Clavó la rodilla en la mano en la que sostenía el arma. Le obligó a abrir la boca con el cañón del Redhawk. Luego disparó.
Policía. Tenía que ser un policía. ¿Quién, si no, iba a tener una pistola?
Bale corrió hacia la ventana trasera con el brazo izquierdo colgando. Ropa de paisano. Aquel hombre llevaba ropa de paisano, no el uniforme de las fuerzas de intervención policial. Así que aquello no era un asedio.
Se encaramó a la ventana y cayó al suelo, maldiciendo. La sangre le chorreaba por la camisa. Si la bala le había perforado la carótida, estaba perdido.
Nada más salir del
maset
torció a la derecha, hacia la arboleda en la que había atado al caballo.
No había otra salida. Ninguna otra escapatoria.
Alexi sujetaba a Yola en brazos, aguantando todo su peso. Protegiéndola de la muerte segura a la que su propia masa corporal la abocaba irremediablemente.
Sabir palpó a ciegas por encima de su cabeza hasta que encontró la cuerda. La siguió luego con los dedos hasta que pudo deshacer el nudo apretado alrededor de su garganta. Ella respiró de golpe, en una bocanada entrecortada, lo opuesto al estertor de la muerte. Aquél era el sonido de la vida que volvía. Del cuerpo reponiéndose tras un gran trauma.
¿Dónde estaba Bale? ¿Y Macron? ¿No se habrían matado el uno al otro? Sabir esperaba aún en parte la cuarta bala.
Ayudó a Alexi a tender a Yola en el suelo. Sintió el calor del aliento de la chica en la mano. Oyó los sollozos de dolor de Alexi.
Alexi se tumbó junto a Yola, abrazándole la cabeza sobre su pecho.
Sabir avanzó a tientas hasta la chimenea. Recordaba haber visto una caja de cerillas a la izquierda, junto a las tenazas del fuego. Palpó con los dedos hasta que la encontró. Entretanto permanecía concentrado y aguzaba el oído en busca de algún sonido extraño dentro de la casa. Pero todo estaba en silencio. Sólo los susurros de Alexi rompían la quietud.
Sabir prendió una cerilla. El fuego cobró vida en la chimenea, y a su luz pudo ver el resto de la habitación. Estaba vacía.
Se acercó al taburete volcado, recogió una o dos velas y las encendió. Las sombras se agitaron en las paredes, por encima de él. Tenía que hacer un esfuerzo consciente por controlar el pánico que amenazaba con hacerle salir corriendo de la habitación, hacia la acogedora oscuridad de fuera.
—Vamos a llevarla al fuego. Está empapada. Voy a traer una manta y unas toallas.
Tenía ya una idea bastante clara de lo que iba a encontrarse en el pasillo. Junto al taburete había sangre por todas partes. Gruesos goterones. Como si a Ojos de Serpiente le hubieran volado una arteria. Siguió su rastro hasta que llegó a la maraña de sillas que rodeaba el cuerpo de Macron.
Le habían volado la coronilla. Un trozo de piel cubría el único ojo que le quedaba. Conteniendo las náuseas, Sabir le quitó la pistola de la mano. Procuró no mirar aquella carnicería mientras buscaba a tientas el teléfono móvil que sabía que Macron guardaba en el bolsillo delantero de su cazadora. Se incorporó y siguió avanzando por el pasillo. Se quedó mirando un rato el rastro de sangre fresca que cruzaba el alféizar de la ventana trasera.
Luego, mirando la pantalla iluminada del teléfono móvil, entró en la primera habitación en busca de unas mantas.
—Eso me lo quedo yo. —Calque tendió la mano hacia la pistola de Macron.
Sabir se la entregó.
—Parece que cada vez que nos vemos le paso un arma.
—El teléfono móvil también.
Calque se guardó la pistola y el teléfono y se dirigió al pasillo. Gritó por encima del hombro:
—¿Podemos conseguir que vuelvan a conectar la electricidad aquí? Que alguien llame a la empresa. O que consiga un generador. No veo nada. —Se quedó un momento junto al cuerpo de Macron, pasando la luz de la linterna sobre lo que quedaba de la cara de su ayudante.
Sabir se acercó a él por detrás.
—No. Retírese. Esto es ahora la escena de un crimen. Quiero que sus amigos se queden junto a la chimenea hasta que llegue la ambulancia. Que no se laven las manos. Que no pisen nada. Ni toquen nada. Usted, Sabir, acompáñeme fuera. Tiene muchas cosas que explicarme.
Sabir salió tras Calque por la puerta delantera. Fuera estaban colocando focos como para hacer de aquella zona un campo de fútbol descubierto inundado de luz.
—Lo siento. Siento lo de su ayudante.
Calque miró los árboles cercanos y respiró hondo. Se palpó los bolsillos buscando un cigarrillo. Al no encontrarlo, pareció desvalido por un momento, como si fuera la falta de tabaco lo que lamentaba y no la muerte de su compañero.
—Es curioso. Ni siquiera me caía bien. Pero ahora que está muerto le echo de menos. Sea lo que sea lo que haya sido o lo que haya hecho, era mío. ¿Me entiende? Era problema mío. —La cara de Calque era una máscara inmóvil. Imposible de leer. Imposible de tocar.
Un agente de las CRS que pasaba por allí notó que Calque buscaba un cigarrillo y le ofreció uno. Los ojos del capitán brillaron llenos de rabia al resplandor fugaz del mechero, pero su expresión se extinguió tan pronto como la llama. El agente, que vio su mirada, saludó azorado y siguió su camino.
Sabir se encogió de hombros en un vano esfuerzo por mitigar el efecto de lo que estaba a punto de decir.
—Macron actuó por su cuenta, ¿verdad? Su gente llegó diez minutos después de que entrara. Debería haber esperado, ¿no? Nos dijo que los de las fuerzas especiales tardarían dos horas. Que tenían que venir desde Montpellier y no desde Marsella. Estaba mintiendo, ¿verdad?
Calque se alejó, y en el mismo movimiento apagó su cigarrillo con el pie.
—La chica está viva. Mi ayudante le salvó la vida a costa de la suya. —Miró con enfado a Sabir—. Hirió a Ojos de Serpiente. Ese hombre va ahora a caballo y chorreando sangre por una zona encerrada entre dos carreteras que rara vez se usan y un río. En cuanto se haga de día, destacará como una hormiga en una hoja de papel blanco. Le atraparemos, o desde el aire o en tierra. La zona está ya acordonada en un noventa por ciento. Dentro de una hora lo estará al cien por cien.
—Lo sé, pero…
—Mi ayudante está muerto,
monsieur
Sabir. Se ha sacrificado por la chica y por usted. Mañana a primera hora tendré que ir a explicarle a su familia cómo ha muerto. Cómo es posible que esto haya pasado estando yo al mando. Cómo he permitido que pasara. ¿Está seguro de que le oyó bien? Sobre lo de Montpellier, quiero decir. Y lo de las dos horas.
Sabir le sostuvo la mirada. Luego dejó que sus ojos se deslizaran hacia la casa. El sonido lejano de una ambulancia hendió el aire nocturno como un lamento.
—Tiene razón, capitán Calque. No soy más que un yanki estúpido. Mi francés está un poco oxidado. Montpellier. Marsella. Todas me suenan igual.
—No voy a ir al hospital. Ni Alexi tampoco. —Yola miraba a Sabir con desconfianza. No sabía hasta dónde podía llegar con él, hasta dónde alcanzaba su
gitaneidad
. Se lo había llevado aparte con ese único fin. Pero ahora le preocupaba que, por culpa de su orgullo viril herido, fuera mucho más difícil convencerle.
—¿Qué quieres decir? Te ha faltado esto para acabar con el cuello roto. —Sabir juntó las manos y las giró luego bruscamente—. Y Alexi se estampó con el caballo contra una barrera de hierro y chocó contra el cemento. Puede que tenga alguna lesión interna. A ti hay que hacerte un chequeo completo y él necesita cuidados intensivos. En un hospital. No en una caravana.
Yola moduló su tono de voz, exagerando conscientemente su feminidad; aprovechando el afecto que sabía que Sabir sentía por ella. Su vulnerabilidad ante el sexo femenino.
—Hay un hombre en Saintes-Maries. Un curandero. Uno de los nuestros. Él nos atenderá mejor que cualquier médico payo.
—No me lo digas. Es primo tuyo. Y usa hierbas.
—Es primo de mi padre. Y no usa sólo hierbas. Usa el
cacipén
. El conocimiento de los remedios que le transmiten en sueños.
—Ah, bueno, perfecto, entonces. —Sabir se quedó mirando a una mujer que, cubierta con un traje de plástico, había empezado a fotografiar el interior del
maset
—. Vamos a ver si nos aclaramos. ¿Quieres que convenza a Calque para que deje que os atienda ese hombre? ¿Salvar a Alexi de los matasanos? ¿Es eso?
Yola tomó una decisión.
—Aún no le has dicho al policía lo de Gavril, ¿verdad?
Sabir enrojeció.
—Creía que Alexi se encontraba mal. No esperaba que fuera a ponerte al corriente tan pronto.
—Alexi me lo cuenta todo.
Sabir dejó que su mirada se desrizara más allá del hombro derecho de Yola.
—Bueno, Calque ya tiene las manos llenas. Gavril puede esperar. No va a ir a ninguna parte.
—Calque te reprochará que no se lo hayas dicho. Ya lo sabes. Y también culpará a Alexi cuando descubra quién encontró el cuerpo en realidad.
Sabir se encogió de hombros.
—Puede que sí. Pero ¿por qué va a averiguarlo? Nosotros tres somos los únicos que sabemos con qué se tropezó Alexi. Y estoy seguro de que Alexi no va a decírselo. Ya sabes lo que piensa de la policía.
Yola se movió, colocándose firmemente ante los ojos de Sabir.
—No se lo has dicho porque primero quieres recuperar las profecías.
Un arrebato de indignación se impuso a la rectitud instintiva de la que Sabir solía hacer gala.
—¿Y qué tiene de malo? Sería una locura perderlas a estas alturas.
—Aun así tienes que decírselo al policía, Damo. Díselo ahora mismo. La madre de Gavril todavía vive. Es una buena mujer. No es culpa suya que su hijo fuera una mala persona. Fuera lo que fuese, hiciera lo que hiciese, no puede seguir así, sin que nadie llore su muerte, como un animal. Los
manouches
creemos que las malas acciones de una persona se borran con su muerte. Para nosotros el infierno no existe. No hay ningún lugar horrible al que la gente vaya cuando muere. Gavril era de los nuestros. No estaría bien. Hazlo, y yo recuperaré las profecías. Sin que nadie se entere. Mientras el policía os vigila a Alexi y a ti.
Sabir echó la cabeza hacia atrás.
—Estás loca, Yola. Ojos de Serpiente sigue por ahí, en alguna parte. ¿Cómo se te ocurre tal cosa?
Yola dio otro paso hacia él. Estaba invadiendo el espacio de Sabir conscientemente. Impidiéndole ignorarla, ningunearla como a una simple mujer que navegaba en aguas más propias de un hombre.
—Ahora le conozco, Damo. Ojos de Serpiente habló conmigo en privado. Se abrió un poco a mí. Puedo enfrentarme a él. Llevaré conmigo un secreto. Un secreto que ha llegado hasta el curandero pasando de generación en generación desde que, hace muchas madres, Lilith, la mujer serpiente, dio a los elegidos de nuestra familia el don de la clarividencia.
—Por el amor de Dios, Yola. La muerte es lo único que puede derrotar a Ojos de Serpiente. No la clarividencia.
—Es la muerte lo que pienso llevar conmigo.
El caballo se acobardó al oler la sangre de Bale. Sus piernas se abrieron como si no supieran qué camino tomar. Cuando Bale intentó acercarse, el animal echó la cabeza hacia atrás, aterrorizado, y tiró de las riendas, que hechas un manojo, estaban atadas a una rama del árbol. Las riendas se rompieron y el caballo retrocedió enloquecido, giró luego sobre sus ancas y se alejó galopando frenéticamente por el sendero, en dirección a la carretera.
Bale miró hacia la casa. El dolor que sentía en el cuello y el brazo borraba los ruidos de la noche. Estaba perdiendo sangre rápidamente. Sin el caballo, lo atraparían en menos de una hora. Llegarían en cualquier momento con sus helicópteros, sus focos y sus prismáticos de infrarrojos. Lo ensuciarían. Lo mancharían con sus dedos, con sus manos.
Pegando el brazo izquierdo al cuerpo para que no se meciera, hizo lo único que podía hacer.
Comenzó a volver sobre sus pasos, hacia el
maset
.
Sabir vio cómo el coche policial se llevaba a Alexi y Yola. Parecía que, aun a regañadientes, Alexi había conseguido hacer un trato con Calque, pero palabras como «rata» y «trampa» no dejaban espacio para la satisfacción que podría haberle dado el regateo.
La única ventaja que tenía para contrarrestar el enfado de Calque por ocultarle la muerte de Gavril residía en su compromiso tácito de echar tierra sobre el arrebato delictivo de Macron. Aunque, irónicamente, no se había atrevido a sacar a relucir a Macron por si inflamaba la cólera de Calque y acababa en una celda, contando ladrillos; de modo que aquella ventaja había sido poco menos que inservible a la hora de negociar.
De este modo, en todo caso, seguía siéndole útil al capitán y podía conservar hasta cierto punto su libertad de movimientos. Si Yola hacía lo que le había dicho, seguirían llevando ventaja. Y, a juzgar por los goterones de sangre del salón del
maset
, seguramente la policía francesa no tardaría mucho en cazar a Ojos de Serpiente y matarlo, o detenerlo.
Calque le señaló doblando el dedo.
—Suba al coche.
Sabir se sentó junto a un CRS provisto de un chaleco antibalas. Sonrió, pero el agente rehusó responder. Se dirigían a la escena de un presunto crimen. Estaba de servicio.
Lo cual no era muy sorprendente, se dijo Sabir: a ojos de casi todo el mundo, seguía siendo un sospechoso. El causante, aunque no el autor material, de la muerte violenta de un compañero.
Calque se arrellanó en el asiento delantero.
—Estoy en lo cierto, ¿no? El cadáver de La Roupie está delante de una
cabane
, veinte minutos al norte del ferry, justo antes de llegar al Panperdu. Es eso lo que me ha dicho, ¿no? ¿Fue ahí donde se lo encontró cuando estaba buscando a ese gitano, a Dufontaine?
—Alexi Dufontaine. Sí.
—¿Le incomoda la palabra gitano?
—Cuando se usa así, sí.
Calque reconoció tácitamente que Sabir tenía razón sin molestarse en volver la cabeza.
—Es usted leal a sus amigos, ¿no,
monsieur
Sabir?
—Me salvaron la vida. Creyeron en mí cuando nadie más creía. ¿Que si les soy leal? Sí. ¿Le sorprende? No debería.
Calque se giró en el asiento.
—Sólo se lo pregunto porque lo que acaba de contarme sobre cómo descubrió el cuerpo de La Roupie no acaba de cuadrarme con el hecho de que hace un rato, cuando le interrogué, afirmara usted con bastante claridad que se fue en busca de Dufontaine a pie. Las distancias parecen poco realistas. —Calque hizo una seña con la cabeza al conductor, y el coche se alejó del
maset
y bajó por el camino—. Hágame el favor de echar un vistazo a este mapa, ¿quiere? Estoy seguro de que podrá aclarármelo.