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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

Las 52 profecías (44 page)

Luego, la pitón se volvió de nuevo y su cara era la de Sabir. Incluso tenía la oreja destrozada. La cara intentó hablarle, pero Sabir ya no distinguía el sonido de su propia voz. Era como si estuviera al mismo tiempo dentro y fuera del cuerpo de la serpiente. Sentía, sin embargo, que de algún modo su capacidad auditiva procedía de la cabeza interior, que estaba siendo arrastrada como carne de relleno por el cuerpo oblongo de la serpiente.

Es como nacer
, se dijo.
Como descender por el canal del parto. Por eso soy claustrofóbico. Por mi nacimiento. Tiene algo que ver con mi nacimiento
.

Ahora veía por los ojos de la serpiente, sentía por la piel de la serpiente. Era la serpiente, y la serpiente era él.

Su mano emergió bruscamente del sumidero junto a su cara. Sintió que se alargaba hacia su cuello como si todavía no formara parte de él.

Seguía siendo la serpiente. No tenía manos.

La mano agarró el collar que le había dado el curandero.

Una serpiente. Había una serpiente en el collar.

Veneno. Había veneno en el collar.

Tenía que tomárselo. Matarse. Sin duda era eso lo que le decía el sueño.

De pronto se halló de nuevo en el pozo negro. Se oía un arañar por encima de él. Un momento después, Bale abriría la trampilla.

Con la mano libre, Sabir se arrancó un trozo de la pechera de la camisa y se lo metió en la boca. Se lo tragó, bloqueando la entrada de su tráquea.

Sintió que las náuseas volvían, pero no hizo caso. Bale estaba abriendo la trampilla.

Sabir se metió el frasquito de veneno en la boca. Respiraba sólo por la nariz. Sentía el veneno depositado sobre su lengua. Dispersándose por su paladar. Colándose por sus cavidades nasales.

Cuando la trampilla estuvo abierta del todo, Sabir se hizo el muerto. En la fracción de segundo que tardó en alumbrarle la linterna, echó la cabeza hacia delante y apoyó la cara sobre la superficie del lodo para que Bale creyera que se había ahogado.

Bale gruñó, irritado. Alargó el brazo para levantarle la cabeza.

Sabir le agarró del cuello de la camisa con la mano libre. Desequilibrado, Bale empezó a caer.

Sabir aprovechó el impulso de su caída para meterle la cabeza por la trampilla. Clavó los ojos en la herida abierta de su cuello.

Cuando la cabeza de Bale se colocó un instante en paralelo a la suya, Sabir hundió los dientes en la herida, metiendo la lengua en el orificio de bala para difundir el veneno por las venas de Bale.

Luego escupió el resto del veneno en el pozo negro y se preparó para morir.

84

La entrevista de Joris Calque con la condesa acabó siendo el equivalente de un
coitus reservatus
: dicho de otra manera, había retrasado tanto el clímax, que el efecto final había sido apenas más satisfactorio que un sueño húmedo.

Antes de la conversación, se había convencido de que era él quien tenía la sartén por el mango. Sin duda alguna la condesa estaría a la defensiva. Era una mujer mayor. ¿Por qué no sincerarse y acabar de una vez? En Francia ya no había pena capital. De hecho, al conde seguramente le mandarían a un psiquiátrico, donde podría jugar a su antojo a las dinastías con la certeza de que, quince o veinte años después, le devolverían al sistema con la etiqueta de «inofensivo» colgada al cuello.

Calque, sin embargo, se había encontrado frente al equivalente humano de un muro de ladrillo. Rara vez en su carrera se había topado con una persona tan segura de la justificación moral de sus actos. Sabía que la condesa era la fuerza motriz que se hallaba tras la conducta de su hijo; lo sabía, era así de sencillo. Pero no podía probarlo ni remotamente.

—¿Es usted, Spola? —El capitán sostenía el teléfono móvil a quince centímetros de su boca, como si fuera un micrófono—. ¿Dónde están Sabir y Dufontaine?

—Durmiendo, señor. Son las dos de la mañana.

—¿Les ha echado un vistazo últimamente? ¿En la última hora, pongamos?

—No, señor.

—Pues hágalo ahora.

—¿Quiere que le llame?

—No. Llévese el teléfono. Para eso están estas cosas, ¿no?

El sargento Spola se incorporó en el asiento trasero del furgón policial. Se había hecho un nido muy cómodo con un par de mantas prestadas y el cojín de una silla que le había conseguido Yola. ¿Qué mosca le había picado a Calque? Estaban en plena noche. ¿Adonde iban a ir Sabir o el gitano? No estaban acusados de nada. Si Calque le pedía su opinión, le diría que era absurdo desperdiciar el trabajo de un hombre siguiendo por ahí a dos personas de las que no se sospechaba nada, mientras hacían uso de sus legítimos derechos. Él tenía una mujer guapa y cariñosa esperándole en casa. Y una cama calentita y preciosa. Esos constituían sus legítimos derechos. Y, como era de esperar, estaban siendo violados.

—Estoy viendo al gitano. Está profundamente dormido.

—Vaya a ver a Sabir.

—Sí, señor. —Spola abrió la puerta interior de la caravana. Qué idiotez—. Está en la cama. Está… —Se detuvo. Dio un paso más y encendió la luz—. Se ha ido, señor. Han llenado la cama de cojines para que pareciera que estaba dormido. Lo siento, señor.

—¿Dónde está la chica?

—Durmiendo con las mujeres, señor. Al otro lado del camino.

—Vaya a buscarla.

—Pero no puedo, señor. Ya sabe cómo son las gitanas. Si entro ahí…

—Vaya a buscarla. Y póngala al teléfono.

85

Spola miraba pasar los árboles por el parabrisas, forzando los ojos. Había empezado a llover y los faros del coche policial se reflejaban en la carretera; costaba calcular las distancias.

Yola se removía, nerviosa, a su lado, con la cara tensa iluminada por el reflejo de la luz.

Spola puso en marcha los limpiaparabrisas.

—Me ha jugado una mala pasada, ¿sabe? Podría quedarme sin trabajo por esto.

—No deberían haberle encargado que nos vigilara. Es sólo porque somos gitanos. Nos tratan como si fuéramos mierda.

Spola se irguió en el asiento.

—Eso no es verdad. Yo he intentado ser razonable con usted, darle un poco de margen. Hasta dejé que fuera a ver al curandero con Sabir. Por eso me he metido en este lío.

Yola le lanzó una mirada.

—Usted está bien. Son los otros los que me ponen enferma.

—Bueno, sí. Hay gente que tiene prejuicios injustificables. No lo niego. Pero yo no soy uno de ésos. —Alargó el brazo y limpió la cara interna de la luna con la manga—. Si nos dieran coches con aire acondicionado, veríamos por dónde vamos. ¿Falta mucho?

—Es aquí. Tuerza a la izquierda. Y siga por el camino. La casa se verá enseguida.

Spola enfiló el camino lleno de baches. Miró el reloj. Calque tardaría por lo menos una hora en llegar, a no ser que secuestrara un helicóptero policial. Otra noche en vela.

Detuvo el coche delante del
maset
.

—Entonces, ¿aquí fue donde pasó?

Yola salió y corrió hacia la puerta. Su angustia no se basaba en nada concreto, pero la llamada de Calque advirtiéndoles de que Ojos de Serpiente seguía tras Sabir la había trastornado. Creía que Ojos de Serpiente había salido de sus vidas para siempre. Y ahora estaba allí, en plena noche, colaborando con la policía.

—¿Damo? —Recorrió la habitación con la mirada. El fuego casi se había extinguido. Una de las velas parpadeaba y a la otra le faltaban diez minutos escasos para apagarse. La luz no bastaba para ver, cuanto más para transcribir un texto minuciosamente. Se volvió hacia el sargento Spola—. ¿Tiene una linterna?

Él la encendió.

—Puede que esté en la cocina.

Yola negó con la cabeza. A la luz artificial de la linterna, su cara se veía contraída y llena de angustia. Corrió por el pasillo.

—¿Damo? —Vaciló al llegar al sitio donde Macron había sido asesinado—. ¿Damo?

¿Había oído un ruido? Se puso una mano en el corazón y dio un paso adelante.

El sonido de un disparo resonó en la casa vacía. Yola gritó.

El sargento Spola corrió hacia ella.

—¿Qué ha sido eso? ¿Ha oído un disparo?

—Ha sido en el sótano. —Yola tenía la mano en la garganta. Spola empezó a maldecir y desenfundó su pistola. No era un hombre de acción. Las armas no eran lo suyo. De hecho, en los más de treinta años que llevaba trabajando en la policía, nunca había tenido que usar la violencia—. Quédese aquí,
mademoiselle
. Si oye más disparos, corra al coche y vuelva sola. ¿Me ha oído?

—No sé conducir.

Spola le dio su teléfono móvil.

—He marcado el número del capitán Calque. Dígale lo que está pasando. Dígale que mande una ambulancia. Ahora tengo que irme. —Spola cruzó corriendo la parte trasera de la casa, en dirección al sótano. Su linterna proyectaba fieras sombras en las paredes. Sin pararse a pensar, abrió de golpe la puerta del sótano y bajó estruendosamente, sosteniendo torpemente la pistola en una mano y la linterna en la otra.

Los pies de un hombre asomaban por el borde de lo que parecía ser una vieja cisterna o un pozo negro. Mientras Spola miraba, los pies resbalaron hasta hundirse en el agujero. Del interior del pozo salían ruidos frenéticos. Se quedó un momento clavado en el sitio, presa del espanto y la consternación. Luego se acercó con cautela y alumbró el pozo con la linterna.

Sabir tenía la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta en una especie de rictus silencioso. Con la mano libre sujetaba el puño de Bale, con el Redhawk encajado entre los dos. Mientras Spola miraba, la cabeza de Bale emergió de la fosa séptica, con los ojos cuajados vueltos hacia arriba mucho más de lo que parecía posible en un humano. La pistola osciló hacia delante y hubo un fuerte resplandor.

Spola hincó una rodilla. Una especie de entumecimiento se extendió por su pecho y su vientre, hacia sus genitales. Intentó levantar la pistola, pero no pudo. Tosió una vez y luego cayó de lado.

Alguien pasó corriendo junto a él. Spola sintió que le quitaban la pistola de la mano. Y luego la linterna. Se llevó las manos a la tripa. Tuvo una visión repentina y exquisita de su mujer tendida en su cama, esperándole y clavando sus ojos ardientes en él.

El resplandor de los disparos se hizo más intenso, iluminando el sótano como el relampagueo repetido de un ciclón. Spola notó movimiento lejos de él. Muy lejos. Luego, alguien le separó suavemente las manos. ¿Era su mujer? ¿Habían llevado a su mujer para que le cuidara? Spola intentó hablarle, pero la máscara de oxígeno atajó sus palabras.

86

—Le debe la vida a la chica.

—Lo sé. —Sabir giró la cabeza para mirar las copas de los pinos apenas visibles por la ventana de su habitación en el hospital—. Le debo más que eso, a decir verdad.

Calque no prestó atención a su comentario. Estaba pensando en otra cosa.

—¿Cómo sabía ella que había tomado veneno? ¿Cómo sabía que necesitaba un emético?

—¿Qué emético?

—Le hizo tragar agua con mostaza y sal hasta que vomitó lo que quedaba del veneno. También le salvó la vida al sargento Spola. Ojos de Serpiente le pegó un tiro en las tripas. Quienes han recibido un disparo en el vientre se mueren si se quedan dormidos. Ella le mantuvo despierto hablando mientras estaba tumbada en el suelo, con una mano metida en el pozo negro, sujetándole a usted para que no se hundiera. De no ser por ella, se habría ahogado.

—Ya le dije que era una persona especial. Pero usted desconfía de los gitanos, como todo el mundo. Es sencillamente irracional. Debería avergonzarse.

—No he venido aquí a que me suelte un sermón.

—¿Y a qué ha venido, entonces?

Calque se recostó en su sillón. Se palpó los bolsillos buscando un cigarrillo, y luego recordó que estaba en un hospital.

—En busca de respuestas, supongo.

—¿Y qué sé yo? Nos perseguía un loco. El loco ha muerto. Y nosotros tenemos que seguir con nuestras vidas.

—Eso no es suficiente.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero saber por qué ha pasado todo esto. Por qué murió Paul Macron. Y los demás. Bale no estaba loco. Estaba más cuerdo que todos nosotros. Sabía exactamente lo que quería y por qué lo quería.

—Pregúntele a su madre.

—Ya lo he hecho. Pero es como dar patadas a un árbol muerto. Lo niega todo. El manuscrito que encontramos en su cámara secreta es indescifrable, y mi jefe considera una pérdida de tiempo seguir investigando. La condesa ha salido indemne. Ella y su aristocrática panda de adoradores del diablo.

—¿Qué quiere de mí, entonces?

—Yola le confesó al sargento Spola que las profecías no se habían perdido. Que usted las había guardado y las estaba traduciendo en el
maset
. Creo que siente debilidad por el sargento Spola.

—¿Y quiere usted saber qué decían las profecías?

—Sí.

—¿Y si fuera a publicarlas?

—Nadie le haría caso. Sería usted como Casandra, la hija del rey Príamo, a la que Apolo, su pretendiente, le concedió el don de la profecía; sólo que cuando Casandra se negó a acostarse con él, Apolo alteró el don de modo que, aunque sus profecías dieran infaliblemente en el clavo, nadie las creyera. —Calque levantó tres dedos para acallar la inevitable réplica de Sabir. Empezó a contar las ideas que quería dejar claras agarrándose cada dedo con la otra mano—. Primero, no tiene los originales. Segundo, no tiene ni siquiera una copia de los originales. Quemó ambas cosas. Encontramos las cenizas en la chimenea. Cenizas que valen cinco millones de dólares. Y tercero, sería sencillamente su palabra contra la del resto del mundo. Cualquiera podría decir que las había encontrado. Lo que tiene no vale nada, Sabir.

—Entonces, ¿para qué lo quiere?

—Porque necesito saberlo.

Sabir cerró los ojos.

—¿Y por qué debería decírselo?

Calque se encogió de hombros.

—Para eso no tengo respuesta. —Se inclinó hacia delante, encorvado—. Pero si yo estuviera en su pellejo, querría contárselo a alguien. No me gustaría llevarme eso a la tumba. Querría sacármelo del pecho.

—¿Y por qué iba a contárselo a usted en particular?

—¡Por el amor de Dios, Sabir! —Calque se levantó del sillón. Luego cambió de idea y volvió a sentarse—. Está en deuda conmigo. Y con Macron. Confié en usted y me tomó el pelo.

—No debió confiar en mí.

Calque esbozó una sombra de sonrisa.

—No lo hice. Había dos dispositivos de seguimiento en el coche. Sabíamos que, si perdíamos uno, podríamos volver a localizarle con el otro. Soy policía, no asistente social, Sabir.

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