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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

Las 52 profecías (13 page)

Alexi empezó a avanzar hacia él. Se detuvo un momento a recoger uno de los candeleros caídos.

De modo que así es como vas a hacerlo, ¿eh? ¿Matarme a golpes estando atado? Muy bonito. Pero primero tendrás que ver si todavía estoy vivo. Ni siquiera tú te rebajarías a dar una paliza a un muerto. ¿O sí
?

Alexi se detuvo delante de la silla. Alargó el brazo y le apartó la cabeza del pecho. Luego le escupió en la cara.

Bale se echó hacia atrás con la silla al tiempo que levantaba los pies violentamente. Alexi gritó y soltó el candelero.

Bale estaba de pie, echado hacia delante pero con la silla aún sujeta a la espalda, como un caracol. Saltó hacia Alexi, que se retorcía en el suelo, y se dejó caer hacia atrás sobre la cabeza de Alexi, girando en espiral con la silla por delante.

Luego se apartó con un ojo puesto en la puerta principal de la iglesia y otro en Alexi.

Volviéndose de lado, logró apoyar la mayor parte del peso de su cuerpo sobre las rodillas. Luego se enderezó bruscamente y dejó que el peso de la silla le lanzara hacia atrás contra un pilar de piedra. Sintió que la silla empezaba a quebrarse. Repitió el movimiento dos veces más y la silla se desintegró a su espalda.

Alexi seguía retorciéndose. Tendía una mano por el suelo de piedra, hacia el candelero caído.

Bale se quitó las cuerdas que tenía aún alrededor de los hombros y echó a andar hacia él.

47

Sabir apartó al guarda de un empujón y entró en la antesala del santuario. Estaba a oscuras, casi no se veía.

El guarda pulsó unos interruptores ocultos y la luz de una serie de focos escondidos en las viguetas del techo transformó la sala. Sobre las baldosas, formando un arco, había trozos de cuerda y madera rota. Alexi estaba tendido a un lado, a unos pasos de la Virgen Negra, con la cara cubierta de sangre. Un hombre se agachaba sobre él, palpándose los bolsillos.

Sabir y el guarda se pararon en seco. Mientras miraban, Alexi sacó una mano de debajo de su cuerpo. Sostenía una pistola. El otro saltó hacia atrás. Alexi apuntó de frente, como si estuviera disparándole. Pero no ocurrió nada. No se oyó ningún sonido.

El hombre se retiró hacia la basílica con los ojos fijos en Alexi y la pistola. En el último momento miró a Sabir y sonrió. Se pasó un dedo con ligereza por la garganta.

Alexi dejó caer la pistola con estrépito. Cuando Sabir volvió a mirar, el otro había desaparecido.

Sabir se agachó junto a Alexi. Su mente bullía, buscando una salida. Puso dramáticamente una mano sobre el corazón de Alexi.

—Este hombre está malherido. Necesitamos una ambulancia.

El guarda se había llevado la mano a la garganta.

—Aquí no funcionan los móviles. Estamos demasiado cerca de la falda de la montaña. No hay cobertura. Tendré que llamar desde la oficina. —No se movió.

—Mire, tengo la pistola. Yo cubriré a este hombre y me aseguraré de que no le pase nada a la Virgen. Vaya a llamar a la policía y a una ambulancia. Es urgente.

El viejo parecía a punto de responder.

—O, si no, quédese aquí y yo iré a llamar. Tenga la pistola. —Se la ofreció por la empuñadura.

—No, no,
monsieur
. No sabrán quién es usted. Quédese aquí. Ya voy yo. —Le temblaba la voz y parecía a punto de derrumbarse.

—Tenga cuidado con las escaleras.

—Sí. Sí. Lo tendré. Estoy bien. Ya estoy bien.

Sabir volvió a concentrarse en Alexi.

—¿Puedes oírme?

—Se me tiró encima con la silla. Me ha roto los dientes. —La voz de Alexi sonaba borrosa, como si estuviera hablando desde el fondo de un recipiente sellado—. Puede que también me haya roto la mandíbula. Y algunas costillas.

—¿Y lo demás?

—Estoy bien. Puedo andar.

—De acuerdo. Tenemos unos tres minutos para salir de aquí y volver al coche. Ten. Coge esto. —Le dio la pistola.

—No sirve para nada. No funciona.

—Cógela de todos modos. Y procura recuperarte un poco mientras yo envuelvo a la Virgen.

—Mira primero la base.

—¿Qué dices?

—Hay algo escrito. Yo no he podido leerlo, pero está grabado a fuego. Como en el cofre de Yola. Es lo primero que miré.

Sabir levantó la Virgen Negra. Era mucho más ligera de lo que imaginaba. Medía unos sesenta centímetros de alto y estaba labrada en madera oscura y manchada, y engalanada con dos coronas, una sobre la cabeza de la Virgen y otra sobre la del Niño. La Virgen llevaba, además, un collar dorado. Su cuerpo estaba encajado parcialmente en una especie de tela que se abría sobre el pecho izquierdo, dejando a la vista una madera más clara. Estaba sentada en un trono, con el Niño Jesús en el regazo. Pero la cara de Jesús no era la de un niño, sino la un de un viejo muy sabio.

—Tienes razón. Voy a calcarlo.

—¿Por qué no nos la llevamos?

—Porque estará más segura aquí que por ahí, con nosotros. Y no queremos que nos persigan más policías. Si no desaparece nada, es muy posible que se olviden del asunto pasados unos días. Además, sólo pueden interrogar al viejo. Ya tenemos lo que hemos venido a buscar. Supongo que es otro fragmento de un mapa más grande que al final nos llevará a los versos. —Puso un trozo de papel sobre la base de la Virgen y empezó a pasar sobre él un lápiz casi consumido.

—No puedo levantarme. Me parece que me ha hecho más daño del que creía.

—Espera. Enseguida estoy contigo.

Alexi hizo intento de reírse.

—No te preocupes, Adam. No voy a ir a ninguna parte.

48

Sabir se paró para recobrar el aliento. Alexi se apoyaba en él con todo su peso. Oían allá abajo el sonido lejano de unas sirenas que se acercaban.

—Todavía no me he recuperado del todo de la infección sanguínea. Estoy débil como un gatito. No creo que pueda llevarte solo hasta allá arriba.

—¿Cuánto queda?

—Ya veo el coche. Pero no puedo arriesgarme a llamar a Yola. Podría oírnos alguien.

—¿Por qué no me dejas aquí y vas a buscarla? Entre los dos podréis llevarme el trecho que queda.

—¿Seguro que estás bien?

—Creo que acabo de tragarme un diente. Estoy bien, si no me ahogo con él.

Sabir le dejó apoyado en la valla del borde del camino y echó a andar a toda prisa colina arriba.

Yola estaba de pie junto al coche, con cara de preocupación.

—No sabía qué hacer. He oído sirenas. No sabía si eran por vosotros o por otra cosa.

—Alexi está herido. Vamos a tener que subirlo entre los dos por la parte más empinada de la colina. ¿Crees que podrás?

—¿Está mal?

—Ha perdido unos cuantos dientes. Puede que tenga la mandíbula rota. Y seguramente unas cuantas costillas fracturadas. Alguien ha aterrizado encima de él con una silla.

—¿Alguien?

—Sí. Ese alguien.

—¿Está muerto? ¿Lo habéis matado?

—Alexi lo intentó. Pero se le encasquilló la pistola.

Yola cogió a Alexi por los pies y Sabir le cogió por el tronco.

—Vamos a tener que darnos prisa. En cuanto el guarda hable con la policía y les diga que había una pistola, vamos listos. Sellarán todo el valle y harán venir a los equipos de seguridad. Y, si no recuerdo mal el mapa, sólo hay tres rutas para salir de aquí. Y las dos principales ya las tienen prácticamente cubiertas.

49

—Estoy casi seguro de que no nos ha seguido nadie. —Sabir miraba hacia delante con los ojos entornados, intentando distinguir las señales de la carretera.

Habían dejado atrás la zona de mayor peligro y estaban en la Route National 20, donde había mucho más tráfico entre el que ocultarse. En el coche se palpaba el alivio, como si, por suerte y pura casualidad, hubieran logrado esquivar un accidente particularmente horrendo.

—¿Cómo está?

Yola se encogió de hombros.

—Creo que no tiene la mandíbula rota. Pero algunas costillas sí. Ahora tendrá la excusa perfecta para hacer el vago.

Alexi parecía a punto de replicar, pero de pronto cambió de idea y se dio un golpe en el bolsillo del pantalón.

—¡Ja! La tenía justo aquí. ¿A que es increíble?

—¿El qué?

—La cartera. —Alexi sacudió la cabeza desconsoladamente—. Ese cabrón me robó su cartera. Y estaba llena de pasta. Podría haber vivido como un rey. Hasta podría haberme puesto dientes de oro.

Sabir se echó a reír.

—No te lamentes, Alexi. Seguramente estás vivo porque a ese tipo le preocupaba que averiguáramos quién es. Si no se hubiera puesto a buscar su cartera, habría tenido tiempo de sobra para matarte antes de que entráramos.

Pero Alexi estaba pensando en otra cosa. Levantó la cabeza del asiento y le enseñó a Yola los dientes que le quedaban.

—Oye, enfermera, he oído lo que has dicho de hacer el vago. No son sólo las costillas, ¿sabes? También me dio una patada en los huevos.

Yola agrandó el espacio que los separaba en el asiento trasero.

—Pues apáñatelas tú solo con tus huevos. Yo no pienso acercarme a ellos.

—¿Has oído eso, payo? Ésta es una frígida. No me extraña que nadie quiera raptarla.

Yola levantó las rodillas como para defenderse.

—No te hagas ilusiones. Te han hecho daño en los huevos, así que ya no podrás raptar a nadie. Seguramente vas a quedar impotente. Las mujeres tendrán que buscarse a otro si quieren que se les salten los ojos. O usar un pepino.

—¡Eso no es verdad! —Alexi alargó el brazo, gruñendo, y dio a Sabir en el hombro—. ¿A que no es verdad, Adam? ¿A que si te dan una patada en los huevos no te quedas impotente?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa? Podría ser, supongo. De todas formas, lo sabrás dentro de unos días. —Sabir se volvió hacia Yola—. Yola, ¿qué has querido decir con eso de que se les salten los ojos?

Yola bajó los ojos. Miró por la ventanilla del coche. El silencio cayó sobre los tres.

—Ah, sí. Ya lo entiendo. Perdona. —Se aclaró la garganta—. Mirad, quería deciros una cosa. Una cosa importante.

—Todavía no hemos comido.

—¿Qué?

—Nunca digas nada importante si tienes hambre o dolores. El hambre o el dolor hablan por ti, y lo que dices no tiene valor.

Sabir soltó un suspiro: sabía cuándo estaba vencido.

—Pararé en un restaurante, entonces.

—¿En un restaurante?

—Sí. Y más vale que vayamos buscando un hotel.

Yola empezó a reírse. Alexi fue a hacer lo mismo, pero se paró en cuanto se dio cuenta de lo mucho que le dolían la mandíbula y las costillas.

—No, Adam. Esta noche dormimos en el coche. Es demasiado tarde para llegar a ninguna parte sin que nos hagan preguntas. Y mañana a primera hora nos vamos a Gourdon.

—¿Para qué vamos a ir a Gourdon?

—Allí hay un campamento permanente. Podemos conseguir comida. Y un sitio donde dormir. Tengo primos allí.

—¿Más primos?

—No te burles, Adam. Ahora eres mi
phral
, así que también son tus primos.

50

Al capitán Joris Calque no le gustaba la televisión a la hora del desayuno. De hecho, no le gustaba la televisión a secas. Pero la dueña de la pensión en la que estaba con Macron parecía creer que era lo que se esperaba. Incluso se quedó de pie detrás de ellos, junto a la mesa, comentando las noticias locales.

—Me imagino que, siendo policías, andarán siempre a la caza de nuevos delitos.

Macron levantó los ojos al cielo discretamente. Calque se concentró más aún en sus buñuelos de plátano con
mousse
de manzana.

—Ya no hay nada sagrado. Ni la Iglesia, siquiera. Calque comprendió que tendría que decir algo, o la patrona le tomaría por un maleducado.

—¿Qué? ¿Es que han robado en una iglesia?

—No,
monsieur
. Es mucho peor.

—¡Santo cielo!

Macron estuvo a punto de atragantarse con los huevos revueltos. Disimuló fingiendo un ataque de tos, y
madame
creyó necesario pasar un par de minutos revoloteando a su alrededor, sirviéndole café y dándole recias palmadas en la espalda.

—No, no es que hayan robado en una iglesia, inspector.

—Capitán.

—Capitán. Ya le digo, es mucho peor. La propia Virgen.

—¿Han robado la Virgen?

—No. Hubo una intervención divina. A los ladrones les pararon los pies y les dieron su merecido. Debían de andar detrás de las joyas de la Virgen y de la corona del Niño Jesús. Ya no se respeta nada, inspector. Nada.

—¿Y qué Virgen es ésa,
madame
?

—Pero si acaba de salir en la tele.

—Estaba comiendo,
madame
. No se puede comer y mirar al mismo tiempo. No es sano.

—La Virgen de Rocamadour, inspector. La Virgen Negra, ni más ni menos.

—¿Y cuándo ocurrió el intento de robo?

—Anoche. Después de que cerraran el santuario. Hasta tenían una pistola. Menos mal que el guarda se la quitó a uno de ellos, como cuando Jacob luchó con el ángel. Y entonces la Virgen hizo el milagro y espantó a los ladrones.

—¿Un milagro? —Macron se había parado con el tenedor a medio camino de la boca—. ¿Contra una pistola? ¿En Rocamadour? Pero capitán…

Calque le miró con intención desde el otro lado de la mesa.

—Tiene usted razón,
madame
. Ya no hay nada sagrado. Nada.

51

—¿Y ese hombre se hizo pasar por un visitante? ¿Fingió ayudarle? —Calque intentaba calcular la edad del guarda. Finalmente, lo dejó en unos setenta y dos años.

—Sí,
monsieur
. Fue él quien me dijo que se oían ruidos en el santuario.

—¿Pero ahora cree usted que formaba parte de la banda?

—Desde luego que sí,
monsieur
. Estoy seguro. Le dejé vigilando al otro con la pistola. Tenía que ir a llamar por teléfono, ¿comprende usted?, pero el problema es que los móviles que nos dan las autoridades eclesiásticas no funcionan aquí, al pie del precipicio. No sirven para nada. Cuando queremos llamar para fuera, tenemos que ir a la oficina y usar el fijo. Lo hacen a propósito, creo yo, para que no abusemos del teléfono. —Se santiguó en penitencia por sus pensamientos blasfemos—. Claro que esos chismes modernos tampoco funcionan. Fíjese en el ordenador de mi nieto, por ejemplo…

—¿Por qué no se llevaron la Virgen Negra, si eran parte de la misma banda? Tuvieron tiempo de sobra antes de que volviera usted o llegara la policía.

—El chico estaba herido,
monsieur
. Tenía toda la cara llena de sangre. Creo que se cayó al intentar robar la Virgen. —Volvió a santiguarse—. Puede que el otro, el de más edad, no pudiera llevárselos a los dos, a la Virgen y al chico.

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