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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

Las 52 profecías (30 page)

—Alexi. Alexi Dufontaine.

—¿Y tú?

—Gavril. La Roupie. —Se aclaró la garganta. Le costaba concentrarse. Seguía fijándose en detalles sin importancia. Como la hora del día. O la consistencia del matorral que tenía a unos centímetros de los ojos.

—¿Qué le has hecho a Alexi?

Bale rodeó al caballo y se acercó adonde estaba tendido.

—¿Que qué le he hecho? Yo no le he hecho nada. Se cayó del caballo. Consiguió meterse en el río y subirse a un ferry. Has tenido la desgracia de que se escapara.

Gavril empezó a llorar. No lloraba desde que era niño, y de pronto parecía que todo el dolor y la pena que había acumulado desde entonces se habían desbordado por fin.

—Por favor, deja que me vaya. Por favor.

Bale enganchó el caballo al extremo de la cuerda con la que había atado los pies de Gavril.

—No puedo. Me has visto. Puedes reconocerme. Y estás resentido conmigo. Nunca dejo marchar a quien tiene algo contra mí.

—Pero yo no tengo nada contra ti.

—Tu pierna. Te clavé la navaja. En Gourdon.

—Eso ya se me ha olvidado.

—¿Así que me perdonas? Qué amable. ¿Por qué me has seguido, entonces? —Bale desató el caballo de Gavril del poste y lo llevó delante de él. Desenganchó luego el cabo con el que había atado las manos de Gavril y lo ató al pomo de la silla.

—¿Qué estás haciendo?

Bale comprobó ambos nudos. Gavril arqueaba el cuello para ver qué pasaba tras él. Bale se acercó al borde del pantano y cortó un haz de juncos secos de unos noventa centímetros de largo. Después cortó otro junco e hizo un lazo corredizo con él. Ató luego los extremos de los juncos entre sí hasta que tomaron la forma de una escoba. Uno de los caballos empezó a resoplar.

—¿Has dicho algo?

—Te he preguntado qué hacías —sollozó Gavril.

—Me estoy fabricando un látigo. Con estos juncos. Hecho a mano.

—Dios mío, ¿vas a azotarme?

—¿Azotarte? No. Voy a azotar a los caballos.

Gavril empezó a aullar. Nunca antes había hecho aquel ruido. Pero Bale lo conocía bien. Lo había oído una y otra vez cuando la gente se creía al borde de la muerte. Era como si, con aquel sonido, intentaran dejar en suspenso la realidad.

—A un antepasado mío lo colgaron, lo arrastraron y lo descuartizaron. Fue en la Edad Media. ¿Sabes cómo se hace, Gavril?

Gavril había empezado a chillar.

—Te suben a un patíbulo y te ponen un lazo corredizo alrededor del cuello. Luego te izan, a veces hasta una altura de quince metros y te exhiben ante la multitud. Por extraño que parezca, eso rara vez te mata.

Gavril se daba golpes con la cabeza contra el suelo. El ruido inesperado empezaba a inquietar a los caballos. Uno de ellos dio unos pasos, tensando la cuerda de Gavril.

—Luego te bajan y te quitan el lazo. Te reaniman. El verdugo coge una ganzúa parecida a un sacacorchos y te hace un agujero en el estómago. Aquí. —Se inclinó, volvió un poco a Gavril y le clavó el dedo justo encima del apéndice—. Uno está ya medio estrangulado, pero todavía se da cuenta de lo que pasa. Luego te meten la ganzúa en el estómago y te sacan los intestinos como una ristra de salchichas humeantes. Entretanto los del público se desgañitan, sin duda agradecidos porque no les esté pasando a ellos.

Gavril se había quedado callado. Respiraba a grandes bocanadas, entrecortadamente, como si tuviera la tos ferina.

—Luego, justo antes de que te mueras, te atan a cuatro caballos colocados en las cuatro esquinas de la plaza como en los cuatro puntos cardinales. Norte, sur, este y oeste. Es un castigo simbólico, como sin duda comprenderás.

—¿Qué quieres? —La voz de Gavril sonó extrañamente clara, como si hubiera llegado a una decisión formal y pensara cumplir sus cláusulas contractuales con la mayor seriedad posible.

—Excelente. Sabía que entrarías en razón. ¿Sabes qué? No voy a colgarte. Y tampoco te sacaré los intestinos. No tengo nada contra ti personalmente. No hay duda de que tu vida ha sido dura. Un tanto penosa. No quiero que tu muerte sea innecesariamente dolorosa o larga. Y tampoco voy a descuartizarte. Me faltan dos caballos para esas florituras. —Bale le dio unas palmaditas en la cabeza—. Así que te partiré en dos. A no ser que hables, claro. Debo decirte que estos caballos están cansados. Puede que les cueste partirte en dos. Pero es sorprendente cómo puede revitalizar un látigo a un animal cansado.

—¿Qué es lo que quieres saber?

—Bueno, voy a decírtelo. Quiero saber dónde se esconden Sabir y… Yola, ¿no? ¿Es así como la has llamado?

—Pero yo no lo sé.

—Sí que lo sabes. Tienen que estar en un sitio que Yola conozca. Un sitio que quizá su familia y ella hayan usado antes, mientras estaban aquí de visita. Un sitio que vosotros los gitanos conocéis, pero que a nadie más se le ocurriría. Para estimular tu imaginación, voy a animar un poco a los caballos. A darles a probar un poco el látigo.

—No, no. Conozco un sitio así.

—¿En serio? Qué rapidez.

—Sí. Sí. El padre de Yola lo ganó jugando a las cartas. Antes siempre se quedaban allí. Pero lo había olvidado. No me hacía falta pensar en él.

—¿Dónde está ese sitio?

—¿Dejarás que me vaya si te lo digo?

Bale dio a probar la tralla a su caballo. El animal saltó hacia delante, tensando la cuerda. El otro caballo hizo amago de seguirle, pero Bale le mandó estarse quieto.

—¡Ayyyy! ¡Basta! ¡Basta!

—¿Dónde está ese sitio?

—Lo llaman el
maset du marais
.

—¿De qué
marais
?

—Del de la Sigoulette.

—¿Dónde está eso?

—Haz que paren, por favor.

Bale calmó a los caballos.

—¿Qué decías?

—Al lado de la D85. Es el que está junto al parque. No me acuerdo de cómo se llama. Pero es el parque pequeño. Antes de llegar a las salinas.

—¿Sabes leer un mapa?

—Sí. Sí.

—Pues señálamelo. —Bale se agachó junto a Gavril. Abrió un mapa de la zona—. En esta escala, un centímetro equivale a quinientos metros. Eso significa que la casa debería aparecer. Más vale que aparezca, por tu bien.

—¿Puedes desatarme?

—No.

Gavril empezó a sollozar otra vez.

—Espera un momento. Voy a arrear a los caballos.

—No. Por favor. Ya lo veo. Está marcado. Ahí. —Señaló con el brazo.

—¿Hay otras casas cerca?

—No he estado nunca allí. Sólo he oído hablar de la casa. Como todo el mundo. Dicen que el padre de Yola tuvo que hacer trampas para ganarle el derecho de usarla a Dadul Gavriloff.

Bale se levantó.

—No me interesan los chismorreos. ¿Tienes algo más que decirme?

Gavril volvió la cara hacia el suelo.

Bale se alejó unos metros, hasta que encontró una roca de unos diez kilos. Se la puso bajo el brazo y volvió junto a Gavril.

—Así es como moriste: te caíste del caballo con el pie enganchado al estribo y te destrozaste la cara contra esta piedra.

Gavril había vuelto la cabeza a medias para ver qué hacía Bale.

Bale le estrelló la roca en la cara. Dudó, preguntándose si debía hacerlo una segunda vez, pero el fluido cerebroespinal ya empezaba a salir por la nariz de Gavril. Si no estaba muerto, se estaba muriendo, no había duda. Era absurdo estropear la escena. Colocó la piedra cuidadosamente junto a la senda.

Desató la cuerda y arrastró a Gavril por un pie hacia su caballo. Cogió su pie izquierdo, lo metió en el estribo dándole vueltas hasta que estuvo enredado sin remedio y dejó a Gavril medio colgado sobre el suelo. Luego ató de nuevo la cuerda al pomo.

El caballo se había puesto a pastar, calmado por el ritmo metódico con que Bale llevaba a cabo sus tareas. Bale le acarició las orejas.

Luego montó en su caballo y se alejó.

42

Calque paseó la mirada por la Place de l'Église. Miró los cafés, las fachadas de las tiendas y los bancos dispersos.

—¿Así que aquí es donde ocurrió?

—Sí, señor. —El gendarme motorizado acababa de saber que aquellas preguntas formaban parte de la investigación de un asesinato. Su cara había adoptado al instante una expresión más seria, como si le estuvieran preguntando por las posibles deficiencias de la cobertura del seguro sanitario de su familia.

—¿Y usted fue el primero en llegar al lugar de los hechos?

—Sí, señor. Mi compañero y yo.

—¿Y qué vieron?

—Muy poco, señor. Los gitanos no nos dejaban pasar a propósito.

—Típico. —Macron miraba con rabia la plaza—. Me extraña que haya turistas en este sitio. Hay que ver cuánta porquería hay por aquí.

Calque carraspeó. Era una costumbre que había adquirido hacía poco, carraspear cada vez que Macron hacía en público algún comentario ofensivo. A fin de cuentas, no podía atarle los cordones, ¿no? No podía decirle qué pensar (o qué no pensar).

—¿Qué dedujo, entonces, agente? Si no podía ver.

—Que el agresor, La Roupie, había arrojado su navaja a Angelo, la víctima, y le había dado en el ojo.

—¿Alexi Angelo?

—No, señor. Stefan Angelo. No había ningún Alexi implicado, que yo sepa.

—¿
Monsieur
Angelo va a presentar cargos?

—No, señor. Esa gente nunca denuncia a uno de los suyos. Resuelven sus diferencias en privado.

—Y, naturalmente,
monsieur
Angelo no llevaba ya su navaja cuando acudieron ustedes en su ayuda. Alguien le había librado de ella. ¿Me equivoco?

—De eso no estoy seguro, señor. Pero sí. Es muy probable que se la pasara a otro.

—Se lo dije. —Macron punzó el aire con el dedo—. Le dije que esto no nos llevaría a ninguna parte.

Calque miró hacia la iglesia.

—¿Alguna otra cosa de importancia?

—¿A qué se refiere, señor?

—A si alguien notó que pasara alguna otra cosa al mismo tiempo. ¿Un robo? ¿Una persecución? ¿Otra agresión? En otras palabras, ¿pudo ser una maniobra de distracción?

—No, señor. No he sabido nada de eso.

—Muy bien. Ya puede irse.

El gendarme saludó y volvió a su motocicleta.

—¿Vamos a interrogar a Angelo? Todavía estará en el hospital.

—No. No es necesario. No nos llevaría a ningún lado.

Macron hizo una mueca.

—¿Cómo lo sabe? —Parecía decepcionado porque su iniciativa respecto a La Roupie los hubiera conducido a un callejón sin salida.

Pero Calque estaba pensando en otra cosa.

—¿Qué está pasando aquí de verdad?

—¿Cómo dice, señor?

—¿Qué hacen todos estos gitanos aquí? Ahora mismo, en este preciso momento. ¿Qué está pasando? ¿Por qué han venido? No será otra boda, ¿no?

Macron miró a su jefe con estupor. En fin. Era un parisino. Pero aun así.

—Es la romería de santa Sara, señor. Tiene lugar mañana. Los gitanos acompañan a la imagen de su santa patrona hasta el mar, donde la sumergen en el agua. Se celebra desde hace décadas.

—¿La imagen? ¿Qué imagen?

—Está en la iglesia, señor. Es… —Macron vaciló.

—¿Es negra, Macron? ¿Es negra la imagen?

Macron respiró hondo por la nariz.
Ya empezamos otra vez
, pensó.
Va a regañarme por idiota. ¿Por qué no puedo pensar oblicuamente, como él? ¿Por qué siempre tengo que ir a todas partes en línea recta
?

—Iba a decírselo, señor. Iba a hacer esa sugerencia. Que miráramos la estatuilla. A ver si tiene alguna relación con lo que anda buscando Sabir.

Calque ya había echado a andar hacia la iglesia.

—Bien pensado, Macron. Me alegra mucho poder contar con usted. Dos cerebros siempre son mejor que uno, ¿no le parece?

La iglesia estaba llena de monaguillos. El aire estaba pesado por el humo de las velas y el incienso, y se oía el murmullo constante de la gente rezando.

Calque echó un vistazo rápido.

—Allí. El guarda. ¿No? Ése de paisano, con la chapita con su nombre.

—Creo que sí, señor. Voy a ver.

Calque se dirigió a un lado de la cripta mientras Macron se abría paso entre la gente. A la luz tenue y movediza del interior de la iglesia, santa Sara parecía casi incorpórea bajo sus muchas capas de ropa. Era casi imposible que alguien pudiera llegar hasta ella en aquellas condiciones. Había cien ojos clavados en ella constantemente. El guardia de seguridad era una enorme insignificancia. Si alguien tenía la osadía de cruzar la iglesia y atacar a la santa, seguramente acabaría linchado.

Macron volvió con el guardia. Calque se identificó y a continuación le indicó que subiera las escaleras hacia la nave principal de la iglesia.

—No puedo irme. Tendremos que quedarnos aquí.

—¿No salen nunca?

—Durante la romería, no. Hacemos turnos de cuatro horas. En igualdad de condiciones.

—¿Cuántos son?

—Dos, señor. Uno entra y otro se va. También hay un suplente, por si alguno se pone enfermo.

—¿Estaba usted aquí cuando tuvo lugar la pelea?

—Sí, señor.

—¿Qué vio?

—Nada. Estaba aquí abajo, en la cripta. .

—¿Qué? ¿Nada en absoluto? ¿No salió a la plaza?

—Me costaría el empleo, señor. Me quedé aquí.

—¿Y los feligreses? ¿Se quedaron todos?

El guardia de seguridad titubeó.

—¿No irá a decirme que habiendo casi un tumulto ahí fuera, en la plaza, se quedaron aquí y siguieron rezando?

—No, señor. Salieron casi todos.

—¿Casi todos?

—Bueno, todos.

—¿Y usted salió detrás, claro?

Silencio. Calque suspiró.

—Mire,
monsieur

—Alberti.


Monsieur
Alberti, no le estoy criticando. Y no vengo de parte de sus jefes del ayuntamiento. Lo que me diga no saldrá de aquí.

Alberti vaciló. Luego se encogió de hombros.

—Está bien. Cuando se vació la cripta, subí a echar un vistazo. Pero me quedé junto a la puerta de la iglesia para que no entrara nadie. Pensé que podía ser una cuestión de seguridad. Me pareció que era mi obligación echar un vistazo.

—Y tenía razón. Podría muy bien haber sido una cuestión de seguridad. Yo habría hecho lo mismo.

Alberti no parecía convencido.

—¿Y cuando volvió esto seguía vacío?

Alberti resopló.

Calque se palpó los bolsillos y le ofreció un cigarrillo.

—Aquí no se puede fumar, señor. Es una iglesia.

Calque miró con amargura los hilillos de humo que las velas lanzaban hacia el techo bajo de la cripta.

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