—¿Tan rápido se ha olvidado usted de nuestro otro amigo?
—Claro que no. Pero no tenemos nada contra él, excepto su intuición. Y de Sabir tenemos su sangre en la mano de Samana. Podemos situarle en la escena del crimen.
—No, no podemos. Pero podemos situarle en el bar donde se derramó la sangre. Y está viajando, al parecer por propia voluntad, con la hermana de Samana. ¿Qué cree usted? ¿Que ella sufre síndrome de Estocolmo?
—¿Síndrome de Estocolmo?
Calque arrugó el ceño.
—A veces, Macron, se me olvida lo joven que es usted. Un criminólogo sueco, Nils Bejerot, acuñó el término en 1973, después de que el robo a un banco en el distrito de Normalmstorg, en Estocolmo, saliera mal. Los ladrones tomaron varios rehenes y, a lo largo de seis días, algunos rehenes empezaron a demostrar más simpatía por sus captores que por la policía. Lo mismo le ocurrió a Patty Hearst, la heredera del imperio periodístico.
—Ah.
—¿Cree usted que Sabir se las ha arreglado para engatusar a todos los gitanos del campamento y convertirlos en sus cómplices?
Macron se pasó la lengua por los clientes.
—Yo de esa gente espero cualquier cosa.
—¿Todavía te sientes capaz de manejar solo la situación?
Achor Bale sintió por un momento la tentación de arrojar el teléfono por la ventanilla del coche. Pero en lugar de hacerlo lanzó una sonrisa sarcástica a la mujer del vehículo que le adelantaba, en respuesta a su mirada de reproche por usar el teléfono mientras conducía.
—Desde luego,
Madame
. Va todo
okay
, como dicen los americanos. Tengo a Sabir vigilado. He identificado al coche de policía que los sigue. Los muy idiotas hasta cambiaron la matrícula, intentando que no los siguieran.
El marido de la mujer del coche se inclinó hacia delante y le hizo señas de que dejara el teléfono.
Conductores de Peugeot
, pensó Bale.
En Inglaterra llevarían un Rover. En Estados Unidos, un Chevrolet o un Cadillac
. Fingió desconcentrarse y dejó que el coche se arrimara un poco al Peugeot.
Los ojos del marido se agrandaron. Alargó el brazo y tocó el claxon.
Bale miró por el retrovisor. Estaba solo en la carretera. Podía ser divertido. Tal vez incluso ganara un poco de tiempo.
—Entonces, ¿quiere que siga o no,
Madame
? No tiene más que decirlo.
—Quiero que sigas.
—Muy bien. —Bale apagó el teléfono. Aceleró y se metió bruscamente delante del Peugeot. Luego frenó. El hombre volvió a tocar el claxon. Bale fue frenando lentamente, hasta detenerse.
El Peugeot paró detrás de él y el hombre salió.
Bale le miró por el retrovisor. Se deslizó un poco en su asiento. Ya que estaba, podía darle a aquello un poco de juego. Disfrutar del proceso.
—¿Se puede saber qué hace? Ha estado a punto de provocar un accidente.
Bale se encogió de hombros.
—Mire, lo siento muchísimo. Mi mujer va a tener un niño. Me están esperando en el hospital. Tenía que comprobar cómo se llega.
—¿Un niño, dice usted? —El hombre miró rápidamente a su mujer. Empezó a relajarse visiblemente—. Oiga, siento haber armado tanto jaleo. Pero es que pasa constantemente, ¿sabe? Debería comprarse un manos libres. Así puede hablar en el coche todo lo que quiera sin poner en peligro a los demás usuarios de la carretera.
—Ya lo sé, tiene usted razón. —Bale vio que un Citröen pasaba junto a ellos y doblaba la curva. Echó un vistazo al radar de seguimiento. Un kilómetro ya. Tendría que darse prisa—. Disculpe otra vez.
El hombre levantó una mano y echó a andar hacia su coche. Se encogió de hombros mirando a su mujer, y al ver que ella fruncía el ceño, levantó las manos para aplacarla.
Bale metió la marcha atrás y pisó a fondo el acelerador. Se oyó el chillido histérico de la goma; luego, los neumáticos se pusieron en movimiento y el coche retrocedió con una sacudida.
El hombre se volvió hacia Bale con la boca abierta.
—Uy, uy, uy. —Bale abrió la puerta y salió de un salto. Miró como loco a un lado y otro de la carretera. La mujer se había puesto a chillar. Su marido estaba completamente oculto bajo los dos coches y entre ellos y no hacía ningún ruido.
Bale agarró a la mujer del pelo por la ventanilla abierta del Peugeot y tiró de ella para sacarla. Uno de sus zapatos se enganchó entre la palanca de cambios y el compartimento que separaba los dos asientos. Bale tiró más fuerte y algo cedió. Arrastró a la mujer hasta la puerta lateral trasera, que tenía todavía un mecanismo de manivela.
Bajó la ventanilla hasta la mitad y metió la cabeza de la mujer en el hueco. Luego subió la ventanilla todo lo que pudo y cerró la puerta de golpe.
—¿Qué tenemos aquí? —Calque alargó el brazo hacia el salpicadero y se irguió un poco en el asiento—. Más vale que frene.
—Pero ¿y…?
—Frene.
Macron aminoró la velocidad.
Calque entornó los ojos, observando la escena que tenía ante sí.
—Llame a una ambulancia. Deprisa. Y a la policía judicial.
—Pero vamos a perderlos.
—Saque el maletín de primeros auxilios. Y ponga la sirena.
—Pero nos identificaremos.
Calque abrió la puerta antes de que el vehículo se detuviera por completo. Corrió con el cuerpo en tensión hacia el hombre tendido en el suelo y se arrodilló a su lado.
—Bien. Macron, dígales a los de la ambulancia que todavía respira. Pero por los pelos. Y que van a necesitar un collarín. Puede que tenga dañado el cuello. —Se acercó a la mujer—.
Madame
, no se mueva. No intente soltarse.
La mujer gimió.
—Por favor, estése quieta. Se ha roto el pie. —Calque intentó bajar la ventanilla, pero el mecanismo estaba roto. La cara de la mujer ya se había puesto morada. Estaba claro que le costaba respirar—. Macron, traiga el martillo, deprisa. Vamos a tener que romper el cristal.
—¿Qué martillo?
—El extintor, entonces. —Calque se quitó la chaqueta y envolvió con ella la cabeza de la mujer—. No pasa nada,
madame
. No se mueva. Tenemos que romper el cristal.
La tensión abandonó súbitamente el cuerpo de la mujer, que cayó pesadamente contra el coche.
—Rápido, ha dejado de respirar.
—¿Qué quiere que haga?
—Rompa la ventana con el extintor.
Macron lo echó hacia atrás y golpeó con él la ventana. El extintor rebotó en el cristal de seguridad.
—Démelo. —Calque lo agarró y golpeó con fuerza el cristal con su parte inferior—. Ahora déme su chaqueta. —Se envolvió la mano en ella y atravesó así el cristal resquebrajado. Bajó a la mujer al suelo y le apoyó la cabeza sobre la chaqueta. Encorvándose hacia delante, le golpeó con fuerza en el pecho. Palpó con dos dedos bajo el lado izquierdo y comenzó a presionar sobre el esternón.
—Macron, cuando se lo diga, hágale dos respiraciones.
Macron se agachó junto a la cabeza de la mujer.
—¿Ha llamado a la ambulancia?
—Sí, señor.
—Bien hecho. La mantendremos así hasta que lleguen. ¿Todavía tiene pulso?
—Sí, señor. Un poco débil, pero sigue ahí.
Mientras presionaba con fuerza, con ambas manos, el pecho de la mujer, Calque miró a Macron a los ojos.
—¿Me cree ahora? ¿Sobre ese otro hombre?
—Siempre le he creído, señor. Pero ¿de verdad cree que esto lo ha hecho él?
—Dos respiraciones.
Macron se inclinó hacia delante y dio a la mujer el beso de la vida.
Calque siguió con el masaje cardíaco.
—No es que lo crea, muchacho. Lo sé.
Yola escupió las cáscaras de sus últimas pipas de calabaza al suelo del coche.
—Mirad, espárragos silvestres.
—¿Qué?
—Espárragos silvestres. Tenemos que parar.
—Será una broma.
Yola dio a Sabir un fuerte toque en el hombro.
—¿Es que nos están cronometrando? ¿Nos persigue alguien? ¿Tenemos algún plazo que cumplir?
—Bueno, no, claro…
—Entonces para.
Sabir miró a Alexi buscando apoyo.
—Tú no crees que tengamos que parar, ¿verdad?
—Claro que sí. ¿Cuántas veces se ven espárragos junto a la carretera? Yola tiene que tener su
cueillette
.
—¿Su qué?
Consciente de que eran mayoría, Sabir dio media vuelta y volvió hacia las matas de espárragos.
—Vayan donde vayan, las gitanas hacen lo que ellas llaman una
cueillette
, una recogida. O sea que, si ven comida gratis: hierbas, lechugas, huevos, uvas, nueces,
reines claudes
… nunca pasan de largo sin pararse a recogerla.
—¿Qué coño son
reines claudes
?
—Ciruelas de las verdes.
—Ah. ¿O sea, ciruelas claudias?
—Sí, eso,
reines claudes
.
Sabir miró la carretera tras ellos. Un Citröen dobló la curva y pasó de largo a toda velocidad.
—Voy a llevar el coche adonde no puedan vernos. Por si acaso pasa un coche de policía.
—Nadie nos va a reconocer, Adam. Están buscando a un hombre solo, no a dos hombres y una mujer. Y en un coche con otra matrícula.
—Aun así.
Yola golpeó el asiento delante de ella.
—Mira, estoy viendo más. Allí, junto al río. —Rebuscó en su mochila y sacó dos bolsas de plástico hechas un nudo—. Id vosotros a recoger los de la carretera. Yo voy a recoger lo demás. Veo dientes de león, ortigas y también margaritas. Estáis de suerte, chicos. Esta noche nos vamos a dar un festín.
Achor Bale había conseguido cuarenta minutos de gracia. Cuarenta minutos en los que extraer toda la información que necesitaba. Cuarenta minutos para que la policía se hiciera cargo de la escena que había dejado a su espalda, se coordinara con el servicio de ambulancias y tranquilizara a las fuerzas del orden locales.
Pisó a fondo el acelerador y vio converger las señales de los dispositivos de seguimiento. Luego contuvo el aliento y aflojó la marcha.
Algo había cambiado. Sabir ya no avanzaba. Mientras Bale observaba el radar, la señal comenzó a retroceder hacia él. Vaciló con una mano suspendida sobre el volante. La señal se había parado. Brillaba a menos de quinientos metros por delante de él.
Se apartó de la carretera veinte metros antes del ápice de la curva. Dudó antes de dejar el coche, pero luego decidió que no tenía tiempo ni sitio donde esconderlo. Tendría que arriesgarse a que la policía pasara por allí y lo relacionara con el coche parado, por improbable que fuera.
Subió a toda prisa el repecho de la colina y bajó atravesando una pequeña arboleda. ¿Por qué se habían detenido tan pronto después de su última parada? ¿Iban a hacer un
pic-nic
? ¿Habían tenido un accidente? Podía ser cualquier cosa.
Lo mejor sería cogerlos a todos juntos. Así podría encargarse de uno mientras los otros se veían obligados a mirar. Eso casi siempre funcionaba. La culpa, pensó Bale, era la mayor debilidad del mundo occidental. Cuando la gente no se sentía culpable, construía imperios. Cuando empezaba a tener mala conciencia, los perdía. No había más que ver a los británicos.
Vio primero a la chica, agachada a solas junto a la orilla del río. ¿Estaba meando? ¿De qué iba todo aquello? Buscó a los hombres, pero no los vio. Entonces vio que ella estaba cortando plantas y metiéndolas en bolsas de plástico. Santo Dios. Aquella gente era increíble.
Buscó una última vez a los hombres y luego empezó a avanzar hacia la chica. Aquello era sencillamente demasiado bueno para ser cierto. Debían de saber que iba a llegar. Tenía que estar todo preparado.
Vaciló un momento cuando estaba a menos de cinco metros de la chica. Componía una bonita estampa, allí agachada, con su largo vestido de gitana junto al río. La imagen perfecta de la inocencia. Bale recordó algo de un pasado muy lejano, pero no logró identificar la escena. Aquel lapso repentino le incomodó como una corriente de aire frío que se colara inesperadamente por un desgarrón de sus pantalones.
Avanzó los últimos metros, convencido de que la chica no le había oído acercarse. En el último instante ella empezó a girarse, pero Bale, que ya estaba a su lado, le sujetó los brazos contra el suelo con las rodillas. Esperaba que gritara y había tenido la precaución de apretarle con fuerza la nariz (era un método que casi siempre funcionaba con las mujeres, y era mucho mejor que arriesgarse a taparle la boca a una persona en estado de pánico), pero la chica se quedó extrañamente callada. Era casi como si le hubiera estado esperando.
—Si gritas, te parto la columna. Como hice con tu hermano. ¿Entendido?
Ella asintió con la cabeza.
Bale no veía bien su cara, la tenía debajo, pegada de cara al suelo y con los brazos extendidos en cruz. Lo solucionó ladeándole la cabeza.
—Voy a decir esto una sola vez. Dentro de diez segundos, te dejaré inconsciente de un puñetazo. Mientras estés inconsciente, te subiré la falda, te bajaré las bragas y te haré una exploración con el cuchillo. Cuando encuentre tus trompas de Falopio, las cortaré. Sangrarás mucho, pero no morirás. Seguramente los hombres te encuentren antes. Pero nunca tendrás hijos. ¿Me entiendes? Eso se habrá acabado. Para siempre.
Oyó, más que verlo, que ella vaciaba su vejiga. Puso los ojos en blanco y comenzó a parpadear espasmódicamente.
—Basta ya. Despierta. —Le pellizcó la mejilla lo más fuerte que pudo. Los ojos de la chica volvieron a enfocarse—. Ahora escúchame. ¿Qué habéis encontrado? ¿Adonde vais? Dímelo y te dejaré en paz. Los diez segundos han empezado.
Yola empezó a gemir.
—Ocho. Siete. Seis.
—Vamos a Rocamadour.
—¿Por qué?
—Por la Virgen Negra. Hay algo escondido a sus pies.
—¿Qué?
—No lo sabemos. Lo único que decía en el fondo del baúl es que el secreto de los versos está a sus pies.
—¿En el fondo de qué baúl?
—El de mi madre. El que me dio mi madre. El que perteneció a la hija de Nostradamus.
—¿Eso es todo?
—Sí, es todo, se lo juro.
Bale aflojó un poco la presión sobre los brazos de la chica. Miró hacia el valle. No había rastro de los hombres. ¿La mataba? No tenía sentido, en realidad. Ya estaba prácticamente muerta.
La arrastró hasta el borde del río y la arrojó al agua.
—Espero que, con las molestias que nos estamos tomando, esto merezca la pena.