—¿De dónde ha sacado la ametralladora?
—Del policía español, claro. Villada no me lo dijo.
Calque estaba sentado junto a Macron, en la sala de urgencias del hospital de Rodez. Estaban ambos vendados y cubiertos de esparadrapo. Calque llevaba un brazo en cabestrillo. Habían vuelto a colocarle la nariz, y notaba en los dientes delanteros el hormigueo de la anestesia local.
—Yo todavía puedo conducir, señor. Si nos consigue un coche nuevo, me gustaría probar otra vez con Ojos de Serpiente.
—¿Ha dicho usted otra vez? No recuerdo la primera.
—Era sólo una forma de hablar.
—Pues es una forma de hablar estúpida. —Calque recostó la cabeza en el cojín del asiento—. Los chicos del control ni siquiera se creen que Ojos de Serpiente estuviera allí, porque el coche no tiene ni un solo agujero de bala. Les he dicho que está claro que ese cabrón limpió antes de irse, pero les hace gracia pensar que nos estrellamos con el coche por error y que estamos disimulando.
—¿Quiere decir que lo hizo adrede? ¿Que intenta que se rían de nosotros?
—Se está riendo de nosotros. Sí. —Calque se pasó un cigarrillo por debajo de la nariz y se dispuso a encenderlo. Una enfermera sacudió la cabeza y señaló fuera con el dedo. Calque suspiró—. Quieren quitarme el caso. Dárselo a la DCSP.
—Pero no pueden hacer eso.
—Sí que pueden. Y lo harán. A no ser que les dé una razón convincente para no hacerlo.
—Su veteranía, señor.
—Sí. Eso es convincente. La noto todos los días en la espalda, en los brazos, en los muslos y en los pies. Pero creo que hay un sitio en mitad de la pantorrilla derecha donde todavía me siento joven y fuerte. Tal vez deba enseñárselo.
—Pero nosotros le hemos visto. Hemos visto su cara.
—A ochenta metros. Desde un coche en marcha y oculto tras una ametralladora.
—Pero eso ellos no lo saben.
Calque se echó hacia delante.
—¿Está sugiriendo usted que les mienta, Macron? ¿Que exagere lo que sé de él? ¿Sólo para conservar un caso que ha estado a punto de acabar con nosotros varias veces ya?
—Sí, señor.
Formando una pinza con los dedos, Calque se palpó cuidadosamente la nariz recién enderezada.
—Puede que tenga razón, muchacho. Puede que tenga razón.
—Necesito acceso a internet.
—¿A qué?
—A un ordenador. Necesito un cibercafé.
—¿Estás loco, Damo? La policía sigue buscándote. Seguro que el del ordenador de al lado lee las noticias, ve tu foto, llama para avisar y se queda viendo tranquilamente cómo van a buscarte. Y luego, si graba toda la escena de tu captura con una webcam, puede colgarla directamente y hacerse famoso. Se hará millonario en el acto. Mejor que si le tocara la lotería.
—Creía que no sabías leer, Alexi. ¿Cómo es que sabes tanto de ordenadores?
—Porque juega.
Sabir se volvió para mirar a Yola.
—¿Perdona?
Ella bostezó.
—Va a los cibercafés a jugar.
—Pero si es mayor.
—¿Y qué?
Alexi no podía ver la cara de Yola mientras conducía, pero logró lanzar un par de miradas de preocupación al espejo retrovisor.
—¿Qué tiene de malo jugar?
—Nada. Si tienes quince años.
Yola y Sabir intentaban disimular las ganas de reír poniéndose serios. Alexi se tomaba al pie de la letra todo lo que tenía que ver consigo mismo, y era, por tanto el blanco perfecto para bromear; respecto a los otros, en cambio, era mucho más selectivo.
Pero, por una vez, pareció adivinar lo que estaban pensando e inmediatamente, dando un bandazo, se puso a hablar de un tema mucho más serio.
—Dime para qué quieres conectarte a internet, Damo.
—Para buscar otra Virgen Negra. Tenemos que encontrar algún sitio que esté lejos de la Camarga y llevar allí a Ojos de Serpiente. Tiene que ser un sitio que le parezca verosímil. Y para eso necesitamos una Virgen Negra.
Yola sacudió la cabeza.
—Creo que no deberías hacer esto.
—Pero si en Samois estabas de acuerdo. Y cuando fuimos a Rocamadour.
—Tengo una corazonada sobre ese hombre. Deberías dejárselo a la policía. Como le dijiste al capitán. Tengo un mal presentimiento.
—¿Dejárselo a la policía? ¿A esos idiotas? —Alexi se meció adelante y atrás, sobre el volante—. ¿Y vosotros os reís de mí por jugar a los videojuegos? Sois vosotros los que jugáis, no yo. —Hizo una pausa teatral, esperando una respuesta. Al ver que no decían nada, siguió adelante, impertérrito—. Yo digo que busquemos esa Virgen Negra, Damo. Luego llevamos allí a Ojos de Serpiente. Y esta vez haremos un plan a toda prueba. Lo estaremos esperando. Y cuando entre, le pegamos un tiro. Luego Damo lo hace papilla con su garrote. Y lo enterramos por ahí. La policía se pasará diez años buscándolo. Así nos dejarán un poco en paz a nosotros, ¿no os parece?
Yola levantó los brazos.
—Alexi, cuando O Del repartió los cerebros, no tenía suficientes. Intentó ser justo, claro, pero era difícil, porque su madre le incordió tanto que se despistó y te quitó por equivocación el poco cerebro que tenías. Y ahora mira.
—¿Y a quién se lo dio? Mi cerebro, quiero decir. ¿A Damo, supongo? ¿O a Gavril? ¿Es eso lo que quieres decir?
—No. Creo que O Del cometió un gran error. Creo que se lo dio a Ojos de Serpiente.
—Ya lo tengo. —Sabir se deslizó en el asiento del copiloto del Audi con un trozo de papel en la mano—. Espalion. Está sólo a cincuenta kilómetros de aquí a vuelo de pájaro. Y, como la policía y Ojos de Serpiente siguen detrás de nosotros, es perfectamente lógico que demos un rodeo para llegar allí. —Dejó que su mirada recorriera las caras de los otros dos—. No sé por qué no va a tragárselo, ¿no?
—¿Por qué Espalion?
—Porque es lo que necesitamos. Para empezar, está en dirección contraria a Saintes-Maries. Y tiene una Virgen Negra a la que llaman
La Négrette
. Le falta el Niño, sí, pero no se puede tener todo. Está en una capillita junto a un hospital, lo que significa casi con toda seguridad que no habrá guarda, no como en Rocamadour, porque la capilla tendrá que estar abierta a cualquier hora del día y de la noche para que entren los pacientes y sus familiares. Además, es milagrosa. Por lo visto,
La Négrette
tiene tendencia a echarse a llorar, y cada vez que la pintan vuelve a su color original. La encontraron en la época de las Cruzadas, y el Sieur de Calmont la llevó al Château de Calmont d'Olt. Aquí dice que estuvo amenazada durante la Revolución, cuando saquearon el castillo, pero que algún buen samaritano la salvó. Así que es perfectamente creíble que estuviera por aquí en tiempos de Nostradamus. El Pont Vieux de Espalion es incluso Patrimonio de la Humanidad. Está en la ruta de peregrinación a Santiago de Compostela, igual que Rocamadour. Es perfecto.
—¿Y cómo atrapamos a Ojos de Serpiente?
—Yo me apostaría algo a que, en cuanto paremos en Espalion, se olerá lo que andamos buscando. Y está claro que intentará tomarnos la delantera. De todos modos, según Calque, nunca está a más de un kilómetro de nosotros, así que tenemos dos o tres minutos para tenderle una trampa. Evidentemente, no es suficiente. Así que Yola y yo tenemos que encontrar un taxi. Enseguida. Se me ha ocurrido un plan.
Sabir se bajó del taxi. Tenía veinte minutos antes de que Alexi llegara en el Audi, con Ojos de Serpiente detrás. Veinte minutos para encontrar un sitio seguro desde el que tenderle una emboscada.
Yola esperaba junto a una cabina telefónica, en el centro del pueblo. Si no tenía noticias suyas en media hora, debía llamar a Calque y decirle lo que estaba pasando. No era un plan muy elegante, pero, siendo tres contra uno, Sabir tenía la impresión de que les daría la ventaja infinitesimal que necesitaban para cambiar las tornas.
Todo, sin embargo, dependía de él. Él tenía la Remington. Era un buen tirador. Pero sabía que no sobreviviría a un encuentro frontal con Ojos de Serpiente. No era una cuestión de habilidad (eso lo sabía), sino de voluntad. Él no era un asesino. Ojos de Serpiente, sí. Era así de sencillo. Tenía que dejarle inutilizado, ponerle fuera de combate antes de que pudiera reaccionar.
Recorrió con la mirada las instalaciones del hospital. ¿Iría Ojos de Serpiente derecho allí, en coche? ¿O dejaría el coche e iría a pie, como había hecho en Montserrat? Sabir notó que el sudor le brotaba por toda la cara.
No. Tendría que entrar en la capilla. Esperarle allí.
De pronto tuvo una intensa sensación de claustrofobia. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo se había metido en aquella situación absurda? Debía de estar loco.
Entró corriendo en la capilla y estuvo a punto de tirar al suelo a una señora mayor y a su hijo, que habían ido a rezar.
Había un servicio religioso. El cura se estaba preparando para la misa. Santo cielo.
Sabir retrocedió y miró frenéticamente a su espalda, hacia el aparcamiento. Doce minutos. Echó a correr por la carretera, camino del pueblo. Era imposible. No podían liarse a tiros en una capilla llena de celebrantes y de gente tomando la comunión.
Quizás Alexi llegara antes de tiempo. Sabir aflojó el paso y siguió andando. Era poco probable. Menuda emboscada había preparado; qué gran éxito. Cuando O Del repartió los cerebros, Alexi no fue el único al que le tocó de menos.
Sabir se sentó en un bolardo de la cuneta. Por lo menos allí había espacio suficiente para que Alexi diera la vuelta. Eso, por lo menos, sí lo había pensado.
Sacó la Remington y se la puso en el regazo.
Luego esperó.
—Están en misa. La capilla está hasta arriba de gente. Sería un baño de sangre.
—Entonces, ¿no lo hacemos? ¿Lo dejamos?
—Tenemos tres minutos para dar la vuelta y recoger a Yola. Luego sugiero que salgamos de aquí a toda leche. Cuando estemos fuera del pueblo, quitamos el puto localizador y nos vamos a Saintes-Maries. Y al diablo con Calque y Ojos de Serpiente.
Alexi cambió bruscamente de sentido y volvió hacia el pueblo.
—¿Dónde has dejado a Yola?
—Estaba sentada en el Café Central. Al lado de una cabina. Cogí el número. Iba a llamarla si todo salía bien.
Alexi le lanzó una ojeada y volvió a mirar hacia delante.
—¿Y si nos encontramos de frente con Ojos de Serpiente? Conoce nuestro coche.
—Tendremos que arriesgarnos. No podemos dejar a Yola abandonada en medio del pueblo, como un ratón de carnaza.
—¿Y si él la ve?
Sabir sintió que se quedaba frío.
—Para junto a esa cabina. Voy a llamarla. Deprisa.
Achor Bale tiró la lista al asiento del copiloto. Espalion. Una Virgen Negra llamada
La Négrette
. Cerca de un hospital. Allí era, pues.
Había recibido la lista de todos los lugares donde había vírgenes negras situados al sur del meridiano Lyon/Massif Centrale, hacía apenas dos días, a través de su móvil. Cortesía de la secretaria de
Madame
, su madre. Ella le había hecho la lista sólo por si acaso, documentándose en la biblioteca de
Monsieur
, su padre. En aquel momento, Bale pensó que se estaba pasando de precavida. Que incluso estaba entrometiéndose. Ahora se daba cuenta de que había hecho lo correcto.
Pisó el acelerador. Estaría bien acabar con aquello de una vez. Estaba tardando demasiado. Exponiéndose demasiado. Cuanto más tiempo permanecía uno al descubierto, más probable era cometer un error. Eso lo había aprendido en la Legión. No había más que recordar los días que pasó en Dien Bien Phu combatiendo contra el Vietminh.
Llegó a las afueras de Espalion a ciento diez kilómetros por hora, mirando a un lado y a otro en busca de una señal roja con una hache.
Aminoró la velocidad y se dirigió al centro del pueblo. No tenía sentido hacerse notar. Tenía tiempo. Aquellos tres patanes ni siquiera sabían que seguía tras ellos.
Paró junto al Café Central para pedir indicaciones.
La chica. Estaba allí sentada.
Así que la habían dejado. Se habían ido a hacer el trabajo sucio ellos solos. Y volverían a recogerla luego, cuando no hubiera peligro. Qué caballeros.
Bale se bajó del coche. En ese mismo instante empezó a sonar el teléfono de una cabina cercana.
La chica miró hacia la cabina y sus ojos tropezaron con él. Volvió a mirarle. Sus ojos se encontraron. La cara de Bale se crispó en una sonrisa de bienvenida, como si acabara de encontrarse a una amiga a la que hacía mucho que no veía.
Yola se levantó, volcando la silla. Un camarero se dirigió instintivamente hacia ella.
Bale se dio la vuelta tranquilamente y volvió a su coche.
Cuando miró de nuevo, la chica ya había echado a correr para salvar el pellejo.
Bale se apartó suavemente del bordillo, como si tuviera intención de tomar un café y hubiera cambiado de idea, o como si se hubiera dejado la cartera en casa. No quería que nadie se fijara en él. Miró a su izquierda. La chica iba corriendo calle abajo, con el camarero detrás. Zorra estúpida. No había pagado la cuenta.
Bale se detuvo junto al camarero y tocó el claxon suavemente.
—Perdone. Ha sido culpa mía. Tenemos prisa. —Sacó un billete de veinte euros por la ventanilla—. Espero que con esto llegue para la propina.
El camarero le miró con estupor. Bale sonrió. Sus ojos coagulados siempre surtían ese efecto sobre la gente. Parecían hipnotizarla, incluso.
De niño, su dolencia había fascinado a médicos de muy distinta índole. Hasta habían escrito artículos sobre él. Un médico le dijo que, antes de fijarse en su caso, los ojos sin blanco (sin esclerótica, había dicho el doctor, en los que únicamente las células proximales entre omatidios estaban pigmentadas) sólo se habían documentado en el
Gammarus Chevreuxi Sexton
: una quisquilla. Así pues, era un tipo genético completamente nuevo. Un auténtico recesivo mendeliano. Si alguna vez tenía hijos, podría fundar una dinastía.
Bale se puso las gafas de sol, divertido por el pasmo del camarero.
—Cosa de drogas, ¿sabe? Los jóvenes de hoy en día. No se les puede dejar de la mano. Si debe algo más, dígamelo.
—No, no, está bien así. No pasa nada.
Bale se encogió de hombros.
—La verdad es que tiene que volver a la clínica. Y lo odia. Siempre me hace lo mismo. —Saludó al camarero con la mano mientras aceleraba. Lo último que quería era más policías siguiendo cada paso que daba. Ya había tenido que invertir demasiado esfuerzo en librarse de los últimos. Así, el camarero les explicaría a sus clientes lo que había pasado, y todo el mundo quedaría satisfecho. Cuando llegaran a casa, la historia habría cobrado alas y tendría una docena de finales distintos.