—Tengo una orden de registro,
madame
. Puedo tocar lo que me plazca. Pero me esforzaré por no mancharlo con los dedos. —Calque se inclinó para inspeccionar el documento.
La condesa y
madame
Mastigou permanecieron inmóviles junto a la pared interior de la habitación.
—Lavigny, haga el favor de acompañar fuera a la condesa y a
madame
Mastigou. Puede que esto me lleve algún tiempo. Y tráigame una lupa.
Lo primero que hizo Sabir cuando Bouboul le dejó en el
maset
fue encender el fuego para darse ánimos. La noche era fría, y sintió que un escalofrío indefinible se apoderaba de él al mirar por el pasillo, hacia el lugar que había ocupado el cadáver de Macron.
La vieja casa pareció repetir como un eco el ruido de sus pisadas cuando recorrió la habitación, hasta tal punto que se sintió curiosamente incapaz de aventurarse en el pasillo, camino de la cocina. Después de pasar cinco minutos buscando desganadamente, sintió alivio al encontrar tres velas todavía tiradas en el suelo, donde dos noches antes Ojos de Serpiente las había volcado al usar el extintor.
Al encenderlas y ver su propia sombra reflejada en la habitación como la
danse macabre
de una antorcha, Sabir se preguntó, no por primera vez, cómo había permitido que Yola le convenciera para volver al
maset
. La razón era palmaria, desde luego: la policía seguía buscando a Ojos de Serpiente y Saintes-Maries estaba acordonado, de modo que era relativamente fácil salir, pero difícil entrar.
Desde la última vez que había estado allí, sin embargo, el
maset
se había convertido en un lugar aciago. Se sentía ahora incómodo por usar el escenario en el que había sido brutalmente asesinada una persona para lo que muy bien podía acabar siendo un viaje frívolo por una carretera cortada. Aquello, de hecho, le hizo reparar nuevamente en lo distinta que era la visión que de la muerte tenían los
manouches
comparada con la suya, tan sentimental y posvictoriana.
Estaba muy bien quedarse allí sentado, fantaseando sobre el contenido de las profecías. Pero, en realidad, era muy posible que ni siquiera estuvieran en el tubo de caña, y que éste resultara estar lleno de polvo. ¿Y si las habían invadido los gorgojos? Cuatrocientos cincuenta años era mucho tiempo para que algo sobreviviera, especialmente tratándose de pergamino.
Sabir se sentó en el sofá. Pasado un momento, movió el diccionario de francés que había llevado consigo hasta que sus bordes coincidieron con el filo de la mesa. Alineó luego el bolígrafo y el papel junto al diccionario. Bouboul le había prestado un reloj chillón, con la esfera muy grande, y Sabir lo puso sobre la mesa, junto a los demás utensilios. Aquellos gestos rutinarios le proporcionaban cierta sensación de confort.
Miró por encima del hombro, hacia el pasillo. El fuego ardía bien, y empezaba a sentirse un poco más seguro en su aislamiento. Si alguien podía encontrar las profecías era Yola. Cuando llegara al
maset
, él las recogería y la mandaría enseguida de vuelta a Saintes-Maries, con Reszo. Estaba bien allí solo. Tendría el resto de la noche para traducir y copiar las profecías. A partir de ese momento, no las perdería de vista.
Por la mañana mandaría los originales por mensajero a su editor en Nueva York. Luego trabajaría con las transcripciones, hasta extraerles todo su significado. Si entrelazaba con habilidad las profecías y la historia de su descubrimiento, tendría en las manos un
best-seller
seguro. Era fácil que generara dinero suficiente para hacerlos ricos a todos. Alexi podría casarse con Yola y acabar como
bulibasha
, y él podría hacer lo que le viniera en gana.
Veinte minutos más. No podían tardar mucho más. Y luego tendría a su alcance uno de los mayores secretos de la humanidad.
Se oyó un estruendo arriba. Y luego silencio.
Sabir se levantó de un salto. Se le erizó la nuca como a un perro el pelo del lomo. Dios santo, ¿qué había sido eso? Se quedó escuchando, pero sólo oía silencio. Luego, a lo lejos, oyó el zumbido de un coche que se acercaba.
Echando un último vistazo hacia atrás, casi a hurtadillas, Sabir se apresuró a salir. Seguramente sólo era la puerta de algún armario, que se había abierto. O quizá la policía había movido algo (una mosquitera, quizás) y lo que fuera se había quedado allí, tambaleándose, hasta que una racha de viento lo había volcado. Tal vez incluso el ruido procedía de fuera. Del tejado, quizá.
Mientras esperaba a que el Audi llegara por el camino, levantó la mirada hacia la casa. Dios. Otra cosa más: tarde o temprano tendría que explicarle a su amigo John Tone el robo del coche.
Entornó los ojos al ver los faros. Sí, allí, en el asiento del copiloto, estaba la silueta de Yola. Y la del sobrino de Bouboul en el asiento del conductor, a su lado. Alexi se había quedado en Saintes-Maries, bien arropado en su cama, con Sabir al lado, en el jergón de invitados. O eso, al menos, era lo que habían hecho creer al sargento Spola.
Caminó hacia el coche. Sintió que la brisa nocturna le revolvía el pelo. Movió las manos hacia abajo para indicarle a Reszo que apagara las luces. Si no se equivocaba, todavía había policías dispersos por los pantanos, y no quería que nadie se fijara en el
maset
.
—¿Las tienes?
Yola metió la mano dentro de su chaqueta. Su cara parecía pequeña y vulnerable a la luz de la linterna de Sabir. Le dio el tubo de caña. Luego, al mirar hacia la casa, se estremeció.
—¿Has tenido algún problema?
—Dos policías. Se habían refugiado en la
cabane
. Estuvieron a punto de verme. Pero en el último momento recibieron una llamada y les dijeron que se fueran de allí.
—¿Que se fueran?
—Oí a uno hablar por el móvil. El capitán Calque sabe adonde ha escapado Ojos de Serpiente. Está hacia Saint-Tropez. Se han ido todos para allá. Aquí ya no hay nada que les interese.
—Menos mal.
—¿Quieres que me quede contigo?
—No. Tengo el fuego encendido. Y unas velas. Estaré bien.
—Bouboul vendrá a recogerte justo antes de que amanezca. ¿Estás seguro de que no quieres volver con nosotros?
—Es demasiado peligroso. El sargento Spola podría olerse el pastel. No es tan tonto como parece.
—Sí que lo es.
Sabir se rió.
Yola volvió a mirar hacia la casa. Luego montó de nuevo en el coche.
—No me gusta este sitio. Hice mal proponiendo que quedáramos aquí.
—¿Y qué otro sitio íbamos a usar? Éste es mucho más conveniente que cualquier otro.
—Supongo que sí. —Ella levantó una mano, insegura—. ¿Seguro que no vas a cambiar de idea?
Sabir negó con la cabeza.
Reszo dio marcha atrás por el sendero. Cuando estaba cerca de la carretera volvió a encender las luces.
Sabir vio desaparecer su resplandor en el horizonte. Luego regresó a la casa.
El capitán Calque se recostó en la silla. El documento desplegado ante él no tenía ni pies ni cabeza. Según se afirmaba en él, había sido redactado por expreso deseo del rey Luis IX de Francia, y estaba, en efecto, fechado en 1228, dos años después de su ascensión al trono a la edad de once años. De modo que Luis sólo podía tener trece o catorce años en el momento en el que se le atribuía su elaboración. Los sellos, no obstante, eran sin duda alguna los del propio san Luis y los de su madre, Blanca de Castilla: en aquellos tiempos, por intentar falsificar un sello real a uno le habrían colgado, arrastrado y descuartizado, y luego habrían usado sus cenizas para hacer jabón.
Bajo los sellos del rey y su madre había otros tres: el de Jean de Joinville, consejero del rey (y, junto con Villehardouin y Froissart, uno de los más grandes historiadores medievales); el de Geoffroy de Beaulieu, confesor del rey; y el de Guillaume de Chartres, capellán real. Calque sacudió la cabeza. Había estudiado la
Histoire de saint Louis
, de Joinville, en la universidad, y tenía la certeza de que Joinville no podía tener más de cuatro años en 1228. En cuanto a los demás, no le costaría mucho averiguar sus edades. Pero, en todo caso, aquello sugería que el documento (que parecía ser una carta de privilegio y jurisdicción otorgada a un conciliábulo llamado
Corpus Maleficum
) había sido fechado, al menos en parte, a posteriori.
Calque se acordó entonces del cáliz guardado en el sagrario, con las iniciales CM. Le pareció improbable que fuera una coincidencia, estando en aquella habitación oculta, cuyas evocaciones remitían a secretos, cábalas y conspiraciones. Miró de nuevo el documento que tenía delante.
Le dio la vuelta y, gruñendo, concentrado, escudriñó su reverso a través de la lente. Sí. Justo lo que sospechaba. Quedaba en el dorso la huella leve de una escritura. Un texto escrito del revés. Como escribiría un zurdo si le pidieran que anotara algo a la manera de los árabes; es decir, de derecha a izquierda. Calque sabía que, en tiempos medievales, el lado izquierdo se consideraba el del Diablo. Aquella noción («siniestra» en connotaciones, así como en el corpus léxico de la lengua latina) tenía su origen en los augures de la antigua Grecia, que creían que las señales vistas por encima del hombro izquierdo presagiaban desgracias.
Calque acercó el documento a la luz. Finalmente, exasperado, lo levantó delante de sí. Nada. Era imposible descifrar la escritura: haría falta un microscopio electrónico para entenderla.
Volvió a recordar lo que había dicho la condesa la primera vez que se entrevistaron. Calque le había preguntado qué habría llevado el decimotercero par de Francia durante la ceremonia de la coronación, y ella había respondido:
—No habría llevado nada, capitán. Habría protegido al rey.
—¿Protegerle? ¿Protegerle de qué?
La condesa le había dedicado una sonrisa elíptica.
—Del Diablo, por supuesto.
Pero ¿cómo podía esperarse que un simple mortal defendiera del Diablo a la corona de Francia?
Calque empezó a intuir poco a poco una posible respuesta. El
Corpus Maleficum
. ¿Qué significaba? Echó mano de su latín del colegio.
Corpus
quería decir «cuerpo». Pero también podía referirse a un grupo de personas consagradas a un mismo fin. ¿Y
Maleficum
? Malicia. Perversidad.
¿Un cuerpo consagrado a la maldad y la perversión? Imposible, no había duda. Y menos aún bajo la égida del santo Luis, un rey tan piadoso que creía haber malgastado el día si no asistía a dos misas completas (con todos los oficios) y que luego se levantaba de madrugada para vestirse para maitines.
Debía de referirse, entonces, a un grupo dedicado a la erradicación de tales cosas. Un cuerpo consagrado a minar al Diablo. Pero ¿cómo se hacía eso? ¿No sería homeopáticamente?
Calque se puso en pie. Era hora de volver a hablar con la condesa.
Achor Bale yacía donde había caído. Su herida había vuelto a abrirse, y notaba cómo le corría débilmente la sangre por el cuello. Se movería enseguida. Tenía que haber algo en la cocina con lo que pudiera restañar la herida. Si no, podía salir a las marismas y recoger un poco de musgo de turbera. Entretanto, se quedaría allí, en el suelo, recuperándose. ¿Qué prisa había? Nadie sabía que estaba allí. Nadie le estaba esperando.
Fuera se oyó el ruido y el siseo de un coche.
La policía. Habían mandado a alguien a vigilar, después de todo. Casi seguro que echarían un vistazo a todas las habitaciones antes de acomodarse para pasar la noche. La gente siempre hacía esas cosas. Era una especie de superstición. Como recorrer las lindes. Algo heredado de sus ancestros cavernícolas.
Bale se arrastró rabioso hacia la cama. Se metería debajo. Era probable que, al que le tocara la china y tuviera que subir, se contentara con echar una ojeada a la habitación con la linterna. Seguramente no se molestaría en hacer otra cosa. ¿Para qué? Aquello no era más que la escena de un crimen.
Bale sacó suavemente el Redhawk de su funda. Quizás hubiera sólo uno. En ese caso, le tendería una emboscada y se llevaría su coche. El
maset
estaba tan aislado que nadie oiría el disparo.
Rozó con la mano el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo interior. Quizá todavía le quedaba algún jugo, si no se había estropeado al caer. Quizá, después de todo, debiera llamar a
Madame
, su madre. Decirle que iba a ir a casa.
¿O los polis estarían controlando las frecuencias? ¿Podían hacerlo? Creía que no. Y de todas formas no tenían motivos para sospechar de
Madame
, su madre.
No se oía nada abajo. Los polis seguían fuera. Seguramente estarían inspeccionando los alrededores.
Bale marcó el número. Esperó tono. Se estableció la conexión.
—¿Quién es?
—Soy el conde, Milouins. Tengo que hablar con la condesa. Es urgente.
—La policía, señor. Saben quién es usted. Están aquí.
Bale cerró los ojos. ¿Se lo esperaba? Un geniecillo fatalista le susurró al oído que sí.
—¿Le ha dado algún mensaje para mí? ¿Por si llamaba?
—Una palabra, señor.
Fertigmachen
.
—¿
Fertigmachen
?
—La señora dijo que usted lo entendería, señor. Ahora tengo que colgar. Vienen hacia aquí.
Después de aquello, Bale durmió un rato. Parecía adormecerse y despertar como un hombre al que no le hubieran dado suficiente éter antes de una operación.
En cierto momento oyó pasos subiendo las escaleras y, apoyado en el lateral de la cama, esperó cinco minutos interminables con la pistola lista. Luego volvió a dormirse.
Le despertó un ruido en la cocina. Esta vez estaba seguro. Era un traqueteo de cacharros. Alguien se estaba preparando un café. Bale casi oía el chisporroteo del butano. Olía los granos.
Tenía que comer. Y beber. El ruido de la cocina ocultaría sus pasos. Si eran dos, tanto peor. Los mataría a ambos. Tenía de su parte el factor sorpresa. Al parecer, los polis creían que iba camino de Cap Camarat, muy cerca de Saint-Tropez. Eso era bueno. Debían de creer que había escapado a su
cordon sanitaire
. Se habrían retirado en manada.
Si se largaba en un coche de la policía, los dejaría pasmados. Podía ponerse uno de sus uniformes. Llevar gafas de sol.
¿En plena noche?