—A su metáfora le falta mérito y elegancia, Macron.
—Lo siento, señor. —Macron buscó algo neutro que decir. Un modo inofensivo de difuminar su enfado por la situación en la que lo estaba poniendo Calque—. ¿Qué está haciendo, señor?
—Intento descifrar ese anagrama. Al principio pensé que «
rat monstre
» era un anagrama de
monastère
. Que quería decir que el secreto de lo que esa gente anda buscando se guarda en un monasterio.
—Pero no hay letras suficientes para eso. Fíjese. Sobran tes y faltan es.
—Lo sé. —Calque le miró con ceño fruncido—. Ya me he dado cuenta. Pero pensaba, lo cual es perfectamente razonable, que el autor de estos versos podía haber usado una forma antigua de deletrear la palabra:
monastter
, por ejemplo. O
montaster
.
—¿Y no es eso?
—No. Ahora estoy buscando en este libro otros lugares de Francia en los que haya vírgenes negras. Quizás así demos con ello.
—Pero ¿por qué tiene que ser en Francia?
—¿De qué está hablando, Macron?
—¿Por qué tiene que estar en Francia el sitio donde está escondido ese secreto? ¿Por qué no en España?
—Explíquese.
—Mi madre es muy católica, señor. Especialmente católica, diría yo. Cuando yo era pequeño, nos llevaba a menudo a Barcelona, a unos cuantos centenares de kilómetros por la costa. En tren. En el
Estérel
. Era su idea de una excursión.
—Vaya al grano, Macron. Ahora mismo no tengo tiempo de escuchar anécdotas de sus felices vacaciones de infancia.
—No, señor. Voy al grano. Cerca de Barcelona, no muy lejos de Terrassa, está uno de los santuarios más sagrados de España. Se llama Montserrat. No recuerdo si hay una Virgen Negra, pero es uno de los hogares espirituales de los jesuítas. San Ignacio de Loyola colgó allí su armadura cuando decidió hacerse monje. Verá usted, mi madre les tiene especial cariño a los jesuítas.
Calque se meció en su silla.
—Macron, por una vez en su vida ha conseguido usted sorprenderme. Puede que todavía podamos convertirle en un buen detective. —Comenzó a hojear el libro—. Sí. Aquí está. Montserrat. Y tiene dos tes. Magnífico. Y hay una Virgen Negra. Escuche esto:
El culto a la Virgen de Montserrat, conocida como
La Moreneta
, se remonta al año 888, cuando un grupo de pastores la encontró escondida entre los riscos de la Sierra de Montserrat, bajo la protección de una legión de ángeles. Se cree que la efigie, tallada por el propio san Lucas, la llevó san Pedro desde Jerusalén a Montserrat, donde pasó intacta cientos de años. Poco después de su descubrimiento, el obispo de Manresa intentó trasladar la talla, pero ésta permaneció firmemente en su lugar. Su primer protector fue el conde de Barcelona, cuyo hijo le dedicó un santuario en el año 932, merced ésta que cincuenta años después santificó el rey Lotario de Francia. Montserrat es en la actualidad un centro de peregrinaje y fomento del nacionalismo catalán. Parejas de recién casados de todas partes de España visitan el monasterio para que la Virgen bendiga su unión, pues, como dice el refrán: «No ès ben casat qui no duu la dona a Montserrat», «No está bien casado quien no lleva la novia a Montserrat». Se dice asimismo que el santuario actual albergó en tiempos un altar consagrado a Venus, diosa de la belleza, madre del amor, reina de la risa, señora de la gracia y el placer y patrona de las cortesanas.
Calque juntó las manos con una palmada.
—Venus, Macron. Esto empieza a aclararse. ¿Recuerda lo que decían los versos? «No será ni hombre ni mujer».
—¿Qué tiene eso que ver con Venus?
Calque suspiró.
—A Venus se la llamaba también Cipris, porque su principal lugar de culto estaba en la isla de Chipre. Allí había una estatua famosa en la que Cipris aparecía representada con barba y cetro. Sin embargo, y aquí es donde esto enlaza con el verso, esa Cipris con apariencia masculina tenía cuerpo y ropas de mujer. Cátulo, cuando vio la estatua, llegó a llamarla
duplex Amathusia
, Un hermafrodita, en otras palabras, igual que su hijo.
—¿Un qué?
—Un hermafrodita. Medio hombre, medio mujer. Ni una cosa, ni la otra.
—¿Y qué tiene eso que ver con la Virgen Negra?
—Dos cosas. Una, que confirma su hipótesis sobre Montserrat. Un trabajo excelente, Macron. Y dos, que, sumado a lo que hay escrito en la base de la talla, refuerza el vínculo entre la Virgen Negra de Montserrat y la de Rocamadour.
—¿Y de dónde saca esa conclusión?
—¿Se acuerda de la cara de la Virgen de Rocamadour y de la del Niño? Mire. Aquí está la foto.
—Yo no veo nada. Sólo es una estatua.
—Use la vista, Macron. Las dos caras se parecen. Son intercambiables. Podrían ser de hombre o de mujer.
—Estoy completamente perdido. La verdad, no veo qué tiene eso que ver con nuestro asesinato.
—Yo tampoco, francamente. Pero estoy de acuerdo con usted en lo de la boda. Creo que los gitanos van a quedarse aquí un tiempo, lamiéndose las heridas. Pero Sabir es otro cantar, por supuesto. Y allá donde vaya él, irá también Ojos de Serpiente. Así que por una vez vamos a tomarles la delantera. Nos vamos de excursión.
—¿De excursión? ¿Adónde?
—A reencontrarnos con los fantasmas de su infancia, Macron. Nos vamos a España. A Montserrat. A visitar a una dama.
Achor Bale observaba cómo el nuevo guardia de seguridad, un hombre joven, recorría con su perro cada esquina de la basílica de Saint-Sauveur. Había que reconocerlo: las autoridades eclesiásticas de Rocamadour se habían dado mucha prisa reclutando a gente nueva. Pero debía de ser un trabajo desmoralizador. ¿Qué probabilidades había de que un bribón descreído volviera al lugar de los hechos al día siguiente de intentar un robo? ¿Una entre un millón? Menos, seguramente. Bale se acercó con cautela al borde de la galería del órgano. Un minuto más y el guardia estaría justo debajo de él.
Volver a conectar el localizador y seguir a Sabir y a los dos gitanos hasta Gourdon había sido un juego de niños. De hecho, Bale había sentido la tentación de tenderles una emboscada esa misma noche, a las afueras de La Bouriane, en pleno centro de un bullicioso pueblo con mercadillo, uno de esos sitios con cámaras de seguridad y policías ávidos e incansables, siempre al acecho de borrachos y jovencitos palurdos con ganas de pelea.
Pero se había reafirmado en su decisión de volver al santuario al oír en la radio que los ladrones habían dejado la Virgen en su sitio. ¿De qué iba todo aquello? ¿Por qué no se la habían llevado? Tenían su pistola. Y el guarda estaba a medio camino entre la senectud y la tumba. No. Había visto al gitano mirando la base de la Virgen antes de entregarse a todas aquellas majaderías religiosas suyas, lo que significaba que había algo escrito allí, como había dado a entender la chica en la orilla del río. Algo que Bale tenía que ver urgentemente.
El guardia de seguridad zigzagueaba entre los bancos, haciendo avanzar a su perro con una serie de silbidos cortos. Ponía tanto celo en su nuevo trabajo que cualquiera habría pensado que le estaban filmando. Cualquier ser humano se habría parado a fumar un cigarrillo hacía mucho tiempo. A aquél habría que quitarle de en medio. Y al perro también, claro.
Bale lanzó el candelero por encima de la cabeza del guardia, contó hasta tres y salió de un salto de la galería. El guardia se había puesto a tiro, como esperaba. Al oír el ruido del candelero, había dejado bruscamente de inspeccionar el órgano para enfocar con su linterna el objeto caído.
Bale le dio con los pies en la nuca. El guardia cayó hacia delante y se estrelló contra las baldosas bajo todo el peso del cuerpo de Bale, que se había lanzado desde una altura de dos metros y medio. Lo mismo habría dado que el guardia se arrojara desde una escalera de mano con una cuerda atada al cuello.
Bale oyó el crujido de las vértebras nada más tocar el suelo y al instante fijó su atención en el perro. El muerto tenía aún enlazada en la mano la correa de cuero trenzado. El pastor alemán retrocedió instintivamente, agazapándose antes de saltar hacia delante. Bale agarró la correa y se giró bruscamente, como un bateador de béisbol que buscara un
home run
. El pastor alemán salió despedido, impulsado por su propio ímpetu y por la fuerza centrífuga del tirón de Bale. Bale soltó la correa en el momento justo. El principio del fulcro de la palanca funcionó a la perfección, y el perro cruzó volando la iglesia como el martillo de un atleta. Chocó con la pared de piedra, cayó al suelo y empezó a gemir. Bale se acercó corriendo y le pisoteó la cabeza.
Se quedó allí un momento, escuchando, con la boca y los ojos abiertos de par en par, como un gato. Luego, convencido de que nadie le había oído, se dirigió al camarín.
Sabir volvió a taparse la entrepierna con la manta. Había veces, como aquélla, en que deseaba que Yola perdiera la costumbre de entrar sin anunciarse en las habitaciones ajenas. Esa tarde se había llevado la ropa de Alexi y la suya al lavadero comunitario, dejándolos a ambos envueltos en mantas como las víctimas de un naufragio y enfrentados a la perspectiva de tener que dormir la siesta indefinidamente y sin ganas. Ahora, Sabir buscó a toda prisa algo inofensivo que decir para diluir su vergüenza.
—Muy bien, se me ha ocurrido otra adivinanza para ti. Y ésta es de las difíciles. ¿Estás lista? ¿Qué es más grande que Dios, más grande que el Diablo, el pobre ya lo tiene, el rico lo desea, y si te lo comes, mueres?
Yola apenas apartó la mirada de lo que estaba haciendo.
—Nada, claro.
Sabir se dejó caer contra la pared.
—Madre mía, ¿cómo la has acertado tan rápidamente? Yo tardé más de una hora cuando me la dijo el hijo de mi primo.
—Pero si está clarísimo, Adam. Lo he adivinado en la primera frase. Cuando me has preguntado qué era más grande que Dios. Nada es más grande que Dios. Y cuando te das cuenta de eso, todo lo demás encaja.
—Sí, bueno, yo también caí en eso. Pero no me paré a pensar que podía ser la respuesta. Sólo me enfadé y me indigné porque alguien pudiera pensar que hay algo más grande que Dios.
—Tú eres un hombre, Adam. Y los hombres nacen enfadados. Por eso tienen que reírse de todo. O dar golpes a las cosas. O comportarse como niños. Si no, se volverían locos.
—Gracias. Muchísimas gracias. Ahora ya sé de dónde me viene mi sentido del humor.
Yola se había cambiado de ropa de arriba abajo. Lucía una blusa roja de flores, abrochada hasta el cuello, y una falda verde, ceñida a las caderas y con el bajo acampanado, que le llegaba justo por debajo de la rodilla. Se sujetaba la falda a la cintura con un cinturón de cuero ancho, tachonado con espejitos, y llevaba unos zapatos de tacón cubano con tiras en los tobillos. Se había recogido parte del pelo, igual que en la
kris
.
—¿Por qué nunca te pones joyas, como las otras mujeres?
—Porque soy virgen y todavía no me he casado. —Yola lanzó a Alexi una mirada cargada de intención, pero él logró ignorarla—. No estaría bien visto competir con la novia y las mujeres casadas de su familia. —Estaba atareada extendiendo ropa sobre la cama, junto a los pies de Alexi—. Tu ropa todavía se está secando. Te la traeré en cuanto esté lista. Pero aquí tenéis dos trajes y dos corbatas que he pedido prestadas. Y también unas camisas. Deberían quedaros bien. Mañana, en la boda, tendréis que tener listo algún billete para dárselo a la novia. Tenéis que clavárselo al vestido con esto. —Le dio a cada uno un imperdible.
—Esto, Adam…
—No digas más, Alexi. Necesitas que te preste dinero.
—No es sólo para mí. Yola también necesita un poco. Pero es tan orgullosa que no te lo pide.
Yola meneó la mano, irritada. Tenía los ojos fijos en Sabir.
—¿Qué ibas a decirnos en el coche, cuando te interrumpí?
—No entiendo…
—Dijiste que tenías que decirnos algo importante. Bueno, ya hemos comido. Hemos descansado. Ya puedes hablar.
Tenía que pasar
, pensó Sabir.
Ya debería saberlo. Yola nunca deja correr un asunto hasta que no le haya sacado todo su jugo
.
—Creo que deberíais quedaros aquí. De momento, al menos.
—¿Qué quieres decir?
—Alexi está herido. Necesita recuperarse. Y tú, Yola… Bueno, sufriste un trauma terrible. —Alargó el brazo por encima de la mesa para coger su cartera—. Veréis, he descifrado la estrofa que había en el pie de la Virgen Negra. —Sacó un trozo de papel arrugado y lo alisó sobre su rodilla—. Creo que se refiere a Montserrat, un sitio que está en España. En las montañas que hay cerca de Barcelona. Al menos, ése parece ser el meollo de la cuestión.
—Crees que estamos perdiendo el tiempo, ¿verdad? Por eso no quieres que vayamos contigo. Crees que ese hombre volverá a aparecer y que nos hará daño si seguimos por este camino. Y que puede que la próxima vez sea peor.
—Creo que esta búsqueda no tiene mucho sentido y que es peligrosa, sí. Mirad, Nostradamus, o vuestros antepasados, o quienquiera que grabara esas cosas a los pies de la Virgen, podría haberlas grabado en medio centenar de vírgenes de todo el país. Antes había mucho menos control que ahora. La gente hacía peregrinaciones por todas partes. No hace falta ser un genio para deducir que el ochenta por ciento de las Vírgenes que había entonces seguramente han desaparecido, víctimas de una docena de guerras religiosas. Eso por no hablar de la Revolución, de la Guerra Franco-prusiana y de las dos guerras mundiales. Vuestro pueblo era nómada, Yola. Mucho más que ahora. Los gitanos se pasaban la vida esquivando ejércitos, no yendo en su busca. Es muy posible que, si encontramos algo escrito a los pies de la Virgen de Montserrat, nos conduzca a otra parte. Y luego a otra. Que los versos, o lo que sea que estamos buscando, desaparecieran hace mucho tiempo.
—Entonces, ¿por qué nos seguía ese hombre? ¿Qué es lo que quiere?
—Creo que está loco. Tiene metido en la cabeza que hay dinero en esto, y no da su brazo a torcer.
—Tú no crees eso.
Sabir sacudió la cabeza.
—No.
—Entonces, ¿por qué nos dices esto? ¿Es que ya no te gustamos?
Sabir se sintió momentáneamente desconcertado, como si un niño pequeño le hubiera pillado en un renuncio.
—Claro que me gustáis. Estos últimos días… bueno… han sido como años. Como si lleváramos juntos toda la vida. No sé cómo explicarlo.