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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

Las 52 profecías (43 page)

Sacudió la cabeza lentamente. ¿Por qué ya no tenía prisa? ¿Por qué dormía tanto?

Agua. Necesitaba agua. Sin agua, se moriría. La hemorragia sólo había agravado la cuestión.

Se obligó a levantarse. Luego, tambaleándose todavía, con el Redhawk apuntando hacia abajo, se dirigió a la escalera.

79

Sabir sujetó el tubo de caña delante de sí y rompió el sello de cera. Un olor extraño invadió su nariz. Dejó que su mente vagara un momento. Era un olor dulce, cálido y terroso, al mismo tiempo. ¿Incienso? Sí, eso era. Se acercó el tubo a la nariz y aspiró. Increíble. ¿Cómo era posible que el olor se hubiera conservado tanto tiempo allí dentro?

Dio unos golpecitos con el tubo sobre la mesa. Cayó un poco de resina. Sintió un primer alfilerazo de angustia. ¿Se habría usado el incienso como agente conservador? ¿O era el tubo sólo un recipiente para guardar incienso? Un fino rollo de pergamino cayó en su regazo.

Sabir lo desenrolló y lo extendió apresuradamente sobre la mesa. Ocupaba un espacio de unos quince por veinte centímetros. Estaba escrito por ambos lados. En estrofas de cuatro líneas. Eran las cuartetas.

Sabir empezó a contar. Veintiséis cuartetas a un lado. Y otras veintiséis al otro. Sintió crecer la tensión dentro de su pecho.

Se acercó una hoja de papel. Ciñéndose escrupulosamente al texto, copió la primera cuarteta. Luego comenzó una primera traducción provisional.

80

Calque miró a la condesa. Estaban solos en la habitación: la condesa había insistido en ello al solicitar Calque la entrevista.

—Entonces ¿su hijo quiere volver a casa?

La condesa agitó la mano, irritada, como si intentara disipar un mal olor.

—No sé de qué me está hablando.

Calque suspiró.

—Mi gente ha interceptado una conversación telefónica,
madame
. Entre su hijo y Milouins, su lacayo. El mismo al que descubrimos intentando atrancar la entrada a su sala de reuniones secreta. Su hijo llamó a Milouins por su nombre, así que estamos seguros de los datos que tenemos.

—¿Cómo sabe que era mi hijo? Milouins puede recibir llamadas de quien quiera. Soy extremadamente tolerante con mis sirvientes. A diferencia de algunas personas que conozco.

—Su hijo se presentó como el conde.

Los ojos de la condesa quedaron como muertos.

—Nunca he oído nada tan absurdo. Hace años que mi hijo no llama aquí. Ya se lo dije. Se fue para unirse a la Legión. Contra mis órdenes expresas, debo añadir. No entiendo por qué nos acosa usted de esta manera.

—Milouins le dio un mensaje a su hijo.

—No diga tonterías.

—El mensaje consistía en una sola palabra. Una palabra alemana.
Fertigmachen
.

—Yo no hablo alemán. Ni creo que lo hable Milouins.


Fertigmachen
significa acabar con algo. O con alguien.

—¿Ah sí?

—Sí. También puede significar matarse.

—¿Me está acusando de pedirle a mi hijo que se mate? Por favor, capitán. Concédame un mínimo de preocupación maternal.

—No. Creo que le estaba pidiendo a su hijo que matara a otra persona. A un hombre llamado Sabir. Que matara a Sabir y pusiera fin al asunto. Le advierto que Sabir está bajo nuestra custodia. Si su hijo intenta asesinarle, lo atraparemos.

—¿Matar a Sabir y poner fin al asunto, dice usted? ¿A qué asunto se refiere?

—Sé lo del
Corpus Maleficum, madame
. He leído el documento que guarda en la habitación secreta.

—Usted no sabe nada sobre el
Corpus Maleficum
, capitán. Y no leyó el documento del que habla. Está cifrado. Intenta manipularme y no pienso consentirlo.

—¿Le preocupan los actos de su hijo?

—Profundamente, capitán. ¿Es eso lo que quiere que le diga? Me preocupan profundamente.

—Los expertos descifrarán pronto el pergamino.

—Yo creo que no.

—Pero ¿sabe usted lo que dice?

—Naturalmente. Mi marido me lo enseñó palabra por palabra cuando nos casamos. Está escrito en una lengua que sólo conoce un círculo de adeptos elegidos. Pero yo ya soy vieja. He olvidado por completo tanto el contenido como esa lengua. Del mismo modo que he olvidado el contenido de esta conversación.

—Creo que es usted una mujer malvada,
madame
. Creo que está detrás de lo que está haciendo su hijo, y que le importa poco entregarle al Diablo si ello conviene a sus intereses o a los de su secta.

—Eso son tonterías, capitán. Y se está metiendo usted en aguas demasiado profundas. Lo que dice es pura especulación. Cualquier jurado se lo tomaría a risa.

Calque se levantó.

Una expresión extraña cruzó el semblante de la condesa.

—Y se equivoca usted también en otra cosa. Yo jamás entregaría a mi hijo al Diablo, capitán. Al Diablo, nunca. Eso se lo aseguro.

81

Al acercarse al último peldaño de la escalera de piedra, aparentemente interminable, que llevaba a la planta baja, Bale resbaló. Cayó contra la pared con tanta fuerza que dejó escapar un gruñido de sorpresa cuando su hombro roto golpeó de refilón la barandilla.

Sabir se irguió en su silla. La policía. Debían de haber dejado a alguien en la casa, después de todo. Tal vez el policía había subido a dormir un rato. Había sido una estupidez por su parte no echar un vistazo a la casa antes de ponerse a trabajar.

Recogió sus papeles y fue a colocarse de espaldas al fuego. No había tiempo de llegar a la puerta. Más valía inventarse algo. Siempre podía decir que había tenido que volver a buscar alguna de sus pertenencias. El diccionario y el manojo de papeles le servirían de coartada.

Bale dobló la esquina del cuarto de estar como una aparición recién salida de la tumba. Estaba mortalmente pálido y, a la luz de las velas, sus ojos cuajados parecían los de un demonio. Tenía manchada de sangre la pechera, y la sangre le cubría también, como una capa aceitosa, el cuello y el hombro. Sostenía una pistola en la mano izquierda y, mientras Sabir le miraba horrorizado, la levantó y le apuntó con ella.

Quizá por primera vez en su vida, Sabir actuó enteramente movido por un impulso. Arrojó el diccionario a Bale y con el mismo ademán se giró, poniéndose de rodillas frente al fuego. Una fracción de segundo antes de que sonara el disparo, arrojó a las llamas el pergamino y su copia en papel.

82

Sabir despertó sin saber dónde estaba. Intentó moverse pero no pudo. Un olor venenoso e inmundo asaltó sus fosas nasales. Intentó desasir los brazos, pero los tenía sumergidos en una especie de lodo. El lodo le llegaba hasta justo encima de la clavícula, dejando la cabeza fuera. Frenético, Sabir intentó salir, pero sólo consiguió hundirse aún más en el cenagal.

—Si fuera tú yo no haría eso.

Sabir levantó la mirada.

Bale estaba agachado sobre él. A quince centímetros por encima de la cabeza de Bale había un pequeño agujero de anchura poco mayor a la de un hombre. Bale sostenía en equilibrio contra su costado la trampilla que normalmente tapaba el agujero. Alumbró la cara de Sabir con su linterna.

—Estás en un pozo negro. Y viejo, además. Está claro que esta casa nunca ha tenido alcantarillado. Me costó un rato encontrarlo. Pero tendrás que admitir que es perfecto en su especie. Hay veinticinco centímetros entre el nivel de la mierda y el techo de la fosa. Más o menos el tamaño de tu cabeza, Sabir, más unos cinco centímetros de propina. Cuando cierre esta trampilla y la atranque, tendrás aire para… ¿media hora? Eso si el monóxido de carbono de la descomposición de los azúcares no te mata primero.

Sabir notó un dolor en la sien derecha. Quiso levantar la mano para tocársela, pero no podía.

—¿Qué me has hecho?

—No te he hecho nada. Aún. Las heridas que tienes en la cara te las has hecho de rebote. La bala dio en la chimenea justo cuando te estabas girando para destruir las profecías. La bala deformada rebotó y te arrancó parte de la oreja. También te dejó inconsciente. Lo siento.

Sabir sintió que la claustrofobia empezaba a apoderarse de él. Intentó respirar con normalidad, pero se descubrió incapaz de dominarse mínimamente. Empezó a jadear como si sufriera un ataque de asma.

Bale le dio un ligero golpe con el cañón de la pistola en el puente de la nariz.

—No te me pongas histérico. Quiero que me escuches. Que me escuches cuidadosamente. Ya eres hombre muerto. Pase lo que pase, voy a matarte. Vas a morir aquí. Y nadie te encontrará.

A Sabir había empezado a sangrarle la nariz. Intentó apartar la cabeza de la pistola, temiendo que Bale volviera a golpearle, pero la mezcla repentina de la sangre y los excrementos le dio náuseas. Tardó varios minutos en dominarse y dejar de tener arcadas. Por fin, cuando se le pasó, levantó la cabeza todo lo que pudo y aspiró aire de arriba, relativamente fresco.

—¿Por qué sigues hablándome? ¿Por qué no haces de una vez lo que tengas pensado hacer?

Bale hizo una mueca.

—Paciencia, Sabir. Paciencia. Te estoy hablando todavía porque tienes una debilidad. Una debilidad fatal que pienso usar contra ti. Estaba presente cuando te metieron en ese cajón de madera, en Samois. Y vi en qué estado te sacaron. La claustrofobia es lo que más temes en este mundo. Así que te la ofrezco. Dentro de sesenta minutos exactos atrancaré este sitio y te dejaré aquí para que te pudras. Pero tienes una oportunidad de salvarle la vida a la chica. A la chica, no a ti mismo. Puedes dictarme todo lo que sabes de las profecías. No. No finjas que no sabes de lo que estoy hablando. Tuviste tiempo de sobra para copiar los versos y traducirlos. Encontré el diccionario que me tiraste. Oí llegar tu coche. He calculado cuánto tiempo estuviste en el cuarto de estar, y fueron horas.

Díctame lo que sabes y te pegaré un tiro en la cabeza. Así no morirás asfixiado. Y te prometo no hacerle daño a la chica.

—Yo no… —A Sabir le costaba hablar—. No…

—Sí que lo hiciste. Tengo el cuaderno en el que te estabas apoyando. Escribiste muchos renglones. Tradujiste muchos versos. Más adelante haré analizar el cuaderno. Pero primero vas a darme lo que quiero. Si no, buscaré a la chica y le haré exactamente lo que le hizo el verdugo de Dreissigacker a la embarazada. Hasta el último latigazo, la última quemadura, el último diente del potro. Te lo contó, ¿verdad?, tu pequeña Yola. El cuento que le leí mientras esperaba su muerte. Veo por tu cara que sí. Inquietante, ¿verdad? Tú puedes ahorrárselo, Sabir. Puedes morir como un héroe. —Bale se puso en pie—. Piénsatelo.

La trampilla se cerró de golpe, dejando la fosa completamente a oscuras.

83

Sabir empezó a gritar. No era un grito racional, surgido del deseo de salir de allí. Era un sonido animal, arrancado de un lugar desahuciado en el fondo de su ser: un lugar en el que la esperanza ya no tenía asidero.

Se oyó ruido arriba: Bale estaba colocando un objeto pesado encima de la trampilla. Sabir se calló como un animal salvaje que sintiera acercarse una partida de batidores. La oscuridad en la que se encontraba era total: tanto, de hecho, que sus ojos desorbitados veían casi púrpura la negrura.

Las náuseas comenzaron otra vez, y sintió que el corazón se le encogía en el pecho cada vez que expectoraba violentamente. Intentó concentrarse en el mundo exterior. Sustraerse al pozo negro, a aquella horrenda oscuridad que amenazaba con engullirle y volverle loco. Pero la oscuridad era tan completa y su miedo tan agudo que ya no podía dominar sus pensamientos.

Intentó levantar los brazos. ¿Los tenía atados? ¿Hasta eso le había hecho Bale?

Con cada movimiento se hundía más aún en el pozo. El lodo le llegaba ya hasta la barbilla y amenazaba con metérsele en la boca. Empezó a gemir, agitando los brazos bajo el líquido viscoso como un pollo sus alas.

Bale volvería. Había dicho que volvería. Volvería para preguntarle por las profecías. Eso le daría a él el punto de apoyo que necesitaba para ejercer presión. Conseguiría que Bale le sacara de la fosa séptica para escribir todo lo que sabía. Luego le atacaría. Por nada del mundo volvería a meterse allí dentro cuando hubiera salido. Moriría, si era preciso. Se mataría.

Fue entonces cuando recordó que Bale tenía inutilizado el brazo izquierdo. Le sería materialmente imposible sacarle de allí. Podía haberle arrastrado hasta el pozo. Podía arrojar a un hombre inconsciente en el sumidero: sólo habría tenido que hacer palanca, sujetar su cuerpo inerte por el cuello de la camisa y dejar que la gravedad hiciera el resto. Pero era imposible que pudiera volver a sacarle.

Los gases de la fosa iban surtiendo poco a poco su efecto. Sabir se sintió izado como por una fuerza exterior. Al principio, le pareció que su cuerpo se apretaba por completo contra la tapa cerrada de la fosa, como un hombre absorbido por la ventanilla de un avión despresurizado. Luego, de pronto, la atravesó y salió al aire con el cuerpo doblado en forma de U por la fuerza centrífuga de la expulsión. Estiró los brazos todo lo que pudo y su cuerpo se dio la vuelta, disparado hacia arriba en forma de C (a la manera de un paracaidista en caída libre), pero sin que la fuerza y la velocidad de su ascensión surtieran efecto visible.

Miró hacia abajo con sublime indiferencia, como si aquel éxodo expulsivo no formara parte de su experiencia en modo alguno.

Luego, inmerso en su alucinación, su cuerpo inició un proceso paulatino de enajenación: primero se le desgajaron los brazos, y los vio alejarse de él arrastrados por una corriente de aire. Y luego las piernas.

Empezó a gemir.

Con un tirón espantoso, la parte inferior de su torso, desde la cintura hasta los muslos, se separó de su cuerpo, arrastrando consigo la vejiga y los intestinos. Le estalló el pecho y su corazón, sus pulmones y sus costillas se desgarraron, separándose de su cuerpo. Intentó asirlos, pero no tenía brazos. Era incapaz de controlar la licuefacción de su cuerpo, y poco después lo único que quedó de él fue su cabeza, como en su sueño chamánico: su cabeza que se aproximaba a él de cara, con los ojos muertos.

Mientras su cabeza se acercaba, su boca se abrió y de ella comenzó a salir una serpiente: una serpiente pitón que iba desenroscándose, gruesa y con escamas como las de un pez, ojos de mirada fija y una boca que parecía desencajarse y hacerse más grande cada vez. La pitón se volvió y se tragó la cabeza de Sabir, y él vio la forma de su cabeza moverse dentro del cuerpo de la serpiente, empujada por los músculos alimentados con miosina.

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