La frase no sonó a oferta generosa, sino a amenaza en toda regla. Al verla allí plantada, con aquel ademán tan poco amistoso, Victoria pensó —y no era la primera vez— que Shirley era un verdadero personaje de película. La había visto en tres o cuatro ocasiones, y siempre se le había antojado una mujer maravillosamente rara. Se preguntó qué edad tendría, pero estaba segura de que no mucho más de sesenta y cinco años: Jan le había dicho que Marga había nacido cuando su madre era muy joven. Trató de imaginar a Shirley con cuarenta años menos, pero desistió. Imposible concebir semejante caudal de energía multiplicado por la propia de la juventud. En aquella época, Shirley hubiera podido encender bombillas a su paso. Es posible que fuese eso lo que enamorara al padre de Marga, que a decir de Jan era muy parecido a su hija: reposado, taciturno incluso, discreto y nada vehemente. Lo más emocionante que había hecho en la vida era casarse con una inglesita chiflada a la que había conocido en un verano mientras ella hacía un curso de español.
Shirley. Se había instalado en España con su esposo, había tenido a su hija y se había consagrado a su familia —o eso aseguraba ella, aunque a Victoria le costaba imaginar a Shirley consagrada a nadie—, y luego, al morir su marido, decidió regresar a Bournemough para pasar allí su viudedad.
A Marga le pareció de perlas que su madre pusiese un mar entre ambas. Shirley era una persona tan intensa que resultaba difícil establecer con ella una convivencia en términos razonables. Cuando un buen día su madre la llamó para confesarle que, tras decenas de viajes entre varios países, había desarrollado un contumaz miedo a los aviones, se sintió en la gloria. A partir de entonces, estaría en su mano el verla. Y, para ser franca, no era algo que necesitase hacer muy a menudo. Shirley podía volver tarumba a cualquiera, pero especialmente a su única hija. Así que ésta la llamaba un par de veces por semana y tranquilizaba su conciencia escribiéndole casi a diario largos correos electrónicos. Desde el traslado de Shirley al sur de Inglaterra, sólo había ido a verla en dos ocasiones. Y había sido más que suficiente.
En una sola palabra, Shirley era demasiado. Demasiado todo. Demasiado habladora, demasiado activa, demasiado alegre, demasiado exigente, demasiado implacable.
Juzgaba sin piedad todo lo que se le ponía por delante —ya fuese la calidad de las chuletas en la carnicería o la política económica del gobierno de turno—, y, sobre todo, no daba un respiro a su hija, a la que había llegado a asfixiar a fuerza de adorarla. Creía que el mundo entero era poco para ella. Su marido, su trabajo, su casa, su rutina constituían sólo una pequeña porción de lo que Marga merecía y, aunque en los últimos años se había guardado muy mucho de gritarlo a los cuatro vientos, seguía íntimamente convencida de que su hija se había ganado mucho más que lo que la vida le había puesto en bandeja. Un marido guapo, un piso en el centro de Madrid, un pequeño negocio eran sólo una ínfima parte de lo que la niña debería haber tenido si el mundo fuese un lugar medianamente justo.
La propia Marga se preguntaba si alguna vez su madre había intentado quitarse aquella enojosa venda, aquel filtro de color de rosa que le hacía ver a su hija como no había sido nunca. Hubiese estado bien que en algún momento se enfrentase a la realidad: había engendrado a una mujer corriente y moliente, simplemente vulgar, que debería darse con un canto en los dientes por disfrutar del destino que le había tocado en suerte. Eso era lo que Marga hacía: dar gracias a diario por las cartas magistrales que le habían salido en la partida. Pero Shirley no. Estaba demasiado ocupada lamentando que su hija no llevase de mano los cuatro ases como para apreciar cualquier otra forma de triunfo.
Según el Particular Ideario de Shirley, Marga había tenido muy poca fortuna casándose con Jan, un tipo sin un trabajo estable que, encima de no tener una nómina, llevaba adosada una hija pequeña. Ahí es nada. La querida Marga unida a un padre soltero que soportaba sobre los hombros el peso invencible de una criaturita. Shirley nunca se preocupó mucho de disimular que detestaba a Jan, a quien consideraba, con toda razón, culpable último de no poder disfrutar de sus propios nietos: como ya tenía a la niña de sus ojos, para qué traer al mundo más renacuajos. Al principio, él lo intentó todo para ganarse el afecto de su suegra, pero al comprobar que Shirley era raramente invulnerable a su encanto, aprendió a ignorarla. Esa fue la única forma de llegar con ella a una
entente cordiale.
Si Jan no hubiese adoptado esa actitud casi zen, habría acabado por responder a alguna de sus provocaciones, y ahí se hubiese generado el verdadero conflicto. Pero incluso para Shirley resultaba difícil armar gresca con alguien que actuaba como si no existiera.
En cuanto a Solange, Shirley también la odiaba. Aquella mocosa mimada, tan sonriente y tan linda, le recordaba a diario que su hija no era madre, y la culpaba a ella de la renuncia de Marga a tener su propia prole. Había intentado compartir con Marga sus negros pensamientos, pero ella había puesto coto a toda forma de diatriba. «No voy a consentir esto, mamá. Si vuelves a nombrar a Solange para algo que no sea alabar su color de pelo, seré yo quien no vuelva a hablarte.» Shirley sabía que era muy capaz. La desalmada de su hija, tan dócil con el dichoso Javier y su niña consentida, se revolvía como una gata furiosa contra su propia madre. Así pues, aprendió a morderse la lengua y se guardaba para sí sus opiniones acerca de la pésima educación de Solange, los modales de Solange o las manías de Solange. La cual, por cierto, encontraba simpatiquísima a la madre de Marga: el espíritu de contradicción que la poseía y la obligaba a venerar a quienes no le profesaban consideración la lanzó de bruces contra aquel torbellino llamado Shirley Saunders. Enseguida la catalogó como una persona diferente a todas. La creía original, divertida, única, con aquella ropa apretada, el pelo cardado y los labios pintados de rojo, y el falso lunar que a veces se dibujaba sobre el labio superior. Sí, Solange hubiese hecho cualquier cosa por camelarse a la madre de Marga… pero ella no estaba por la labor.
En la lista de antipatías de la señora Saunders también estaba Victoria. Ella lo entendía. Al fin y al cabo, Shirley venía de una generación donde la amistad entre un hombre y una mujer era algo oscuro y hasta sucio, una caja cerrada que escondía terribles secretos. Nunca se creyó que entre los dos no hubiese nada más que afecto puro y duro, y se encendía como una vela cada vez que veía a Victoria cerca de la familia de su hija. Las escasas veces que coincidían, Shirley dedicaba a Victoria torvas miradas que hubiesen podido fulminarla.
Vic evaluó rápidamente la situación. Allí estaban las cuatro: Shirley, que la odiaba a ella y odiaba a Solange, pero amaba a Marga; Solange, que adoraba a su tía y admiraba a la loca de Shirley, pero a Marga no la podía ni ver; la buena de Marga, que llevaba casi cuarenta años intentando querer a todo el mundo; y ella, que de buena gana hubiese cogido la puerta y las hubiese dejado a las tres bien provistas de cuchillos para que resolviesen sus diferencias con acero y sangre. Porque si la situación en la casa era ya lo suficientemente tensa, la llegada de Shirley iba a multiplicar los problemas. ¿Por qué demonios no podría haberse quedado en Bournemouth, alimentando sus paranoias y su miedo a volar? «Jan, cabronazo, al hacerme el encarguito, ¿no pensaste que tu suegra podía aparecer en escena para acabar de complicarlo todo?»
Vic miró a Shirley con disimulo mientras ésta se servía un café poniendo cara de mártir y mascullaba algo sobre las hijas desagradecidas incapaces de valorar el amor de las madres. Había engordado desde la última vez que la viera, hacía ya cuatro o cinco años, en el entierro de la madre de Jan, y su pelo castaño había adquirido una extraña tonalidad a medio camino entre el rubio ceniciento y el gris platino. Llevaba las manos llenas de sortijas y… ¿qué era aquello que se había puesto en el tobillo? Dios santo, eran dos pulseras, una metálica y cargada de colgantes, y otra de cuerda, una de esas pulseritas de colores rematadas en una cruz. Vic no pudo evitar sonreír al imaginarse el paso de Shirley por el detector de metales del aeropuerto. Seguro que había armado un buen jaleo. Shirley, con el ceño fruncido para evidenciar su enfado, se afanaba en untar de mermelada una magdalena mientras mantenía su expresión de suprema dignidad. Una vez más, Vic se dijo que aquella mujer le gustaba bastante más de lo que quería reconocer. Le gustaba porque iba a su aire, porque era apasionada y vitalista, dramática y extrema, y sobre todo le gustaba por el amor que sentía por su hija y la forma absurda en que intentaba protegerla de todos los males. Vic, que por haber perdido a su madre siendo una niña no había sabido nunca lo que es ese amor descontrolado, envidiaba la devoción sin fisuras que Shirley profesaba a su hija, y la conmovía la forma en que el sentimiento maternal convertía a la frágil Marga en una supermujer ante los ojos inquietos de su extravagante madre.
—Bueno, cuéntame… —Shirley la emprendió con la segunda magdalena embadurnada de jalea de fresa. Unas cuantas migas se derramaron generosamente por su camiseta, de un tono rosa oscuro.
—No hay mucho que contar, mamá… Javier tuvo un infarto, llegó muerto al hospital y lo enterramos hace dos días.
—Sí, eso ya me lo dijiste por teléfono. —De pronto, pareció reparar en Victoria por primera vez—: Perdona, ¿tú no vives en Nueva York?
—Sí… Vine al entierro y me quedo unos días en Madrid.
—Bueno, es que siempre que visito a mi hija te encuentro por aquí… Debe de ser una casualidad.
Marga se vio en la necesidad de intervenir.
—No, madre, no es una casualidad. Victoria es como de la familia. Si Javier hubiese tenido una hermana, también te la encontrarías continuamente cerca de nosotros.
Una buena respuesta, sí señor. Vic dirigió a Marga lo que quería ser una mirada de gratitud, pero ella tenía los ojos fieramente puestos en su madre. Shirley, por su parte, sí miró a Victoria de arriba abajo.
—Una hermana… ya… No sé qué tal te hubiese sentado tener una cuñada. Yo me llevaba fatal con las mías.
—¿Por qué no me sorprende en absoluto? —Marga cerró el bote de la mermelada y lo guardó en la nevera, como si privar a su madre del dulce fuese una tímida forma de triunfo.
—¿Qué quieres decir?
—Que se te da muy bien llevarte mal con la gente.
—Tú, sin embargo, eres la paloma de la paz…
Y dirigió a Victoria otra mirada de reprobación. En una esquina, Solange asistía divertida al intercambio de frases lapidarias. Esta vez, Marga no contestó. Recogió los restos del desayuno y fregó las tazas con cierta ferocidad.
—Victoria, ¿puedes acompañarme a la librería?
—Claro. ¿Estás segura de que quieres abrir hoy?
Ella tardó unos segundos en contestar.
—Sí. De todas formas, va a ser horrible, así que cuanto antes mejor.
—Pero Marga… ¿No crees que es demasiado pronto? —Shirley se colocaba la camiseta por dentro de los pantalones y se limpiaba de la generosa pechera los restos del bollito. Victoria se fijó en que llevaba las uñas pintadas de un luminoso color azul.
—No, mamá. Además, me dará un ataque si me quedo un minuto más en esta casa…
«… contigo», así acaba la frase, pensó Victoria.
—Bueno, yo puedo acompañarte si quieres.
—No. Tú descansa un poco. Estoy segura de que esas pastillas mágicas acabarán por pasarte factura. Puedes usar a habitación del fondo. Victoria duerme en la otra.
—¿En la otra?
—Sí, mamá. Está viviendo aquí. Voy a darme una ducha. Tú échate una siesta hasta la hora de la comida… o haz lo que quieras. Yo tengo muchas cosas de que ocuparme.
Jan y Marga habían abierto la librería dos o tres años después de su boda. Jan decía que siempre había soñado con tener un negocio de ese tipo, y Victoria dio por buena la explicación, aunque sabía que la verdad era otra: lo que su amigo quería era proporcionar a Marga un trabajo fijo. A pesar de todo, los dos estaban igualmente ilusionados con la aventura, en la que invirtieron todos los ahorros de él. Victoria sospechaba que Marga no había llegado a saber que Jan había recurrido a ella cuando los gastos de acondicionamiento del local se dispararon diez mil euros por encima del presupuesto. Para Vic fue un placer enviar a su amigo la transferencia que iba a salvarle de un problema después de que el banco les cerrara el grifo. Jan le había devuelto la cantidad con tanto celo como si le hubiese pedido prestado al mismísimo señor Scrooge, y jamás hablaron de aquel dinero delante de Marga. La librería se llamaba La tempestad. Todo el mundo pensaba que era un homenaje a la obra de Shakespeare, pero el nombre estaba tomado de parte del título de una novela de Robertson Davies que Victoria había regalado a Jan en su veinte cumpleaños. Así que el pequeño refugio de libros y material de oficina encerraba en realidad un par de secretos compartidos entre su amigo y ella. Y eso era suficiente para que, a pesar de no haberla visitado más allá de unas cuantas veces, Victoria amase también aquella librería.
Intentó no pensar en ello cuando la verja que protegía el escaparate se abrió con un chirrido ingrato. Marga y Victoria entraron sin hablar y tragando saliva. Había algo de polvo en el ambiente, y Vic sintió ganas de estornudar. Se preguntó quién diría la primera palabra, y miró a Marga, que paseaba por entre las mesas de libros mirándolo todo como si fuese la primera vez que estaba allí. Y así era, después de todo. Nunca antes se había adentrado en la librería sabiendo que Jan había muerto, y esa certeza convertía el mundo en un lugar inhóspito. Aquella tienda de libros, aquellas estanterías cuidadosamente organizadas, la enorme escalera para llegar a las baldas más altas, el mostrador, la caja registradora —un modelo antiguo comprado en un anticuario—, los expositores de material de oficina y artículos de escritorio eran sólo una pequeña parte de la vida después de Jan. Marga dirigió su mirada hacia una esquina: dos estanterías metalizadas —bien distintas del resto, que estaban hechas de madera oscura— parecían definir la frontera hacia otro espacio. Del techo, armados en un cartón pluma, pendían un cartel de
Metrópolis
y otro de Greta Garbo convertida en
Ninotchka.
En la pared, un enorme fotograma de
Testigo de cargo
con los ojos velados de Marlene Dietrich compartía espacio con la silueta inconfundible de Alfred Hitchcock rodeado por media docena de pájaros amenazantes. Sobre la estantería descansaban algunas figuras de papel maché que representaban a Humphrey Bogart en
El sueño eterno, La Reina de África
y
Casablanca
, y una colección de troquelados de Grace Kelly vestida con trajes largos y vaporosos. Un Fellini de cartón a tamaño natural lo miraba todo desde el suelo. Aunque era lo último que deseaba, Victoria imaginó a Jan colocando aquellas figuritas, haciendo descender desde el techo los carteles de las películas, intentando prestar equilibrio a un director de cine gordo y genial. Tenía que decir algo inmediatamente. Algo que normalizase aquella escena, que ayudase a desvanecer el recuerdo de Jan, que por primera vez en aquellos días se le antojaba palpable y presente. Notó que la garganta se le atenazaba, pero hizo un esfuerzo sobrehumano para que su voz sonara cordial y tranquila.