecto duro como correspondía a los oficiales de uno de los grandes castillos del Imperio, pero también muy vapuleados, con muchas cicatrices recientes y vendajes entre ellas. Vio a uno que pensó que podría ser el graf Falken Reiklander.

—Bueno —dijo—. La primera vez que lo vimos fue cuando salíamos de Basthof, tras la pista de la manada de hombres bestia. Dijo que se llamaba Hans el Ermitaño y se ofreció como guía que conocía las Colinas Desoladas Parecía… un poco loco, pero conocía su oficio. Nos condujo hasta las bestias, y luego nos mostró túneles… de antiguos túmulos funerarios… que pasaban por debajo del campamento que los hombres bestia habían plantado en la Corona de Tarnhalt. Dijo ser un ladrón de sepulturas. —Félix sonrió con pesar al decir esto último—. En realidad, supongo que lo es.

Nadie rió, así que continuó con el relato.

—Deberíamos…, deberíamos haber sabido que era más de lo que parecía. Olía a muerte, y se escabulló de unos grilletes de los que no debería haber sido capaz de escapar.

—¿Habló? —preguntó el general Nordling—. ¿Dejó entrever alguna debilidad, algún plan?

Sin casco, el caballero de negras cejas mostraba una franja de pelo corto y negro alrededor de calva.

—No antes de levantar a los muertos —replicó Félix—. Pero después…, después habló a través de los cadáveres cuando se acercaron a nosotros, y todos ellos se expresaron al unísono. Dijo que la magia del chamán de los hombres bestia había interferido con la suya, y que nos había conducido hasta ellos porque sabía que el hacha de Gotrek podía destruir la piedra de la manada, que era la fuente de su poder. —Se volvió a mirar a Von Volgen—. Me temo que es cuanto sé de él. Después de eso, vos también estuvisteis presente, mi señor. Lanzó los muertos contra nosotros y amenazó con saquear Altdorf.

Von Volgen asintió con la cabeza, y luego volvió la mirada hacia los otros.

—¿Ha oído alguno de vosotros algún rumor sobre un villano semejante? ¿Alguno de vosotros ha luchado antes contra él?

Todos los oficiales murmuraron y negaron con la cabeza, pero entonces habló una voz cascada desde el fondo.

—¿Qué aspecto tenía ese nigromante?

Félix alzó la mirada y vio a un viejo sacerdote de Sigmar, de larga mandíbula, que se encontraba sentado en un taburete, detrás de los otros. Quizá en el pasado hubiese sido un hombre muy fuerte, pero en ese momento era frágil y estaba ciego. Llevaba los ojos cubiertos por una tira de tela que le rodeaba la cabeza y sujetaba un bastón en lugar del martillo tradicional. Junto a su hombro izquierdo había un flaco acólito sigmarita, y la regordeta vieja hermana de Shallya estaba de pie a su derecha. Al lado de ella se encontraba otra mujer, una noble de alrededor de cuarenta años, con rubio pelo trenzado y enrollado apretadamente en torno a la cabeza. Era hermosa e iba ricamente vestida, pero en sus ojos había una tristeza que resultaba dolorosa de contemplar.

—Tenía el aspecto de un mendigo —le dijo Félix al sacerdote—. Un anciano de ojos desencajados, con larga barba sucia y ropones mugrientos. Nadie quería tocarlo ni mucho menos ponerse a sotavento de él.

—¿Lo conocéis, padre Ulfram? —preguntó Von Geldrecht.

El sacerdote frunció el ceño, lo que arrugó la venda que le cubría los ojos.

—No, no. No es esa la descripción que yo temía oír. Ese hombre me es desconocido. —Suspiró—. Ahora hay tantos hombres malvados… Son tantos los que vuelven la espalda a Sigmar y…, y… —Su voz se apagó, y se quedó como mirando hacia un punto situado encima del altar, con la boca aún abierta.

Félix no apartaba los ojos de él. ¿Cómo era posible que un anciano tan débil fuera el sacerdote de la guarnición de un castillo? ¿Por qué no había allí un sacerdote guerrero?

Tras un incómodo segundo, el acólito le palmeó un hombro al padre Ulfram, y el anciano sacerdote se recobró.

—Gracias, Danniken —masculló—. Gracias. ¿Estaba diciendo algo?

—Sí, padre Ulfram —murmuró el acólito—. Y muy bien dicho que estaba. Muy bien dicho.

Un robusto capitán de arcabuceros, con corta barba castaña y una cara sencilla y franca, se puso de pie y tosió.

—Señor general —dijo— no se que piensan los demás pero si ese tipo es capaz de resucitar diez mil cadáveres, carece de importancia si está loco o no. Ahora no tenemos hombres suficientes para detenerlo.

—Estoy de acuerdo con Hultz —dijo, arrastrando las palabras, un capitán de lanceros descarnado, con pelo color arena.

Se encontraba recostado con indolencia contra una columna. A pesar de una cicatriz reciente que le arrugaba todo el costado izquierdo de su cara, en sus ojos destellaba el humor travieso de un cotilla de barracones.

—Yo fui al norte con cuatrocientos. Regresé con setenta. Ya hemos hecho nuestra parte. Que sean otros los que reciban la primera carga, para variar.

El capitán de arcabuceros y un hombre bajo, de mejillas rojas y pelo rojo que llevaba los calzones y la chaqueta de lona de los barqueros, murmuraron su aprobación, pero un joven capitán de espadones, alto y con una espesa barba rubia, se levantó para responder con indignación al lancero.

—¡Nuestra
parte
nunca termina, Zeismann! —bramó—. Somos soldados del Imperio. Jamás eludimos nuestro deber.

—Tranquilo, Bosendorfer —dijo Zeismann—. No he dicho que mis muchachos no vayan a luchar. Sólo pienso que deberíamos hacerlo desde una posición más ventajosa.

—Esa no es una opción —intervino el general Nordling, y luego le hizo un gesto de asentimiento a Von Geldrecht—. El comisario me ha informado de la decisión del graf Reiklander. Debemos defender el castillo Reikguard hasta el fin.

Von Volgen gruñó, claramente descontento.

—Perdonadme por hablar sin rodeos, mis señores, pero me temo que simplemente no estéis bien pertrechados para resistir aquí. Si…, si me permitierais hablar con el graf Reiklander, tal vez…

—No podéis —lo interrumpió Nordling, tajante.

Von Geldrecht se mostró más cortés.

—Me temo que el graf está en un estado extremadamente grave a causa de sus heridas —dijo—, y no debe molestársele indebidamente. ¿No es así, grafina Avelein?

La mujer rubia del fondo asintió con desgana.

—Sí, comisario, así es.

Von Geldrecht se inclinó hacia Von Volgen, azorado.

—Ella no deja que lo vea nadie más que yo —le susurró—. Supongo que porque soy primo de él. —Se encogió de hombros—. Es una situación incómoda. Por favor, perdonadla.

—Ya…, ya veo —dijo Von Volgen, cuyos ojos fueron de avelein a Von Geldrecht y a Nordling—. No sabía que sus heridas fuesen tan graves. Perdonadme.

—La culpa es nuestra por no decíroslo antes. —Von Geldrecht miró otra vez a los oficiales y volvió a levantar la voz—. Pero el graf se ha mostrado inflexible. Ha dicho que no importa que contemos con menos de la mitad de los efectivos. Ésta es la residencia ancestral de los príncipes de Reikland. Es el hogar familiar de Karl Franz. Es el bastión oriental de Reikland. Por razones tanto estratégicas como simbólicas, no debe ser tomado.

—La pregunta, pues —intervino el general Nordling—, no es si debemos defender el castillo, sino ¿cómo podemos hacerlo? He enviado diez palomas mensajeras para asegurarme de que al menos una llegue a Altdorf. Cuando hayan recibido el mensaje, pasarán como mínimo seis días antes de que lleguen refuerzos, si pueden reunirlos con rapidez. Por lo tanto, debemos estar preparados para resistir durante una semana o más. —Le hizo un gesto de asentimiento a Von Geldrecht—. El señor comisario dice que hay comida y agua suficientes para unos tres meses de asedio. Ahora, quiero que cada uno de vosotros me informe del estado de sus fuerzas: hombres, suministros, armas, munición. —Se volvió hacia Von Volgen—. Mi señor, si tenéis la gentileza de comenzar…

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