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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

Las 52 profecías (38 page)

Sabir cogió el mapa con expresión neutra.

—Verá marcada en el mapa la única
cabane
a la que puede referirse. La he subrayado con un gran círculo rojo. Ahí. ¿La ve? ¿Estamos de acuerdo en que ése es el sitio?

El CRS, que seguía sin sonreír, alargó el brazo y encendió la luz interior del coche para que Sabir viera mejor.

Sabir miró el mapa obedientemente.

—Sí. Eso parece.

—¿Es usted velocista olímpico,
monsieur
Sabir?

Sabir volvió a apagar la luz.

—Capitán, hágame un favor. Dígame de una vez lo que quiera decirme. Este ambiente es venenoso.

Calque cogió el mapa. Inclinó la cabeza mirando al conductor, que puso la sirena en marcha.

—Sólo tengo una cosa que decirle, señor Sabir. Si Dufontaine se esfuma antes de que tenga ocasión de interrogarle y tomarle declaración, los retendré a la chica y a usted en su lugar como cómplices necesarios todo el tiempo que estime oportuno. ¿Me ha entendido? ¿O prefiere que llame por radio ahora mismo y ordene al coche que lleva a sus dos amigos gitanos al curandero de Saintes-Maries que dé media vuelta y vuelva aquí directamente?

65

Bale volvió a entrar por la ventana trasera del
maset
a lo sumo tres minutos después de que se extinguiera el estruendo de su último disparo. De momento, todo iba bien. No habría nuevos rastros de sangre que delataran su posición. Se había limitado a volver sobre sus pasos.

Pero de ahí en adelante debía tener más cuidado. El Séptimo de Caballería llegaría en cualquier momento, y la casa se convertiría en un caos. Antes de que eso pasara, debía encontrar un sitio seguro donde tumbarse y ocuparse de su hombro. Si le sorprendían en campo abierto cuando se hiciera de día, ya podía saldar sus cuentas y despedirse del mundo.

Con el brazo izquierdo pegado al costado, entró en una de las habitaciones de la planta baja. Iba a quitar la colcha de la cama para intentar cortar la hemorragia cuando oyó pasos en el pasillo.

Miró frenéticamente a su alrededor. Se le habían acostumbrado los ojos a la oscuridad y distinguía la silueta de los muebles grandes. No se le ocurrió ni por un segundo tender una emboscada a quien se acercaba. Su principal tarea en ese momento era eludir las atenciones de la policía. Lo demás vendría más tarde.

Se metió detrás de la puerta del dormitorio y la apretó contra su cuerpo. Un hombre entró en la habitación justo después que él. Era Sabir. Bale tenía los sentidos tan afinados que, estando a oscuras, casi podía olerlo.

Lo oyó rebuscar. ¿Estaba quitando las mantas de la cama? Sí. Para tapar a la chica, claro.

Ahora estaba usando un móvil. Bale reconoció el timbre peculiar de su voz. El francés de dicción informal, con un leve acento del Atlántico medio. Sabir estaba hablando con un policía. Explicándole lo que creía que había pasado. Hablándole del muerto.

Al parecer, alguien llamado Ojos de Serpiente había escapado. ¿Ojos de Serpiente? Bale sonrió. En fin, tenía sentido, aunque no fuera del todo exacto. Por lo menos dejaba claro que la policía no sabía aún su nombre. Lo cual significaba que la casa de
Madame
, su madre, podía ser todavía un buen lugar donde refugiarse. El único problema era cómo llegar hasta ahí.

Sabir volvió hacia la puerta detrás de la que se escondía Bale. Por una décima de segundo, Bale sintió la tentación de estrenársela en la cara. Incluso con un solo brazo podía vencer a un hombre como Sabir.

Pero la hemorragia del cuello le había debilitado. Y el otro gitano, el que había entrado corriendo en la casa unos segundos después de que dejara a la chica colgada del techo, seguía ahí. Para eso hacían falta huevos. Si el policía de paisano no le hubiera disparado en el cuello, se habría cargado al gitano veinte metros antes de que alcanzara su objetivo. Aquel tipo debía de tener un puto ángel de la guarda.

Bale esperó a que los pasos de Sabir se alejaran por el pasillo. Sí, como era de esperar, vaciló al acercarse al cuerpo del policía. Luego fue esquivando muebles. No querría pisar la sangre del muerto. A fin de cuentas, era un gringo. Demasiado escrupuloso.

Bale salió al pasillo sin apenas respirar.

En el salón había un resplandor rojizo: el fuego de la chimenea iba creciendo poco a poco. Sabir estaba encendiendo más velas. Bien. Nadie podría distinguirle más allá del eje inmediato de la luz.

Con la espalda pegada a la pared, avanzó de lado hacia las escaleras de atrás. Se agachó. Bien. Eran de piedra, no de madera. No crujirían.

Un goterón de sangre cayó sobre el escalón, a su lado, haciendo
plop
. Buscó a tientas y lo limpió con la manga. Más valía que se diera prisa, si no quería dejar un rastro de sangre que cualquier idiota podría seguir; más aún un policía.

Al llegar al final de la escalera, le pareció que podía arriesgarse a encender su linterna de bolsillo. Protegiendo el haz de luz con los dedos, enfocó el pasillo en desuso y el techo. Buscaba una buhardilla o un altillo.

Nada. Entró en la primera habitación. Trastos viejos por todas partes. ¿Cuánto tiempo llevaba deshabitada la casa? Cualquiera sabía.

Probó de nuevo con el techo. Nada.

Dos habitaciones más allá lo encontró. Una trampilla consistente en un agujero cubierto con una tabla. Pero no había escalerilla.

Bale recorrió la habitación con la luz de la linterna. Había una silla. Un baúl. Una mesa. Una cama con una colcha apolillada y andrajosa. Bastaría con aquello.

Puso la silla bajo el altillo. Anudó la colcha alrededor del respaldo y ató luego el otro extremo a su cinturón.

Comprobó que la silla aguantaba peso.

Se subió a ella y alargó el brazo bueno hacia la puerta del altillo. Había empezado a sudarle la frente. Por un momento sintió que se desmayaba y se caía, pero se negó a contemplar tal posibilidad. Dejó caer el brazo y respiró hondo varias veces hasta que se rehizo.

Era consciente de que tendría que hacer aquello de golpe, o se quedaría sin fuerzas y no conseguiría su objetivo.

Cerró los ojos y, haciendo un esfuerzo de concentración, fue regulando poco a poco su respiración. Empezó diciéndole a su cuerpo que todo iba bien. Que sus lesiones eran triviales. Que no merecía la pena intentar compensarlas debilitándose.

Cuando sintió que su pulso volvía a ser casi normal, alzó los brazos, deslizó hacia la izquierda la tabla y se agarró con el brazo bueno al borde de la trampilla. Usando la silla como punto de apoyo, se balanceó, sosteniendo todo el peso del cuerpo con el brazo. Sólo tendría una oportunidad. Convenía que la aprovechara.

Echó la cabeza hacia atrás, pasando primero una pierna y luego la otra dentro del altillo. Se quedó un momento suspendido, con el brazo herido colgando y las piernas, hasta la rodilla, y el tronco, dentro del hueco. A fuerza de dar patadas hacia delante logró apoyar el muslo izquierdo en el borde.

Colgaba ahora con la colcha sujeta entre el cinturón y la silla. Siguió deslizándose en el interior del hueco trasladando todo el peso del cuerpo a los muslos.

Con un giro final se apartó del hueco y se quedó ahí tumbado, maldiciendo entre dientes.

Cuando se hubo dominado lo suficiente, desató la colcha de su cintura y tiró de la silla hacia arriba.

Pensó por un momento, lleno de pánico, que había calculado mal el tamaño de la trampilla y que la silla no iba a pasar. Pero no fue así. La silla desapareció, vista y no vista.

Bale alumbró el suelo con la linterna para ver si había manchas. No. Toda la sangre había caído en la silla. Por la mañana cualquier otra mancha se habría secado y sería prácticamente imposible distinguirla de la mugre que recubría ya las planchas de roble del suelo.

Bale volvió a colocar la tabla en la entrada del altillo, desató la colcha de la silla y se desplomó.

66

Despertó con un dolor horrible en el hombro izquierdo. La luz del día se colaba por las mil grietas invisibles del tejado y brillaba a través de una que le daba de lleno en la cara.

Oía voces fuera de la casa: gritos, órdenes, grandes objetos que eran llevados de acá para allá y motores que arrancaban.

Se apartó de la luz, arrastrando la colcha tras él. Tendría que hacer algo con el hombro. El dolor de su clavícula rota era casi insoportable y no quería desmayarse: corría el riesgo de ponerse a gritar en su delirio y alertar a la policía.

Se buscó un rincón apartado, lejos de cajas y cacharros que pudiera volcar de un puntapié. Cualquier ruido, un solo golpe inesperado, y el enemigo le encontraría.

Se hizo una almohadilla con la colcha, se la metió bajo la axila y se la ató luego alrededor de los omóplatos. Se tendió a continuación sobre la madera del suelo, con las piernas estiradas y los brazos junto a los costados.

Empezó a respirar hondo lentamente, poco a poco, y con cada inhalación dejaba que las palabras «duerme, duerme profundamente» resonaran en el interior de su cabeza. Cuando alcanzó un ritmo satisfactorio, abrió los ojos todo lo que pudo y los volvió hacia atrás, hasta que se encontró mirando un punto del techo mucho más allá de su frente. Con los ojos fijos en aquel lugar, hizo su respiración aún más honda, sin alterar la cadencia de su cántico silencioso.

Cuando sintió que se deslizaba hacia un estado prehipnótico, comenzó a sugerirse ciertas cosas. Cosas como «cuando hayas respirado treinta veces más, te quedarás dormido», y «cuando hayas respirado treinta veces más harás exactamente lo que te diga», y luego, más adelante, «cuando hayas respirado treinta veces más dejarás de sentir dolor», concluyendo con «cuando hayas respirado treinta veces más, tu clavícula empezará a curarse y recuperarás las fuerzas».

Bale era muy consciente de las posibles deficiencias de la autohipnosis. Pero sabía también que era el único modo que tenía a su alcance de dominar su cuerpo y devolverlo a un estado rayano en lo funcional.

Si tenía que aguantar en aquel altillo, sin comida ni atención médica, durante el día o dos que tardaría la policía en completar sus pesquisas, sabía que debía concentrar todos sus recursos en el cultivo y conservación de sus energías esenciales.

Sólo disponía de lo que traía consigo. Y esos activos irían disminuyendo con cada hora que pasara, hasta que una infección, un error o un ruido involuntario acabaran con él.

67

El cuerpo de Gavril estaba exactamente donde había dicho Alexi. Sabir miró tranquilamente hacia los árboles. Sí, allí estaba el ciprés solitario, justo como Alexi se lo había descrito. Pero para lo que le servía en aquel momento, lo mismo hubiera dado que estuviera en Marte.

Calque parecía regodearse echando sal en la herida.

—¿Es así como lo recordaba de ayer por la tarde?

Sabir se preguntó si podría escabullirse preguntando si podía ir a orinar. Pero, dadas las circunstancias, alejarse cincuenta metros en dirección al bosque parecería un poco sospechoso.

Cuando se hizo evidente que Sabir no pensaba responder a sus pullas, Calque probó otra táctica.

—Dígame otra vez cómo perdió Dufontaine las profecías.

—Huyendo de Ojos de Serpiente. En el ferry. Las perdió en el agua. Puede comprobarlo hablando con el piloto y el revisor.

—Lo haré,
mister
Sabir. Puede estar seguro. —Calque pronunció mal el «
mister
», haciendo que sonara como «
miss-tear
», señorita llorona.

Sabir llegó a la conclusión de que pronunciaba mal a propósito, sólo para pincharle. Saltaba a la vista que estaba resentido por que él hubiera roto su acuerdo anterior. Por eso, y por la cuestión menor de la muerte de su ayudante.

—No parece decepcionado en absoluto por haber perdido las profecías. Si yo fuera escritor, estaría muy enfadado con mi amigo por perder una mina de oro como ésa.

Sabir logró encogerse de hombros, dando a entender que la pérdida de un par de millones era cosa de poca monta para él.

—Si no le importa, capitán, me gustaría volver a Saintes-Maries a ver cómo están mis amigos. Y también me vendría bien dormir un poco.

Calque fingió sopesar su petición. En realidad, ya tenía decidido qué iba a hacer.

—Le diré al sargento Spola que le acompañe. No puedo perderlos de vista a Dufontaine y a usted ni por un instante. Todavía no he acabado con ninguno de los dos.

—¿Y
mademoiselle
Samana?

Calque hizo una mueca.

—Ella es libre de hacer lo que quiera. Francamente, me gustaría retenerla a ella también. Pero no tengo en qué basarme. Aunque puede que se me ocurra algo, si Dufontaine y usted les causan alguna dificultad a mis subordinados. Aun así, la señorita Samana no debe salir del pueblo. ¿Ha quedado claro?

—Muy claro.

—¿Estamos de acuerdo, entonces?

—Perfectamente.

Calque le lanzó una mirada reticente. Llamó al sargento Spola.

—Acompañe a
mister
Sabir al pueblo. Luego busque a Dufontaine. Quédese con ellos. No los pierda de vista. Si alguno quiere ir al lavabo, que vayan los dos, y usted quédese fuera, sujetándolos por la mano libre. ¿Entendido?

—Sí, señor.

Calque miró a Sabir con el ceño fruncido. Había algo que seguía inquietándole acerca del papel que había desempeñado Sabir en todo aquello, pero no lograba concretarlo. Pero con Ojos de Serpiente todavía suelto, sus recelos respecto a Sabir podían esperar. Veinte minutos antes, su caballo había aparecido repentinamente a menos de cinco kilómetros de ahí, en la carretera de Port-Saint-Louis, frenético y echando espuma por la boca. ¿Era de veras posible que Ojos de Serpiente hubiera escapado tan fácilmente? ¿Y con la bala de Macron todavía dentro?

Calque pidió un teléfono móvil a uno de sus ayudantes con una seña. Mientras marcaba, miró alejarse a Sabir. El americano seguía ocultando algo, eso era evidente. Pero ¿por qué? ¿Para qué? Nadie le acusaba de nada. Y no parecía uno de esos hombres que se dejaban consumir por el deseo de venganza.

—¿Quién encontró el caballo? —Calque ladeó la cabeza hacia el suelo, como si creyera que aquel gesto podía mejorar la cobertura o convertir el teléfono móvil en su primo más eficaz, el teléfono fijo—. Pues pásemelo. —Esperó mientras contemplaba el paisaje en penumbra—. ¿Agente Michelot? ¿Es usted? Quiero que me describa el estado del caballo. Con exactitud. —Calque escuchó atentamente—. ¿Tenía sangre en los flancos? ¿O en la silla? —Inhaló un poco de aire entre los dientes—. ¿Se fijó en alguna otra cosa? ¿En nada? ¿En las riendas, por ejemplo? ¿Estaban rotas, dice usted? ¿Es posible que se rompieran porque las pisara el caballo después de que el jinete las soltara? —Hizo una pausa—. ¿Que cómo va a saberlo? Es muy sencillo. Si las riendas están rotas por su extremo, eso sugiere que el caballo las pisó. Si están rotas más arriba, en un punto débil, digamos, o cerca del bocado, significa que el caballo seguramente se asustó de Ojos de Serpiente y que todavía tenemos a ese cabrón dentro de la red. ¿Lo ha comprobado? ¿No? Pues vaya a verlo ahora mismo.

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