El sargento Spola nunca había estado dentro de una caravana gitana. Y aunque aquélla tenía motor, Spola miraba precavidamente a su alrededor, como si de pronto se hubiera metido en una nave espacial alienígena que viajara a toda velocidad hacia un planeta en el que someterían a experimentos sus partes pudendas.
Alexi estaba tumbado en la cama grande, sin la camisa puesta. De pie, junto a él, el curandero cantaba con un manojo de ramitas encendidas en la mano. El olor de la salvia y el romero quemados impregnaba la habitación.
Spola entornó los ojos para protegerlos del humo acre.
—¿Qué está haciendo?
Yola, que estaba sentada en una silla junto a la cama, se llevó un dedo a los labios.
Spola se encogió de hombros discretamente, con aire de disculpa, y salió.
Sabir se agachó junto a Yola. La miró inquisitivamente, pero ella estaba concentrada en Alexi. Sin mirarle, Yola se señaló un momento la cabeza y señaló luego la del curandero, describiendo un círculo con las manos para abarcarlas a ambas en una sola entidad. Sabir dedujo que quería decir que estaba ayudando al curandero de algún modo, posiblemente mediante telepatía.
Decidió dejarla tranquila. Alexi no tenía buen aspecto y Sabir se dijo que, en cuanto acabara todo aquel lío, presionaría a Yola cuanto pudiera para convencerla de que dejara que Alexi fuera atendido en un hospital.
El curandero dejó sus ramitas encendidas en un platillo y se acercó al cabecero de la cama. Cogió la cabeza de Alexi entre las manos y se quedó callado, con los ojos cerrados, en actitud de intensa concentración.
Sabir, que no estaba acostumbrado a sentarse en cuclillas, sintió que sus muslos empezaban a contraerse. Pero no se atrevía a moverse por miedo a interrumpir el trance del curandero. Miró a Yola con la esperanza de que dedujera qué le pasaba y le diera algún consejo, pero ella seguía con la mirada fija en el curandero.
Al final, se deslizó hacia abajo por la pared de la caravana, hasta que su trasero tocó el suelo y estiró las piernas debajo de la cama. Nadie reparó en él. Empezó a respirar con más calma. Entonces le dio un calambre.
Agarrándose el muslo izquierdo con las dos manos, apretó con todas sus fuerzas y se apartó de la cama con los dientes apretados en una mueca de dolor. Tenía ganas de gritar, pero no se atrevía a perturbar la escena más de lo que lo había hecho.
Como una mecha de plástico que se desenredara, se echó primero hacia delante con una pierna estirada hacia atrás y, cuando volvió a darle el calambre, se tumbó de lado abriendo y cerrando las piernas.
Le importaba ya muy poco lo que pensaran de él, y empezó a arrastrarse como una babosa hacia la puerta, más allá de la cual le esperaba, sin duda, el siempre vigilante sargento Spola.
—Lo siento. No quería interrumpiros. Pero me ha dado un calambre.
Yola se sentó a su lado y empezó a frotarle la pierna. Sabir conocía ya tan bien las costumbres gitanas que miró a su alrededor con expresión culpable, por si alguna amiga de Yola la veía y se escandalizaba por que estuviera contaminando a (o siendo contaminada por, Sabir aún no lo tenía muy claro) un payo.
—No pasa nada. El curandero está muy contento. Te has llevado casi todo el dolor de Alexi.
—¿Yo me he llevado el dolor de Alexi? No hablas en serio.
—Sí. Las manos del curandero hicieron que se te transmitiera el dolor. Debes de sentirte muy unido a Alexi. Yo creía que se me transmitiría a mí.
Sabir estaba todavía demasiado dolorido para echarse a reír.
—¿Cuánto dura la transferencia?
—Unos minutos solamente. Eres un… —titubeó.
—No, no me lo digas. Un conducto.
—¿Qué es eso?
—Una cosa que lleva a otra.
Ella asintió con la cabeza.
—Sí. Eres un conducto. El dolor se habría quedado con Alexi, si no hubiera encontrado otro sitio adonde ir. Por eso vine a ayudar. Pero no tenía que buscarme a mí necesariamente. Podía también encontrar otro blanco que no pudiera afrontarlo. Y entonces habría vuelto mucho más fuerte y quizás Alexi habría muerto. El curandero está muy contento contigo.
—Qué amable.
—No, no te rías, Damo. El curandero es un hombre muy sabio. Es mi maestro. Pero dice que tú también podrías ser curandero. Un chamán. Tienes capacidades. Sólo te falta voluntad.
—Y comprender de qué diablos está hablando.
Yola sonrió. Empezaba a comprender la inseguridad de payo de Sabir y a darle menos importancia que antes.
—Cuando acabe con Alexi, quiere darte una cosa.
—¿Darme una cosa?
—Sí. Le he explicado lo de Ojos de Serpiente y está muy preocupado por nosotros. Sintió la maldad que me había dejado Ojos de Serpiente y me ha dejado limpia de ella.
—¿Cómo? ¿Como estaba limpiando a Alexi?
—Sí. Los españoles lo llaman «una limpia». Un buen lavado. Nosotros no tenemos una palabra para eso, porque a las gitanas no se nos puede limpiar de nuestra capacidad para contaminar a los demás. Pero nos pueden quitar la maldad que otra persona planta en nosotras.
—¿Y Ojos de Serpiente plantó maldad dentro de ti?
—No, pero su maldad era tan fuerte que su vínculo conmigo, la relación que forjó cuando yo estaba de pie en el taburete, esperando a que me ahorcara, fue suficiente para contaminarme.
Sabir sacudió la cabeza, incrédulo.
—Escucha, Damo. Ojos de Serpiente me leyó una historia. La historia de una mujer a la que había torturado la Inquisición. Fue espantoso escucharlo. El horror de esa historia se posó sobre mí como polvo. Notaba cómo se colaba por la bolsa que me tapaba la cabeza y cómo se posaba sobre mis hombros. Sentía que se comía mi alma y la cubría de oscuridad. Si hubiera muerto justo después de oír esa historia, como tenía planeado Ojos de Serpiente, mi
lacha
habría quedado manchada y mi alma se habría presentado enferma ante Dios.
—¿Cómo puede hacerte eso otra persona, Yola? Tu alma es tuya.
—No, Damo, no. Nadie es dueño de su alma. Es un don. Una parte de Dios. Y se la devolvemos cuando morimos, y se la ofrecemos como sacrificio. Luego somos juzgados según su fortaleza. Por eso tenía que limpiarme el curandero. Dios obra a través de él, sin que el curandero sepa cómo ni por qué, o por qué ha sido elegido. Igual que obraba Dios a través del profeta Nostradamus, que fue elegido para ver cosas que otros no podían ver. Lo mismo pasó con tu calambre. Dios te eligió para llevarte el dolor de Alexi. Y ahora Alexi va a ponerse bien. Ya no tienes que preocuparte.
Sabir la vio alejarse hacia la caravana.
Seguramente algún día entendería todo aquello. Algún día recuperaría el candor que había perdido de niño, el candor que aquella gente a la que tanto quería parecía haber conservado a pesar de las muchas trabas que la vida se empeñaba en poner en su camino.
El curandero viajaba aún en una caravana tirada por un caballo. Había encontrado un sitio donde acampar en un picadero, a unos dos kilómetros del pueblo, en la margen derecha del Étang des Launes. Su caballo destacaba como un extraño tajo marrón entre el blanco de los potros del corral.
Al acercarse Sabir, el curandero señaló el suelo, delante de los escalones de la caravana. Yola ya estaba ahí sentada, con cara de expectación.
Sabir sacudió con vehemencia la cabeza, mirando de reojo al sargento Spola, que acechaba en la cuneta, junto a su coche.
—No voy a ponerme en cuclillas. Te lo aseguro. Nunca me había dado un calambre así. Y no quiero que se repita.
El curandero vaciló, sonriendo como si no entendiera lo que había dicho Sabir. Luego desapareció dentro de la caravana.
—Entiende el francés, ¿verdad? —susurró Sabir.
—Habla sinto, caló, español y romaní cib. El francés es su quinta lengua. —Yola parecía azorada, como si la cuestión de lo que comprendía o no el curandero no viniera a cuento.
—¿Cómo se llama?
—Nunca usamos su nombre. La gente le llama solamente «curandero». Cuando se convirtió en chamán perdió su nombre, su familia y todo lo que le ataba a la tribu.
—Pero creía que habías dicho que era primo de tu padre.
—Es primo de mi padre. Lo era antes de convertirse en curandero. Mi padre está muerto y sigue siendo su primo. En aquel entonces le llamaban Alfego. Alfego Zenavir. Ahora es sólo el curandero.
La aparición del curandero empuñando un taburete salvó a Sabir de caer de nuevo en el estupor.
—Siéntate. Siéntate aquí. Nada de calambres. ¡Ja, ja!
—Sí. Nada de calambres. Los calambres son malos. —Sabir miraba indeciso el taburete.
—¿Malos? No. Son buenos. Tú le quitas el dolor a Alexi. Muy buenos. El calambre no te hace daño. Eres joven. Se te quita pronto.
—Sí. Pronto. —Sabir no parecía muy convencido. Se sentó en el taburete y estiró la pierna con cuidado, como si padeciera de gota.
—¿Estás casado?
Sabir no sabía adonde quería ir a parar el curandero y miró a Yola. Pero ella estaba otra vez concentrada y se negaba tenazmente a atender a las tretas de Sabir para llamar su atención.
—No. No estoy casado. No.
—Bien. Bien. Eso es bueno. Un curandero no debe casarse.
—Pero yo no soy curandero.
—Todavía no. Todavía no. ¡Ja, ja!
Sabir empezaba a preguntarse si a aquel hombre no le faltarían en realidad un par de tornillos, pero el semblante serio de Yola bastó para quitarle la idea.
Después de una breve pausa para rezar, el curandero rebuscó dentro de su camisa y sacó un collar que le puso a Yola alrededor del cuello. La tocó una sola vez con el dedo, a lo largo de la raya del pelo. Sabir se dio cuenta de que le estaba hablando en sinto.
Luego el curandero se acercó a él. Después de otro silencio para rezar, volvió a buscar dentro de su camisa y sacó otro collar. Se lo puso a Sabir alrededor del cuello y tomó luego su cabeza entre las manos. Se quedó así largo rato, con los ojos cerrados, sujetando la cabeza de Sabir. Pasado un tiempo Sabir notó que sus ojos se cerraban y que una oscuridad reconfortante se apoderaba del día.
Sin esfuerzo aparente, Sabir se descubrió de pronto viendo el dorso de sus propios ojos, como si se hubiera colado en un cine y se hallara mirando las imágenes invertidas que se proyectaban en la parte de atrás de la pantalla. Primero, la oscuridad creciente adquirió un tono rosado, como el agua mezclada con sangre. Luego, una cara minúscula pareció cobrar forma muy lejos de él. Mientras miraba, la cara empezó a acercarse lentamente, haciéndose más nítida cada vez, hasta que Sabir distinguió sus propios rasgos claramente grabados en su fisonomía. La cara se acercó aún más, hasta traspasar limpiamente la pantalla delante de él y desaparecer al fondo de su cabeza.
El curandero se apartó de él y asintió, satisfecho.
Sabir abrió los ojos de par en par. Tenía ganas de estirarse como un cormorán que se secara las plumas en una roca, pero por algún motivo se sentía apocado delante del curandero, y se contentó con hacer una serie de movimientos circulares con los hombros.
—He visto mi propia cara acercándose. Luego parecía traspasarme. ¿Es normal?
El curandero asintió otra vez con la cabeza como si lo que Sabir decía no le sorprendiera. Pero no parecía tener ganas de hablar.
—¿Qué es esto? —Sabir señaló el collar que descansaba justo encima de su esternón.
—La hija de Samana te lo dirá. Yo estoy cansado. Me voy a dormir. —El curandero levantó una mano para despedirse y pasó por la puerta de su caravana agachando la cabeza.
Sabir miró a Yola para ver qué efecto había surtido en ella la extraña conducta del curandero. Para su asombro, estaba llorando.
—¿Qué pasa? ¿Qué te ha dicho?
Yola negó con la cabeza. Se pasó el dorso de la mano por los ojos como una niña.
—Vamos. Dímelo, por favor. Estoy completamente perdido. Seguro que se me nota.
Yola suspiró. Respiró hondo.
—El curandero me ha dicho que nunca seré una
shamanka
. Que Dios ha elegido otro camino para mí, un camino más difícil de aceptar, más humillante y sin seguridad de llegar a nada. Que no debo cuestionar ese camino. Que sólo tengo que seguirlo.
—¿Y él qué sabe? ¿Por qué te dice esas cosas? ¿Qué derecho tiene?
Yola le miró con estupor.
—El curandero lo sabe. Un espíritu animal le posee en sueños. Le ha enseñado muchas cosas. Pero no puede cambiar las cosas, sólo preparar a la gente para aceptarlas. Ésa es su función.
Sabir disimuló su perplejidad con otra pregunta.
—¿Por qué te ha tocado así? ¿En la raya del pelo? Parecía que quería decir algo.
—Estaba juntando las dos mitades de mi cuerpo.
—¿Perdona?
—Si quiero tener éxito en lo que se me ha encomendado, las dos mitades de mi cuerpo no deben separarse.
—Lo siento, Yola, pero sigo sin entenderlo.
Yola se levantó. Miró indecisa al sargento Spola y bajó luego la voz.
—Todos estamos hechos de dos mitades, Damo. Cuando Dios nos cocina en su horno, funde las dos partes en un solo molde. Pero cada parte sigue mirando a un lado distinto: una al pasado y otra al futuro. Cuando algo como la enfermedad, por ejemplo, o los actos de un curandero, da la vuelta a las dos partes y vuelve a unirlas, desde ese momento esa persona mira solamente al presente. Vive volcada en el presente. —Yola buscó las palabras adecuadas para expresar lo que quería decir—. Puede servir a los demás. Sí. Eso es. Puede servir a los demás.
Junto a la carretera, el sargento Spola, siempre tan educado, notó que por fin le prestaban atención y levantó los hombros inquisitivamente. Era consciente de que con aquellos gitanos no estaba en su elemento y, a medida que pasaba el tiempo, temía cada vez más la inevitable llamada del capitán Calque preguntando por ellos.
Porque el sargento Spola se había dado cuenta demasiado tarde de que no podría explicar satisfactoriamente cómo se había dejado convencer por la chica para dejar a Alexi postrado en la cama e ir a visitar al curandero. Ni siquiera él se lo explicaba.
Parado junto al coche, ansioso por que los gitanos dejaran lo que estaban haciendo y se dieran prisa en volver, sintió de pronto el impulso de regresar con Alexi, por si acaso alguien se había aprovechado de su bondad y estaba planeando jugársela.
Sabir levantó una mano para tranquilizarle. Luego volvió a fijar su atención en Yola.