Aquella mañana de 2001, rodeada de maletas y con el pasaporte sobre la mesa, Victoria se dio cuenta de que Marga había cambiado para siempre la vida de Jan. No se trataba sólo de renunciar a la etapa neoyorquina y a un trabajo fabuloso, sino que su presencia condenaba a Jan a tener un futuro bien distinto al que él había soñado. Aquella chica destilaba mediocridad por todos sus poros. Y, por mucho que le doliera pensarlo, su mediocridad terminaría por alcanzar a Jan. Se habían acabado los viajes intempestivos, los proyectos delirantes que trazaban juntos aun sabiendo que no podían llevarse a cabo. Jan se había casado y su matrimonio con alguien tan dolorosamente vulgar como Marga iba a llevarlo de la mano por una carretera distinta. En aquel momento, sin ser del todo consciente, en un rincón del alma de Victoria nació algo parecido a una sorda declaración de guerra hacia quien ya era la esposa de su mejor amigo. Pero iniciar abiertamente las hostilidades justo cuando él acababa de morirse era una repugnante forma de mezquindad.
—¿Puedo pasar?
Abrió la puerta sin esperar su contestación. Marga estaba sentada en una esquina de la cama —al menos no se la había encontrado llorando con la cabeza bajo la almohada— y no la miró cuando entró. Victoria se dio cuenta de que no tenía ninguna intención de allanarle el camino. Me lo tengo merecido, se dijo.
Sin decir nada, paseó la mirada por la habitación: era el dormitorio de Jan, pero no recordaba haber estado allí más de media docena de veces, aunque hubiera jurado que al principio la decoración era otra. A buen seguro Marga había tenido mucho que ver en la elección del estampado
toile de Jouy
para el papel de la pared, las pesadas cortinas de brocado azul y aquel precioso escritorio antiguo, por no hablar del aguamanil colocado junto a la cama. A Jan no se le hubiese ocurrido comprar una cosa así ni en un millón de años, y a Victoria se le escapó una sonrisa al imaginar la cara de su amigo cuando Marga instaló en el cuarto de ambos una jarra con una palangana de loza incrustada en un armazón de madera oscura.
—Oye… No sé qué es lo que te ha molestado exactamente, pero…
Marga se volvió hacia ella y la miró con una dureza que le era impropia.
—¿No sabes lo que me ha molestado? ¿De verdad, Victoria? Pues eres menos lista de lo que yo pensaba. O a lo mejor es que yo no soy tan tonta como tú te crees. Llevo años tragando sapos contigo… Sí, Victoria, no pongas esa cara. Sapos enormes, ya ves. Y en cantidades industriales. Ya sé, ya, que tú y Javier erais los mejores amigos del mundo, que os queríais mucho, que jamás os fallasteis el uno al otro. Sé que fuiste muy buena para él. Que siempre estuviste a su lado, igual que él siempre estuvo al tuyo. Que os ayudabais, que os lo contabais todo…
—Si te refieres a lo del dinero, yo…
—No, Vic, no me refiero a lo del maldito dinero. Pero no te voy a negar que ha sido la gota que ha llenado el vaso… no, el cubo… de todos estos años de hacerme la sueca ante vuestra relación.
Victoria sintió que ahora era ella quien tenía derecho a indignarse, y tuvo ganas de gritar: «¿Tú también, Marga? ¿Tú también desconfiabas de Jan, desconfiabas de mí? ¿Creías de verdad que te engañábamos, que había algo sucio entre tú marido y yo?» La idea de que Marga, la bondadosa, la apocada, la conciliadora, perteneciese al grupo de personas que emponzoñaban mentalmente su relación con Jan resultaba especialmente dolorosa. «¿Tú también? ¿Tú también?»
Pero la cosa no iba por ahí. Volvió a apartar la mirada, pero siguió hablando.
—Sé que tuvisteis una relación perfecta. Una relación envidiable, sin malas historias, sin malos recuerdos. Una delicia. Pero lo vuestro fue muy fácil, Victoria. Lo difícil fue lo mío.
Era lo último que Victoria esperaba escuchar. Se sentó en una butaca de cuero marrón, sin poder apartar los ojos de Marga, que había abierto de una patada la caja de los truenos y no parecía dispuesta a cerrarla. Es muy sencillo llevarse bien con alguien que puede coger la puerta y marcharse en cualquier momento, le dijo. Lo complicado son las relaciones a tiempo completo. La convivencia, en una palabra. ¿Cuántas parejas resistirían el espionaje permanente de una cámara instalada en alguno de los núcleos del hogar: en el salón, en la cocina, en el dormitorio, incluso en el cuarto de baño? Quizá aquella puñetera familia de la casa de la pradera. Hacer frente a la intimidad con mayúsculas… ése es el verdadero reto. Esquivar a diario las trampas de la convivencia y la rutina. Ah, claro, Victoria y Javier nunca se habían peleado… ni siquiera habían cruzado una palabra más alta que la otra. Pero es que ellos dos no habían compartido el inmenso montón de miserias cotidianas a las que tiene que enfrentarse a diario cualquier matrimonio.
Es fácil no discutir cuando no hay ropa sucia en el cesto, platos en el fregadero, luces encendidas a deshora, colillas mal apagadas, tubos abiertos de pasta de dientes o tapones de champú desenroscados. Cuando no hay hijos que educar, familias políticas que presionan, deudas que asumir, futuro que encarar. ¿Cuál era el universo común de ellos dos, los
perfectos amigos
? Un montón de libros, algunos viajes caros, intereses comunes, botellas de
whisky
o copas de
dry
martini, cotilleos, planes de trabajo… Las preocupaciones severas de uno jamás repercutían directamente en el otro, de forma que era muy sencillo convertirse en un hombro sólido en el que llorar cada vez que alguno de los dos lo necesitaba. Cuando a Javier lo despidieron inesperadamente del programa de radio en el que ejercía como comentarista, Victoria no tuvo que hacer equilibrios para que la pérdida de un sueldo fijo no diera al traste con la economía doméstica, así que se limitó a soltar barbaridades contra los dueños de la cadena sin angustiarse por la inminente llegada de un nuevo plazo de la derrama del edificio. Cuando la madre de Jan enfermó, Victoria mandaba flores y llamaba por teléfono al hospital dos veces por semana, mientras que ella tenía que participar de una logística demencial para que Mischa estuviese siempre acompañada. Y mientras desatendía su trabajo en la librería, ignoraba a sus amigas y dormía en un sillón para que su suegra no pasase sola las larguísimas noches de hospital, alguien decía en su presencia que había que ver qué excelente amiga era Victoria, que telefoneaba desde el otro lado del mundo y mandaba por Interflora hermosos ramos de lirios y de los tulipanes blancos que sabía que eran los favoritos de la enferma. Cuando Mischa murió, hizo un viaje de cuarenta y ocho horas para asistir al entierro y se convirtió en una especie de heroína para Jan y Solange, como si hubiese venido a nado desde la isla de Ellis. Luego, durante los días de duelo, llamaba a Javier todas las noches, y cada vez que él veía aparecer el número de Victoria en la pantalla de su móvil abandonaba el aire taciturno y el gesto contrito para sobreponerse y asegurarle que se encontraba «un poco mejor, gracias», y hablaban de nimiedades, de cine, de libros, del otoño en Nueva York y de la llegada de la nieve que tanto complicaba la vida en la ciudad, de estrenos teatrales, de amigos comunes que aparecían y desaparecían del mapa vital de ambos. Durante aquellos intercambios telefónicos, Jan hacía esfuerzos por mostrarse jovial e interesarse por algo distinto a su propio dolor. Él nunca supo hasta qué punto sus charlas con Victoria herían a su mujer en lo más hondo. Porque luego, cuando colgaba el teléfono, Jan se entregaba otra vez a su depresión y a su apatía, a la amargura y al ceño fruncido, sin dedicarle a ella la caridad de una sonrisa, o una mínima broma lejanamente parecida a las que se gastaba con su amiga adorada, que se hallaba a salvo de la desolación de la orfandad que cubría la casa como una niebla que casi podía tocarse. ¿Dónde estaba Victoria cuando Javier había sufrido aquella ciática descomunal que lo tuvo dos meses en la cama? Pues gastándole bromas por Internet o tomándose a pitorreo su invalidez forzosa. No era ella quien lo escuchaba quejarse, quien dormía en otra habitación para no perturbar el sueño del doliente, quien se acordaba del orden de las pastillas que tenía que tomar y de llamar al practicante para que viniese a poner las inyecciones intravenosas. Y luego, el día que Victoria apareció en la casa para hacerle una visita sorpresa, él se vistió por primera vez en semanas y hasta consintió en hacer el esfuerzo supremo de salir a la calle para tomar una cerveza aguantando el dolor que le martilleaba la espalda. Victoria no merecía menos, claro que no…
Aunque seguía escuchándola, Victoria ya no miraba a Marga. Había bajado la cabeza y observaba el bonito suelo de madera pulida mientras reflexionaba acerca de las grandes ventajas que presentan los universos paralelos de los amigos: por mucho que dos personas se quieran, siempre hay un terreno virgen en el que pisar cuando para alguna llegan los malos tiempos. Cada vez que Jan o ella tenían un problema, el otro estaba siempre a la suficiente distancia para contemplarlo desde la perspectiva adecuada. Marga tenía razón: para ellos dos, las cosas habían sido extraordinariamente sencillas. Y, en efecto, acertaba al decir que ella se había llevado la peor parte. En eso estaba pensando cuando se levantó y buscó sitio a su lado, en el extremo de la cama. Le echó el brazo por encima de los hombros y le dio un beso en el pelo. Marga no dijo nada, pero no evitó el abrazo. Victoria tuvo la sensación de que, por primera vez en tantos años, las cosas entre las dos estaban completamente claras. Tal vez, pensó, todo sería un poco más sencillo a partir de entonces.
Por fortuna, Shirley y Solange nunca se enteraron de la pequeña batalla que se había librado aquella tarde. Solange se había marchado a la piscina de una amiga nada más acabar de comer, y Shirley se había rendido a una de esas siestas suyas que duraban tres horas. Vic dio gracias a la diosa Fortuna, que había decidido mantener al margen del drama a las otras dos mujeres de la casa, porque si la madre de Marga o la hija de Jan hubiesen estado por allí, posiblemente habría sido mucho más difícil reconducir la situación. Sólo Santi había sido un testigo incómodo de una parte de la función, pero, después de todo, se encontraba allí como abogado de la familia, así que entre sus obligaciones profesionales debía de estar olvidarse de lo que había escuchado.
Mucho tiempo después, Victoria recordaría la escena del dormitorio como una de esas crisis que es necesario atravesar para reconducir las relaciones bilaterales. Ni ella ni Marga volvieron a hablar nunca de aquel encuentro privado, ni retomaron las cuestiones allí tratadas, ni dieron más vueltas a la noria. Pero las dos estuvieron secretamente de acuerdo en que aquella tarde había resultado providencial para apuntalar el difícil equilibrio entre ambas. Tras salir de la habitación, sin decir nada, recogieron juntas los restos de los dulces y el café que habían quedado en el salón, y cuando Solange regresó y Shirley se despertó de su siesta —quejándose, por supuesto, de no haber logrado dormir «más que cinco minutos»—, no encontraron nada distinto a dos mujeres que compartían pacíficamente las obligaciones domésticas.
Solange estaba preciosa, a través incluso de su tristeza y de aquellas lágrimas que se le asomaban a los ojos cada dos por tres. Tenía las mejillas sonrosadas por el sol, el pelo hecho un puro nudo y la nariz moteada de pecas. Apareció en el salón mostrando un bonito bronceado, con su camiseta de tirantes y los pantalones cortos y descosidos. Victoria se dijo que a pesar de los vaqueros viejos y del cabello recogido de cualquier forma sobre la cabeza, la chica conservaba una elegancia milagrosa en una adolescente.
—Bueno, ¿qué? ¿Qué ha contado Santiago? ¿Tenía papá una fortuna en un paraíso fiscal y acabamos de enterarnos?
Victoria y Marga intercambiaron una sonrisa breve, y Victoria se sintió reconfortada. Era como si estuviesen otra vez en el mismo equipo.
—Me temo que no, Solange… De hecho, creo que ahora que Javier no está la vida se nos puede complicar un poco.
Solange dejó a medio camino la lata de refresco que iba a llevarse a la boca.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que, aunque suene duro, esta familia ha perdido su principal fuente de ingresos.
Caramba con Marga. Daba gusto pensar que, de vez en cuando, era capaz de hablar sin rodeos. Solange apuró su bebida y se encogió de hombros.
—Bueno, nos apañaremos. —Y, para sorpresa de todas, le dio a Marga lo que parecía ser un breve abrazo—. Me voy a duchar. ¿Podemos cenar ensalada? He debido de comerme un kilo de helado en casa de Isabel.
Shirley tuvo el detalle de esperar a que Solange estuviese a una distancia prudencial para abrir la boca.
—Ya me estás explicando a qué viene eso de que se os va a complicar la vida…
—No hay mucho que contar, mamá. Javier ganaba bastante dinero, pero es evidente que no está en condiciones de seguir haciéndolo. Así que tendrán que cambiar algunas cosas. Mañana iré al notario, y sabremos a qué atenernos. Y entretanto, preferiría no hablar más del asunto. Estoy un poco saturada de cuestiones prácticas.
Sólo Victoria supo a qué se refería.
Marga no quiso que Victoria abriese la librería mientras ella y Solange arreglaban los papeles en el despacho del notario.
—Santiago ha dicho que será cosa de un momento. Estaremos de vuelta en una hora, y luego podemos ir juntas.
En realidad, Victoria hubiese preferido pasar la mañana en la tienda a compartir tiempo y espacio con Shirley.
Aunque le molestaba admitirlo, aquella mujer despertaba en ella cierta inquietud. Acostumbrada a caer bien a todo el mundo, a seducir a cualquiera con su don de gentes, Victoria sentía que Shirley era una especie de piedrecita que se le había colado en el zapato. Por eso le habría apetecido hacer cualquier cosa antes que quedarse a solas con ella. Cuando Solange y Marga se marcharon, pensó en dejar la casa con el pretexto de dar un paseo, pero eso hubiese sido como reconocer que Shirley le daba miedo. ¿A dónde iba a ir a las nueve de la mañana y en pleno mes de agosto? Así que se quedó en la cocina, recogiendo los cacharros del desayuno y diciéndose que, con un poco de suerte, Shirley iría a encerrarse en su habitación para cardarse el pelo o arrancarse las canas hasta que su hija volviera.
Pero la madre de Marga parecía tener otros planes. Se quedó sentada, observándola mientras enjuagaba las tazas. A Victoria le pareció notar sus ojos en la nuca, y se preguntó hasta qué punto era consciente aquella mujer de lo nerviosa que la estaba poniendo. Le dieron ganas de volverse de golpe y arrojarle a la cabeza uno de los platillos de loza, y luego salir corriendo.