Venían después aquellos a quienes
Monsieur
, su padre, llamaba los adeptos «naturales»: aquellos que, pese a poseer de forma innata el gen de la destrucción, no reconocían necesariamente lo que hacían como parte de un todo mucho más grandioso y significativo. Hombres y mujeres como Catalina de Médici, Oliver Cromwell, Napoleón Bonaparte, la reina Ranavalona, el kaiser Guillermo II, Vladimir Lenin, Adolf Hitler, Josef Stalin, Benito Mussolini, Mao Zedong, Idi Amín Dada y Pol Pot. Cada uno de ellos, en su momento, había sabido minar el statu quo. Desafiar los preceptos morales. Sacudir el árbol de la civilización. Adeptos naturales que cumplían los propósitos del
Corpus
a pesar de (o quizá precisamente por) tener presuntos objetivos propios.
Tales tiranos atraían acólitos como una lámpara matainsectos atrae a las moscas. Actuaban como cajas de reclutamiento para los débiles, los lisiados, los moralmente enfermos: justo el tipo de personas que necesitaba el
Corpus
para cumplir sus objetivos. Y los más grandes y triunfantes de ellos (de momento, al menos) habían sido los dos primeros anticristos que predecían las Revelaciones: Napoleón Bonaparte y Adolf Hitler. Ambos, a diferencia de sus predecesores, habían actuado globalmente, y no sólo en sus países. Habían actuado como catalizadores de una maldad mayor, una maldad diseñada para aplacar al Diablo e impedirle cubrir para siempre el mundo con sus íncubos y sus súcubos.
Bale sabía de manera instintiva que el Tercer Anticristo del que hablaban las Revelaciones (El que ha de Venir) superaría fácilmente a sus antecesores en la grandeza de sus logros. Porque, según creía el
Corpus
, el caos redundaba en interés de todos: forzaba a la gente a conspirar contra él; a actuar conjuntamente y con creatividad dinámica. Todos los grandes inventos (los mayores saltos de la humanidad) se habían dado en momentos de crisis. El mundo necesitaba lo dionisiaco, y debía despreciar lo apolíneo. La alternativa sólo podía conducir a la perdición. Al alejamiento de Dios.
¿Qué era lo que había escrito el Divino Juan en su
Apocalipsis
tras su exilio en la isla de Patmos por gentileza del emperador Nerón?
Y vi descender del cielo a un ángel que tenía la llave del abismo y una gran cadena en la mano. Y sujetó al dragón, a esa serpiente antigua que es el Diablo, y Satanás, y lo encadenó por mil años. Y lo metió en el abismo, y lo encerró, y puso sello sobre él para que no vuelva a engañar a las gentes hasta que se cumplan los mil años: después de los cuales habrá de ser liberado por poco tiempo. (…) Y cuando expiren los mil años, será liberado Satanás de su prisión, y saldrá, y engañará a las naciones que hay sobre los cuatro ángulos del mundo, a Gog y a Magog, y los juntará para presentar batalla; y su número es como la arena del mar.
Y DESPUÉS «HABRÁ DE SER LIBERADO POR POCO TIEMPO
»…
Era una pena que la suma numerológica del nombre de Achor Bale equivaliera en la Cábala al número dos. Ello le confería un temperamento firme y constante, pero le abocaba, por otro lado, a ser hipersensible y a ocupar siempre una posición subordinada: la del perpetuo secuaz y no la del líder. Algunos necios hasta lo consideraban un número malévolo y dañino, incluido dentro del espectro femenino negativo; un número que condenaba a sus prosélitos a las dudas, las vacilaciones y la dispersión.
A no ser, claro está, que su carácter se viera inspirado y fortalecido desde temprana edad por una dirección firme y una fe esencial y bien arraigada.
Bale creía que debía agradecer aquel aspecto positivo de su personalidad (un aspecto que todo lo redimía) a la influencia de
Monsieur
, su padre. Si no podía ser un maestro, sería un discípulo. Un discípulo leal. Un engranaje decisivo a la hora de ganarle la partida a la maquinaria infernal.
Ya que le había sacado el nombre de la chica al tonto de Gavril, decidió que sería divertido hacerle la prueba cabalística… y también al gitano, a aquel tal Alexi Dufontaine. Le ayudaría a enfrentarse a ellos. Le daría indicios sobre el carácter de ambos que no podría obtener de otro modo.
Hizo rápidamente los cálculos de cabeza. Los dos daban ocho. Normalmente, un número prometedor, y unido en cierto modo al suyo. Pero cuando quienes llevaban aquel número se empeñaban en hacer cosas por simple testarudez o cabezonería, el número se volvía negativo y sentenciaba a su poseedor. Ése, pensó Bale, debía de ser el caso de los gitanos.
¿Y el número de Sabir? Sería interesante saberlo. Bale estuvo pensando. A. D. A. M. S. A. B. I. R. ¿A qué equivalía en la numerología cabalística? 1, 4, 1, 4, 3, 1, 2, 1, 2. Lo que da 19, en total. 1 y 9 suman 10. O sea, 1 más 0. Lo cual significaba que Sabir era un número uno. Poderoso. Ambicioso. Dominante. Que tenía facilidad para hacer amigos y capacidad para influir en la gente. La personalidad de un «hombre recto». Alguien, en otras palabras, que jamás admitía que se equivocaba. Un macho alfa.
Bale sonrió. Disfrutaría torturando y matando a Sabir. Sería para él un
shock
.
Porque Sabir había apurado su suerte hasta las heces, y era hora de poner fin a aquello.
Cuando Sabir oyó el ruido sofocado de los cascos del caballo de Alexi, se resistió, en principio, a creer lo que oía. Sería un animal de la finca vecina, que se habría extraviado. O un toro escapado, buscando compañera.
Se ocultó detrás de unas acacias, confiando en que el contorno de las ramas emborronara su silueta en medio de la oscuridad que iba cayendo rápidamente. Se sacó la navaja del bolsillo con cuidado, muy despacio, y desdobló la hoja. Pero a pesar de sus esfuerzos emitió un chasquido al abrirse.
—¿Quién anda ahí?
Sabir no se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Exhaló con un suspiro exultante y agradecido.
—¿Alexi? Soy yo, Damo. Gracias a Dios que estás bien.
Alexi se tambaleó en la silla.
—Creía que eras Ojos de Serpiente. Al oír ese chasquido, he pensado que estaba acabado. He pensado que ibas a dispararme.
Sabir trepó por el talud. Se agarró al estribo de Alexi.
—Entonces, ¿las tienes? ¿Tienes las profecías?
—Creo que sí. Sí.
—¿Crees?
—Las he enterrado. Ojos de Serpiente… —Alexi se inclinó hacia delante y empezó a deslizarse por el cuello del caballo.
Sabir estaba tan emocionado por las profecías que no se le había ocurrido pensar en el estado en que se hallaba Alexi. Le cogió por debajo de los brazos y le ayudó a bajar del caballo.
—¿Qué pasa? ¿Estás herido?
Alexi se acurrucó en el suelo.
—Me caí. Me di un buen golpe. Contra una barrera. Y luego contra el cemento. Iba huyendo de Ojos de Serpiente. Cada vez es peor. Esta última media hora. No creo que pueda volver a la casa.
—¿Dónde está? ¿Dónde está Ojos de Serpiente?
—No lo sé. Le perdí. Pero ha matado a Gavril. Le destrozó la cara con una piedra y lo arregló para que pareciera un accidente. Lo he vuelto a colocar todo en su sitio, para incriminarle. Me llevé el caballo de Gavril. El mío está muerto. Ahora tienes que volver a la casa. Puede que Ojos de Serpiente sepa lo del
maset
.
—¿Cómo va a saberlo? Es imposible.
—No. Imposible, no. Puede que se lo sacara a Gavril. Ese idiota nos iba siguiendo. Ojos de Serpiente le cogió. Pero eso ya te lo he dicho. Estoy demasiado cansado para repetirme. Escúchame, Damo. Déjame aquí. Llévate el caballo. Vuelve al
maset
. Coge a Yola. Y vuelve luego. Mañana, cuando esté mejor, te enseñaré dónde están las profecías.
—Las profecías… ¿Las has visto?
—Vete, Damo. Coge el caballo. Ve a buscar a Yola. Las profecías ya no importan. ¿Entiendes? No son más que letras. No vale la pena que muera nadie por ellas.
Bale encontró la contraventana defectuosa: la que se encontraba siempre en las casas viejas, si uno tenía la paciencia de buscarla. La abrió suavemente haciendo palanca. Metió luego el cuchillo en el marco combado de la ventana y lo movió de un lado a otro. La ventana se abrió con un ruido parecido al que se hacía al mezclar una baraja de cartas.
Se quedó quieto y aguzó el oído. La casa estaba en silencio, como una tumba. Esperó a que sus ojos se acomodaran a la penumbra. Cuando volvió a ver, inspeccionó la habitación. Apestaba a ratones muertos y resecos y al polvo acumulado en años de abandono.
Se acercó al pasillo y siguió luego hacia la cocina. Era allí donde había visto las lámparas de aceite y las velas encendidas. Era extraño que no se oyeran voces. Sabía por experiencia que la gente siempre hablaba cuando estaba en una casa abandonada: era una forma de mantener los fantasmas a raya. De horadar el silencio.
Llegó a la puerta de la cocina y miró dentro. Nada. Movió la nariz. Sopa. Olía a sopa. Así que la chica, al menos, estaba allí. ¿Estaba fuera, quizás, usando el retrete que le ofrecía la naturaleza? En ese caso había tenido suerte de no tropezar con ella y arriesgarse a perderla en la oscuridad.
¿O quizá lo había oído? ¿Habría avisado a Sabir? Tal vez estuvieran esperándole en algún sitio, dentro de la casa. Bale sonrió. Así sería más divertido. Tendría algo más de dificultad.
—La sopa está hirviendo. —Su voz resonó en la casa como en una catedral.
¿Había oído un roce al fondo del salón? ¿Allí, detrás de la butaca? ¿Dónde las cortinas viejas y desgastadas estaban echadas? Cogió una figurilla de bronce y la arrojó contra la puerta de la calle. El ruido que hizo sonó como una obscenidad en medio del silencio sofocante de la habitación.
Una sombra salió corriendo de detrás del sofá y comenzó a tirar frenéticamente de la ventana. Bale cogió la pareja de la figurilla de bronce y se la tiró. Se oyó un grito y la sombra cayó.
Bale se quedó donde estaba, con el oído atento, respirando por la boca. ¿Había oído alguien el ruido? ¿O no había nadie más en la casa? La chica. Tenía la sensación de que era la chica.
Regresó a la cocina y cogió la lámpara de aceite. Sosteniéndola delante de sí, se acercó a la ventana más grande, que estaba cerrada. La chica estaba acurrucada en el suelo. ¿La había matado? Sería un inconveniente. Había lanzado la estatuilla con todas sus fuerzas, desde luego. Pero podía haber sido Sabir. Y no podía permitirse correr riesgos a aquellas alturas del partido.
Cuando se agachó para cogerla, la chica se escabulló y echó a correr como una loca por el pasillo.
¿Le había oído entrar? ¿Iba hacia la ventana de atrás? Bale corrió en dirección contraria. Se arrojó por la puerta delantera y luego torció hacia la izquierda, rodeando la casa.
Aflojó el paso al acercarse a la ventana. Sí. Ahí estaba su pie. Se estaba encaramando a la ventana.
La sacó por la ventana y la arrojó al suelo. Le dio un golpe en la cabeza y se quedó quieta. Bale se incorporó y prestó atención. Nada. No se oía nada. Estaba sola en la casa.
Inclinándose, palpó su ropa y entre sus piernas en busca de una navaja o alguna otra arma escondida. Cuando estuvo seguro de que iba desarmada, la levantó como un saco de grano, se la echó al hombro y volvió al salón.
Bale se sirvió un poco de sopa. Santo Dios, qué buena estaba. Hacía doce horas que no comía nada. Sintió cómo el caldo denso y sabroso le recargaba las pilas, reavivaba sus energías exhaustas.
Bebió también vino y comió un poco de pan. Pero el pan estaba rancio y tuvo que echarlo en la sopa para darle sabor. En fin. No se podía tener todo.
—¿Te estás cansando, querida? —Miró a la chica.
Estaba de pie sobre un taburete de tres patas colocado en el centro de la habitación, con una bolsa para el pan sobre la cabeza y el cuello metido en una horca que Bale había fabricado con una soga de cuero. El taburete tenía la anchura justa para que pudiera estar de pie, pero estaba claro que el golpe en la cabeza la había debilitado, y de cuando en cuando se tambaleaba contra la cuerda que le servía, hasta donde era posible, como apoyo para el cuello.
—¿Por qué haces esto? Yo no tengo nada de lo que quieres. No sé nada que quieras saber.
Poco antes, Bale había abierto de par en par las contraventanas del salón y la puerta principal del
maset
. Había rodeado además el taburete con velas y lámparas de aceite para que la chica pareciera iluminada por un foco, visible desde una distancia de cincuenta metros en todas direcciones, salvo desde el norte.
Se había reclinado como en un diván, con la cacerola de sopa sobre el regazo y el contorno del cuerpo perdido entre las sombras de más allá del remanso de luz de las velas, bien lejos de la vista que ofrecían las ventanas y la puerta abierta. A su derecha descansaba el Redhawk, con la empuñadura convenientemente orientada hacia su mano.
Había elegido el taburete de tres patas porque un solo disparo del Redhawk bastaría para dejar a la chica suspendida en el aire. Lo único que tenía que hacer era destrozar una de las patas del taburete. Ella patalearía y se retorcería uno o dos minutos, sí, porque la caída no bastaría para romperle el cuello, pero al final se asfixiaría, y él tendría tiempo de sobra para salir por la ventana de atrás mientras Sabir y el gitano intentaban salvarla.
Nada de aquello sería necesario, desde luego, si Sabir se avenía a razones. Y Bale confiaba en que al ver a la chica fijara su atención únicamente en eso. Sería suficiente con que le diera las profecías. Luego Bale se marcharía. Sabir y el gitano podían quedarse con aquella condenada muchacha. Se la regalaba de buena gana. Él nunca incumplía un trato.
En el caso improbable de que fueran tras él, sin embargo, los mataría. Pero estaba seguro de que Sabir capitularía. ¿Qué tenía que perder? Un poco de dinero y una fama insignificante y fugaz. ¿Y que ganar? Todo.
—Dime otra vez a qué hora se fue.
Yola gruñó. Llevaba más de una hora sobre el taburete y tenía la blusa empapada en sudor. Sentía las piernas llenas de parásitos rastreros que subían y bajaban por sus muslos y sus corvas, mordisqueándola. Tenía las manos atadas a la espalda, y sólo usando la barbilla podía controlar sus balanceos, cada vez más amplios. Cuando notaba que estaba a punto de tambalearse, apretaba con fuerza la cuerda contra su hombro sirviéndose de la mandíbula, con la esperanza de que la tensión de la soga la mantuviera erguida.
Desde hacía un rato se preguntaba si valía la pena poner a prueba a Ojos de Serpiente: dejarse caer a propósito. Era evidente que él estaba esperando a Alexi y Sabir. Así que, si no estaban ahí para ver cómo moría estrangulada, ¿la recogería Ojos de Serpiente para salvarla? ¿La desataría mientras se recuperaba, antes de volver a usarla como cebo? ¿Se distraería un momento? Sería su única oportunidad de escapar. Pero era correr un riesgo espantoso.