—¿Qué? ¿De qué hablas? ¿De los versos?
—No, de los espárragos.
Alexi hizo un movimiento circular con los dedos.
—Puedes apostarte algo. Yola cocina muy bien. Ahora sólo nos hace falta un conejo.
—¿Y cómo piensas cogerlo?
—Puedes atropellado. Te avisaré si veo alguno en la cuneta. Pero no lo chafes: tienes que esperar lo justo para darle en la cabeza con la parte de fuera de la rueda. La carne no está tan buena como los que mata Dios mismo, pero casi.
Sabir asintió con la cabeza cansinamente. ¿Qué demonios esperaba que dijera Alexi? ¿Que podían parar en el pueblo siguiente y comprar una escopeta?
—¿Ves a Yola? Será mejor que nos vayamos.
Alexi se incorporó.
—No. Ha bajado al río. Voy a llamarla.
Sabir echó a andar hacia el coche meneando la cabeza. Era raro reconocerlo, pero poco a poco empezaba a divertirse. No era mucho mayor que Alexi, pero a veces, esos últimos años, había pensado que empezaba a perder el ímpetu de vivir, el sentido de lo absurdo. Y ahora que sólo tenía a Yola y a Alexi, aquellos balas perdidas, para contrarrestar la amenaza todavía pendiente de la policía, sintió de pronto que la exaltación de lo desconocido volvía a bullir en su estómago.
—¡Adam! —El grito venía de más allá de una pequeña arboleda, cerca del río.
Sabir soltó los espárragos y echó a correr. Lo primero que vio fue a Alexi chapoteando en el río.
—Rápido, Adam. No sé nadar. Está en el agua.
—¿Dónde?
—Ahí, justo debajo de ti. Está cabeza abajo, pero todavía está viva. La he visto mover un brazo.
Sabir se acercó a la orilla y saltó torpemente a las lentas aguas del río. Alcanzó a Yola en el primer envite y la alzó en brazos.
Ella levantó una mano como si quisiera apartarle, pero se movió sin fuerzas y sus ojos estaban inermes cuando le miró. Sabir se la pegó al pecho y dejó que la corriente los llevara hacia la orilla.
—Creo que le ha dado una especie de ataque. Corre al coche y trae una manta.
Alexi salió a trompicones del agua. Miró una sola vez hacia atrás, angustiado, y luego rompió a correr colina arriba, hacia el coche.
Sabir tendió a Yola en la arena. Ella respiraba normalmente, pero tenía la cara blanca como una sábana y los labios se le habían puesto de un azul enfermizo.
—¿Qué tienes? ¿Qué ha pasado?
Ella empezó a temblar, como si su salida del agua hubiera desencadenado algún otro proceso no mecánico.
Sabir levantó los ojos para ver qué hacía Alexi.
—Mira, lo siento, Alexi va a traer una manta. Pero voy a tener que quitarte la ropa. —Esperaba (casi rezaba por ello) que protestara. Pero ella no dijo nada. Sabir comenzó a desabrocharle la blusa.
—No deberías hacer eso. —Alexi había llegado a su lado. Llevaba consigo la manta—. No le gustaría.
—Está congelada, Alexi. Y en estado de
shock
. Si no le quitamos la ropa, cogerá una neumonía. Hay que envolverla en la manta y llevarla al coche. Puedo ponerme a conducir con la calefacción a tope. Así entrará en calor enseguida.
Alexi titubeó.
—Hablo en serio. Si no quieres avergonzarla, date la vuelta. —Le quitó la blusa y le bajó luego la falda por las caderas. Le sorprendió ver que no llevaba ropa interior de ninguna clase.
—Dios, es preciosa. —Alexi la estaba mirando. Seguía agarrando la manta.
—Dame eso.
—Ah. Sí.
Sabir envolvió a Yola en la manta.
—Ahora cógela por las piernas. Vamos a llevarla al coche antes de que se muera de frío.
—¿No cree que es hora de pedir refuerzos?
—Nos llevan tres cuartos de hora de ventaja. ¿Qué clase de refuerzos cree que nos hacen falta, Macron? ¿Un avión de caza?
—¿Y si Ojos de Serpiente vuelve a atacar?
—¿Ojos de Serpiente? —Calque sonrió, divertido por la inesperada inventiva de Macron—. No volverá a atacar.
—¿Por qué está tan seguro?
—Porque ya ha conseguido lo que quería. Ha ganado un par de horas. Sabe que cuando consigamos restablecer la… —Calque titubeó, buscando la palabra adecuada.
—¿La triangulación del GPS?
—Sí, exacto, la triangulación del GPS… y alcancemos el coche, él ya tendrá lo que quiere.
—¿Y qué es lo que quiere?
—A mí que me registren. Yo voy detrás del hombre, no de sus motivos. Toda esa basura se la dejo a los tribunales. —Hizo una almohada con su chaqueta y la colocó entre su cabeza y la ventana—. Pero de una cosa estoy seguro: no me gustaría estar en el pellejo de Sabir o de la chica en los próximos sesenta minutos.
—¿Se está despertando?
—Tiene los ojos abiertos.
—Bien. Voy a parar, pero dejando el motor en marcha para que no se apague la calefacción. Podemos bajar los asientos y tumbarla más cómodamente.
Alexi le miró.
—¿Qué crees que ha pasado? Nunca la había visto así.
—Debía de estar cogiendo espárragos cerca del borde del agua y se habrá caído. Seguramente se ha dado un golpe en la cabeza. Tiene un buen moratón en la mejilla. En todo caso, está en estado de
shock
, eso está claro. El agua estaba increíblemente fría. No debía de esperárselo. —Frunció el ceño—. ¿Es epiléptica, por casualidad? ¿O diabética?
—¿Qué?
—Nada. Olvídalo.
Después de colocar los asientos y acomodar a Yola, se desnudaron.
—Mira, Alexi, yo voy a conducir mientras tú secas la ropa en el radiador. La de Yola primero. Voy a ponerlo en función de ventilador. Nos vamos a asfixiar de calor, pero no se me ocurre otra forma de hacerlo. Si la policía nos pilla a los tres desnudos en un coche en marcha, tardará semanas en descubrir qué estábamos haciendo. —Echó mano de la palanca de cambios.
—Se lo dije. —Era la voz de Yola.
Se volvieron los dos hacia ella.
—Se lo conté todo. —Se había sentado y tenía la manta amontonada alrededor de la cintura—. Le dije que íbamos a Rocamadour. Y lo de la Virgen Negra. Le dije dónde están escondidos los versos.
—¿Qué quieres decir? ¿A quién se lo dijiste?
Yola reparó en su desnudez y subió despacio la manta para taparse los pechos. Parecía pensar y moverse a cámara lenta.
—Al hombre. Al que me saltó encima. Olía raro. Como uno de esos insectos verdes que cuando los aplastas huelen a almendras.
—¿De qué estás hablando, Yola? ¿Qué hombre?
Ella respiró hondo.
—El que mató a Babel. Me lo dijo él. Me dijo que me rompería el cuello como se lo rompió a Babel.
—Ay, Dios.
Alexi se incorporó en su asiento.
—¿Qué te ha hecho? —Le temblaba la voz.
Yola sacudió la cabeza.
—Nada. No hizo falta. Le bastó con amenazarme para conseguir todo lo que quería.
Alexi cerró los ojos. Soltó un bufido. Empezó a mover la mandíbula con la boca fruncida, como si estuviera manteniendo una discusión airada consigo mismo.
—¿Le viste, Yola? ¿Viste su cara?
—No. Estaba encima de mí. Por detrás. Me sujetó los brazos con las rodillas. No podía volver la cabeza.
—Hiciste bien en decírselo. Está loco. Te habría matado. —Sabir se volvió hacia el volante. Puso el coche en marcha y empezó a acelerar como un loco por la carretera.
Alexi abrió los ojos.
—¿Qué haces?
—¿Que qué hago? Voy a decirte lo que hago. Ahora sabemos adonde va ese cabrón, gracias a Yola. Así que voy a llegar a Rocamadour antes que él. Y luego voy a matarlo.
—¿Estás loco, Adam?
—Soy el
phral
de Yola, ¿no? ¿No decís todos que tengo que protegerla? ¿Que tengo que vengar la muerte de Babel? Pues eso voy a hacer.
Achor Bale vio cómo la señal intermitente iba disminuyendo hasta que finalmente desapareció por el borde de la pantalla. Se inclinó hacia delante y apagó el dispositivo de seguimiento. Había sido una jornada de trabajo muy satisfactoria, a fin de cuentas. Había tomado la iniciativa y obtenido buenos resultados. Era una buena lección. No dejar nunca que el enemigo hiciera lo que se le antojara. Irritarlo. Obligarlo a tomar decisiones repentinas susceptibles de error. De ese modo uno lograba sus fines satisfactoriamente y con notable rapidez.
Echó un vistazo al mapa colocado en el asiento de al lado. Tardaría tres horas largas en llegar a Rocamadour. Era mejor dejarlo para cuando la cripta estuviera cerrada y el personal se hubiera ido a cenar. Nadie esperaría que allanaran el santuario: era una idea absurda. Tal vez debería subir los escalones de rodillas, como el rey Enrique II de Inglaterra (un descendiente, o eso decían, de Melusina, la hija de Satanás) después de que el clero le convenciera de que hiciera penitencia, a regañadientes, por el asesinato de Thomas Becket y por el expolio sacrílego de que fue objeto el santuario a manos de su difunto hijo. Pedir una dispensa. Asegurarse un
nihil obstat
.
Ojo, que él no había matado a nadie últimamente. A no ser que la chica se hubiera ahogado. O que la mujer del coche se hubiera asfixiado. Su marido seguía teniendo espasmos, no había duda, la última vez que le echó un vistazo, y Samana había sido responsable de su propia muerte, eso era indiscutible.
En resumidas cuentas, tenía la conciencia limpia. Podía robar la Virgen Negra impunemente.
—Hemos vuelto a encontrarlos. Se dirigen a Limoges.
—Estupendo. Dígales a esos bobos que nos den una nueva lectura cada media hora. Así tendremos alguna posibilidad de recuperar el tiempo que hemos perdido y volver a verlos en nuestra pantalla.
—¿Adónde cree que van, señor?
—¿A la playa?
Macron no sabía si reír o llorar. Estaba cada vez más convencido de que tenía por compañero a un loco irredento que se saltaba todas las normas por principio, simplemente porque le venía bien para sus planes. Deberían estar ya los dos de vuelta en París, ciñéndose felizmente a su jornada de treinta y cinco horas semanales, y dejar que sus colegas del sur siguieran investigando el asesinato. Él podía estar jugando al
squash
y mejorando sus abdominales en el gimnasio de la policía. Y allí estaban, en cambio, subsistiendo a base de comida precocinada y café y echando una cabezadita de vez en cuando en el asiento de atrás del coche. Notaba que, físicamente, iba cuesta abajo. Pero a Calque le traía sin cuidado, claro: él ya estaba hecho un guiñapo.
—Se acerca el fin de semana, señor.
—¿Y?
—Nada. Sólo era una observación.
—Pues limite sus observaciones al caso que nos ocupa. Es usted un funcionario público, Macron, no un socorrista.
Yola salió, completamente vestida, de detrás de los arbustos.
Sabir se encogió de hombros e hizo una mueca.
—Siento que hayamos tenido que desnudarte. Alexi no quería, pero yo insistí. Te pido disculpas.
—Hicisteis lo que teníais que hacer. ¿Me vio Alexi?
—Me temo que sí.
—Pues ahora ya sabe lo que se pierde.
Sabir rompió a reír. Le sorprendía la resistencia que estaba demostrando Yola. Esperaba a medias que reaccionara histéricamente, que se sumiera en una depresión o cayera en un acceso de melancolía provocado por los efectos traumáticos de la agresión. Pero la había subestimado. Su vida no había sido precisamente un lecho de rosas hasta ese momento, y seguramente sus expectativas respecto a las bajezas que era capaz de cometer la gente eran mucho más realistas que las de él.
—Está enfadado. Por eso se ha ido. Creo que se siente responsable de que te atacaran.
—Tienes que dejar que robe la Virgen.
—¿Perdona?
—Alexi. Se le da bien robar. Tiene buena mano para eso.
—Ah. Ya veo.
—¿Tú nunca has robado nada?
—Pues no. Últimamente, no.
—Ya me parecía. —Sopesó algo mentalmente—. Los gitanos podemos robar cada siete años. Algo grande, quiero decir.
—¿Y por qué llegasteis a esa conclusión?
—Porque una gitana vieja vio a Cristo llevando la cruz camino del monte del Calvario.
—¿Y?
—Y no tenía ni idea de quién era Cristo. Pero cuando vio su cara, se apiadó de él y decidió robar los clavos con los que iban a crucificarle. Robó uno, pero la cogieron y no le dio tiempo a robar el segundo. Los soldados se la llevaron y le dieron una paliza. Les pidió a los soldados que la dejaran marchar, porque hacía siete años que no robaba. Un discípulo la oyó y dijo: «Mujer, bendita seas. El Salvador te permite a ti y a los tuyos robar una vez cada siete años, ahora y por siempre». Y por eso sólo había tres clavos en la crucifixión. Y por eso cruzaron los pies de Cristo y no los separaron, como debía ser.
—No te creerás todas esas tonterías, ¿no?
—Claro que sí.
—¿Y por eso roban los gitanos?
—Tenemos derecho. Cuando Alexi robe la Virgen Negra, no estará haciendo nada malo.
—Es un alivio saberlo. Pero ¿qué me dices de mí? ¿Y si encuentro al hombre que te atacó y lo mato? ¿En qué posición quedo yo?
—Ese hombre ha derramado la sangre de nuestra familia. Hay que derramar la suya a cambio.
—¿Así de sencillo?
—Nunca es sencillo matar a un hombre, Adam.
Sabir vaciló junto a la puerta del coche.
—¿Alguno de los dos se ha examinado para el carné de conducir?
—¿Que si nos hemos examinado? No, claro que no. Pero yo sé conducir.
—¿Y tú, Yola?
—No.
—Está bien. Ya sabemos a qué atenernos. Alexi, tú coge el volante. Yo tengo que trazar una ruta distinta para llegar al santuario. Está claro que el asesino de Babel conoce nuestro coche: tuvo que encontrarlo y nos ha seguido todo el camino desde el campamento. Ahora que cree que por fin se ha librado de nosotros, no conviene que volvamos a darle pistas pasándole a toda velocidad por el carril de adelantamiento, ¿no? —Desplegó el mapa delante de sí—. Sí. Parece que podemos circunvalar Limoges y llegar a Rocamadour pasando por Tulle.
—Este coche no tiene marchas.
—Tú ponlo en
drive
, Alexi, y pisa el acelerador.
—¿Cuál es ésa?
—La cuarta empezando desde arriba. La letra parece el estribo de un caballo, pero puesto de lado.
Alexi hizo lo que le decía.
—Oye, no está mal. Cambia solo de marcha. Esto es mejor que un Mercedes.
Sabir sintió los ojos de Yola fijos en él desde el asiento de atrás. Se volvió hacia ella.
—¿Estás bien? Existe una cosa llamada trauma de efecto retardado, ¿sabes? Hasta para gente tan dura de pelar como tú.