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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

La vida después (12 page)

Victoria llegó a perder la cuenta de las mujeres a las que Jan le presentaba, siempre entusiasmado como un niño, siempre bajo el influjo de la serotonina del flechazo. Tardaba en desencantarse casi tan poco como en rendirse a los pies de aquellas mujeres que pasaban por su vida con la esperanza de ser las últimas en la cada vez más larga lista de víctimas del señor Alonso Nance. Eran todas muy parecidas entre sí: bellas, sofisticadas, seguras de sí mismas. Mujeres que van por el mundo pisando fuerte, siempre listas para matar. Cuando Jan acabó casándose con Marga —uno sesenta de estatura, cincuenta y cinco kilos que la dejaban al borde del sobrepeso, pacífica y vulgar como ella sola—, una corriente de incredulidad debió de recorrer aquel colectivo de ex novias despechadas. Todas pensaban que, si Jan había ido abandonándolas, era para dar la campanada emparejándose con alguien espectacular. Y resulta que el muy cretino se dejaba llevar ante el juez por una… una albondiguilla sin conversación ni estilo propio, que leía
bestsellers
y ganaba una miseria, que no tenía amistades, ni contactos, ni nada, y cuya vida social se reducía a tomar café con cuatro panolis mal vestidas como ella. Era para matarlo. Si al menos hubiese acabado con aquella dichosa Victoria Suárez, con su melena de vampiresa y sus piernas de infarto… Eso era lo que pensaban todas, que tarde o temprano Jan y su amiga se cansarían de jugar al gato y al ratón, y acabarían juntos. Lo curioso es que, para muchas de las mujeres que un día habían detestado a Vic, que Jan se hubiese casado con una librera del tres al cuarto era también un premio de consolación: a buen seguro la repelente Victoria se habría quedado con un palmo de narices al ver cómo una jugadora en comprobable inferioridad de condiciones había conseguido llevarse a casa el trofeo por el que llevaban años luchando una cantidad indeterminada de mujeres.

En contra de lo que todos imaginaban, la relación de Vic y Jan no varió de forma sustancial tras casarse él y mudarse ella a Nueva York. Cambiaron las charlas en cafés por largas conversaciones telefónicas, y la popularización del
email
facilitó las cosas. Se escribían media docena de veces al día —en ocasiones sólo intercambiaban preguntas o comentarios fugaces que no hubiesen tenido sentido en una carta tradicional— y también intentaban verse de vez en cuando. A pesar de que después de unirse a Marga Jan había renunciado definitivamente a los viajes largos, siempre encontraba el momento y la excusa para trasladarse unos días a Nueva York. En cuanto a Victoria, su trabajo estaba lo suficientemente bien pagado como para poder comprar un billete de avión cuando le venía en gana, como aquella vez que se presentó por sorpresa en Madrid para visitar a Jan, que había sido víctima de un ataque de ciática y llevaba días postrado en la cama, quejándose como un crío y de un humor de perros para el que la presencia de su mejor amiga se reveló como la única medicina.

Los cambios llegaron tras casarse Victoria. Para Herder no era tan fácil alejarse de la ciudad cuando le venía en gana, y en los primeros tiempos Vic prefería no viajar sin él. Cuando lo hacía, Herder se quedaba visiblemente mustio en su magnífico apartamento del Upper East Side, y ella se sentía vagamente culpable por abandonar su hogar y a su marido. Por su parte, Jan también redujo sus excursiones neoyorquinas. Herder no le caía especialmente bien, y no se le ocultaba que la falta de sintonía era mutua. Así que decidió no complicar las cosas, y limitó su contacto con Victoria a
emails
más largos y más frecuentes y prolongadas conversaciones telefónicas. Cuando las cosas con Herder empezaron a ir a peor, cuando a Victoria ya le daba exactamente igual la cara que él pusiera cuando se quedaba solo, no encontró la forma de volver a su rutina de viajes transoceánicos sin dar explicaciones sobre su tambaleante relación, así que siguió sin cruzar el charco a pesar de que se moría de ganas de hacerlo. De irse a Madrid, llamar a Jan y contarle que su matrimonio era una mierda y que no se atrevía a romperlo porque no quería ser una divorciada, ni abandonar para siempre su castillo encantado de la calle 72.

Así las cosas, cuando Jan murió, él y su amiga del alma llevaban casi dos años sin verse. Y eso era algo que Victoria no podía perdonarse: haber permitido que el tiempo pasara de aquella forma, sin pararse a pensar que ella y Jan tenían tan contadas sus horas juntos.

«Qué mala pata, chica. Pero no es culpa tuya, ¿eh? ¿Quién lo iba a decir?»

—¿Que te quedas en Madrid? ¿Por qué?

Herder daba vueltas por la habitación llevando sólo un calzoncillo y una camisa blanca que acababan de traerle de la lavandería del hotel. Siempre enviaba todas sus prendas a planchar cuando estaba de viaje. La verdad, daba gusto verle, con la camisa de lino y sus bonitas piernas discretamente bronceadas. Cualquier otro hombre hubiese resultado ridículo con aquel atuendo —a medio vestir, a medio desnudar—, pero el señor Van Halen se las arreglaba para parecer siempre un residente de Martha's Vineyard.

—Ya te lo he dicho, Herder. Marga y Solange tienen algunas cosas que arreglar, y me gustaría echarles una mano…

—Muy bien. Pues tomémonos un par de días más. Le diré a Madison que cambie los billetes.

«¿Madison? Siempre había creído que la secretaria de Herder se llamaba Brittany…»

—Escucha, no sé si van a ser un par de días… A lo mejor necesito más tiempo y no creo que tenga sentido retenerte a ti. Tienes cosas que hacer en Nueva York. Apuesto a que el equipo de campaña estará subiéndose por las paredes mientras esperan a que vuelvas.

—Sí, Vicky, exactamente así es como están. Y cuando sepan que mi esposa se ha quedado en España tendrán que buscar un muro muy alto para trepar por él. Dentro de poco empezará el baile, y te necesitan en Nueva York.

—Herder… No saquemos las cosas de quicio. No hay actos de campaña hasta entrado septiembre, y estamos a seis de agosto. Así que bien podéis pasar sin mí unos y otros. Además, no es algo que podamos discutir. La familia de Jan me necesita.

—¿Y qué hay de tu familia?

La estatua clásica de impecable camisa sin arrugas y piernas con la justa cantidad de vello se había plantado de frente, con los brazos cruzados sobre el pecho.

«Yo no tengo familia», pensaba Victoria, pero en lugar de eso sonrió y dio a su marido un beso en la mejilla.

—No exageres, Herder. Estaré de vuelta en unas semanas. En cuanto al equipo de campaña, si crees que es imprescindible, puedes decirles que tu abnegada esposa permanece en Europa cuidando de dos amigas que acaban de ser golpeadas por una desdicha. Quizá eso haga aumentar su consideración sobre mí. Y, en cualquier caso, esto es lo que hay. Me quedo en Madrid y volveré cuando haya arreglado un par de asuntos, pero ni un minuto antes.

Bueno, podía tachar la primera línea de la lista: hablar con Herder para participarle la feliz noticia: la mujer del candidato acababa de hacer un alegre corte de mangas a sus planes de campaña para las semanas siguientes. No había sido difícil, se dijo. A lo mejor es que Herder no era tan mal tipo, después de todo. Se había marchado un par de horas después, fresco y recién afeitado, con sus pantalones comprados en Sacks y su maleta de cuero oscuro. Cuando le vio salir —por fortuna, había rechazado su insincera oferta de acompañarlo al aeropuerto—, se sintió infinitamente triste, pero no por la marcha de Herder, sino precisamente porque no le importaba nada de lo que él hiciese, que llegara, que se fuera, que se quedara. Agradecía lo deportivamente que había encajado su decisión de no acompañarle, pero era por pura comodidad. Si Herder se hubiese puesto como una fiera al saber que no regresaba con él, le hubiese dado exactamente igual. Lo que pasara con Herder van Halen había dejado de dolerle, de preocuparle, de molestarle. Eso debe de ser lo que ocurre cuando ya no queda nada entre dos personas. Cuando el tiempo, o lo que sea, se lleva en un mal viento los últimos rastros de lo que un día fue cariño. O amor, incluso, aunque a Victoria cada vez se le antojaba más cursi aquella palabra.

A Herder lo había conocido cinco años después de su llegada a Nueva York. Fue el primer hombre con el que compartió una casa. Antes de él había habido una interminable legión de relaciones de irregular duración e intensidad, unas más apasionadas, otras más frívolas, excitantes, aburridas, peligrosas. Había salido con hombres de todo tipo, de su edad, algo mayores, incluso más jóvenes —aunque, desde luego, no pescaba amantes entre sus alumnos—, de cuatro religiones diferentes y de tres razas distintas… o quizá cuatro. Porque no recordaba muy bien cómo había acabado lo del chico indio. Estaba como una cuba cuando se fueron a casa, y él se había marchado antes de que Victoria se despertase con la peor resaca de su vida. Resumiendo, había sido una promiscua de libro, y no sentía el mínimo atisbo de culpabilidad. Lo pasaba bomba. Era feliz así. Y no hacía daño a nadie.

En realidad, y antes de Herder, Victoria sólo había estado enamorada una vez. Aquello había durado tanto —y, lo que era peor, había acabado tan mal— que necesitó muchos años y muchos amantes para reponerse de la primera y más dolorosa decepción de su vida. Conoció a Santiago Lema unos días después de cumplir los diecinueve años. Fue Jan quien los presentó —«debo de quererte mucho si te sigo hablando después de eso», decía ella—, y tuvo muchas ocasiones de arrepentirse, pero en aquel momento era imposible prever el cataclismo que se avecinaba. Antes de llegar a la universidad, Vic no sabía nada del sexo opuesto. El único hombre ajeno a su familia al que había conocido hasta entonces era el señor Langley, el profesor de música, que tenía sesenta años, la barba descuidada y un apestoso aliento a jerez barato. Su experiencia con los chicos se limitaba a unos cuantos escarceos en las fiestas universitarias y algunas citas que no acabaron de cuajar. Con Santiago fue distinto. Y catastrófico.

«Aléjate de él, Victoria. Te lo digo muy en serio.» La advertencia de Jan llegaba tarde. Bebió los vientos por aquel chico siete años enteros, durante los cuales Santiago Lema estuvo entrando y saliendo de su vida a voluntad, alternando épocas de calma con estrepitosas rupturas, reconciliaciones con infidelidades, peleas, abrazos, juramentos, traiciones… A Victoria le tocó la peor parte: ella estaba enamorada. Y mientras vivía pendiente de cada uno de sus movimientos, Santiago entraba y salía de su vida, desaparecía durante meses, aseguraba haberse enamorado de otras mujeres, y justo cuando Vic empezaba a pasar aquella página, y como si tuviese un radar para detectar la mínima señal del olvido, regresaba a su lado, le pedía una nueva oportunidad, y vuelta a empezar.

Jan recordaba como una pesadilla aquellos tiempos demenciales, con una Victoria eternamente triste, nerviosa y resentida, que había perdido completamente el control, que pasaba de la desesperación a la euforia tras recibir una miserable llamada de teléfono, que se ilusionaba como una niña ante la perspectiva de una cena a solas, para hundirse después en la tristeza absoluta cuando Santi telefoneaba a última hora para anular la cita. Jan perdió la cuenta de las veces que había tenido que acudir a consolar a Victoria, a animar a Victoria, a enfadarse con Victoria por no ser capaz de dar el cerrojazo definitivo a una historia que no le traía más que lágrimas y malos ratos a cambio de unas migajas de algo que, desde luego, no se parecía al amor. Vic recordaba todas aquellas noches que había pasado sollozando en los brazos pacientes de Jan, que le secaba las lágrimas mientras le recordaba que era ella la principal culpable de aquel desastre. Nunca se enfadó con Santiago. Nunca arremetió contra él. Estaba convencido de que cada cual es responsable de sus actos: si Victoria había querido rendirse a un conquistador como Santiago Lema, era problema suyo. Él estaba dispuesto a secarle las lágrimas, pero nada más. Santi era su amigo de la infancia, y Victoria una mujer adulta capaz de tomar sus propias decisiones.

Un día, sin saber por qué, Victoria se dijo que ya era suficiente. No fue por nada en especial: se levantó después de una noche casi en vela, se miró en el espejo y se asustó ante su propia imagen desfigurada por el llanto. Tenía veintiséis años y había pasado siete llorando por el mismo hombre. En aquel mismo momento decidió que se había acabado. Cogió el teléfono y llamó a Jan para decírselo. Y él la creyó.

De aquella relación descabellada a Victoria le quedó sólo una perenne desconfianza hacia el otro sexo, la voluntad de no volver a caer en los errores que la habían precipitado al vacío y un sordo rencor hacia Santiago, al que consideraba responsable de todos sus males. Una vez que superó su propia insensatez —pues eso era lo que había sido, una pobre insensata presta a fiarse del primero en llegar—, descartó la idea del amor eterno y se entregó alegremente a una irresponsable serie de romances sin consecuencias. Algunos, por supuesto, se prolongaban en el tiempo —salió durante más de un año con un cirujano muy atractivo, y tuvo una larga relación con un profesor de la Escuela Diplomática con el que acabó rompiendo—, pero por lo general Victoria encadenaba una relación con otra. Al llegar a Nueva York, se dio cuenta de que otra de las ventajas de la gran manzana era la deliciosa diversidad de sus habitantes. Además, las posibilidades de anonimato se multiplicaban, y nadie tenía por qué sospechar que la eficiente miss Suárez de Castro era una moderna versión de Mesalina. Jan estaba al tanto de sus aventuras, y a veces se las reprochaba por pura costumbre, pero en su fuero interno le tranquilizaba que su amiga hubiese encontrado la vacuna para un virus que la había infectado durante años. Aquellos hombres que pasaban por su vida y por su cama la mantenían lejos del único tipo por el que había perdido la cabeza. Y, desde luego, Jan prefería que Victoria se acostase con todos los funcionarios de Naciones Unidas antes de que volviese a hacerlo con Santiago.

Luego apareció Herder, guapo, atlético, distinguido, seguro de sí mismo, obsequioso, encantador, simpático: un crisol de todas las virtudes masculinas. Se habían conocido en una conferencia en la universidad de él. Victoria le había echado el ojo encima nada más entrar en el salón de actos, y cuando él se acercó a presentarse en la pausa para el café no tuvo ninguna duda de que iba a convertirse en su próximo entretenimiento. Pero las cosas no fueron como ella esperaba. En lugar de un amante apasionado se encontró con un caballero a la antigua usanza que le enviaba flores al trabajo y quería presentarle a su familia. Después de un par de meses de citas idílicas, cenas a la luz de las velas y un caudal de regalos románticos que iban de las rosas rojas a una docena de galletas decoradas con su nombre, Herder le propuso mudarse a su apartamento de la calle 72. Victoria estuvo a punto de darle largas, pero entonces recordó las vistas al parque, la fuente de la terraza y el portero con librea del vestíbulo, y se dijo ¿por qué no? Unos meses más tarde, Herder apareció con el anillo. A ella no se le ocurrió una forma mejor de pasar los próximos cincuenta años. Para entonces, hacía mucho tiempo que ni siquiera recordaba a Santiago Lema. Herder van Halen lo había borrado todo. Quizá sólo por eso, y a pesar de todo, ya había merecido la pena que se cruzara en su camino.

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