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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

Las 52 profecías (27 page)

La condesa sonrió.

—Del Diablo, por supuesto.

30

Yola pensó que había sincronizado a la perfección sus dos intervenciones. Primero, había mandado a Yeleni a despertar a Gavril y a decirle que Bazena necesitaba hablar con él urgentemente.

Y luego había esperado cinco minutos para ir corriendo a decirle a Badu, el padre de Bazena, que acababan de ver a su hija pidiendo delante de la iglesia. Había dejado pasar aquellos cinco minutos pensando que, indudablemente, Badu y Stefan, el hermano de Bazena, acudirían corriendo en cuanto se enteraran de la noticia. Y ahora ella también corría: no quería perderse el desenlace de su complot.

Alexi la vio llegar.

—Mira. Es Yola. Y mira allí. Gavril. Ay, mierda. Badu y Stefan.

A Sabir le pareció una escena inspirada en la persecución de la primera película de la Pantera Rosa: ésa en la que el viejo, desconcertado por la cantidad de coches de policía y Citroëns dos caballos que rodean la plaza delante de él, saca su butaca, la planta en primera fila y se pone a ver cómodamente lo que pasa.

Gavril, ajeno por completo a la presencia de Badu y Stefan, avanzaba a toda prisa hacia Bazena. Ella, pillada in fraganti, con un paño extendido delante cubierto de monedas, acababa de ver a su padre y su hermano. Se levantó y le gritó algo a Gavril. Gavril se detuvo. Bazena le hizo señas, con muchos aspavientos, de que se marchara. Badu y Stefan, que lo vieron, se dieron la vuelta y reconocieron a Gavril. Éste, en lugar de aguantar el tipo y hacerse el ignorante, decidió largarse. Badu y Stefan se separaron (saltaba a la vista que habían practicado aquella maniobra muchas veces antes) y se acercaron a Gavril por lados opuestos de la plaza. Bazena empezó a chillar y a tirarse del pelo.

En menos de noventa segundos desde que se puso en marcha el plan de Yola, unos cincuenta gitanos de todos los sexos y edades se juntaron, como salidos de la nada, en el centro de la plaza. Gavril retrocedía ante Badu y Stefan, que habían sacado las navajas. La gente salía de la iglesia para ver qué era aquel jaleo. Dos policías en moto se acercaban desde otro lado del pueblo, pero los gitanos les obstaculizaban el paso y procuraban asegurarse de que no vieran bien la pelea. Bazena se había lanzado al cuello de su padre y se agarraba a él con desesperación mientras su hermano rondaba a Gavril, que, a pesar de que también había sacado su navaja, seguía aún luchando con la abrazadera metálica del arma.

—Ya está. Ahora me toca a mí. —Alexi echó a correr entre la multitud antes de que Sabir tuviera tiempo de preguntarle qué se proponía.

—¡Alexi! ¡Por el amor de Dios, no te metas!

Pero era demasiado tarde para detenerle. Corría ya bordeando el gentío, camino de la iglesia.

31

Alexi había sido un ladrón magistral toda su vida, y los ladrones magistrales sabían aprovechar las circunstancias. Aprovechar el momento.

Estaba seguro de que el guarda acabaría sintiendo la tentación de salir de la iglesia. ¿Cómo no iba a sentirla, cuando toda la congregación había salido en tropel delante de él, espoleada por la curiosidad de ver lo que ocurría en la plaza?

Alexi se imaginaba las ideas que pasarían sucesivamente por su cabeza. Seguramente debía salir. Santa Sara podía cuidarse sola un momento, ¿no? No corría ningún peligro, que él supiera. Nadie le había avisado de que tuviera especial cuidado. ¿Qué tenía de malo romper la monotonía de la mañana con una bocanada de aire fresco y un buen tumulto?

Alexi acababa de esconderse al lado derecho de la puerta principal cuando el vigilante salió bruscamente detrás del gentío, con la cara iluminada por la expectación. Alexi entró tras él como una centella y se fue derecho al santuario. Llevaba toda su vida yendo a aquel lugar. Conocía su geografía como la palma de su mano.

Santa Sara estaba en un rincón de la cripta desierta, rodeada de exvotos, fotografías, velas, baratijas, poemas, placas, pizarras con nombres escritos y flores: montones de flores. Llevaba encima no menos de veinte capas de ropa donada, entre mantos, cintas y velos cosidos a mano; sólo su cara de color caoba, empequeñecida por la corona de plata, asomaba entre la densidad sofocante de las telas que la envolvían.

Alexi se santiguó supersticiosamente y, tras lanzar al crucifijo más cercano una mirada que parecía decir «perdóname, por favor», dio la vuelta a
Sara e kali
y pasó la mano por su base. Nada. Estaba lisa como el alabastro.

Echando una mirada frenética a la entrada del santuario, Alexi masculló una oración, sacó su navaja y se puso a escarbar.

Achor Bale había observado con gran interés los hechos que se sucedían velozmente delante de él, en la plaza. Primero, la aparición precipitada de aquel idiota de pelo rubio, y luego la de los dos gitanos furiosos que se abalanzaron sobre la chica que mendigaba. Después, los gritos de la chica, que atrajeron la atención de todo el mundo hacia su rubio enamorado, quien, de otro modo, sin duda se habría dado cuenta de lo que pasaba antes de que alguien tuviera ocasión de verle, y habría podido esfumarse antes de que se armara la gorda. Lo cual estaba sucediendo en ese momento.

Los dos policías en moto seguían intentando abrirse paso entre el gentío. El rubio se estaba encarando con el más joven de los otros dos, y, si Bale no se equivocaba, blandía una navaja Opinel que sin duda se rompería en cuanto chocara con algo más sustancioso que un hueso de pollo. El mayor de los dos gitanos (el padre, seguramente) estaba atareado intentando quitarse de encima a su hija histérica, pero era evidente que no tardaría mucho en librarse de ella, después de lo cual harían entre los dos picadillo al rubio sin que la policía hubiera tenido aún ocasión de acercarse.

Bale recorrió la plaza con la mirada. Todo aquello parecía preparado. Los tumultos no surgían casi nunca espontáneamente, porque sí. Había gente que los orquestaba. Eso, al menos, le decía la experiencia. Él mismo se las había arreglado para montar uno o dos cuando estaba en la Legión (no al amparo de la Legión, claro está, sino simplemente como un medio de obligarla a intervenir en situaciones que, sin ella, podrían haberse resuelto sin recurrir a la violencia).

Se acordaba con especial cariño de uno en Chad, durante el despliegue de la Legión en los años ochenta. Cuarenta muertos y muchos más heridos. En el
Corpus
se decía que había estado peligrosamente cerca de hacer estallar una guerra civil. Qué satisfecho habría estado
Monsieur
, su padre.

Legio Patria Nostra
: Bale casi sentía nostalgia. Había aprendido muchas cosas útiles en el «poblado de combate» de la Legión en Fraselli, Córcega, y también en Ruanda, Yibuti, Líbano, Camerún y Bosnia. Cosas que tal vez tuviera que poner en práctica ahora.

Se levantó para ver mejor. Al ver que no servía de nada, se subió a la mesa del café y usó su sombrero como parasol. Nadie reparó en él: todos tenían los ojos fijos en la plaza.

Miró hacia la entrada de la iglesia justo a tiempo de ver que Alexi, que había estado acechando detrás de la puerta principal, entraba a toda prisa al salir el guarda.

Excelente. Iban a volver a hacerle el trabajo sucio. Recorrió la plaza con la mirada buscando a Sabir, pero no lo vio. Lo mejor sería acercarse a la puerta de la iglesia. Esperar a que saliera el gitano. Con el alboroto que había en la Place de l'Église, a nadie le sorprendería lo más mínimo encontrar otro cadáver con una cuchillada en el pecho.

32

Calque estaba teniendo dificultades con la condesa. Todo había empezado cuando ella notó que el capitán se resistía a creer que la familia de su marido tuviera el deber de defender a los reyes angevinos, capetos y Valois de la intromisión del diablo.

—¿Por qué no está escrito? ¿Por qué no he oído nunca hablar del decimotercero par de Francia?

Macron los observaba con incredulidad. ¿Qué estaba haciendo Calque? Había ido allí a investigar una pistola, no un linaje familiar.

—Pero si está escrito, capitán Calque. Lo que ocurre es sencillamente que los expertos no tienen acceso a la documentación. ¿Qué cree usted, que toda la historia es exactamente como la cuentan los historiadores? ¿De veras cree que no hay familias nobles por toda Europa que mantienen su correspondencia y sus documentos privados lejos de miradas indiscretas? ¿Que no hay todavía hoy sociedades secretas de cuya existencia nadie sabe nada?

—¿Conoce usted alguna de esas sociedades,
madame
?

—Claro que no. Pero existen, desde luego. Puede usted estar seguro. Y quizá tengan más poder del que pueda suponerse. —La cara de la condesa adoptó una expresión extraña. Alargó el brazo y tocó el timbre. Sin decir palabra, Milouins entró en la habitación y empezó a recoger el servicio de café.

Calque comprendió que la entrevista tocaba a su fin.

—La pistola,
madame
. La que está registrada a nombre de su marido. ¿Quién es su actual propietario?

—Mi marido la perdió antes de la guerra. Recuerdo muy bien que me lo dijo. Se la robó un guardabosque que durante un tiempo estuvo descontento con su puesto. El conde avisó a la policía. Estoy segura de que todavía figurará en los archivos. Hubo una investigación informal, pero la pistola no volvió a aparecer. Fue un asunto de poca importancia. Mi marido tenía muchas armas. Su colección era muy notable, creo. Pero a mí personalmente no me interesan las armas.

—Por supuesto,
madame
. —Calque sabía cuándo estaba vencido. Las posibilidades de que quedara en los archivos alguna noticia sobre una investigación oficiosa en torno a un arma desaparecida en los años treinta eran infinitesimales—. Pero tengo entendido que se casó usted con su marido en los años setenta. ¿Cómo es posible que esté al corriente de cosas que sucedieron en la década de los treinta?

Macron se quedó boquiabierto.

—Mi marido, capitán, siempre me lo contaba todo. —La condesa se levantó.

Macron se puso en pie con esfuerzo, y vio con regocijo que Calque fracasaba en su primer intento de levantarse del sofá. El viejo debía de estar acusando los efectos del accidente, se dijo.
Puede que esté más débil de lo que aparenta, ha verdad es que se comporta de forma muy rara
.

La condesa tocó dos veces el timbre. El lacayo volvió a entrar. Ella señaló a Calque con la cabeza y el lacayo se apresuró a ayudarle.

—Lo siento,
madame
. El coche en el que viajábamos el teniente Macron y yo colisionó con otro vehículo cuando perseguíamos a un malhechor. Todavía estoy un poco maltrecho.

¿Con otro vehículo? ¿Persiguiendo a un malhechor? ¿A qué coño estaba jugando Calque? Macron echó a andar hacia la puerta. Luego se detuvo. El viejo no estaba tan maltrecho. Estaba fingiendo.

—¿Y su hijo,
madame
? ¿No podría tener algo que añadir a la historia? Puede que su padre le hablara de la pistola.

—¿Mi hijo, capitán? Tengo nueve hijos. Y cuatro hijas. ¿Con cuál de ellos le gustaría hablar?

Calque se paró en seco. Se tambaleó un poco, como si estuviera en las ultimas.

—¿Trece hijos? Me deja usted de piedra,
madame
. ¿Cómo es posible?

—Se llama adopción, capitán. La familia de mi marido sufraga un convento de monjas desde hace nueve siglos. Es una de sus obras de caridad. Mi marido resultó gravemente herido durante la guerra. Desde ese momento le fue imposible engendrar un heredero. Por eso se casó tan tarde. Pero yo le convencí de que reconsiderara su postura respecto a la sucesión. Somos ricos. El convento tiene un orfanato. Adoptamos a todos los que pudimos. La adopción es una costumbre bien arraigada entre las familias de la nobleza italiana y francesa en casos de fuerza mayor. Es infinitamente preferible a dejar que se extinga el linaje.

—El conde actual, entonces. ¿Puedo saber su nombre?

—El conde Rocha. Rocha de Bale.

—¿Puedo hablar con él?

—No sabemos dónde está, capitán. Por razones que sólo él conoce se unió a la Legión Extranjera. Como sabe, a los legionarios se los obliga a registrarse con un nombre nuevo. Nunca supimos cuál era ese nombre. Hace muchos años que no le veo.

—Pero la Legión sólo acepta a extranjeros,
madame
. No a franceses. Excepción hecha de los mandos. ¿Era oficial su hijo, entonces?

—Mi hijo era un necio, capitán. A la edad a la que se alistó habría sido capaz de cualquier disparate. Habla seis idiomas. Cabe dentro de lo posible que se hiciera pasar por extranjero.

—Como usted diga,
madame
. Como usted diga. —Calque dio las gracias al lacayo con una inclinación de cabeza—. Parece que nuestra investigación ha ido a dar en un callejón sin salida.

La condesa pareció no oírle.

—Le aseguro que mi hijo no sabe nada de la pistola de su padre. Nació treinta años después de los acontecimientos a los que se refiere usted. Le adoptamos cuando tenía doce años. Pensando en la avanzada edad de mi marido.

Calque, que nunca tardaba en aprovechar una oportunidad, tentó su suerte.

—¿Y no podrían traspasar el título a su segundo hijo? Para salvaguardar el linaje.

—Esa posibilidad desapareció con mi marido. El mayorazgo es inalienable.

Calque y Macron se vieron suavemente transferidos al cuidado de la muy eficiente
madame
Mastigou. En apenas treinta segundos administrados con toda fluidez estaban de nuevo en su coche, circulando por la avenida en dirección a Ramatuelle.

Macron señaló la casa sacando la barbilla.

—¿De qué demonios iba todo eso?

—¿El qué?

—Esa farsa. Durante veinte minutos casi he olvidado que me duelen los pies. Ha estado usted tan convincente que casi me lo he tragado. He estado a punto de ofrecerme a ayudarle para bajar la escalinata.

—¿Farsa? —dijo Calque—. ¿Qué farsa? No sé de qué me habla, Macron.

Macron le lanzó una mirada. Calque estaba sonriendo.

Pero antes de que Macron pudiera insistir sonó el teléfono. Macron paró en una zona de descanso y contestó.

—Sí. Sí. Ya lo tengo. Sí.

Calque levantó una ceja.

—Han dado con el código del localizador de Ojos de Serpiente, señor. El coche de Sabir está en un aparcamiento de larga estancia en Arles.

—Eso nos sirve de poco.

—Hay otra cosa.

—Le escucho.

—Un apuñalamiento. En Saintes-Maries-de-la-Mer. Delante de la iglesia.

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