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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

La vida después (22 page)

BOOK: La vida después
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Victoria ladeó la cabeza.

—Claro que no. Pero él ya no está. Y es justo que Chloe te ayude económicamente, ya que no se puede contar con ella para mucho más.

Era un argumento irrebatible, y Marga no se sentía con fuerzas para presentar batalla.

—Ya. Tienes razón. Y, además, no estoy en condiciones de rechazar la oferta. Si no sucede un milagro, voy a pasar verdaderos apuros a partir de ahora. Me tranquiliza saber que al menos las necesidades de Solange estarán cubiertas. En cuanto al resto… No lo sé. Tal vez podría vender la casa.

Un latigazo en la espalda de Victoria. Aquel precioso piso que habían encontrado juntos Jan y ella, dejar que otra persona pisase el pulido suelo de madera oscura, que un desconocido disfrutase del sol que entraba a raudales por los balcones del salón, que alguien encendiese la chimenea del despacho, que admirase las molduras legítimas y el ajedrezado del suelo de la entrada… Notó en el pecho una tristeza que intentó aplacar por considerarla injusta, porque, después de todo, aquél no era su hogar. La idea de deshacerse del piso debería de doler mil veces más a Solange o a Marga.

—¿Quieres saber algo? Hasta ahora no me había parado a pensar en que el dinero podía ser un problema. —Marga apoyó la espalda en el mostrador—. Dirás que soy una inconsciente, pero ni se me había pasado por la cabeza que era Javier quien nos mantenía. Y cuando él murió, sólo pensaba en que le había perdido… Pero ahora podría tener preocupaciones incluso más graves que la de estar sola. Supongo que soy una miserable por pensar así. Mi marido lleva sólo tres días muerto, y yo ya estoy dando vueltas a mi situación material.

—Lo cual demuestra, Marga, que tienes dos dedos de frente. —Buscó un sitio a su lado e imitó su postura. Se estaba bien así, con la espalda protegida—. Ya sé que hay quien dice que el dinero es el menor de los problemas, pero eso sólo ocurre cuando se tiene. Mira, no dejes que esto te agobie más de lo necesario. —Se aclaró la voz y miró a Marga—: Sabes que puedo colaborar…

—Por favor…

—Lo digo en serio. Me casé con un multimillonario. ¿De qué serviría si no pudiese echar un cable a dos amigas en apuros?

Marga soltó una risa breve.

—Mil gracias, pero no sería capaz de aceptar tu ayuda. No quiero que te ofendas, pero el dinero del que hablas es de tu marido, no tuyo. Ya nos arreglaremos.

Transcurrió una semana más bien intensa. Morirse no es tan fácil, Jan, pensaba Victoria mientras se afanaba en ayudar a Marga en todo el papeleo indeseable que sucede a la desaparición del cabeza de familia. Había facturas que cambiar de nombre, seguros que dar de baja, certificados que solicitar, cuentas que supervisar. Mil y un detalles engorrosos a los que había que enfrentarse y para los que Vic, con su sentido práctico, suponía la mejor de las ayudas. Ella, Marga y Santiago se sentaron dos o tres veces para hacer y rehacer las cuentas, buscando soluciones que no había para evitar la inminencia de la ruina. La necesidad de vender la casa gravitaba sobre el día a día, y mientras Vic se devanaba los sesos intentando encontrar un milagro que hiciese cuadrar los números, Marga hacía lo posible por empezar a distanciarse emocionalmente del que había sido su hogar durante tantos años.

Solange, por su parte, reaccionó con una madurez sorprendente cuando, al borde de las lágrimas, Marga le explicó que tendrían que dejar la casa. Se quedó un rato callada, como masticando la noticia, y luego encogió sus hombros perfectos:

—Me he quedado sin padre, Marga… Me importa una mierda vivir aquí o en cualquier otro sitio si de todos modos ya no puedo vivir con él.

Al escuchar aquella declaración Marga se echó a llorar, por supuesto, pero Victoria se sintió secretamente aliviada. La serenidad de la joven Solange no haría sino facilitar las cosas. Si deshacerse de la casa iba a ser doloroso, más lo habría sido que una adolescente decidiese complicar la operación con números sentimentales.

Shirley, por supuesto, se había tomado el asunto como algo personal. «Mi hija va a quedarse sin casa», repetía, llorando a lágrima viva, mientras los ojos se le emborronaban con la máscara de pestañas. Ni Vic ni Marga le hicieron mucho caso, a pesar de que, a juzgar por su disgusto, parecía que la familia iba a tener que trasladarse a vivir en un asentamiento chabolista.

Herder telefoneaba casi todos los días, y no sólo al móvil de Victoria, sino que de vez en cuando llamaba directamente a Marga, o a Solange, y a decir de éstas se mostraba la mar de atento. En aquellas conversaciones, en todas y cada una de aquellas llamadas, Vic distinguía a Herder van Halen en estado puro: tan correcto, tan bien educado, tan pendiente de todo. Un irreprochable producto de los colegios caros de Nueva Inglaterra. Pero, a pesar de que Marga, Sol y hasta la propia Shirley no dejaban de poner por las nubes su delicadeza y su preocupación, a Victoria no le conmovían en absoluto: sólo estaba representando su papel, igual que cada vez que le preguntaba a ella cuándo iba a volver a casa. Sólo lo hacía porque eso es lo que se espera de un marido al uso. Quería tenerla en Nueva York porque era ahí donde debía estar, no porque la echara de menos ni porque necesitase su presencia.

En cuanto a la librería, volvió a su actividad paulatinamente. Algunos de los clientes que entraban preguntaban por Jan, otros daban el pésame más o menos discretamente y escudriñaban a su viuda para comprobar si la desgracia la había afectado
también
físicamente, y otros (los menos) tenían la delicadeza de no hacer comentarios y dejar caer algún signo de empatía, como un apretón de manos al recibir el cambio, una sonrisa más amable de lo normal. Por fortuna, y después de un par de días más o menos difíciles, Marga ya no se derrumbaba cada vez que recibía el saludo de algún cliente habitual o el abrazo amistoso de los vecinos que se pasaban por la librería. Habían pasado dos semanas, y empezaba a acostumbrarse a la vida tal y como iba a ser. El tiempo, pensaba Victoria, sabe hacer su trabajo.

Aquella mañana habían ido las dos a la librería, pero no había entrado un solo cliente. Herder llamó a eso de las doce. Habló brevemente con Victoria y luego quiso charlar con Marga para contarle algunos detalles de la campaña.

—Tienes que reconocer que tu marido es un hombre encantador. —Victoria recibió el cumplido con una sonrisa muy poco expresiva—. Y, por cierto, ¿cómo va lo vuestro?

«Mierda.» A veces olvidaba que había esgrimido supuestas desavenencias para justificar su estancia en Madrid.

—No va.

—Si no quieres contármelo…

—No, no es eso. Es que no hay mucho que decir.

—¿Habéis hablado de vosotros estos días?

Victoria fingió estar muy interesada en un expositor de libros de bolsillo.

—Un par de veces. Pero no te preocupes, que estamos en el buen camino. —Buscó la forma de cambiar de tema y se fijó en las dos latas de película, de las que no había vuelto a acordarse—. Oye… ¿Has pensado qué vas a hacer con esto? Porque creo que estaría bien echarle un vistazo a la cinta.

—Ya, pero… ¿dónde vamos a encontrar un proyector para semejante antigualla?

Marga había sacado de la lata la enorme bobina. Extrajo un buen trozo de la película. Volvieron a ponerla al trasluz. Desde luego, tenía algo grabado encima. Soltaron un poco más. No, no era una cinta virgen. Sólo el primer metro parecía estar quemado.

—Hace dos o tres años conocí en el Cervantes de Nueva York a un tipo que trabajaba en la Filmoteca. Nos cambiamos un par de correos. Creo que podré localizarlo. Tengo la buena costumbre de guardar todos los
mails
. Herder dice que es una pérdida de tiempo. Pero Herder es completamente idiota… Para algunas cosas, quiero decir.

Roberto Vidal estaba a punto de jubilarse de su puesto en la Filmoteca. Por eso no había tomado vacaciones en el mes de agosto: quería acumular jornadas de trabajo para así retirarse cuanto antes. No es que no le gustase lo que hacía, pero acababa de cumplir los sesenta y cuatro y, básicamente, estaba harto. Aún no había decidido en qué iba a emplear los años dorados de la jubilación. A veces pensaba en viajar, aunque no le gustaban mucho los aviones —¿y eso qué importa?, ¿acaso no hay barcos, y trenes, y coches?— y otras soñaba con dedicarse a la jardinería y cultivar incluso sus propios tomates. Lo único que tenía claro es que no pensaba ver una película nunca más en su vida. Llevaba treinta años sin hacer otra cosa, y había tenido bastante. El mundo estaba lleno de oportunidades, pero él había dedicado más de la mitad de sus días al visionado de cintas de todo pelaje. Tenía una verdadera sobredosis de cine, que acabaría en unos meses, y en eso estaba pensando cuando sonó el teléfono.

—Hola, Roberto… Soy Victoria Suárez, de la Universidad de Grace. Nos conocimos en Nueva York. Tal vez no me recuerdes.

Por supuesto que no la recordaba —al menos así, a bote pronto—, pero no se atrevió a reconocerlo. Hacía meses que le fallaba la memoria, y no quería que aquella fuese otra señal de aviso de la inminente senectud. Así que, mientras intercambiaba saludos con aquella mujer desconocida, se estrujaba el magín para encontrar su rostro en algún lugar de sus recuerdos o, al menos, una pequeña pista que pudiese conducirle a ella. Había estado tres veces en Nueva York. De pronto se le heló la sangre.

Santo cielo. Quizá era aquella mujer que había conocido en el festival de cine. Aquella veinteañera exuberante con la que se había acostado dos veces y que luego había desaparecido, como si se hubiese propuesto hacer realidad el sueño de cualquier hombre: una jovencita apasionada y llena de curvas que se mete en tu cama y luego se larga… Por favor, por favor, que no fuera ella… ¿Qué iba a decirle a Lola? ¿Que una mujer a la que se había tirado hacía dos décadas, seis mil kilómetros y varios husos horarios había regresado para complicarles la vida? ¿Cómo había dicho que se llamaba? ¿Victoria? No podía ser, aquella chica era de un sitio raro. Finlandia o algo así. Y no hablaba español… o al menos eso le parecía recordar. Hacía tanto tiempo de aquello… Veinte años, más o menos. La maldita memoria…

—¿Sigues en la Filmoteca? Es que necesito que me hagas un favor. A lo mejor estoy abusando, pero no puedo recurrir a nadie más… Y recuerdo que me dijiste que te llamara si alguna vez me hacía falta algo de historia del cine.

Historia del cine: una buena pista. Estaba casi seguro de que a aquel bombón escandinavo la historia del cine no le interesaba en absoluto. Seguramente quería ser actriz. Sí, eso era. Una de esas aspirantes a estrella que van a los festivales y son pieza fácil de cualquier tipo bien trajeado con pinta de productor. Sintió una punzada de optimismo. La mujer que hablaba al otro lado de la línea no tenía nada que ver con su desliz. El único en casi cuarenta años de feliz matrimonio Y, además, ¿la tal Victoria no había dicho algo de una universidad? Apostaría el brazo izquierdo a que su ligue neoyorquino no había ido a la Universidad ni de visita. Una chica así hubiera causado una notable revolución en cualquier campus, pensó melancólicamente, y evocó su cintura de avispa y la generosa talla de sujetador, que parecían inmunes a la erosión de la memoria.

—El caso es que tengo una cinta, una película viejísima que he comprado por eBay, y me gustaría saber qué es exactamente. Me pregunto si podrías echarme una mano.

—No entiendo…

—Me hace falta un proyector. Uno antiguo, supongo.

¿Un proyector antiguo? ¿Una mujer a quien no recordaba —o, al menos, ésa era su esperanza— le estaba pidiendo un proyector para ver Dios sabe qué? Roberto Vidal sopesó la posibilidad de que se tratase de una broma. Sí. Quizá era cosa de sus compañeros. A lo mejor habían contratado a… a una
stripper
como regalo de jubilación. Tal vez, si le seguía la corriente, aquella mujer se presentaría en la filmoteca con una enorme película de plástico debajo del brazo, una gabardina y un tanga minúsculo, y la intención de montar un numerito en la sala de proyección. La frente se le perló de sudor… ni en sus peores pesadillas…

—Eh… mira… Eh, Victoria… es que esto está cerrado… en agosto no hay nadie por aquí. A mí me pillas de milagro.

—Sí, ya me imagino. Es una suerte que te haya localizado. Comprendo que lo que te estoy pidiendo se sale de lo normal, pero, al fin y al cabo…

Al fin y al cabo, ¿qué? ¿Con quién se creía que estaba hablando? Definitivamente, tenía que tratarse de una broma.

—Soy profesora en una universidad que tiene programas de colaboración con el Instituto Cervantes de Nueva York. Ya sé que la Filmoteca depende de Cultura, no de Exteriores, pero…

Una luz se encendió al final del túnel. Una luz minúscula que iba cobrando intensidad… la visita al Cervantes… el ciclo de cine de Buñuel que habían presentado en Manhattan… la Universidad de Grace, que patrocinaba la muestra… y aquella profesora tan guapa que los había invitado a todos a cenar en un coqueto restaurante del SoHo…

Victoria Suárez, morena, elegante, muy simpática. Parecía la típica neoyorquina sofisticada y rica. Y era cierto que le había dicho que podía contar con él si necesitaba algo de Madrid. De pronto lo recordaba todo… Aquellas chicas americanas gritando histéricas cuando la navaja se acercaba al ojo, las tres botellas de vino de California que se bebieron, las velitas sobre la mesa, Nueva York en otoño… Su memoria iba abriendo nuevas ventanas por las que entraba a raudales toda la información acumulada durante aquellos días en Manhattan. No estaba viejo, no estaba gagá, se jubilaba porque le daba la gana, no porque tuviera que hacerlo. Se jubilaba porque estaba hasta el mismo gorro de ver películas que no le interesaban, porque quería viajar y tener un huerto, y pasear del brazo de su mujer los lunes por la mañana sin volver a pensar en que le había puesto los cuernos con una putilla vikinga. Qué felicidad, qué alivio… Oh, gracias, gracias, gracias… De pronto, Roberto Vidal se sintió en la necesidad de ponerse en paz con el mundo entero.

—¿Tienes la cinta contigo? ¿Sí? Pues pásate por aquí en una hora. Te espero en la puerta. Me apañaré una sala de proyección, ¿eh? Te debo una después de aquella cena tan estupenda que organizaste. ¿Sigue abierto aquel restaurante del SoHo? ¿Cómo se llamaba? Tal vez vaya a Nueva York con mi mujer dentro de poco. Me jubilo en tres meses, ¿qué te parece…? De verdad que me alegro de que hayas llamado… No, no, no es ninguna molestia, aquí te espero… Adiós, adiós.

Era la una y media cuando llegaron al edificio de la Filmoteca. Hacía un calor infame, pensó Victoria, un calor de otro mundo, que reblandecía el asfalto y las ideas y propiciaba el desánimo. Al menos no era el bochorno húmedo de Manhattan, se dijo para consolarse, que ponía en pie de guerra la sudoración y pintaba horribles rodetes debajo de los brazos.

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