—¿Y esto que nos ha puesto al cuello?
—Es para matarnos.
—¿Qué?
—El curandero teme por nuestras vidas si volvemos a enfrentarnos a Ojos de Serpiente. Siente que nos hará daño por simple rabia si caemos en sus manos. Lo que hay dentro de este frasquito es el veneno destilado de la culebra de Montpellier, una serpiente venenosa que vive en el suroeste de Francia. Inyectado, mata en menos de un minuto. Por la garganta…
—¿Por la garganta?
—Tragado. Tomado como un líquido. Bebido. Así tarda quince minutos.
—No puede ser. ¿De verdad me estás diciendo que el curandero nos ha dado un veneno? ¿Como el que se les daba a los espías que se arriesgaban a ser torturados por la Gestapo?
—No sé qué es la Gestapo, Damo, pero dudo mucho que sea peor que Ojos de Serpiente. Si vuelve a cogerme, me lo beberé. Iré ante Dios entera y con mi
lacha
intacta. Tienes que prometerme que tú harás lo mismo.
Joris Calque era un hombre profundamente infeliz. Sólo una vez en su vida había tenido que anunciar a unos padres que su único hijo había muerto, y esa vez estaba sustituyendo a un compañero que resultó herido en el mismo enfrentamiento. Él no había tenido culpa de nada. En realidad, era todo lo contrario.
Aquello era algo muy distinto. Su misión era tanto más difícil por la cercanía de Marsella, la ciudad de Macron, y por el hecho de que éste hubiera muerto de forma violenta, a manos de un asesino y hallándose a su cargo. De alguna manera, dar la noticia en persona se había convertido en una prioridad para él.
A media tarde del segundo día quedó claro que Ojos de Serpiente había logrado escapar de la red. Los helicópteros y los aviones de avistamiento habían recorrido de un lado a otro toda la zona que quedaba más allá de la carretera N572, entre Arles y Vauvert, incluida la vasta extensión de monte comprendida en los límites del Parc National Regional de Camargue, sin encontrar nada. Ojos de Serpiente parecía un fantasma. Las unidades de las CRS habían registrado todos los edificios, los apriscos y las ruinas. Habían parado a todos los coches que entraban o salían del Parque Nacional. La zona era fácil de sellar. El mar estaba a un lado y las marismas al otro. Había pocas carreteras, y las que había eran llanas: el tráfico se veía a kilómetros de distancia en todas direcciones. Debería haber sido pan comido. Calque sentía que el puesto de coordinador jefe de la investigación se le escapaba por momentos.
La familia de Macron le estaba esperando en la panadería. Una agente de policía los había reunido sin decirles el motivo exacto de la convocatoria. Era la práctica habitual. De ahí que el miedo impregnara la atmósfera como el éter.
Calque se sorprendió visiblemente al ver que no sólo estaban presentes los padres y la hermana de Macron, sino también un nutrido grupo de tíos, tías, primos, y hasta tres de sus abuelos, o eso parecía. Pensó que el olor a pan recién hecho quedaría ya siempre asociado para él al recuerdo de la muerte de Macron.
—Les agradezco que estén todos aquí. Así les será más fácil sobrellevar lo que tengo que decirles.
—Nuestro hijo. Ha muerto. —Era el padre de Macron. Llevaba aún el traje de panadero y un gorro para cubrirse el pelo. Mientras hablaba se quitó el gorro como si tenerlo puesto fuera una falta de respeto.
—Sí. Murió ayer noche. —Calque hizo una pausa. Necesitaba urgentemente un cigarrillo. Quería inclinarse para encenderlo, y ocultar tras aquel gesto el vasto mar de caras que le miraban con la avidez de la pena que se prevé inmediata—. Le mató un asesino que había tomado como rehén a una mujer. Paul llegó un poco antes que el grueso de los efectivos. La mujer corría peligro inminente. Tenía una cuerda alrededor del cuello, y el secuestrador amenazaba con ahorcarla. Paul sabía que había matado otras veces. A un guardia de seguridad, en Rocamadour. Y a otro hombre. En París. Así que decidió intervenir.
—¿Qué le pasó al asesino? ¿Lo han cogido? —preguntó uno de los primos.
Calque se dio cuenta de que estaba gastando saliva en balde. Era inevitable que los familiares de Macron se hubieran enterado por la radio o la televisión de la posible muerte de un agente de policía y hubieran sacado conclusiones al ser convocados por la Police National. No necesitaban su refrendo. Lo único que podía hacer, dadas las circunstancias, era ofrecerles la información que necesitaran y dejarles luego con su duelo. No podía utilizarlos, desde luego, para limpiar su conciencia.
—No. No lo hemos cogido aún. Pero lo cogeremos pronto. Antes de morir, Paul consiguió hacer dos disparos. No es de dominio público aún, y preferiríamos que no lo difundieran, pero uno de los disparos de Paul hirió gravemente al asesino. Está escondido en alguna parte del Parc National. Hemos acordonado toda la zona. En este momento hay más de cien policías buscándolo. —Calque intentó ansiosamente apartar la mirada de la escena que tenía delante; concentrarse en las preguntas con que le bombardeaba la familia más lejana. Pero no podía quitarle ojo a la madre de Macron.
La mujer se parecía extrañamente a su hijo. Al oír la confirmación de que Macron había muerto, se había vuelto hacia su marido buscando consuelo, y estaba aferrada a su cintura, llorando en silencio, con la cara encalada por el polvo del delantal del panadero.
Cuando Calque pudo por fin retirarse, uno de los parientes de Macron le siguió a la calle. Calque se volvió para encararse con él, listo a medias para una agresión. El hombre parecía musculoso y en forma. Llevaba la cabeza rapada. Bajo sus mangas asomaban tatuajes indeterminados que se extendían como venas varicosas por el dorso de sus manos.
Calque lamentó que la agente (cuyo uniforme podía haber servido como freno) se hubiera quedado dentro con el resto de la familia.
Pero el hombre no se dirigió a él en actitud agresiva. De hecho, torció el gesto inquisitivamente, y Calque comprendió enseguida que no era la muerte de Macron lo que le preocupaba.
—Paul me llamó ayer. ¿Lo sabía? Pero yo no estaba. Mi madre cogió el recado. Ahora soy carpintero. Tengo mucho trabajo.
—¿Sí? ¿Ahora es carpintero? Una profesión excelente. —Calque no pretendía parecer brusco, pero pese a sus buenas intenciones respondió a la defensiva.
El otro entornó los ojos.
—Dijo que estaban ustedes buscando a un hombre que había estado en la Legión. Un asesino. Que creían que la Legión no iba a darles la información que necesitaban. Que les iban a poner todas las putas trabas burocráticas que suelen poner para proteger a su gente. Eso fue lo que dijo.
Calque asintió, comprendiendo de pronto.
—Paul me habló de usted. Es el primo que estuvo en la Legión. Debería haberme dado cuenta. —Estuvo a punto de decir «porque tienen ustedes un aspecto peculiar, como un trozo de testosterona andante, y porque dicen "puto" cada dos palabras», pero logró refrenarse—. También usted ha estado en prisión, ¿verdad?
El hombre miró calle arriba. Parecía irritado por algo. Pasado un momento se volvió hacia Calque. Se metió las manos en los bolsillos como si la tela pudiera impedir que se rebelara, pero sus manos siguieron pugnando hacia Calque, como si quisieran romper el pantalón y estrangularle.
—Voy a olvidarme de que ha dicho eso. Y de que es un puto policía. No me gusta la puta policía. La mayoría no son mejores que los cabrones a los que meten en la puta cárcel. —Cerró la boca con fuerza. Luego soltó un soplido resignado y miró calle abajo—. Paul era mi primo, aunque fuera un puto guiri. ¿Y dice usted que le mató ese cerdo? Yo estuve veinte años en la puta Legión. Acabé de brigada. ¿Quiere preguntarme algo? ¿O prefiere volver cagando leches a su puta comisaría y mirar primero mi puto historial delictivo?
Calque se decidió inmediatamente.
—Quiero preguntarle algo.
El semblante del hombre cambió: se volvió más luminoso, menos hermético.
—Pues dispare.
—¿Se acuerda usted de un hombre con los ojos raros? ¿Con unos ojos sin blanco?
—Siga.
—Puede que sea francés. Pero es posible también que simulara ser extranjero para entrar en la Legión como soldado y no como mando.
—Cuénteme más.
Calque se encogió de hombros.
—Sé que la gente cambia de nombre cuando entra en la Legión. Pero ese hombre era conde. Se educó en la aristocracia. En una familia con sirvientes y dinero. Puede que su nombre verdadero fuera De Bale. Rocha de Bale. No era fácil que encajara en el papel de un soldado corriente. Tenía que destacar. No sólo por sus ojos, sino también por su actitud. Estaría acostumbrado a mandar, y no a que le mandaran. A dar órdenes, no a recibirlas. —Calque echó la cabeza hacia atrás como una tortuga—. Le conoce usted, ¿no?
El otro asintió.
—Olvídese de Rocha de Bale. Y de que nadie le mandara. Ese cabrón se hacía llamar Achor Bale. Y era un solitario. Pronunciaba su nombre como un inglés. Nunca supimos de dónde era. Estaba loco. Convenía no tocarle las narices. En la Legión somos duros. Es lo normal. Pero él era más duro aún. No pensaba que tendría que volver a acordarme de ese mamón.
—¿A qué se refiere?
—Fue en el Chad. En los años ochenta. El muy cabrón provocó un motín. A propósito, diría yo. Pero las autoridades le dejaron libre porque nadie se atrevía a declarar contra él. Un amigo mío murió en los disturbios. Yo habría declarado. Pero no estaba ahí. Estaba en el
baisodrome
, gastándome la paga en carne. ¿Sabe lo que le quiero decir? Así que no me enteré de nada. Esos cabrones no quisieron escucharme. Pero yo lo sabía. Era un mal bicho. No estaba bien de la cabeza. Le interesaban demasiado las armas y la muerte. Hasta para ser un puto soldado.
Calque apartó su libreta.
—¿Y los ojos? ¿Es cierto? ¿Que no tiene blanco en los ojos?
El primo de Macron giró sobre sus talones y volvió a la panadería.
Bale se despertó temblando. Había soñado, y en el sueño
Madame
, su madre, le pegaba en los hombros con una percha por algún desaire imaginario.
—¡No,
Madame
, no! —gritaba él, pero ella seguía golpeándole.
Estaba oscuro. No se oía nada dentro de la casa.
Bale se arrastró hacia atrás hasta que pudo apoyarse en una viga. Tenía el puño dolorido de lanzar golpes durante el sueño para intentar defenderse, y notaba el cuello y el hombro irritados, como si se los hubieran escaldado con agua hirviendo y se los hubieran frotado luego con papel de lija.
Encendió la linterna y echó un vistazo al altillo. Quizá pudiera matar una rata o una ardilla y comérsela. Pero no. Ya no era tan rápido.
Sabía que no se atrevía aún a bajar para ver si quedaba algo de comer en la cocina o buscar agua. Quizá los
flics
hubieran dejado un guardia para proteger la escena del crimen de vampiros y buscadores de curiosidades: era reconfortante saber que aquella gente todavía existía, y que no todo en esta vida había caído en la normalización y la mediocridad.
Pero necesitaba agua. Y con urgencia. Se había bebido tres veces ya su propia orina, y había usado la restante para desinfectarse las heridas, pero sabía, por lo que había aprendido en la Legión, que era absurdo volver a hacerlo. Estaría abocándose a una muerte segura.
¿Cuántas horas llevaba allí? ¿Cuántos días? Ya no lo sabía.
¿Por qué estaba allí? Ah, sí. Las profecías. Tenía que encontrar las profecías.
Dejó caer la cabeza sobre el pecho. La manta que había usado como almohadilla para hacer presión se había pegado a su herida, y no se atrevía a quitársela por miedo a que volviera a manar la sangre.
Por primera vez desde hacía muchos años quería irse a casa. Anhelaba la comodidad de su cuarto, y no los hoteles anónimos en los que se veía forzado a vivir desde hacía mucho tiempo. Quería tener el respeto y el apoyo de los hermanos y hermanas con los que había crecido. Y quería que
Madame
, su madre, reconociera públicamente lo que había hecho por el
Corpus Maleficum
y le diera lo que merecía.
Estaba cansado. Necesitaba descanso. Y cuidados para sus heridas. Estaba harto de ser duro y de vivir como un lobo. Harto de que le persiguiera gente que no era digna ni de atarle los zapatos.
Se tumbó boca abajo y se arrastró hacia la trampilla. Si no se movía ya, se moriría. Era así de sencillo.
Porque de pronto había comprendido que estaba delirando. Que aquella impotencia momentánea era otra estrategia del diablo para dejarle sin ánimos. Para debilitarle.
Alargó el brazo hacia la tabla que cubría el hueco y la apartó. Se quedó mirando la habitación vacía.
Era de noche. Las ventanas estaban abiertas y era de noche. No había luz en ninguna parte. La policía se había ido. No había duda.
Intentó oír, entre el susurro de la sangre dentro de su cabeza, algún sonido extraño. No oyó ninguno.
Pasó las piernas por el hueco. Se quedó sentado en el borde un buen rato, mirando el suelo. Por fin encendió la linterna e intentó calcular el desnivel.
Tres metros. Suficiente para romperse una pierna o torcerse un tobillo.
Pero no tenía fuerzas para bajar la silla. Ni agilidad para descolgarse de la trampilla y buscarla con las piernas. Apagó la linterna y se la guardó en la camisa. Luego se giró sobre el brazo bueno y se lanzó al vacío.
Yola observaba a los dos policías desde su escondite en el lindero del bosque. Estaban acurrucados al abrigo de la
cabane
, fumando y hablando.
Así que esto es lo que los
flics
llaman una búsqueda
, se dijo.
No me extraña que no hayan encontrado a Ojos de Serpiente
. Cuando se convenció de que no podían verla, se sentó a esperar los veinte minutos, poco más o menos, que quedaban para que anocheciera.
Bouboul la había dejado en el ferry media hora antes y se había ido luego a Arles con Rezso, su yerno, a buscar el Audi de Sabir. Luego, Rezso volvería con el coche a recogerla.
Al principio, Sabir se había negado a permitir que fuera a recoger las profecías. Era demasiado peligroso. Debería hacerlo él. Ahora era el cabeza de familia. Su palabra debía tenerse en cuenta. Pero, al final, la presencia flemática y siempre vigilante del sargento Spola había resuelto la cuestión: era imposible que Sabir fuera a ninguna parte sin su permiso.
Pero de noche sería distinto. El hombre tenía que dormir. Si Sabir conseguía darle esquinazo, Bouboul había aceptado llevarle al
maset
, donde Yola y Reszo irían a su encuentro con las profecías. De ese modo, Sabir tendría tiempo y espacio suficientes para traducirlas.