Quizás él simplemente se divirtiera viéndola morir. Luego volvería a subirla, colgada de la soga, y desde lejos nadie notaría que ya estaba muerta.
—Te he hecho una pregunta. ¿A qué hora se fue Sabir?
—No tengo reloj. No sé la hora.
—¿Cuánto faltaba para que anocheciera?
Yola no quería hacerlo enfadar. Ya la había golpeado una vez, después de sacarla por la ventana. Tenía miedo. Miedo a lo que era capaz de hacer. Miedo a que se acordara de lo que había amenazado con hacerle la vez anterior, y a que repitiera la amenaza sólo por divertirse. Estaba segura de que la información que le estaba dando no hacía más que confirmar lo que él ya sabía. Que no había ninguna novedad, nada que pudiera mermar las posibilidades de sobrevivir de Alexi y Damo.
—Cerca de una hora. Le mandé por otro caballo. Se habrá ido a buscar a Alexi.
—¿Y Alexi iba a volver aquí?
—Sí. Seguro.
—¿Y sabe andar por la marisma? ¿Tanto como para volver de noche?
—Sí. Conoce bien la marisma.
Bale asintió con la cabeza. Era evidente que la conocía. Y eso cambiaba las cosas. Si Alexi hubiera ido a ciegas, él le habría cogido. Si no hubiera sabido lo del ferry, no habría hecho falta toda aquella farsa. Él podría haberle llevado las profecías a
Madame
, su madre, y haber sido aclamado como un héroe. El
Corpus Maleficum
le habría venerado. Quizá le habrían encomendado personalmente la tarea de proteger al próximo Anticristo. O de erradicar al linaje del Nuevo Mesías
antes del acontecimiento
. Ambas cosas se le daban bien. Su cerebro funcionaba metódicamente. Si tenía una meta, se esforzaba de manera constante y minuciosa por alcanzarla, como había hecho con las profecías esas últimas semanas.
—¿Vas a matarlos?
Bale levantó la mirada.
—Perdona, ¿qué has dicho?
—He dicho que si vas a matarlos.
Bale sonrió.
—Quizás. O quizá no. Todo depende de cómo reaccionen ante la escena que he montado, contigo colgando de una cuerda. Más te vale que entiendan exactamente qué intento decirles con mi pequeña pieza teatral. Que vengan por propia voluntad. Que no me obliguen a disparar a una de las patas del taburete.
—¿Por qué haces todo esto?
—¿El qué?
—Ya sabes lo que quiero decir. Torturar a la gente. Perseguirla. Matarla.
Bale resopló, divertido.
—Porque he jurado hacerlo y es mi deber. No creo que te interese, ni que te incumba, pero allá en el siglo
XIII
el rey Luis IX de Francia encomendó una tarea a mi familia y la hermandad a la que pertenecía. —Bale se santiguó a la inversa, empezando por el vientre y acabando en la cabeza—. Me refiero a san Luis,
Rex Francorum et Rex Christianissimus
, el cristianísimo rey de los francos y lugarteniente de Dios en la Tierra. —Acompañó el signo de la cruz inversa con el del Pentáculo de cinco lados, de nuevo de abajo arriba—. La tarea que nos encomendó debía ser nuestra a perpetuidad y consistía, sencillamente, en proteger al pueblo francés de las maquinaciones del Diablo, o de Satán, Azazel, Tifón, Ahrimán, Angra Mainyu, Asmodeo, Lucifer, Belial, Belcebú, Iblis, Shaitán, Alichino, Barbariccia, Calcobrina, Caynazzo, Ciriato Sannuto, Dragnignazzo, Farfarello, Grafficane, Libicocco, Rubicante, Scarmiglione, o cualquier otro nombre estúpido que le haya dado la gente. Hemos cumplido nuestro compromiso durante más de novecientos años, a menudo a costa de nuestras vidas. Y seguiremos cumpliéndolo hasta el Ragnarök, hasta el Fin de los Tiempos y la venida de Vidar de Vali.
—¿Y por qué necesitamos que nos protejáis?
—Me niego a responder a esa pregunta.
—¿Por qué mataste a mi hermano, entonces?
—¿Qué te hace pensar que le maté yo?
—Le encontraron colgado de un somier. Le habías rajado la mejilla con una navaja. Le rompiste el cuello.
—Lo de la navaja, lo de la herida, eso sí se lo hice yo. Lo reconozco. Samana no entendía que estaba dispuesto a hacer lo que decía. Tenía que demostrarle que hablaba en serio. Pero tu hermano se mató él solo.
—¿Cómo? Eso es imposible.
—Eso pensé yo. Pero le pregunté una cosa, una cosa que me habría llevado directamente hasta ti. Creo que en el fondo se daba cuenta de que al final hablaría. Todo el mundo habla. La mente humana no puede concebir la cantidad de dolor que puede soportar el cuerpo. El cerebro interviene mucho antes de que sea necesario: rebusca entre lo que sabe y llega a conclusiones precipitadas. No comprende que, a no ser que se dañe algún órgano vital, con el tiempo pueden recuperarse casi todas las funciones vitales. Pero la idea del dolor que puede infligirse actúa temporalmente como catalizador. La mente abandona la esperanza y, llegado cierto momento, y sólo ése, la muerte se vuelve preferible a la vida. Ése es el instante crucial para el torturador, cuando se alcanza el punto de apoyo de la palanca. —Bale se inclinó hacia delante, lleno de entusiasmo—. Verás, he estudiado esto detenidamente. Los más grandes torturadores —los de la Inquisición, por ejemplo, el Verdugo de Dreissigacker, o Heinrich Institoris y Jacob Sprenger, o incluso los maestros chinos como Zhou Xing y Suo Yuanli, que desempeñaron su oficio durante el reinado de Wu Zetian— reanimaban a sus víctimas muchas veces cuando estaban al borde de la muerte. Espera. Veo por tu postura que no me crees. Deja que te lea una cosa. Para pasar el rato, digamos. Porque debe de ser muy incómodo para ti estar en equilibrio en ese taburete. Es de un recorte que siempre llevo conmigo. Se lo he leído a muchos de mis… —Bale titubeó como si hubiera estado a punto de decir un despropósito—. ¿Podemos llamarlos mis clientes? Es sobre la primera persona que he mencionado en mi lista de torturadores. Lo llamaban el Verdugo de Dreissigacker. Un auténtico experto en el arte del dolor. Te va a impresionar, te lo aseguro.
—Me pones enferma. Enferma hasta la médula de los huesos. Ojalá me mataras ya.
—No, no, escucha esto. Es realmente extraordinario.
Se oyó el sonido de un trozo de papel que era alisado. Yola intentó cerrar los oídos a la voz de Ojos de Serpiente, pero sólo consiguió que aumentara el palpito de la sangre en su cabeza, de modo que la voz de Ojos de Serpiente resonó dentro de ella como mil manos dando palmas.
—Tienes que intentar retrotraerte al año 1631. A los tiempos de la Inquisición. Seguramente no te resultará muy difícil imaginártelo dentro de esa bolsa, ¿no? Una mujer embarazada ha sido acusada de brujería por las autoridades eclesiásticas: un grupo de hombres con el peso de la ley religiosa y la secular de su parte. Va a ser interrogada, lo cual es perfectamente lógico dadas las circunstancias, ¿no te parece? Es el primer día de su proceso. Lo que voy a leerte es cómo describe el gran humanista B. Emil König las pesquisas oficiales de la Inquisición en su libro, de título pegadizo,
Ausgeburten des Menschenwahns im Spiegel der Hexenprozesse und der Auto da Fe's Historische Handsaülen des Aberglaubens. Eine Geschichte des Afterund Aberglaubens bis auf die Gegenwart
:
En primer lugar, el verdugo ató a la mujer, que estaba encinta, y la puso en el potro. Le dio luego tormento hasta que la mujer ansió que se le rompiera el corazón, pero no tuvo piedad de ella. Viendo que no confesaba, repitió el tormento. Le ató luego las manos, le cortó el pelo, le echó coñac por la cabeza y le prendió fuego. Puso además azufre en sus axilas y lo quemó. Le ataron a continuación las manos a la espalda, la alzaron hasta el techo y la dejaron caer de golpe. Este sube y baja se repitió durante unas horas, hasta que el verdugo y sus ayudantes se fueron a cenar. Cuando volvieron, el verdugo le ató los pies y las manos a la espalda; le vertieron coñac por la espalda y le prendieron fuego. Le pusieron después grandes pesos sobre la espalda y la izaron. Luego de esto volvieron a tenderla sobre el potro. Le pusieron sobre la espalda una tabla con pinchos y volvieron a izarla hasta el techo. El maestro le ató de nuevo los pies y colgó de ellos un bloque de cincuenta libras, y ella pensó que iba a estallarle el corazón. No bastó con aquello; así pues, el maestro le desató los pies, le metió las piernas en un cepo y apretó los tornillos hasta que empezaron a sangrarle los dedos de los pies. Tampoco fue suficiente con esto; así pues, la estiraron y pincharon de nuevo de diversas maneras. El verdugo de Dreissigacker dio comienzo entonces al tercer grado de tortura. Al colocarla en el banco y ponerle la camisa inquisitorial, le dijo: «No voy a ocuparme de ti un día, ni dos, ni tres, ni ocho, ni un par de semanas, sino medio año o un año, o toda la vida, hasta que confieses; y si no confiesas, te torturaré hasta la muerte y después te quemarán». El yerno del verdugo la izó luego hasta el techo colgada de las manos. El verdugo de Dreissigacker la azotó con una fusta. La pusieron en un cepo y allí estuvo seis horas. Después volvieron a azotarla sin piedad. Y esto fue lo que se hizo el primer día.
La habitación quedó en silencio. Fuera, el viento suspiraba entre los árboles. Un búho ululó a lo lejos y otro respondió a su llamada desde uno de los establos, cerca de la casa.
Bale se aclaró la garganta. Se oyó el ruido que hacía el papel cuando se lo guardó.
—Juzgué mal a tu hermano. No me di cuenta de lo fiel que te era. Del miedo que le daba perder el respeto de su gente. Verás, ya hay muy poca gente que disfrute de las ventajas de vivir en comunidad. Sólo tienen que pensar en sí mismos, o en su familia inmediata. Es posible racionalizar. Uno siente la tentación de tomar un atajo. Pero cuando está en juego un vínculo más amplio se manifiestan otros factores. El martirio es una alternativa. La gente está más dispuesta a morir por un ideal. Tu hermano era un idealista, a su modo. Utilizó la posición en la que le había atado, el peso de la gravedad que yo mismo le proporcioné, para partirse el cuello. Nunca he visto nada igual. Fue muy impresionante. No hay duda de que, al acabar el primer día de su interrogatorio, esa mujer cuyo calvario acabo de describirte, y cuya inocencia era palmaria, habría estado dispuesta a venderle su alma al diablo a cambio del secreto de su consumación. —Bale miró la figura de Yola arriba del taburete—. Sólo un hombre entre un millón habría sido capaz de lograr una hazaña física tan magnífica: darse muerte estando atado y suspendido en el aire. Y tu hermano lo hizo. Nunca le olvidaré. ¿Responde eso a tu pregunta?
Yola siguió callada sobre el taburete. La bolsa distorsionaba sus facciones. Era imposible saber qué estaba pensando.
—No voy a dejarte aquí. Si te levantas y te apoyas en mí, intentaré montarte en el caballo. Puedes descansar cuando lleguemos al
maset
. Yola ha hecho sopa.
—Damo, no me estás escuchando.
—Te estoy escuchando, Alexi. Pero no creo que Ojos de Serpiente sea un superhombre. Es probable que Gavril se cayera del caballo sin ayuda de nadie y que se golpeara con una piedra en la cabeza por accidente.
—Tenía marcas de cuerdas en las manos y los pies.
—¿Qué?
—Ojos de Serpiente le ató antes de aplastarle la cabeza. Le hizo daño. Por lo menos eso me pareció. La policía descubrirá lo que ha pasado, aunque tú no te des cuenta.
—¿Desde cuándo admiras tanto a la policía, Alexi?
—La policía maneja hechos. Y a veces los hechos son buenos. Ni siquiera yo soy tan ignorante como para no darme cuenta de eso. —Con ayuda de Sabir, volvió a encaramarse a la silla. Se recostó cansinamente sobre el cuello del caballo—. No sé qué te pasa últimamente, Damo. Parece que las profecías te tienen hipnotizado. Ojalá no las hubiera encontrado. Así volverías a acordarte de tus hermanos.
Sabir llevó al caballo hacia la casa. Sus cascos repicaban sobre la arena empapada de rocío. Aparte de eso y del zumbido de los mosquitos, el silencio de los pantanos envolvía a los dos hombres como un manto.
Alexi maldijo con resignación. Alargó una mano y tocó suavemente a Sabir en el hombro.
—Perdona, Damo. Siento lo que acabo de decir. Estoy cansado. Y dolorido. Si me pasa algo, quiero que sepas dónde están enterradas las profecías.
—No va a pasarte nada, Alexi. Ya estás a salvo. Y al diablo con las profecías.
Alexi se enderezó.
—No. Esto es importante. He hecho mal en decirte esas cosas, Damo. Tengo miedo por Yola. Y se me va la lengua. Hay un refrán gitano que dice: «Cada cual ve sólo su plato».
—¿Así que ahora piensas en Yola como en un plato?
Alexi suspiró.
—Me estás malinterpretando a propósito, Damo. Puede que, si lo digo así, me entiendas mejor: «Cuando te den, come. Cuando te peguen, huye».
—Entiendo lo que quieres decir, Alexi. No intento malinterpretarte.
—Pensar que le pueda pasar algo malo me pone enfermo, Damo. Hasta sueño con ella, con sacarla de sitios horribles. O de pozas de barro y arenas movedizas que intentan arrancármela. Los sueños son importantes, Damo. Nosotros los
manouches
siempre hemos creído en el
cacipén
, en la verdad de los sueños.
—No va a pasarle nada malo.
—Damo, escúchame. Escúchame atentamente, o me cago en ti.
—No me digas. Ése es otro de tus dichos gitanos.
Alexi tenía los ojos fijos en su nuca. Hacía esfuerzos por no desmayarse.
—Para recuperar las profecías, tienes que ir donde encontré a Gavril. Está a veinte minutos a caballo al norte del ferry. Justo antes de llegar al Panperdu. Hay una cabaña de
gardians
. También mira al norte, para protegerse del mistral. No tiene pérdida. Está cubierta de
la sagno
, y tiene un tejado de teja y mortero y una chimenea. No hay ventanas. Sólo una puerta. Tiene delante una barandilla y un poste detrás, para que los
gardians
se suban y vean desde allí la marisma.
—Y además, según tú, pronto se convertirá en el escenario de un crimen. Y habrá policías por todas partes, con sus perros, sus detectores de metales y sus trajes de plástico.
—Eso no importa. No tienen por qué verte cuando vayas a buscar las profecías.
—¿Y eso?
—Escóndete. Luego imagina que estás en la
cabane
y vuelve hacia el sur. Verás un ciprés que sobresale de un bosque cercano. Las profecías están enterradas justo detrás, como a medio metro del tronco. No muy hondo. Estaba ya muy débil y no pude enterrarlas más. Pero están lo bastante hondas. Enseguida verás que la tierra está removida.