Remató los puntos y le frotó la pierna con bardana.
—Ay. Eso duele.
—Tengo que hacerlo. Es desinfectante. Limpia la herida. Y protege de infecciones.
Gavril se dio la vuelta y se subió los pantalones. Bazena y la mujer miraron para otro lado.
—¿Seguro que no estás
mahrimé
? ¿No me has manchado?
Bazena sacudió la cabeza. La mujer soltó una risa parecida a un cacareo e hizo un gesto obsceno con los dedos.
Sí
, pensó Bazena.
Ella también piensa que me desea. También cree que ya no le interesa Yola
.
—Bueno. —Gavril se levantó. La rabia todavía le brillaba en los ojos—. Luego nos vemos. En la caravana de tu padre. Dentro de una hora.
—Es imposible. Estamos aquí escondidos para nada.
Macron hizo una mueca.
—Ya le dije que esa gente no sirve para nada. Le dije que no son de fiar.
Calque se enderezó.
—En mi opinión hemos descubierto lo contrario. Está claro que son de fiar, puesto que se niegan a delatar a los suyos. Y en cuanto a que no sirvan para nada… En fin. Ya está todo dicho.
Macron estaba sentado en un muro de piedra, con la espalda apoyada en una esquina de la iglesia.
—Dios mío, cómo me duelen los pies. La verdad es que me duele todo. Si alguna vez cojo a ese cabrón, voy a quitarle el barniz a soplete.
Calque se sacó de la boca el cigarrillo sin encender.
—Extraña forma de hablar para un policía. Supongo que sólo está desahogándose, Macron, y que en realidad no piensa lo que dice.
—Sí, señor. Sólo estoy desahogándome.
—Es un gran alivio saberlo. —Calque detectó un eco de cinismo en su propia voz, y aquello le inquietó. Hizo un esfuerzo consciente por aligerar su tono—. ¿Cómo van esos bobos con el código del localizador? ¿Lo han descubierto ya?
—Están en ello. Lo tendrán mañana por la mañana, a más tardar.
—¿Qué hacíamos antes de que existieran los ordenadores, Macron? Confieso que casi se me ha olvidado. Verdadero trabajo policial, quizá. No. No puede ser eso.
Macron cerró los ojos. Calque seguía en sus trece, como siempre. ¿Cambiaría alguna vez? Jodido iconoclasta.
—Sin ordenadores no habríamos llegado hasta aquí.
—Oh, yo creo que sí. —Más pedantería. A veces, Calque se atufaba con ella. Husmeó el aire como un sabueso barruntando una cacería—. Huele a
coq-au-vin
. No. Y a algo más. A
coq-au-vin
y a
pommes dauphinoises
.
Macron rompió a reír. A pesar de que estaba harto de Calque, el capitán siempre se las apañaba para hacerle reír a uno. Era como si guardara el secreto de cómo acceder a un cauce escondido de complicidad (de complicidad francesa), como Fernandel, por ejemplo, o Charles de Gaulle.
—A eso sí que lo llamo yo trabajo policial. ¿Quiere que investigue, señor? —Abrió los ojos, inseguro aún del estado de ánimo de Calque. ¿Seguía teniéndole manía el capitán, o por fin le estaba dando un respiro?
Calque tiró el cigarrillo a una papelera cercana.
—Usted primero, teniente. El alimento, como dicen los filósofos, ha de preceder siempre al deber.
—Es perfecto. —Sabir recorrió con la mirada el interior del
maset du mar ais
[masada de la marisma]—. Esos hermanos están locos si han abandonado un sitio así. Mirad eso.
Alexi estiró el cuello hacia el lugar que indicaba Sabir.
—Es un aparador provenzal auténtico. Y fijaos en eso.
—¿En qué?
—En esa butaca de ahí. La del rincón. Debe de tener ciento cincuenta años, por lo menos.
—¿Quieres decir que estas cosas valen dinero? ¿Que no son trastos viejos?
Sabir recordó de pronto con quién estaba hablando.
—Déjalos en paz, ¿vale, Alexi? Esa gente nos acoge en su casa. Aunque no lo sepa. ¿De acuerdo? Les debemos la cortesía de no tocar sus cosas.
—Claro. Claro. No voy a tocar nada. —Alexi no parecía convencido—. Pero ¿cuánto crees que valen? ¿Así, a ojo?
—Alexi…
—Vale, vale. Sólo era una pregunta. —Se encogió de hombros—. A lo mejor a algún anticuario de Arles le interesan. Si supieran que están aquí, claro.
—Alexi…
—De acuerdo. De acuerdo.
Sabir sonrió. ¿Qué decían los expertos? Que se puede llevar a un caballo al agua, pero no se le puede obligar a beber.
—¿A qué distancia está Saintes-Maries?
A Alexi seguían yéndosele los ojos hacia los muebles.
—¿Sabes una cosa, Damo? Si tú buscas cosas y yo las vendo, podríamos vivir como reyes. Puede que hasta pudieras comprarte una mujer, después de uno o dos años. Y no tan fea como la primera que te ofrecí.
—Saintes-Maries, Alexi. ¿A qué distancia está?
Alexi suspiró.
—A diez kilómetros a vuelo de pájaro. Puede que a quince en coche.
—Es mucho. ¿No hay otro sitio más cerca donde podamos quedarnos? ¿Desde donde sea más fácil llegar?
—No, a no ser que quieras que todos los policías en sesenta kilómetros a la redonda sepan dónde estás.
—Tienes razón.
—Pero siempre se puede robar un caballo.
—¿De qué estás hablando?
—En la granja de aquí al lado. Tienen montones de caballos por ahí sueltos. Y la finca tiene quizá doscientas hectáreas. No pueden saber dónde están todos. Podemos llevarnos prestados tres. En el lavadero hay arreos y sillas para montarlos. Y cuando no los estemos usando, los encerramos en el establo. Nadie se enterará. Podemos ir a Saintes-Maries a campo traviesa cuando queramos y dejárselos a algún gitano a las afueras del pueblo. Así los
gardians
no los reconocerán ni se enfadarán con nosotros.
—¿Hablas en serio? ¿Quieres que nos convirtamos en cuatreros?
—Yo siempre hablo en serio, Damo. ¿Todavía no te has dado cuenta?
—Mirad lo que he traído. —Yola dejó en el suelo un cajón de madera lleno de hortalizas—. Repollos, una coliflor, calabacines… Hasta una calabaza. Ahora sólo nos hace falta pescado. ¿Puedes acercarte a las Baisses du Tages y coger alguno, Alexi? ¿O robar unas
tellines
de los cestos?
—No tengo tiempo para esas tonterías. Damo y yo vamos a ir a Saintes-Maries a echar un vistazo al santuario. A ver si encontramos un modo de acercarnos a la imagen de santa Sara antes de que llegue Ojos de Serpiente.
—¿Que os vais a ir? Pero si ya no tenemos coche. Lo dejamos en Arles.
—No nos hace falta. Vamos a robar unos caballos.
Yola se quedó mirando a Alexi como si le calibrara.
—Entonces voy con vosotros.
—No es buena idea. Nos vas a retrasar.
—Voy con vosotros.
Sabir miró a sus dos parientes de necesidad. Como pasaba siempre con ellos, parecía haber una tensión oculta en el aire que él no captaba.
—¿Por qué quieres venir, Yola? Puede ser peligroso. Habrá policías por todas partes. Y ya te has encontrado dos veces con ese hombre. No querrás que haya una tercera.
Yola suspiró.
—Mírale, Damo. Mira qué cara de culpa tiene. ¿Es que no sabes por qué tiene tantas ganas de ir al pueblo?
—Bueno, tenemos que prepararnos…
—No. Quiere beber. Y luego, cuando se haya puesto malo de tanto beber, empezará a buscar a Gavril.
—¿A Gavril? Dios mío, me había olvidado de él.
—Pero él no se ha olvidado de ti, ni de Alexi. Puedes contar con ello.
—Esto es como ir a cazar gamusinos, señor. El último registro documental que se tiene de la pistola es de 1933. Y seguramente la persona a cuyo nombre está registrada murió hace años. Puede que haya habido seis cambios de dirección entretanto. O seis cambios de titular. El documentalista dice que, después de la guerra, nadie se puso al día con el papeleo hasta los años sesenta. ¿Para qué perder el tiempo con eso?
—¿Esos bobos han encontrado ya el código del localizador?
—No, señor. Nadie me ha dicho nada al respecto.
—¿Tiene usted alguna otra pista de la que no me haya hablado?
Macron soltó un gruñido.
—No, señor.
—Léame la dirección.
—Le Domaine de Seyème, Cap Camarat.
—¿Cap Camarat? Eso está cerca de Saint-Tropez, ¿no?
—Muy cerca, sí.
—En su tierra, entonces.
—Sí, señor. —A Macron no le hacía gracia la idea de volver, con Calque a la zaga, a un lugar tan cercano a su casa.
—¿A nombre de quién está registrada la pistola?
—No se lo va a creer.
—Pruebe, a ver.
—Aquí dice que está registrada a nombre de Louis de Bale,
chevalier, comte
d'Hyères,
marquis
de Seyème, par de Francia.
—¿Un par de Francia? ¿Me toma usted el pelo?
—¿Qué es un par de Francia?
Calque meneó la cabeza.
—Su conocimiento de la historia de su país es execrable, Macron. ¿Es que no le interesa nada el pasado?
—El de la aristocracia, no. Creía que nos habíamos librado de todo eso en la Revolución.
—Sólo durante un tiempo. Fueron reinstaurados por Napoleón, eliminados de nuevo por la Revolución de 1848 y resucitados por decreto en 1852. Y desde entonces andan por aquí, que yo sepa. Los títulos instituidos hasta están protegidos por la ley, o sea, por usted y por mí, Macron, por más que le repugne a su alma republicana.
—¿Y qué es un par de Francia, entonces?
Calque suspiró.
—La
Pairie Ancienne
es el título de nobleza colectivo más antiguo y selecto de Francia. En 1216 había nueve pares. Doce años después, en 1228, se crearon otros tres para emular a los doce paladines de Carlomagno. Habrá oído usted hablar de Carlomagno, ¿no? Eran obispos, duques y condes en su mayor parte, designados para servir al rey durante su coronación. Un par le uncía, otro llevaba el manto real, otro su anillo, otro su espada, y así sucesivamente. Yo creía que los conocía a todos, pero el nombre y los títulos de ese hombre no me suenan de nada.
—Puede que sea un farsante. Suponiendo que no esté muerto, claro, que indudablemente lo está, porque hace más de setenta y cinco años que registró la pistola. —Macron lanzó a Calque una mirada fulminante.
—Esas cosas no pueden fingirse.
—¿Por qué no?
—Porque es imposible. Puede uno inventarse títulos de poca monta. La gente lo hace constantemente. Hasta algunos ex presidentes. Y luego acaban en el
Livre de fausse nobilité française
. Pero títulos grandes como ese… No. Imposible.
—¿Qué? ¿Es que esa gente tiene hasta un libro de títulos falsos?
—Y eso no es todo. En realidad, todo el tinglado es como un espejo. —Calque sopesó a Macron como si temiera estar a punto de lanzar margaritas a los cerdos—. Por ejemplo, hay una diferencia fundamental entre los títulos napoleónicos y los precedentes, como el que tenemos aquí. Napoleón, que era un fulano con muy mala idea, dio a algunos de sus favoritos nombres y títulos que ya existían, seguramente para humillar a sus titulares originales y mantenerlos a raya. Pero el asunto tuvo consecuencias de largo alcance. Porque incluso ahora, si pones a un noble napoleónico en un lugar de la mesa más importante que a un noble antiguo con el mismo nombre, el antiguo y toda su familia le dará la vuelta al plato y se negará a comer.
—¿Qué? ¿Y se quedan allí sentados?
—Sí. Y seguramente ésa es la clase de familia a la que nos enfrentamos aquí.
—¿Está usted de guasa?
—Se consideraría un insulto premeditado, Macron. Como si alguien dijera que los colegios de Marsella sólo producen cretinos. Tal afirmación sería manifiestamente incierta, y, por tanto, reprobable. Salvo en algunos casos extremos en los que puede considerarse perfectamente correcta, desde luego.
Gavril llevaba tres horas recorriendo las calles de Saintes-Maries en busca de algún indicio de Alexi, Sabir o Yola. Durante ese tiempo había abordado a todos los gitanos,
gardians
, músicos callejeros, mozos de cuadra, mendigos y adivinos con los que se cruzaba, y aun así seguía sin saber nada.
Se conocía la ciudad al dedillo; sus padres habían acudido a la romería anual hasta la muerte de su padre, tres años antes. Desde entonces, sin embargo, su madre se había cerrado en banda y se negaba a alejarse más de treinta kilómetros en cualquier dirección de su casa, situada en un campamento cerca de Reims. Como resultado de su intransigencia, Gavril también había abandonado la costumbre de acudir a las fiestas. Había mentido, por tanto, al decirle a Sabir que, «por supuesto», él también iba al sur con el resto de su clan. Algún
muló
, sin embargo, le había impulsado a retar a Alexi a encontrarse con él en el santuario de santa Sara. Una fuerza inconsciente (supersticiosa, incluso) cuyo origen exacto desconocía.
Al final, todo se resumía en esto: si podía librarse de Alexi (quitarle a Yola y casarse con ella), quedaría probado que era gitano legítimo. Nadie podría negarle su sitio dentro de la comunidad. Porque la familia de Yola era de la nobleza gitana. Emparentaría con un linaje que se remontaba al gran éxodo y más allá. Tal vez hasta el mismo Egipto. Cuando tuviera hijos e hijas de ese linaje, nadie podría poner en duda sus derechos, ni sus antecedentes. Esa historia estúpida y dañina de que su padre se lo quitó a una paya quedaría enterrada para siempre. Incluso podría convertirse en
bulibasha
algún día, si tenía suerte, dinero y un poco de mano izquierda. Se dejaría el pelo largo. Se lo teñiría de rojo, si le apetecía. Se cagaría en todos ellos.
Habían sido los dos policías payos quienes le habían metido la idea en la cabeza con sus tarjetas, sus indirectas y sus insinuaciones mezquinas. Como consecuencia directa de su intervención, había decidido tender una trampa a Alexi y matarle, y delatar luego a Sabir a las autoridades a cambio de la recompensa prometida. Nadie podría culparle por defenderse de un criminal, ¿no? Después tendría el campo libre para vengarse de aquel otro payo cabrón que le había humillado y le había pinchado en la pierna.
Porque aquel tipo también había demostrado ser un imbécil, como todos los payos. ¿O no le había descubierto lo que andaba buscando con todas sus preguntas y sus amenazas? ¿No era algo que tenía que ver con la propia imagen de
Sara e Kali
? Gavril se maldijo por haber perdido tanto tiempo paseándose por el pueblo y haciendo preguntas tontas. Estaba claro que aquel tipo y Sabir tenían algo en común. Los dos, a fin de cuentas, parecían muy interesados en las fiestas. Debían de andar detrás de lo mismo, por tanto. Quizá quisieran robar la imagen de la santa y pedir un rescate. Obligar a todos los gitanos del mundo a pagar para recuperarla. Gavril sacudió la cabeza, maravillado por la estupidez de los payos. Los gitanos no pagaban nunca por nada. ¿Es que no lo sabía aquella gente?