—Aunque te sorprenda, la comida americana me gusta bastante. Y, de todos modos, intento comer lo justo para sobrevivir. Eso significa que me alimento de ensaladas y pescado hervido. Lo de ayer fue una excepción, pero prefiero que no se repita con demasiada frecuencia. No te preocupes por mí. Me arreglo con cualquier cosa.
—De acuerdo. —Parecía levemente ofendida. «Oh, Marga, vete a la mierda, no puedo andar de puntillas sobre todos vuestros caprichos»—. ¿Solange?
—Me apunto a lo del pescado hervido —Victoria abrió mucho los ojos. «No te pases»—. Es broma, Marga. Pero creo que deberíamos acabar con las sobras antes de que cocines nada más. Necesitaremos una nevera industrial si sigues guisando a ese ritmo.
—El caso es que me relaja mucho… Cuando estoy metida en la cocina, dejo la mente en blanco.
—Prueba con el yoga. También tranquiliza y no hay peligro de que nos pongamos como focas.
Solange había resistido demasiado sin lanzar una pulla. Por fortuna, el timbre de la puerta sonó antes de que Marga pudiese acusar el golpe.
—¿Quién será a estas horas?
—El de correos con más telegramas…
Pero no era el cartero precisamente sino, como se dijo Victoria en cuanto abrió la puerta, una nueva fuente de problemas.
—¡Sorpresa!
—¡Señora Solano!
—¡Shirley!
—¡Mamá!
Victoria habría dado cualquier cosa por saber a ciencia cierta qué había pensado de Shirley la madre de Jan la primera vez que se vieron. Ella y Mischa se parecían tanto como un huevo a una castaña. Si una era excesiva, la otra pecaba de prudente. El mal gusto de una era sofisticación en la otra. Mischa era callada y discreta, Shirley hablaba por los codos y un par de tonos más alto de lo deseable. Si Shirley usaba jerséis apretados, faldas ceñidas y una cien de sujetador, Mischa parecía volar en sus lánguidos vestidos de seda, y tenía las caderas estrechas, el vientre liso y el pecho plano. Shirley, ama de casa y mamá gallina. Mischa, actriz frustrada y madre moderna, que hablaba de tú a tú con su hijo sin padre. Shirley y Mischa. Según Jan, se habían llevado estupendamente, pero a buen seguro fue porque ambas amaban tanto a sus criaturas respectivas que se sabían condenadas a entenderse. Si se hubiesen conocido en cualquier otra circunstancia, habrían estado encantadas de ignorarse, cuando no de despedazarse vivas.
La adorable Mischa. Su verdadero nombre era Micaela, pero un representante la convenció de que debía cambiarlo, y la rebautizó como Mischa Laurentin. Había intentado abrirse camino en España. Había hecho dos películas que nunca llegaron a estrenarse y tuvo una fugaz aparición en un filme de Sáenz de Heredia. Alguien le dijo que el futuro estaba en Francia, así que se fue a vivir a París a los veintisiete años, llevando bajo el brazo un montón de promesas difusas y diez mil pesetas que le había dado su padre para consolarse pensando que, al menos, la niña no se moriría de hambre. Allí llegó un nuevo nombre más adecuado para los carteles, y un remedo de la vida con que la recién nacida Mischa había soñado: compañías de teatro independiente, papeles mínimos en aburridas películas de la
nouvelle vague
, fugaces encuentros con directores famosos que le hablaban de un futuro brillante que no llegaba nunca, y muchas decepciones que echaban por tierra el castillo de naipes que Mischa Laurentin levantaba cada día.
Cuando regresó a Madrid, sin haber conseguido triunfar en el teatro y embarazada de un tipo cuya identidad no quiso revelar, se quedó con su nombre artístico como único recuerdo de aquella vida pasada. Tenía treinta y nueve años y la ingrata sensación de que el tiempo pasa mucho más rápido de lo que a cualquiera le gustaría. Sus padres —a los que aún les costaba superar la vergüenza de tener una hija titiritera con el nombre cambiado— la recibieron con la misma sorpresa con que la habían visto marchar doce años atrás, resignados ante su estado de gravidez y aliviados por saberla sana y salva después de haber pasado por el lugar de perdición que era el París de hace medio siglo. Cuando nació Jan —que fue Javier durante mucho tiempo—, cuidaron a ambos con el mismo amor y la misma entrega, sin recordar jamás a Mischa que tenía cuarenta años, un hijo sin padre y ningún futuro.
A pesar de todo, salió adelante. Olvidó sus veleidades de actriz y encontró trabajo en una perfumería. Pasó de vivir en la bohemia a recomendar fragancias a las señoras bien del barrio de Salamanca, y aseguraba que la estancia en París le había servido al menos para pronunciar como nadie los nombres de los productos de Chanel, de Dior y de Madame Rochas. Se instaló en la casa de sus padres, y luego, cuando ellos murieron, alquiló un pequeño apartamento para ella y para el niño, que tenía once años y ya había empezado a llamarse Jan. Fue entonces cuando empezó a sentir nostalgia de la escena, y quizá para combatirla comenzó a escribir piezas teatrales. Tras acabar su primera comedia, la envió a un antiguo amigo que seguía en el negocio y, como la suerte tiene sus propias reglas, la obra llegó a manos de un empresario que la encontró brillante y quiso producirla. Y Mischa Laurentin, actriz fracasada, madre soltera y vendedora sin vocación obtuvo un discreto éxito como autora teatral. Un año más tarde dejó definitivamente la perfumería para dedicarse a escribir.
Mischa no era una mujer hermosa, pero todo el mundo la encontraba deslumbrante. Tenía la piel delicada, los ojos tristes bajo las pestañas más largas del mundo y la figura de una maniquí de alta costura. Su imagen lánguida y esquiva, aquellos huesos largos, los ojos grises —tan parecidos, ay, a los ojos de Solange— le habían servido para apuntalar su personaje de escritora, siempre vestida de negro y gris, con accesorios imposibles comprados en las tiendas del rastro y que sobre su cuerpo parecían las joyas de una reina egipcia. Había en ella algo lejano que la envolvía en un aura de misterio. Era eso lo que volvía locos a los hombres que se la encontraban en las tertulias del Comercial o del Gijón, fumando aquellos cigarros finísimos que habían acabado por dar a su voz un tono grave y severo. Mischa se había convertido en una figura indispensable para la vida social de un Madrid que se había propuesto dar cerrojazo a los años olvidables de la dictadura. En aquellos años recibió media docena de proposiciones de matrimonio, pero no aceptó ninguna. No necesitaba a nadie. Ya tenía a Jan.
Para Mischa, lo más importante de su nueva vida era la estabilidad económica que había llegado para ella y su hijo. Nunca le había preocupado pasar penurias mientras estaba sola —en la etapa de París había cumplido fielmente todos los tópicos de la artista maldita—, pero un niño era harina de otro costal. La bonanza que trajo consigo su nueva vida de dramaturga le importó sólo en tanto en cuanto le permitió rodear a Jan de todas las cosas materiales que consideraba importantes. El resto —el amor, el cariño, la confianza en los demás— eran cosa de ella, y se las había proporcionado desde su primer aliento en el mundo.
Le había dado todo a aquel niño, a aquel adolescente, a aquel muchacho. Sólo le negó el nombre de su padre. Nunca quiso compartir con nadie su secreto. Durante muchos años, Jan la había bombardeado con preguntas directas que no encontraban respuesta. Luego decidió indagar por su cuenta, sin entender que ciertos episodios del pasado de su madre estaban metidos en una caja blindada. Una vez, cuando Jan tenía quince años, Mischa lo descubrió mirando y remirando sus fotos antiguas, escudriñando cada rostro de sus compañeros de entonces para encontrar las huellas lejanas de un parecido —la forma de las manos, la mirada, la mínima expresión—, y quiso frenar cuanto antes cualquier esperanza.
—No lo busques. No está ahí.
No dijo nada más. Y, de alguna forma, Jan entendió por fin que aquél era un misterio que jamás iba a serle revelado. Hizo caso a Mischa y dejó de investigar, intuyendo que si su madre no le confesaba el nombre de su padre era, a lo mejor, porque tampoco ella lo sabía. Intentó no volver a pensar en ello, y casi lo consiguió. Cuando conoció a Victoria tenía tan bien asimilada su condición de hijo de padre desconocido que casi le sorprendía que la mayoría de sus amigos tuviesen en el libro de familia el nombre de dos personas distintas.
Mischa adoraba a Victoria, a quien tenía fascinada con su
chic
intemporal, sus clavículas ejemplares y aquellos ojos espléndidos. La acogió en su casa y le dio el mismo afecto que prodigaba a su hijo. Cocinaba para aquella chica —bastante mal, por cierto, guisar no era lo suyo—, la acompañaba a comprar zapatos, le arreglaba los bajos de los vestidos. Fue Mischa quien convenció a Victoria de que debía ponerse lentillas para desterrar de por vida aquellas gafas espantosas, quien le enseñó a vestirse, quien corrigió sus andares de pato. La muchacha solitaria e insegura encontró en ella una especie de sucedáneo maternal: Victoria, que no tenía familia, había hallado en Mischa a una curiosa mezcla de amiga, madre y abuela.
Como tantos otros, Mischa había deseado ardientemente que la amistad de Victoria y Jan se metamorfoseara en algo que —sí, ella también— consideraba más sólido y más importante que el sentimiento amistoso. Hubo una época en la que no se resignó a ver en ellos a dos camaradas. De las indirectas pasó a los consejos, de la insinuación a la pura injerencia. Victoria ignoró sus comentarios, pero Jan le paró los pies sin muchos miramientos.
—No te metas.
—Nunca lo hago. Pero estáis cometiendo el peor error de vuestras vidas al dejar pasar la ocasión…
—¿La ocasión? ¿De qué?
—De comprometeros. De actuar como un hombre y una mujer que se quieren. Ahora no os dais cuenta, porque sois muy jóvenes. Pero pasará el tiempo y os haréis falta. Y a saber dónde estaréis los dos. O con quién…
Fue la única ocasión en la que Mischa Laurentin hizo algo fuera de lugar. El resto de su vida fue un ejemplo de corrección, de prudencia, de saber estar en su sitio. Victoria la recordaría eternamente como la primera vez que la vio, a los cincuenta y ocho años, con la figura de una adolescente, siempre con sus jerséis de cuello vuelto, sus faldas largas, sus zapatos planos de profesora de ballet y sus largos colgantes. Mischa y su hermoso pelo de plata cortado a la altura de las mejillas, sus bien llevadas arrugas, sus hombros de estatua. Querida, querida Mischa… Había muerto cinco años antes. Ahora, Victoria se alegraba de que se hubiese ido a tiempo, porque aquella madre no hubiese soportado sobrevivir a Jan. Mischa, que amaba a su hijo por encima de todas las cosas. Mischa, que desde que Jan había nacido no había vuelto a pensar en otra cosa que en la felicidad de su niño. Mischa, que al andar flotaba un par de centímetros por encima del suelo. Se le antojaba imposible hacerla encajar con Shirley, quien siempre parecía arrastrar sus pies hinchados sobre la pura y dura realidad. Y sin embargo lo habían hecho. Y ésa, pensaba Victoria, tenía que ser otra demostración de amor por parte de aquellas madres tan distintas que sólo tenían en común la desmedida devoción por sus dos niños. Si éstos habían decidido unir sus destinos —en mala hora, pensaban secretamente ambas—, lo único que podían hacer ellas era adaptarse a la nueva situación y no pensar jamás en que, si las circunstancias hubiesen sido otras, habrían disfrutado detestándose.
Shirley Saunders observaba a las tres mujeres desde el quicio de la puerta con una media sonrisa, evidentemente satisfecha del efecto que había provocado su llegada. Era una persona de tendencias teatrales, y le encantaba sentirse protagonista de cada pequeño acontecimiento. Paseó su mirada de una a otra con un aleteo de pestañas, preparada para recibir el aplauso final. De pronto, como si hubiese recordado bruscamente para qué estaba allí, su sonrisa se convirtió en una mueca contrita y se lanzó a los brazos de Marga.
—Mi niña… Mi pequeña… Tendría que haber llegado antes para poder despedir a Javier… Tendría que haber estado contigo, querida mía.
Victoria y Solange se miraron incómodas. Hubiesen preferido ahorrarse la condición de testigos de aquella escandalosa exhibición de afecto materno, pero Marga y Shirley bloqueaban la puerta de la cocina y el único recurso habría sido salir al descansillo de la escalera, lo cual tampoco tenía demasiado sentido. Así que se quedaron allí, de pie, fingiendo que no estaban enterándose de nada mientras Shirley besuqueaba a su hija.
—Mama. —A Vic le pareció que Marga estaba deseando desasirse del abrazo materno—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Que qué estoy haciendo aquí? ¿Te parece una buena pregunta? ¿Tienes una ligera idea de lo que me ha costado subirme a ese avión? Y, además, permite que te diga que sólo quedaban billetes en primera clase. He pagado setecientas libras por el pasaje. Ochocientos euros por un
gin-tonic
con cacahuetes. Es un escándalo, pero ¿qué voy a hacer si mi hija me necesita?
Imprimió a la pregunta un dramatismo innecesario, pero nadie se sorprendió porque Shirley adoraba el drama, y qué mejor circunstancia que aquélla para dar rienda suelta a sus instintos. Victoria se dijo que había sido una tonta pensando que Shirley iba a renunciar a la fastuosa oportunidad que se le presentaba, pero —igual que su propia hija— creyó que su fobia a volar y el hecho de que viviera en una isla era suficiente para ponerlas a salvo de su presencia.
—Quería venir desde el primer momento, querida, y espero que lo sepas. Pero no ha sido fácil, no señor. Por eso he tardado tanto. Tuve que hacer un trabajo intensivo con mi terapeuta, y convencer al psiquiatra para que me diera una receta de sus píldoras mágicas… que, dicho sea de paso, son una verdadera maravilla. Lo importante es que ya estoy aquí contigo, para cuidarte y ocuparme de todo.
—Mamá… —Marga se pasó una mano por la cabeza en un gesto que cualquiera menos Shirley hubiese identificado con la desesperación en estado puro—. Te agradezco mucho tu esfuerzo y todo eso, pero no era necesario que te sometieses a… a tanta presión… Lo de tu miedo a volar y tal. Estoy perfectamente, de verdad… Solange y Victoria me ayudan en todo. Y, para ser sincera, no hay mucho que nadie pueda hacer con respecto a lo que realmente me tiene hecha polvo. Javier está muerto y eso no hay quien lo arregle.
Victoria pensó que iba a añadir «y mucho menos tú», pero no lo hizo. Shirley la miró de arriba abajo con los brazos en jarras.
—Bueno, éste sí que es un gran recibimiento para una neurótica que se ha pasado dos horas y media en una verdadera celda de tortura empastillada hasta las cejas. He venido para ocuparme de ti, y voy a hacerlo tanto si te gusta como si no.