—Bueno, pues esto ya está.
—Estupendo. Siéntate un rato. Nunca tenemos ocasión de charlar tú y yo.
Victoria obedeció. Pero ¿qué demonios tenía Shirley que era capaz de convertirla en un ser milagrosamente dócil?
—Mira, cariño, yo no soy de esas personas que van por detrás. —Victoria recordó que Jan hablaba siempre del excelente dominio del español coloquial que tenía su suegra—. Me gustan las cosas transparentes y dichas a la cara. Claro que de eso ya te habrás dado cuenta…
Victoria no pudo por menos que sonreír. Por desagradable que fuese lo que dijera, Shirley tenía siempre cierta gracia para expresarlo.
—El caso es, Victoria, que no tengo ni idea de qué haces aquí.
La miraba severamente, como una profesora a un alumno poco aplicado. Aquella mirada suya, que recordaba la de un ave rapaz, parecía querer decir «a mí no me vengas con cuentos, jovencita». Victoria respiró hondo.
—Intento ayudar, Shirley. A tu hija. A Solange…
—¿Tú? ¿Ayudar? Eso tiene gracia.
Victoria puso los ojos en blanco. «Ten paciencia, chica. Es una señora mayor. Una puñetera vieja chiflada que se atiborra de pastillas para meterse en un avión. Ni se te ocurra entrar al trapo. Paz, hermana.»
—Si tú lo dices… —contestó, mientras buscaba el depósito de la tostadora del pan para vaciar las migas. Si Shirley seguía buscándole las cosquillas, acabaría dejando la cocina como los chorros del oro.
—No se trata de lo que yo diga. ¿De qué sirve que estés todo el día en el medio?
Había una minúscula salpicadura de mantequilla en la puerta de la nevera. A saber cómo había llegado hasta allí. Victoria se empleó con la bayeta y se encomendó al santo del día, a Buda y al dios Krishna. Cualquier cosa antes que perder la paciencia delante de la madre de Marga.
—Creo que a Solange le viene bien.
—Lo que le vendría bien a esa cría son unos buenos azotes.
—Mira, en eso estamos de acuerdo. Yo se los hubiera dado con gusto hace mucho tiempo. Pero ahora es un poco tarde.
Shirley parecía perpleja. Lo último que esperaba al meterse con Solange era que Victoria le diese la razón. Tal vez daba por hecho que saldría a defender a la niña con uñas y dientes. Era el momento de aprovechar su desconcierto.
—Shirley… Tu hija tiene que adaptarse a la nueva situación. Lo creas o no, necesita el apoyo de alguien.
—Pero no el de la amante de su marido.
Victoria se dio la vuelta con la bayeta en la mano, conteniendo unas ganas más que intensas de golpear con ella la cara de Shirley. Pero al verla allí, sentada en la silla, pálida y despeinada, intentando contener su exuberancia en una bata ridícula y con aquellas feas chinelas de raso que le quedaban pequeñas, sintió algo parecido a la ternura. No era la mujer terrible que pretendía parecer. Sólo una madre hiperprotectora con muy poca mano izquierda. Notó cómo la furia desaparecía. Se sentó frente a Shirley y la miró a los ojos.
—Shirley… Escúchame bien. Te juro que no fui la amante de Jan. Ni hace dos años, ni hace veinte ni nunca. Quise a tu yerno… Le quise muchísimo… Más que a nadie en el mundo, pero no de la forma que tú te imaginas. Tienes que creerme.
Por una vez, Shirley no dijo nada. Ladeó la cabeza y miró a Victoria, como si estuviese calibrándola. Como si estuviese buscando una señal capaz de advertir cuánto había de verdad en lo que intentaba hacerle creer.
—Admite que es muy raro —dijo al fin.
—¿El qué?
—¿Qué va a ser? Tú y Javier. Si es cierto lo que dices, entonces ya no entiendo nada. Quiero decir que era más sencillo cuando pensaba que… que teníais una aventura… Eso podía comprenderlo. Pero lo de quererse, sin más…
A Victoria le dio la risa.
—Ay, Shirley… ¿Estás diciendo que preferirías que estuviésemos liados?
—¡No! Pero… es muy raro —repitió—. Es raro de verdad. He escuchado a Javier hablar de ti, lo he visto contigo tres o cuatro veces, y se transformaba. Los dos lo hacíais. Te diré una cosa: el día de la boda de mi hija sentí deseos de sacudirte como a una estera cuando os vi charlando en una esquina.
—Pero ¿qué tiene de particular? Mi mejor amigo acababa de casarse, yo me marchaba de España al día siguiente… Teníamos cosas que contarnos… ¿Qué hay de malo en que dos personas estén juntas un rato?
—¡No se trata de eso! Era… era vuestra forma de hablar… de aislaros del mundo. Por el amor de Dios, allí había ciento cincuenta invitados, una orquesta y una chica vestida de blanco… Pero para vosotros no parecía existir nada. Siempre era así cuando estabais juntos, Victoria. Parecía… parecía que acabaseis de hacer el amor. Nunca entendí que Marga te aceptase en su vida. Que te sentase a su mesa en Navidad. Que fueses la estrella invitada de los acontecimientos familiares… Pensar que se mostraba tan amistosa con la mujer que se iba a la cama con su marido era algo que me sublevaba más de lo que puedo explicar… Aunque, claro, tú no pudieras imaginarlo…
«Lo que hay que oír. Esta mujer lleva años sacando las uñas en mi presencia, y ahora pretende haber llevado con discreción su odio africano.»
—Shirley, digamos que me olía algo. Pero intenté no darle vueltas. Eras la madre de Marga, la suegra de Jan y una especie de abuelastra de Solange… ¿Se dice así?
—¿Te parece que tengo pinta de abuela?
«Ah, no, Shirley. No voy a empezar a decirte que estás estupenda para tu edad.»
—Da igual. Sea como sea, es el momento de dejar las cosas claras de una vez por todas. No me acosté con Jan. Nunca. Jamás de los jamases. Y, aunque no tendría por qué darte tantas explicaciones, abundaré en el caso: él y yo ni siquiera llegamos a besarnos. Palabra.
—¿Lo dices en serio? —Los ojos de Shirley se abrieron desmesuradamente. Llevaba mucho rímel, y las largas pestañas se le habían pegado—. Bueno, de qué cosas se entera una… Para que luego digan que está mal hacer preguntas.
Victoria se encogió de hombros. Quizá Shirley tenía razón. Quizá todo hubiese sido más sencillo entre ella y Jan si dos o tres personas con derecho a hacerlo les hubiesen mirado a los ojos para preguntarles si se lo habían montado alguna vez en lugar de sacar sus propias conclusiones. Claro que había gente que lo hacía pero nunca nadie a quien de verdad importaba lo que había habido entre ellos dos. Ni Solange, ni Mischa, ni Santiago, ni Chloe habían puesto jamás el dedo en la llaga. De hecho, ni siquiera le constaba que lo hubiese hecho Marga. Se limitaban a suponer. A intuir. Y a callarse.
—En fin, Shirley… Ahora que sabes que nunca me acosté con el marido de tu hija, ¿podrías contemplar la posibilidad de no pincharme media docena de veces al día? Creo que a Marga le vendría muy bien tener un poco de tranquilidad alrededor, cosa bastante difícil si te pasas la vida buscando jaleo conmigo.
—Por supuesto. Aclaradas las cosas, no tengo ningún interés en fastidiarte. De hecho, hasta podríamos llegar a ser amigas. Aunque eso de que Javier y tú ni siquiera os besasteis es algo que no acabo de creerme. Mi yerno era un hombre muy guapo… Si yo hubiese tenido cerca un tipo así, no creo que hubiese podido resistirme a…
La puerta de la calle se abrió en ese momento, y Solange entró como una bala.
—De verdad que no tienes remedio, Marga… No tienes remedio, y punto…
Solange estaba claramente alterada. Sus ojos grises echaban chispas, y traía el rostro sonrosado por la ira. Junto a ella, cariacontecida, Marga murmuraba lo que parecía ser una explicación.
—Yo esto no lo llevo bien, ¿eh? ¡A ver si es que no voy a poder ir contigo por la calle!
—¡Cuidado con el tono, jovencita! ¿No te han enseñado que no se habla así a las personas mayores?
Shirley miraba a Solange con verdadera furia.
—Pero ¿qué ha pasado?
—¡Que te lo cuente ella!
Marga dejó sobre la mesa de la cocina los papeles que llevaba y se volvió hacia Victoria como suplicando ayuda.
—Solange tiene razón al enfadarse… Es que… Bueno, íbamos en el metro y entraron dos chicos magrebíes.
—¡Ah, qué bien, ahora son magrebíes! Hace un momento estabas hablando de unos moros.
—Solange, cierra el pico. Sigue, Marga.
—Bueno, es que llevaban mochilas… unas mochilas grandísimas. Luego entró otro más, pero ése no llevaba mochila sino una bolsa a rayas. Empezaron a hablar entre ellos en árabe mientras miraban a todo el mundo… y me puse nerviosa.
—¿Te pusiste nerviosa? Vaya, es una forma muy curiosa de describir lo que ha pasado. —Se volvió hacia Victoria, sabiendo que no podía contar con el apoyo de Shirley—. Tía Vi, no hacía más que mirar hacia ellos y revolverse en el asiento. Luego empezó a decirme que nos bajábamos en la siguiente parada, y yo allí, flipando, porque al principio no entendía de qué iba la cosa. Pero cuando el vagón se detuvo empezó a tirar de mí hacia la puerta.
Marga parecía a punto de echarse a llorar.
—Solange, ya sé que me pasé de la raya…
—¿Qué te pasaste de la raya? Y una mierda. Hiciste el ridículo delante de todo el mundo. Y yo contigo. Tardaré años en olvidarme de la escena. Todo el vagón mirándonos, tía Vi… Treinta personas partiéndose de risa al ver a una loca arrastrándome hacia la salida sin quitar el ojo de aquellos pobres chavales, que seguro que venían de deslomarse en una obra.
—¡Ah, bueno, es estupendo que tengas tanta información! —Como era de esperar, Shirley había salido en ayuda de Marga—. Te han bastado cinco segundos para saber incluso a qué se dedicaban aquellos moritos…
—No, Shirley, es tu hija la que lo sabe todo sobre ellos: está segura de que eran terroristas y llevaban una bomba… ¡Por favor! Desde hace diez años, el mundo entero está lleno de locos como ella que desconfían de cada desdichado con aspecto árabe que se cruza en la calle. ¿Sabes que desde hace algún tiempo los
moritos
, como tú los llamas, tienen más dificultades que los occidentales para encontrar un piso de alquiler? ¿Que hay gente que confiesa que no los quiere como vecinos? Y ahora me entero de que vivo con alguien a quien le asusta compartir un cochino vagón de metro con tres tipos del norte de África.
Victoria suspiró. Era la situación perfecta: Solange cargando contra Marga asistida por la piedra de toque de la corrección política. Lo cierto es que no había mucha defensa, y la chica tenía motivos para enfadarse. Cuando se tienen dieciséis años, lo último que quieres es que tu madrastra te monte un número en público, que es precisamente lo que Marga había hecho perdiendo los papeles en el tren. Buscó algo que decir, pero no fue lo suficientemente rápida y Shirley se le adelantó. Para su sorpresa, la voz le sonaba pausada y tranquila. Victoria se dijo que su tono era el mismo que debían de utilizar los celadores para comunicarse con los chiflados de un frenopático, el de un cuerdo razonando con un pobre loco.
—Solange, querida, aclaremos un par de cosas. Antes que nada, deja que te diga que no soy en absoluto racista. Nunca lo he sido. Para que lo sepas, hace años tengo una asistenta dominicana y me he hecho muy amiga de una mujer muy agradable que vive en el segundo y que es completamente mulata. El otro día le presté azúcar. Y de haber vivido en Estados Unidos hubiese votado por Obama, pese a que su mujer no me gusta lo más mínimo. No sé por qué, pero no me fío de ella, y sé que en algún momento dará problemas. Volviendo a lo nuestro, quiero aclarar que me encanta la diversidad. Es estimulante… y enriquecedora. Creo que es bonito lo de tender puentes entre las razas. La multiculturalidad y todo eso. Me encanta la palabra. Multiculturalidad. Suena a multicolor.
Llegado ese punto, las tres miraban a Shirley con la boca abierta. ¿A dónde demonios quería llegar? Ella les dirigió una amistosa y satisfecha mirada circular, como si estuviese en una tribuna de Naciones Unidas y hubiese conseguido captar la atención del auditorio con los prolegómenos del discurso.
—Pero hablemos claro —continuó—. ¿Quiénes secuestraron los aviones del once de septiembre? ¿Quiénes pusieron aquellas horribles bombas en los trenes de Atocha? Y lo de Londres, ¿quién lo hizo? A mí los árabes no me molestan lo más mínimo, pero si el World Trade Center lo hubiesen volado unos suecos, entendería que controlasen a todos los tipos llegados de Estocolmo. Y de haberlo hecho una pandilla de viejas pelirrojas, entendería que Marga se hubiese puesto tensa al ver entrar en un vagón de metro a Ginny y Ruth.
Hubo un silencio que rompió Solange.
—Shirley… ¿Quiénes son Ginny y Ruth?
Shirley sonrió con suficiencia, como si aquél fuese un detalle menor.
—Mis primas de Edimburgo. Les llamábamos las Hermanas Zanahoria. Imagínate por qué. Ahora que lo pienso, debería telefonearlas un día de éstos. Hace siglos que no tengo noticias suyas. Quizá hayan muerto, son muy mayores.
La imagen bosquejada por Shirley de una banda de ancianas con el pelo en llamas secuestrando un avión comercial pasó por la cabeza de las tres, y disipó por unos segundos algunos pensamientos amargos que parecían haber echado raíces en el ánimo de todas durante los últimos días. De pronto, Solange estalló en una carcajada, que contagió misteriosa y felizmente a Marga y a Vic. Shirley todavía farfullaba algo intentando subrayar su ecuanimidad racial, pero ya ninguna de las tres la escuchaba. Estaban riéndose a gritos. Victoria no era capaz de recordar la última vez que lo había hecho. Pero empezaba a necesitarlo… y le estaba sentando condenadamente bien.
Se fueron a la librería a instancias de Victoria. Hay que aprovechar la mañana, le dijo a Marga, y salieron juntas. Fue en la tienda donde Marga le contó hasta qué punto su situación económica era preocupante. Con lo que le quedaba al mes tras la muerte de Jan y los magros beneficios de la librería, apenas llegaría para cubrir los gastos corrientes de Solange y de ella. La casa tenía una comunidad disparatada. La niña iba a un colegio privado y, por lo tanto, nada barato. Las facturas se acumulaban cada mes: el gas, la luz, el agua, la calefacción, el teléfono…
—¿Y los derechos de autor de Jan?
—Ay, Victoria… Esto es España. El año pasado le ingresaron cuatro mil euros por seis libros. Pagamos el doble de esa cantidad por el colegio de Solange.
Victoria se dijo que había llegado el momento de contar a Marga que Chloe quería colaborar en los gastos de su hija.
—Quiere pasarle mil euros al mes. Al menos será suficiente para la matrícula de la escuela.
—Javier no lo hubiese consentido.